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La araña negra, t. 5

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– Tal vez sea Quirós tan traidor como tú lo pintas; pero, a pesar de todo, no faltaré a la cita.

– Pero es una locura, mi capitán. No hay hombre en el mundo, por valiente que sea, que se presente solo y confiado en un punto donde sabe le aguarda la traición para hacerlo su víctima. Usted no debe asistir a la cita, y aunque me insulte y me golpee, yo me opondré a ello. ¡Don Esteban! ¡Señorito! ¡Amo mío! Máteme usted, acabe conmigo, y únicamente así podré consentir que vaya adonde le ha citado ese granuja, digno de la horca.

Y el pobre muchacho decía estas palabras casi llorando, y en actitud suplicante, avanzando sus manos como para impedir que se moviera su señor.

Perico agotó todos los argumentos que en poco rato pudo proporcionarle su cerebro, para decidir al capitán a que no acudiese a la cita.

La traición era clara. Aquel hombre infame le tenía miedo, y nada más fácil para uno de su clase que una delación, tanto más cuanto que sabía que Alvarez era muy buscado por la Policía. Y si por un falso sentimiento de honor, y presintiendo lo que iba a ocurrirle, acudía a la cita, y la Policía le apresaba, ¿cuál iba a ser la suerte de los preparativos revolucionarios? ¿No produciría una terrible impresión en los conspiradores ver en poder de la autoridad al poseedor de todos los secretos de la insurrección? Además, el general Prim le había enviado a Madrid como hombre de confianza, para que preparase un movimiento revolucionario y no para comprometerse en asuntos particulares, dejándose arrastrar por una quijotada de su carácter, que podía terminar en desastrosa prisión primeramente y después en el cadalso.

Alvarez mostrábase convencido de la verdad que encerraban las palabras de su asistente; pero, a pesar de esto, seguía obsesionado por aquella idea que Perico calificaba de quijotesca.

– ¿Y si no existiera esa traición que tú supones? ¿Y si Quirós asistiera a la cita completamente solo, y con la intención de batirse noblemente conmigo? Comprende en qué situación tan terriblemente desairada quedaría yo en tal caso… No te opongas, Perico. Forzosamente he de asistir a esa cita. Lo exige mi honor, y no faltaré.

El asistente, que conocía perfectamente la tenacidad de su superior, al escuchar estas palabras se convenció de que era inútil insistir en impedirle la salida, y mudó inmediatamente de actitud.

– Puesto que usted se empeña, acuda a la cita, aun sabiendo que va a ser víctima de la traición; pero, al menos, permítame, señor, que yo le acompañe.

– ¿Para qué?

– Para evitar en lo posible las malas artes de ese canalla.

– Imposible. Quirós irá solo, y nadie, por tanto, debe acompañarme. El lance es entre los dos; ninguna persona extraña debe mezclarse, y si yo te llevara conmigo, es indudable que si, por desgracia, me tocara caer a mí, ese miserable tendría luego que batirse contigo, y eso no lo juzgo digno.

– Bien pudiera suceder así – dijo el asistente con malicia – ; pero yo le prometo a usted no mezclarme para nada en el duelo. Yo solicito acompañarle con distinto objeto.

– ¿Qué es lo que deseas?

– Quiero ir con usted, desempeñando el mismo papel que las descubiertas en campaña. Déjeme acompañado hasta el lugar donde le espera ese hombre, y si allí me convenzo de que realmente es él sólo quien aguarda, y de que no existe apostada gente dispuesta a caer sobre usted, entonces le prometo retirarme, esperando con la consiguiente intranquilidad el fin del lance.

Alvarez se mostraba indeciso.

– ¿Me negará usted esto que le pido? – se apresuró a decir el fiel muchacho – . ¿No merezco, por el interés y fidelidad con que siempre le he servido, que usted me permita el acompañarle?

Alvarez estaba conmovido por aquellas muestras de cariño que le daba su asistente; pero, a pesar de esto, no pareció dispuesto a concederle el permiso solicitado con tanto ahinco.

