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La araña negra, t. 5

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Quirós, a pesar del miedo que experimentaba, sintió sublevarse su dignidad ante aquella agresión, y cobrando valor contestó con cierta firmeza.

– Está bien. ¡Basta ya de insultos! Nos batiremos como a usted le parezca mejor. Estoy a sus órdenes esta noche.

– ¿Punto y hora?

– Si le parece a usted, podríamos reunimos a las nueve de esta noche, frente a las Caballerizas reales. De allí podemos dirigirnos a la Casa de Campo, y junto a sus tapias podremos cambiar algunos tiros, sin temor a que nadie nos estorbe.

– Conforme. Ahora sólo falta que usted me prometa no olvidar ese compromiso que ahora contrae.

– ¡Caballero! ¿Cree usted que yo falto en asuntos de honor?

– Yo tengo derecho a esperarlo todo del hombre que me delató, ¡Júreme usted no faltar esta noche a la cita!

– Lo juro – dijo Quirós, que deseaba cuanto antes terminar aquella conversación, aunque para ello tuviera que aceptar las mayores humillaciones.

– Está bien. Por su interés le advierto que si usted falta a su juramento, no será ésta la última vez que nos veremos, y entonces seré más exigente. Buenos días.

Apenas Alvarez volvió la espalda, Quirós se apresuró a alejarse.

El diputado ultramontano estaba aún agitado por aquella débil indignación que le habían producido los insultos de Esteban Alvarez; pero, conforme se iba alejando, se desvanecía la animación que le había sostenido momentos antes, y al llegar a la calle de Carretas. Quirós ya comenzaba a estremecerse, pensando en lo prometido.

El esposo de Enriqueta aterrábase al imaginarse la posibilidad de que aquella misma noche, en la obscuridad, y junto a una tapia solitaria, se viera, revólver en mano, frente a Alvarez, que tenía para él la supremacía del hombre honrado sobre el canalla.

El miedo le aturdía de tal modo, que le hacía discurrir torpemente.

El no se batiría de aquel modo tan brutal y desprovisto de probabilidades de arreglo, aunque una legión de hombres como Alvarez le pateasen las costillas en medio de la calle.

Ante el mundo tenía él, para poner a salvo su honor, el pretexto de que un personaje de su importancia no podía batirse con un revoltoso, sentenciado a muerte. Esto encubría perfectamente su cobardía, y aun añadiría a su persona una gran dosis de dignidad.

Pero apenas aceptaba la consoladora solución de no acudir a la terrible cita, conmovíase pensando que al día siguiente, al salir de su casa, volvería a encontrar a aquel enemigo, más amenazante e inflexible que nunca.

¡Dios santo! ¿Qué iba a hacer? ¿Qué resolución sería la más acertada?

¡Ah!.. Ya lo tenía pensado. Iría inmediatamente a consultar con el padre Claudio, que estaba tan interesado como él en librarse de Alvarez, y entre los dos encontrarían el medio más adecuado de suprimir a tan tenaz e iracundo enemigo.

VI
En demanda de auxilio

El padre Claudio estaba aquel día dado a todos los diablos, según se decía Quirós al salir de su despacho.

Apenas el diputado cambió con él las primeras palabras, conoció que algún asunto de gran importancia, y no muy grato, preocupaba al poderoso jesuíta, hasta el punto de hacerle olvidar aquel disimulo sonriente, que era en él característico.

El padre Claudio, contra su costumbre, se mostraba brusco y malhumorado, y tal era su distracción, que se le habían de repetir muchas veces las mismas palabras para que llegase a fijarse en ellas.

Nunca había visto Quirós en tal estado al reverendo padre, y no podía comprender que existiesen en el mundo asuntos suficientemente graves para turbar de tal modo a aquel genio de la intriga, carácter férreo, creado para salir invencible de las más difíciles luchas.

Sin embargo, aquel disgusto que experimentaba el poderoso jesuíta, no podía ser más justificado.

Seguía dirigiendo los asuntos de la Orden en España; era poderoso en el real Palacio, y ninguno de sus subordinados oponía la menor resistencia a su despótica autoridad; pero, a pesar de esto, el padre Claudio mostraba cierto azoramiento, y miraba a todas partes con aire de alarma, presintiendo que en aquella atmósfera de tranquilidad y sumisión que le rodeaba, existía algo hostil y amenazante, que no tardaría en condensarse sobre su cabeza, como una nube tempestuosa.

Su fino oído creía percibir los sordos golpes de ocultos zapadores, que lentamente iban minando su poder, para, en un momento dado, hacer que le faltase tierra bajo los pies, y hábil para adivinar de dónde procedía el peligro, así como enterado perfectamente de los procedimientos y costumbres de la Orden, miraba a Roma, cerebro y centro directivo del jesuitismo universal.

Allí estaba el peligro, al lado del general de la Compañía, y apenas se convencía una vez más de que en Roma dirigía aquellos subterráneos trabajos contra su autoridad, estremecíase de miedo, con la certeza de que su ruina era segura, teniendo enfrente tan poderosos enemigos.

El padre Claudio repasaba toda su vida, deseoso de encontrar el motivo que concitaba contra él las superiores iras.

El era en la Orden el personaje más apreciado por los valiosos trabajos que había llevado a cabo, y recordaba el recibimiento afectuoso con que siempre había sido acogido en sus viajes a Roma, para conferenciar con el general.

¿Por qué, pues, aquella guerra sorda e inexorable que le hacían desde la capital del mundo católico? ¿Conocería acaso el general sus gigantescas ambiciones y sabría ya los trabajos llevados a cabo por él para acelerar su muerte y sucederle en la dirección de la Compañía?

Aquel bandido teocrático, incapaz de conmoverse ante el crimen más horroroso, con tal que le sirviera para la consecución de sus fines, sentía un miedo sin límites al pensar que en Roma podían conocer sus planes y ocultas maquinaciones. El había procedido con gran sigilo, hasta el punto de abandonar procedimientos muy útiles, por temor a que se hicieran públicos; pero esto no le proporcionaba tranquilidad alguna. Había trabajado en el seno de la Compañía, y en ésta el espionaje y la delación constituyen las mayores virtudes. Sabía que la fidelidad y el cariño entre jesuítas eran absurdos mitos, y tenía el convencimiento de que su secretario, el padre Antonio, aquel jesuíta al cual tanto había protegido, le haría traición apenas se le presentara una ocasión favorable.

De aquí su intranquilidad y que se considerase vencido a todas horas, sin otro apoyo que el que él mismo pudiera proporcionarse con su diabólico talento, y a merced de las delaciones de aquellos mismos sacerdotes que comparecían ante él humildes, con la frente inclinada y los ojos bajos.

El día en que Quirós, después de su encuentro con Alvarez, se presentó en el despacho del superior de la Orden en España, éste se encontraba más intranquilo y malhumorado que de costumbre.

Había llegado a Madrid, procedente de Roma, un jesuíta italiano, el padre Tomás Ferrari, varón de aspecto sencillo y cándido, pero en quien el experto ojo del padre Claudio adivinó inmediatamente lo que se llama un pájaro de cuenta.

Había estado ejerciendo sus funciones durante muchos años en la secretaría del generalato, y llegaba a Madrid, según las órdenes del supremo director de la Orden, desterrado por ciertos pecadillos; pero el padre Claudio sabía bien el grado de credulidad con que debía acoger tales manifestaciones.

El jesuíta italiano hablaba el español con bastante corrección, y sin otro defecto que su acento; y Madrid no era el punto más indicado para desterrar a un subordinado infiel. Pensando en esto, adivinaba a lo que aquel hombre venía a Madrid, y aunque lo trataba con paternal benignidad, no le perdía de vista, y en la casa-residencia tenía algunos jesuítas fieles, que lo vigilaban de cerca.

Pensaba el padre Claudio sondear hábilmente su ánimo, con el intento de adivinar sus propósitos; pero, por adelantado, se prometía una derrota, pues comprendía que aquel italiano no era hombre capaz de dejarse sorprender.

El hábil intrigante reconocía a su cofrade, bajo la máscara hipócrita de mansedumbre y humildad con que se ocultaba el taimado italiano.