– Pero, muchacho – dijo el capitán – : tú estás loco y no piensas que si, efectivamente, ese hombre prepara una traición, el resultado será más desastroso acompañándome tú. Los dos seremos entonces cogidos por la Policía, y a la causa revolucionaria conviene que, por lo menos, quedes tú libre, pues de lo contrario se perderían esos papeles, cuya importancia ya conoces.

El asistente sonrió con expresión de confianza:

– ¡Quiá, mi capitán! Yendo yo con usted no hay cuidado de que a ninguno de los dos le agarre la Policía. Déjeme usted que le acompañe y, aunque sólo sea por una vez, permítame que le ordene lo que debe hacerse. Yo salgo garante del éxito.

Transcurrió más de media hora importunando Perico con fervientes súplicas a su amo, y éste sin querer ceder; hasta que por fin, Alvarez, cansado sin duda de la tenacidad de su fiel servidor, o pesaroso de negarle aquel favor que tan cariñosamente le pedía, se decidió a darle el anhelado permiso.

Perico dió muestras de la mayor satisfacción ante la conformidad de su amo.

– Ahora va usted seguro. Usted es demasiado valiente y confiado, y esto es lo que le pierde. Déjese guiar por mí, pues el mundo, con todas sus perrerías, me ha enseñado a ser malicioso, y tenga la seguridad de que si ese hombre le ha preparado alguna encerrona, va a quedar chasqueado. Yo me encargo de ver por mí mismo lo que ese señor Quirós tenga dispuesto, y le avisaré si existe algún peligro.

Alvarez guardó su revólver en el bolsillo del pantalón envolviéndose después en su capa, y Perico se vistió un hermoso paletó azul, prenda que constituía su orgullo, y que era producto de sus ahorros en París.

Poco después salieron amo y criado de la casa, con gran alarma del obrero revolucionario y su familia, que, vueltos ya de su paseo, estaban en el taller, situado en la planta baja.

VIII
El fracaso de Quirós

Aquella noche había gran función en el teatro Real, y por todas las calles principales afluían a la plaza de Oriente lujosos carruajes, en cuyo interior iban las más encopetadas familias de la aristocracia madrileña.

En las puertas del célebre coliseo agolpábase gran gentío, y los agentes de Policía se afanaban en establecer un turno riguroso en la numerosa fila de carruajes que, lentamente, avanzaba hacia el vestíbulo, para depositar en él sus elegantes cargamentos.

Contrastaba el bullicio, la animación y la luz que existían en los alrededores del aristocrático coliseo, con la soledad, la sombra y la quietud que reinaban en el resto de la plaza.

Alrededor del jardincillo, y en torno del cinturón de estatuas, sólo se destacaba alguna que otra sombra, que marchaba veloz hacia el teatro, o permanecía inmóvil, en actitud sospechosa; y frente al Real Palacio, bajo los grandes faroles, paseaban cadenciosamente, y con el fusil al brazo, los centinelas, y, de vez en cuando, haciendo retemblar el empedrado bajo las resonantes herraduras, transcurrían veloces los jinetes encargados de la ronda por las cercanías del regio Alcázar.

La noche era bastante apacible, para ser de invierno, y únicamente el vientecillo helado que enviaba el Guadarrama hacía incómodo el permanecer al raso paseando sobre aquel empedrado, que parecía sudar frío.

A aquella hora llamaba la atención de los escasos transeúntes que pasaban por la calle de Bailén, un caballero que paseaba con lentitud por la acera existente a lo largo de las reales Caballerizas.

Era el diputado don Joaquín Quirós.

Tan confiado estaba en la promesa del padre Claudio, que, no queriendo perder la función de aquella noche en el Real, se había vestido con traje de etiqueta, que ocultaba su rico gabán de pieles.

El asunto era para él muy sencillo. Dentro de poco rato llegaría el temible Alvarez; le entretendría él diciendo que estaba dispuesto a ir al lugar del combate, aunque retardando en lo posible el momento de la partida; llegaría, mientras tanto, la Policía, se apoderaría por sorpresa del conspirador y él iría tranquilamente a oír la ópera y a visitar en su palco a una duquesa, muy religiosa y todavía apetecible, con la cual estaba próximo a entrar en relaciones.

Era tan cómodo y fácil aquel sistema de librarse de un temible enemigo, que apenas si impresionaba a Quirós, el cual estaba esperando que llegase cuanto antes Alvarez, para terminar el asunto, y entrar en el teatro.

Cuando llegó a la plaza y comenzó a pasearse por el lugar que él mismo había indicado, no pudo evitar una impresión de miedo, al ver lo desierta que estaba la calle de Bailén y el trozo de plaza que desde ella se veía.

Quirós, predispuesto siempre a imaginarse lo más malo, no tardó en pensar que el padre Claudio se había olvidado de avisar a la Policía, o que, intencionadamente, le dejaba desamparado en aquel punto peligroso, para que Alvarez saciase en él su afán de venganza.

Esta última consideración le produjo tal pavor, que estuvo a punto de huir, como si ya viera apuntando a su pecho el revólver de Alvarez; pero, afortunadamente para el prestigio valeroso del reaccionario diputado, pronto vió algo que fué devolviéndole una parte de su perdida tranquilidad.

Varias veces destacáronse en la embocadura de la calle, por la parte de Palacio, algunos hombres, que, por fin, desaparecieron, como si se hubieran emboscado en la sombra que existía en las inmediaciones del regio alcázar.

Aquellos hombres debían ser la Policía, y Quirós, seguro ya del auxilio, continuó su paseo con el aplomo y la confianza de un héroe, seguro de sus fuerzas.

Oyó pisadas tras él y se apartó, apoyándose en la pared de las Caballerizas, para dejar paso franco a un embozado, que llevaba sombrero de copa alta.

– Espere usted tranquilamente, don Joaquín – dijo el embozado, sin detenerse – . Tengo ahí mi gente, y no tardaremos en aparecer, así que el pájaro se presente.

Quirós reconoció en aquel hombre que se alejaba a un comisario de Policía que gozaba de cierta celebridad, por ser el esbirro a quien todos los Gobiernos reaccionarios encargaban la persecución de los delincuentes políticos.

 

La tranquilidad que desde entonces gozó el diputado fué completa, y, a pesar de aquella soledad que le rodeaba, se sintió seguro y omnipotente, como si en la sombra tuviera ejércitos enteros dispuestos a acudir en su auxilio al menor llamamiento.

Sonaron horas en el reloj de Palacio, y antes que Quirós acabara de contarlas, se detuvo al ver que por el lado de la plaza de San Marcial avanzaba un hombre de buen aspecto, que vestía un largo gabán.

Examinólo atentamente el diputado, y, cuando lo tuvo cerca, convencióse de que no era Alvarez, por lo cual se apartó para dejarle franco el paso; pero, con gran extrañeza, vió que aquel desconocido se dirigía rectamente a él.

Quirós, temiendo que un importuno viniera a estorbar su asunto, intentó evadirse, pasando a la otra acera; pero antes de que pusiera el pie en el arroyo, ya tenía a su lado a aquel hombre.

Tuvo entonces que mirarlo, y vió que era un hombre joven, de rostro enérgico, que acercó su boca para hablarle, lanzándole a las narices su resuello, que olía a vino.

Parecióle a Quirós un extranjero importuno, perturbado por el alcohol madrileño y dispuesto a incomodar con sus palabras al primer transeúnte que encontrase.

– “Cabagerro”… – dijo tartamudeando, y con pronunciación extranjera y dificultosa – . “Decirme osté ou est la Port del Sol.”

Quirós se impacientó al verse detenido por aquel francés borracho, que le cortaba el paso y parecía dispuesto a entretenerle con su charla.