Preocupado estaba el padre Claudio con las reflexiones que le sugería la inesperada llegada del padre Tomás a Madrid, cuando entró en su despacho su protegido Quirós.

Su aspecto azorado y la palidez de su rostro llamó inmediatamente la atención del jesuíta, quien con una mirada pareció preguntar a su discípulo lo que le ocurría.

– Reverendo padre – dijo el diputado con precipitación – , ya tenemos aquí otra vez a ése.

– ¡Ah! – contestó el jesuíta con displicencia – . ¿Y quién es ése?

– ¿Quién ha de ser? Esteban Alvarez, ese descamisado, enemigo de Dios y de los reyes, que se encuentra en Madrid, sin temor a la sentencia terrible que pesa sobre él.

Quirós esperaba que aquella noticia produciría honda sensación en el padre Claudio, y por esto su sorpresa fué grande cuando vió que la recibía sin pestañear y con una desesperante frialdad.

– Bueno, pues que esté en Madrid cuanto guste – dijo el jesuíta con acento despreciativo – . Poco me importa su suerte, y, además, bastante le ha castigado Dios convirtiéndolo en fugitivo sentenciado a muerte, para que nosotros volvamos a ocuparnos de él.

La llegada del padre Tomás era lo que preocupaba al jesuíta, y pensando en sus asuntos íntimos, todo lo demás le tenía sin cuidado.

– ¡Pero qué tranquilo está usted, reverendo padre! ¡Parece mentira que conserve esa flema! ¿No recuerda usted lo terrible que es el tal personaje, y el interés que usted tenía en otro tiempo en anularlo para siempre?

– Sí, sí; lo recuerdo – contestó el jesuíta bastante distraído – ; pero ahora me tiene sin cuidado la tal persona. Vaya, Joaquinito, deje usted en paz a ese infeliz, y pasemos a hablar de otra cosa, si es que usted quiere algo de mí.

 

– ¡Pero, reverendo padre! ¡Dejar en paz a ese demagogo! ¡A ese energúmeno! Yo bien lo dejaría tranquilo, pero sería con tal que él no se acordase de mí. Mas lo terrible es que él, a pesar de estar caído, nos busca camorra, y dice que no ha de descansar hasta que consiga vengarse de los que le han conducido a tan triste situación. ¡Si usted supiera lo que acaba de sucederme! Lo encontré en la misma calle de Atocha, me abordó… y aquello fué escandaloso.

Y Quirós comenzó a relatar con lenguaje animado a su poderoso protector todo lo ocurrido, cuidando de disimular el miedo que sintió al hablar con Alvarez, y adornando con algunas mentiras su relación, con el objeto de hacer creer al jesuíta en un valor que había estado muy lejos de demostrar.

El padre Claudio, al oír a Quirós, se había interesado algo, desapareciendo en él la anterior distracción.

– En resumen – dijo, cuando el diputado cesó de hablar – , que Alvarez desea vengarse de las perrerías que usted hizo para casarse con Enriqueta, y que le esperará esta noche con la intención de meterle una bala en el cráneo.

– Eso es. ¿Qué le parece a usted que debo hacer?

– Asistir a la cita – contestó el padre Claudio con cierta sorna – . Es lo propio en un caballero.

– Pero, padre Claudio: ¿cree usted que así puedo yo exponer mi vida, ni más ni menos que porque se le ocurra matarme a un demagogo, furioso por ciertos actos que ya no tienen remedio? Cualquiera, al oírle hablar a usted de ese modo, creería que tiene ganas de librarse de mí, y que aprovecha la ocasión.

Quirós había adivinado el pensamiento del padre Claudio, y éste que, preocupado por sus asuntos dentro de la Orden, olvidaba el disimulo, contestó con brutalidad:

– Tal vez acierta usted.

– Sí, ¿eh? – exclamó el diputado, indignado por aquella ruda franqueza – . Pues en justa reciprocidad, también se me puede ocurrir el librarme de un protector tan enojoso como lo es vuestra paternidad en ciertas ocasiones, y, para ello, tal vez no tenga más que decir a ese energúmeno toda la verdad, o sea que, si yo lo delaté al Gobierno, fué por mandato del reverendo padre Claudio, de la Compañía de Jesús.

El jesuíta no se inmutó, limitándose a contestar con desprecio:

– ¡Bah! Estoy yo demasiado alto para que llegue hasta mí la mano vengativa de ese sujeto.

– No hay enemigo pequeño. Más altos que vuestra paternidad están los reyes, y, sin embargo, muchas veces ha llegado hasta ellos la bala de una pistola.

El padre Claudio volvió a hacer un gesto de desprecio.

– No sea usted tan altivo y confiado – continuó Quirós – . Yo sé bien lo ocurrido entre usted y Alvarez, y tengo el convencimiento de que el hombre que en medio de la plaza de Oriente estuvo a punto de abofetearle, no vacilará en tratarlo de un modo más terrible así que se convenza de que a usted debe todas sus desgracias y de que yo sólo he sido un ejecutor de todos sus mandatos. Si a usted le parece bien, haremos la prueba, revelando yo al tal Alvarez la participación que usted tuvo en todo cuanto le ocurrió.

El padre Claudio permaneció en apariencia inmutable; pero Quirós comprendió que sus palabras le habían producido alguna mella, cuando, poco después, le oyó expresarse de este modo, con acento fingidamente burlón:

– ¡Pero qué farsante es usted! ¡Cómo exagera las cosas cuando se cree en peligro y ve en estado crítico la integridad de su persona! ¡A qué hablar tanto! ¿Tiene usted miedo a Alvarez? ¿Quiere usted no verse frente a él pistola en mano? Conforme; por ahí debía haber empezado. Teme usted a ese enemigo y viene a buscar una ayuda, que yo no le puedo negar.

Quirós, conociendo que el jesuíta, por la solidaridad que entre ambos existía, estaba dispuesto a ayudarle, y seguro ya de su valioso apoyo, intentó echarlas de valiente, protestando contra aquella opinión de cobardía en que le tenía el padre Claudio; pero éste le impidió seguir adelante, diciéndole con la misma brusquedad de antes:

– Tonterías aparte, amigo Quirós: tiene usted miedo, y no es necesario que se extreme en demostrarme lo que no es verdad. Por eso mismo que lo veo tan apocado, me decido a prestarle mi auxilio.

– Es que usted también está interesado en librarse de ese hombre.

El padre Claudio sonrió con expresión tan cínica como feroz.

– ¡Bah! Si yo no vistiera esta sotana y fuese lo que usted es, ya sabría librarme por mi propia mano de un hombre que me estorbara, sin necesidad de implorar la ayuda de nadie.

Y al hablar así, había tal expresión en el rostro del jesuíta, que se adivinaba cómo, a pesar de sus años, era capaz aquel perfumado bandido de cometer los más horripilantes actos sin el menor remordimiento.

Quirós, que una vez más comprendía la superioridad de aquel hombre, nacido para el mal, se abstuvo de reclamaciones y fingimientos.

– Tranquilícese usted – continuó el jesuíta – , que yo le libraré esta misma noche de ese enemigo que le ha salido. Además, prestaremos un gran servicio al Gobierno y a la causa del orden. La aparición de ese hombre en Madrid, nada bueno indica.

– Eso mismo he pensado yo. Alvarez debe haber entrado en España para hacer algún trabajo revolucionario.

– El general Prim, después del levantamiento fracasado que le obligó a refugiarse en Portugal, conspira desde París con los militares emigrados, y nos prepara otra insurrección. El Gobierno está sobre la pista, y, prendiendo a un agente revolucionario tan acreditado como Alvarez, tal vez se descubra todo el plan.

– Haga usted, pues, que lo prendan, padre Claudio, y así me evitaré yo otro abordaje como el de hoy.

– Pero, ¿dónde está, criatura? ¿Dónde está ese hombre, para que la Policía pudiera echarle el guante? Usted no sabe dónde se oculta, y hay que aprovechar la cita de esta noche para prenderle. Yo creo conocer su carácter, y tengo la seguridad de que no dejará de acudir al punto citado y a la misma hora fijada por usted.

– ¿Qué es, pues, lo que usted me aconseja que haga?