Su primer impulso fué enviar al extranjero enhoramala; pero aquel buen mozo parecía adivinar su pensamiento y se asía familiarmente a sus solapas de piel repitiendo siempre con aquella voz dificultosa, que olía a vino:

– “La Port du Sol, cabagerro… Diga osté ou est la Port du Sol.”

Quirós se sentía cada vez más impaciente por la pesadez de aquel borracho, que no quería soltarle, y que oía sus explicaciones sin comprenderlas, volviendo nuevamente a hacer la misma pregunta.

En vano le marcaba el diputado a aquel ebrio francés la ruta que debía seguir para llegar a aquella “Port du Sol”, que repetía como un pesado estribillo, pues el maldito se empeñaba en no comprender, y, siempre, agarrado a las solapas del rico gabán, se estaba allí plantado, zarandeando a Quirós, que algunos momentos sintióse dominado por la cólera y estuvo próximo a dar una bofetada a aquel importuno.

Pero, no… ¿Qué iba a hacer? Golpear a aquel hombre sería llamar inmediatamente la atención de la Policía y espantar a Alvarez, que iba a llegar de un momento a otro.

Esta consideración aturdía a Quirós más aún que las pegajosas libertades que se tomaba aquel borracho.

¿Y si llegaba Alvarez en aquel momento? ¡Maldito francés! No poder librarse de él dándole dos buenos mojicones que le hiciesen medir el suelo.

Pero, ¿quién era aquél que se acercaba? Indudablemente Alvarez, que llegaba en la peor ocasión… Pero no; le seguían de cerca cuatro hombres, y otros surgían de las sombras de la plaza, apostándose en la desembocadura de la calle.

¡Maldición! Era la Policía, que, al ver a Quirós hablar acaloradamente con un hombre que, cogiéndole de las solapas, lo zarandeaba, había creído que éste era el revolucionario Alvarez.

Condolíase Quirós interiormente de aquella torpeza, que ponía al descubierto su plan, e intentaba alejar con señas a aquellos hombres, que avanzaban cautelosamente a espaldas del extranjero; pero todo fué inútil.

El borracho se sintió de pronto cogido fuertemente por sus dos brazos, y una voz le dijo con acento imperioso:

– Dese usted preso. Si intenta resistirse, es muerto.

Era el inspector quien hablaba así, asomando por bajo de la capa su diestra, armada de un revólver.

Dos agentes tenían fuertemente agarrado al francés, que miraba con estupefacción a Quirós y al comisario de Policía.

El diputado estaba tan colérico, que, a pesar de toda su religiosidad, lanzó una blasfemia.

– ¿Qué es eso, don Joaquín?

– Que es usted un torpe, señor inspector. ¿Quién le mandaba a usted venir tan pronto? ¡Buena la hemos hecho!

– ¿Pero este señor no es…? – preguntó el policía con asombro.

– Este señor – le interrumpió Quirós – es un borracho impertinente, que ha venido a incomodarme, y del que yo me hubiera librado sin necesidad de que ustedes se movieran.

El borracho afirmó, y soltó otra vez su resuello vinoso, en el que iban envueltas palabras tan pronto españolas como francesas. El pedía perdón una y mil veces al señor policía y a todos los presentes; pero él no era ningún criminal para que le prendiesen: era un súbdito francés, como podia acreditarlo con su pasaporte y el certificado del cónsul, y se había permitido el preguntar a aquel caballero por dónde iría más pronto a la Puerta del Sol.

Tan marcada era la expresión de desaliento en el rostro del inspector, y tan evidente la embriaguez e inocencia de aquel extranjero, que los dos agentes, sin esperar orden alguna, soltaron los brazos del detenido.

El comisario, furioso por la decepción sufrida, que le ponía en ridículo ante un personaje como Quirós, y deseoso de venganza, intentó dar un puntapié al francés; pero éste supo sortearlo hábilmente, y miró a los dos agentes, como para ponerse a cubierto de una lluvia de golpes.

– ¡Eh, señor inspector! – dijo Quirós, con acento áspero – . No vayamos a empeorar su desacierto dando un escándalo. Ese hombre aún no ha venido, y aunque esto empieza mal, podemos tener todavía alguna esperanza. Cada uno a su puesto, y aguardemos.

El comisario aceptó sumiso la orden de Quirós, y señalando imperiosamente el extremo de la calle, dijo al extranjero:

– ¡Largo de aquí, borrachín, o por Cristo vivo que…!

Y fué nuevamente a golpearle; pero el francés anduvo listo, y salió escapado, marchando con dirección a la plaza de Oriente, con el paso vacilante propio de un hombre que, aunque ebrio, no tiene aún vencida completamente su energía por la fuerza del alcohol.

Los policías, que estaban apostados al extremo de la calle, le dejaron escapar, y vieron cómo aquel hombre pasaba junto a los carruajes que estaban a la puerta del teatro Real, cómo contemplaba un buen rato, con expresión estúpida, la iluminada fachada, y cómo, por fin, después de dudar un buen rato, cual hombre que no sabe el camino y teme preguntar, se entraba en la calle de Felipe V.

Nadie pensó en seguirlo, y cuando el extranjero, guareciéndose tras la esquina del coliseo, se convenció de que no iban tras sus pasos espiándole, dirigióse a la plaza de Isabel II, con paso firme.

Apoyado en la verja del jardinillo, y con el embozo de la capa subido hasta los ojos, estaba un hombre, que, al verle, se acercó a él, poniéndose a su lado y marchando a su mismo paso.

– Perico – preguntó el embozado – , ¿aguardó solo ese hombre?

– ¡Solo! Buena soledad nos dé Dios – dijo Perico, con su acento natural – . Ese canalla tiene allí apostada toda la Policía de Madrid. Acabo de verlo.

Y el fiel asistente, sin dejar de andar, y remontando la calle del Arenal, relató en voz baja a su amo, que marchaba a su lado, todo lo que acababa de ocurrirle.

– Pero, ¿cómo te has hecho pasar por extranjero? ¿No te habrán conocido?

– ¡Bah! Hablaba aquel francés pésimo que tanto hacía reír a usted cuando estábamos en París, y, además, había tenido la precaución de entrar en cuantas tabernas encontré al paso desde que nos separamos, enjuagándome la boca con un vaso del tinto. Olía a vino y chapurreaba como un diablo; ni más ni menos que uno de esos gabachos que vienen aquí y se entusiasman demasiado con el caldo del país.

– ¿Y dices que me esperan aún?

– Sí, allí están aguardando que aparezca usted para echarle la zarpa. Puede creer que de buena se ha salvado siguiendo mi consejo.

– Gracias, Perico. No olvidaré que te debo la vida una vez más.

– ¡Bah! Mucho he de hacer todavía para pagarle lo que por mí hizo en Africa.

– Yo buscaré a ese miserable – dijo el conspirador, tras un largo silencio – , y así que lo encuentre, no le valdrán sus malas artes. Lo de esta noche es una traición más que he de añadir, a la cuenta de sus infamias.

– Búsquelo usted, mi capitán; estoy conforme con ello; pero no será por ahora. Con lo de esta noche, la autoridad sabe ya que usted se halla en Madrid, y redoblará las persecuciones. Debe usted reservarse para el asunto que más importa; lo demás, todo se alcanzará. En resumen, amo mío: vámonos a casa, ocultémonos con más cuidado que antes, y pise usted la calle únicamente en caso de necesidad, que el diablo anda suelto para nosotros en forma de policía.

IX
Triste amanecer

Transcurrieron algunos meses, y llegó el verano.

La vida de Enriqueta, que antes se deslizaba tranquila y monótona, dedicada por completo al cuidado de su hija, estaba ahora turbada por un recuerdo tan continuo, que tomaba el carácter de una obsesión.