– Usted debe estar esta noche frente a las Caballerizas Reales a la hora indicada, y allí aguardar la llegada de Alvarez. Sin mostrar miedo alguno le recibirá usted, diciendo que está dispuesto a ir junto a las tapias de la Casa de Campo, y, ¡no tema usted!, pues antes de emprender la marcha, ya caerá sobre él la Policía, que estará oculta en las inmediaciones. Yo me encargo de que el gobernador envíe allí esta noche los más listos de sus agentes.

A Quirós no le agradaba la combinación.

– Mire usted, padre. Francamente, no me gusta eso de que tenga yo que desempeñar siempre los más odiosos papeles, y repugnante resulta el que en mis propias barbas prendan a un hombre que acude a un punto citado por mí. Eso es proceder del mismo modo que un traidor de melodrama.

– ¡Vaya unos escrúpulos! Está usted hecho un diablo predicador, y, desde que es rico y aspira a convertirse en personaje político, todo le parece denigrante y poco digno.

– Yo lo que quisiera es no mezclarme en el asunto, tanto más cuanto que mi presencia no es necesaria. ¿No podía estar la Policía oculta, y al ver llegar a Alvarez, buscándome en vano por el lugar indicado, arrojarse sobre él?

– Eso estaría muy bien si la Policía conociera a Alvarez; pero, aunque su nombre sea conocido por todos los agentes del gobernador, como temible revolucionario, no hay uno solo que sepa cómo es él personalmente.

– Podía dar sus señas.

– Eso no basta, y con ellas podría la Policía equivocarse y prender a otro individuo, al primer transeunte que se le ocurriera detenerse en la calle de Bailén, frente a las Caballerizas. Total, que por un necio escrúpulo de usted, daríamos un golpe en vago, del que mañana hablaría la prensa de oposición, y advertiríamos a Alvarez, el cual se pondría en salvo.

Quirós pareció convencido.

– ¡Bien! ¡Conforme, reverendo padre! Lo que usted quiera. Vuestra reverencia siempre hace de mí lo que mejor le parece, y me maneja como a un niño. Estaré en la calle de Bailén a la hora indicada. Usted se encargará de enviar la Policía, ¿no es eso?

– Sí, señor. Esté usted tranquilo, que antes de que ustedes se dirijan hacia la Casa de Campo, apenas la Policía vea a usted hablando con Alvarez, se arrojará sobre éste, maniatándole, para que no se escape ni se defienda.

El diputado ultramontano manifestóse muy alegre por aquella solución, que evitaba todo peligro para su vida y le libraba de un temible enemigo; pero, de pronto, sus ojuelos brillaron con cierta malicia, y se rascó su colgante y grasosa sotabarba con expresión de incertidumbre.

Miró fijamente al padre Claudio, y después dijo con lentitud:

– Reverendo padre: hablemos claro. ¿Es seguro que la Policía vendrá esta noche?

El jesuíta extrañó mucho la pregunta.

– ¿Y por qué no ha de ir? Yo en persona iré a hablar con el gobernador. Me extrañan sus palabras.

– Tengo bastante memoria y recuerdo la franqueza con que me habló usted hace poco. A vuestra paternidad no le parecería mal el librarse de mí, y sería una jugada bonita el dejarme solo esta noche en poder de ese bruto de Alvarez, para que me espachurrara sin compasión. Sería un golpe que haría honor a la travesura de vuestra reverencia.

– ¡Bah! Es usted un malicioso sin objeto. Yo nunca empleo tales procedimientos para librarme de mis enemigos, y si usted me estorbase realmente, crea que no me faltarían medios mejores para anularlo. Vaya usted tranquilo esta noche, que yo no faltaré. Lo que dije antes fué solamente un arranque propio del mal humor que hoy me domina. Aunque usted no quiera creerlo, le aprecio a usted, por lo mismo que lo necesito, y aún podemos hacer muchas cosas juntos.

Poco después, Quirós, ya más tranquilizado, salía de la casa del padre Claudio.

Creía que éste cumpliría su palabra por estar tan interesado como él en librarse de Alvarez.

¿Y si lo engañaba? ¿Y si no acudía la Policía, y él, cumpliendo su palabra, se veía obligado a ir hasta la Casa de Campo para cambiar algunos tiros?