Mientras, Esteban Alvarez le salía al encuentro, y conmovido por los recuerdos de la antigua pasión, intentaba, para recobrar la felicidad pasada, audacias que eran siempre mal recibidas, y merecían enfados y reprimendas, Enriqueta sólo había sentido por aquel hombre una tierna simpatía y una imprescindible necesidad de hablar con él, para recordar el período más dichoso de su vida; pero cuando, de repente, dejó de verlo; cuando transcurrieron semanas enteras sin que ella, desde la ventana de su gabinete o tras los vidrios de su berlina, columbrara la airosa capa con embozos de grana, comenzó a sentir un hondo malestar que la mortificaba a todas horas.

Ella era honrada, se había jurado no faltar nunca a sus deberes, accediendo a aquellas súplicas apasionadas que continuamente la dirigía Esteban; no había pasado por su imaginación, ni aun remotamente, la idea del adulterio, comprendiendo que con esto se rebajaría al nivel de Quirós, perdiendo la superioridad moral que sobre éste tenía; pero Alvarez se había hecho necesario para ella; sentía hacia él el mismo atractivo que la beldad hacia el espejo que retrata su hermosura, pues hablando con él veía reflejarse en su imaginación su pasado amoroso, con todas sus dulces impaciencias y sus palabras celestiales.

Era Enriqueta como una niña que estima poco el juguete cuando lo tiene en sus manos y lo trata a golpes, para llorar después con desconsuelo cuando lo ve perdido.

Conforme transcurría el tiempo sin que Esteban apareciera, Enriqueta sentía crecer el afecto hacia aquel hombre, y en sus horas de soledad su imaginación se forjaba las más absurdas suposiciones, para explicarse tan extraña ausencia.

Salía de casa con una frecuencia que alarmaba a la baronesa, y el objeto de sus correrías por Madrid, que, aparentemente, eran con un fin devoto, o para ir de compras, no tenían otro fin que el de encontrar a Alvarez y reanudar las relaciones amistosas, interrumpidas tan extraña e inesperadamente.

Nunca se le ocurría a la joven señora de Quirós dudar de que Esteban se hallaba en Madrid.

Conocía ella, aunque superficialmente, el motivo que había llevado a Esteban a Madrid, haciéndole trocar las seguridades de la emigración por un continuo peligro, y esto mismo aumentaba las inquietudes de Enriqueta, que se figuraba a Alvarez amenazado por los más terribles peligros.

Tales pensamientos sólo servían para aumentar el amor que sentía la joven. La figura del conspirador, oculto y perseguido, agrandábase ante sus ojos, revestida de un ambiente de sublime heroísmo, y Enriqueta se sentía atraída por un sentimiento que no sabía si era amor o admiración.

Obsesionada por aquel afecto, no se daba ya cuenta exacta de sus sentidos, y muchas veces se creía juguete de absurdas ilusiones. Más de una vez, al entrar en una iglesia, o al subir a su coche a la puerta de una tienda, había creído ver entre el gentío aquella capa que se le aparecía en sueños, y los ojos de Alvarez, fijos en ella; pero todo desaparecía inmediatamente, y Enriqueta quedábase indecisa pensando si sería víctima de una ilusión, o realmente Esteban, por el placer de verla, la seguía algunas veces de lejos, recatándose para no llamar la atención de los que, indudablemente, le perseguían.

Así transcurrió para Enriqueta todo el resto del invierno y la primavera entera.

Su marido seguía siendo para ella un ser indiferente en unas ocasiones y antipático en otras, y Quirós podía hacer la vida que mejor le placiere, sin miedo a recriminaciones de su esposa ni a tragedias conyugales.

No procedía de igual manera la baronesa. Entre ésta y Quirós se había efectuado una reconciliación, que borró la malevolencia que a raíz del casamiento mostraba doña Fernanda contra su cuñado.

 

Cuando la aristocrática señora olvidó un poco la maquiavélica conducta observada por el aventurero para obtener la mano de Enriqueta, y lo vió en camino de convertirse en un personaje importante de “la buena causa”, doña Fernanda sintió renacer la antigua simpatía, y se propuso ser nuevamente su directora, llevada de su ambición devota.

En los salones hablábase alguna vez que otra de las brillantes defensas del catolicismo y las sanas ideas que el diputado Quirós hacía en el Congreso, y esto bastaba para trastornar los sentimientos de la baronesa, que, ganosa siempre de figurar al lado de las personas que eran el núcleo del movimiento religioso en España, sentía una inmensa satisfacción al pensar que tenía en su casa un hombre destinado a ser, según decían las aristocráticas beatas, el sucesor de Donoso Cortés y el rival de Aparisi y Guijarro.

El orgullo, más que el cariño, hizo que la baronesa buscase el reanudar su antigua amistad con Quirós, y en adelante, los dos cuñados tratáronse como buenos camaradas que, de sobremesa, hablaban del medio mejor para salvar al mundo, volviéndolo, como oveja descarriada, al redil del catolicismo.

Doña Fernanda experimentaba una satisfacción sin límites al pensar que algunas de las ideas que ella emitía para hacer la felicidad de España las podía repetir algún día en las Cortes el simpático Joaquinito, y tanto la dominaba la pasión que ahora sentía por él, que hasta trataba con menos cariño al padre Felipe, del que decía que era un santo varón, muy ignorante, y no se afligía por las largas ausencias del padre Claudio.

Tanto era el cariño que sentía por Quirós, que la irritaba la frialdad que Enriqueta mostraba a su marido, no pudiendo comprender cómo no se conmovía ante el saber, la elocuencia y la naciente fama del diputado ultramontano.

La fundación del periódico clerical que dirigía Quirós, idea fué de doña Fernanda, la cual, todas las mañanas, al tomar el chocolate, gozaba lo que no es decible leyendo, mientras se llevaba distraídamente las sopas a la boca, las mismas ideas vertidas por ella el día anterior, encerradas ahora bajo la berroqueña envoltura del estilo amanerado, convencional y soporífero, propio del artículo doctrinal.

Unidos por esta fraternidad políticoliteraria, los dos cuñados tratábanse del modo más cariñoso; en la intimidad de aquella familia, lejos de las miradas de los intrusos, doña Fernanda más parecía la esposa de Quirós que aquella Enriqueta que miraba a su marido y a su hermana, unas veces, con frío desprecio, y otras, con ira, como si con su presencia turbasen su recogimiento interno, cuyo objeto era recordar aquel amor que constituía las páginas más felices de su pasada vida.

Quirós, por su parte, comprendiendo que la superioridad teníala en aquella casa la dominante baronesa, halagábale estar en tan buenas relaciones con ella, pues así tenía la seguridad de no ver turbada la tranquilidad de su vida.

Pero aquel afecto tenía también sus inconvenientes, y de éstos, el más principal era que doña Fernanda, con su genio arrebatado, había venido a convertirse para él en una especie de amante moral, que se mostraba celosa y quería tenerlo a todas horas a su disposición.

La vida agitada que llevaba Quirós, entregado de lleno a la política y al periodismo, irritaba a la baronesa, que no podía acostumbrarse a la idea de que el elocuente diputado volviera a casa todas las madrugadas a las cuatro, por estar hasta tal hora en la Redacción, después de la salida del teatro.

Además, pronto vinieran unas traidoras noticias a exacerbar la bilis de la baronesa. Interesábala tanto su cuñado, cada vez más reacio a conferenciar con ella y a pedirla humildemente consejos, que se dedicó a averiguar la vida que hacía, y pronto supo, por boca de unas amigas de la aristocracia, cosas que, según ella decía, poníanle los pelos de punta.

Quirós hacía el amor, o estaba en relaciones poco santas (existían diversos pareceres en las noticieras), con una duquesa vieja, que gozaba de gran fama por su estrecha amistad con la reina, y su gran prestigio político, y, además, pasaba algunas noches con algunos chicos de las principales familias, haciendo locuras en compañía de algunas coristas y bailarinas del Real.