Todo menos eso. Estaba él dispuesto a todo antes que a ponerse en tan apurado trance, y con tal de no verse ante el revólver de Alvarez, se creía capaz de echar a correr así que se convenciera de que su protector no había preparado una Policía providencial que cortase el lance, llevándose preso al temible revolucionario.

VII
La abnegación de Perico

Comenzaba el crepúsculo a dejar flotante su manto de sombras, y todavía don Esteban Alvarez, junto a la abierta ventana, escribía sobre una mesilla cuyo tablero estaba manchado de tinta y de grasa.

La habitación era tan modesta, que le faltaba poco para ser una mísera buhardilla.

No había encontrado el conspirador asilo más seguro que aquella habitación, perteneciente a la vivienda de un pobre obrero, entusiasta por las ideas avanzadas y comprometido en cuantos movimientos revolucionarios se preparaban en Madrid.

Aquel pobre carpintero y su familia afanábanse por servir al fugitivo capitán, y lo ocultaban con tanto cuidado como si se tratase de un tesoro.

Cada una de las salidas que hacía Alvarez, producía hondo disgusto al dueño de la casa, que temía que fuese el militar reconocido por la Policía. El entusiasta obrero hablaba de esto a Perico con la esperanza de que éste obligase a su amo a ser más prudente.

En dicha tarde, por ser día de fiesta, había salido el carpintero con su familia a dar un paseo, como la mayoría de los vecinos que ocupaban aquella calle de la Ronda, y Alvarez se había quedado en la casa acompañado de su fiel asistente.

Hacía ya más de una hora que escribía, teniendo a la vista gran número de papeles, y Perico le contemplaba, observando un respetuoso silencio, pues conocía bien el significado de aquellos trabajos.

El antiguo asistente había cambiado mucho. Ya no era aquel mocetón aragonés, tan rudo en el carácter como en presencia, pues su estancia en París había obrado en él grandes modificaciones.

En la gran metrópoli francesa habíase visto obligado a desempeñar varios oficios, para atender a su subsistencia y muchas veces a la de su amo, y el trato continuo con gentes de esmerada cultura, había ido limando poco a poco las asperezas de su carácter, revestido de virginal rudeza.

Hasta su exterior se había modificado mucho, y en la actualidad era un muchacho de agradable aspecto, que vestía con esa distinción propia de los domésticos extranjeros. Su rostro, antes curtido y de rasgos sobradamente enérgicos, estaba ahora atenuado por las sombras de una barba fina y escrupulosamente cuidada.

Se encontraba, como ya hemos dicho, el fiel criado observando cómo su amo, a pesar de las sombras que invadían la habitación, seguía trabajando en aquellos papeles revolucionarios, y, sentado en una silla desvencijada, seguía atentamente todos los movimientos de su señor, con la misma fruición del que contempla al ser amado.

 

Al ver que la oscuridad se hacía cada vez más densa, y que Alvarez seguía escribiendo casi a tientas, sin darse cuenta de lo que le rodeaba, salió Perico de la habitación, y, poco después, volvió trayendo una palmatoria con una vela de sebo encendida, la cual colocó sobre la mesa, procurando no distraer a su amo.

El capitán pareció volver en sí al sentir el roce de su asistente y le habló con aquel acento breve e imperioso que le era peculiar, y que al muchacho aragonés le parecía el más cariñoso del mundo:

– Perico, todos estos papeles los guardarás inmediatamente.

El aragonés pareció extrañar aquella orden. Claro era que debían guardarse con cuidado aquellos documentos tan comprometedores. Pero, acostumbrado a obedecer ciegamente a su señor, se abstuvo de hacer la menor objeción.

– Los guardarás, como te digo – continuó Alvarez – ; y por toda esta noche permanecerás en casa. Si mañana al amanecer no he vuelto, los llevarás a la redacción de “La Iberia”, para entregarlos al director del periódico, un señor cuyo apellido es Sagasta.

Perico acogía las órdenes de su superior con señales de obediencia; pero aquello de que su amo podía no volver a la mañana siguiente, causábale cierta inquietud.