Doña Fernanda sintió un santo horror al saber tales cosas; mas no por esto el diputado de la buena causa perdió en su concepto; antes bien, pareció que adquiría un nuevo prestigio a los ojos de la baronesa, pues en ésta, a pesar de toda su mojigatería, los calaveras siempre habían producido cierta atracción.

Pero, a pesar de esta complacencia, sentía amargo despecho al ver a Quirós en relaciones con una mujer como la duquesa, dedicada a la política, y considerando que era su protección lo que buscaba en ella el diputado, experimentaba gran indignación al imaginarse que algún día Joaquinito llegaría a ser célebre, no por sus consejos, sino por la ayuda de aquella vieja rival.

Tan furiosa estaba doña Fernanda, y tal deseo sentía de recobrar su superioridad sobre aquel futuro personaje, que, ansiosa por hacerlo volver a la buena senda, llegó a cometer la tontería de revelárselo todo a Enriqueta.

Doña Fernanda, a pesar de su afición a curiosear y de su perspicacia, ignoraba el verdadero estado de los dos esposos.

Creía que éstos constituían uno de los tantos matrimonios aristocráticos, que se tratan con frialdad; pero estaba lejos de imaginarse que entre los dos no había mediado la menor intimidad cariñosa, y que el dormitorio de Enriqueta había sido siempre para Quirós una región desconocida.

En la creencia, pues, de que su hermana, aunque falta de amor hacia su esposo, no dejaría de irritarse por sus infidelidades, y pondría en juego todos sus derechos para separarlo de la duquesa, y volverlo a la vida del hogar, reveló a Enriqueta todo cuanto sabía, aunque dando a sus palabras un carácter desinteresado, propio de quien hace tan penosas declaraciones por el honor de la familia y por restablecer la paz y la moralidad en el seno de un matrimonio.

Fué aquello en la noche del 21 de junio; bien se acordaba la baronesa muchos años después.

Acababan de cenar las dos hermanas y estaban en el salón, donde la baronesa acostumbraba a recibir las visitas.

Había poca luz, y los balcones estaban abiertos, para que el viento de la noche refrescase las caldeadas habitaciones.

Enriqueta había acostado a su hija, dejándola al cuidado de una criada fiel, y, sentada en una mecedora junto al abierto balcón, contemplaba con expresión soñadora el trozo de cielo estrellado y límpido que quedaba visible entre las dos filas de tejados que formaban la calle.

Doña Fernanda abordó inmediatamente la cuestión.

Habló primero de lo agradable que era en verano la vida nocturna, y esto fué como el exordio con que preparó la declaración de que Quirós volvía siempre a casa muy entrada la mañana.

Enriqueta hizo un gesto de desprecio, para indicar lo indiferente que le era la conducta que pudiera seguir su marido; pero la baronesa, para remover el fuego de los celos en aquello que ella creía frialdad aparente, añadió que Quirós, algunos meses antes, volvía de la Redacción a las tres de la madrugada, pero que ahora tocaban muchas veces las siete sin que él hubiese entrado en su cuarto.

Y puesta ya doña Fernanda en camino de hacer revelaciones, desembuchó todo cuanto sabía de las relaciones del periodista con la duquesa, no olvidando las bacanales famosas con las bailarinas del Real.

Enriqueta seguía mostrando la misma frialdad, y únicamente acogía algunas de aquellas revelaciones, demasiado subidas de color, con un gesto de asco.

Su indiferencia exasperaba a la baronesa, que aguardaba una ruidosa explosión de celos.

– Haces mal, hija mía – decía a su hermana – , en tomar las cosas con tanta calma. Yo bien sé que tú y Joaquinito no os queréis gran cosa; pero, al fin, tu marido es, llevas su nombre, y no es muy grato hacer un papel ridículo a los ojos de la sociedad, que conoce las locuras de tu señor marido. Tus amigas manifiestan lástima al hablar de ti; pero ten la seguridad de que en su interior se ríen del desairado papel que haces. Es necesario que evites este escándalo, sobre todo porque, como mil veces te he dicho, en nuestra esfera social es más preferible inspirar envidia que lástima.