Deseaba hacer una pregunta para desentrañar aquel misterio; pero únicamente se atrevió a preguntar a su amo si deseaba alguna otra cosa.

– Nada más. Recoge estos papeles inmediatamente, guárdalos en lugar seguro, y ya sabes mis órdenes. Si mañana amanece sin que yo esté aquí, entrégalos al director de “La Iberia”, que es de la confianza del general Prim. Yo voy a marcharme ahora mismo.

El asistente se mostró aún más alarmado e indeciso que antes, y, por fin, haciendo un supremo esfuerzo, como si rompiese una barrera gigantesca que se opusiera a su paso, preguntó a Alvarez con expresión humilde:

– Señor, ¿me permite usted una pregunta?

El capitán miró con sorpresa a su asistente, al ver que, por fin, una vez se atrevía a preguntarle, y con un gesto le indicó que podía hablar.

– Ya sabe usted, mi capitán, que nunca me he tomado la menor libertad, que pudiera interpretarse como falta de respeto, ni me he atrevido a preguntarle jamás lo que pensaba hacer. Me he limitado a obedecerle y a seguirle a todas partes, y así seré en todas cuantas ocasiones se presenten.

– ¡Bien! ¡Adelante! Haz la pregunta pronto y déjate de rodeos.

– Pues bien, mi capitán. Quisiera saber adónde va usted esta noche, y porqué cree que es posible que mañana no se halle aquí. Esto no me parece muy tranquilizador, y como usted es la única persona que tengo en el mundo…

Y Perico, profundamente conmovido, terminaba su oración con un gesto de dulce humildad, con el cual parecía pedir perdón por su atrevimiento, y solicitar de su señor la revelación del peligro que, indudablemente, iba a arrostrar en aquella noche.

Alvarez, que al principio había escuchado con expresión ceñuda las palabras de su asistente, se humanizó al ver de un modo tan patente el inmenso cariño que le profesaba.

– No hay motivo para asustarse, muchacho – dijo el conspirador, intentando dar a sus palabras una expresión alegre – . Voy esta noche a cambiar unos cuantos tiros con un canalla, y como uno de los dos ha de quedar allí, y nadie está exento de sufrir una desgracia, de ahí que te haya hecho el anterior encargo.

No era la primera vez que Perico veía partir a su amo para ir a exponer su vida en un duelo; en dos distintas ocasiones había tenido Alvarez iguales lances en París; pero, a pesar de esto, en la presente circunstancia, el fiel aragonés sentía mayor alarma, como si su instinto le anunciase un inmediato peligro.

– Pero, mi capitán – dijo con tono de reconvención respetuosa – : ¿ha pensado usted en la situación en que estamos? Usted no se pertenece y tiene graves compromisos con el general, que está allá, confiando en sus servicios. Un hombre, en la situación que usted se encuentra, no debe mezclarse en esos llamados lances de honor.

– ¡Bah! Saldré con fortuna de él, como he salido de otros; tengo la seguridad de ello, y sólo por una prudente medida de precaución te he hecho el encargo antes.

Perico calló, pero aún manifestaba deseos de seguir preguntando, por lo que le habló así su amo, el cual se reía de su confusa actitud:

– ¿Qué más quieres saber?

– Lo que quisiera es que usted me permitiese asistir a ese encuentro.

– ¡Imposible! El lance ha de ser sin testigos. He sido yo mismo el que he obligado a mi enemigo a aceptar esta condición.

– Pues al menos, dígame usted quién es el hombre con el que va a luchar.

– ¿Para qué quieres saberlo? Bástete saber que tú no eres ajeno a la cuestión, y que al meterle a ese hombre una bala en la cabeza, tal vez te vengo a ti.

Perico quedó pensativo al escuchar estas palabras, y, poco después, sonrió con satisfecha expresión.

– Me parece que sé quién es ese hombre.

– ¿De veras? Haría honor a tu penetración el haberlo adivinado.

– Indudablemente, ha tenido usted una cuestión con aquel pillete, que es causa de nuestras desgracias y de la muerte de mi pobre tía.

Alvarez no pudo desmentir la apreciación de su asistente, y se limitó a decir:

– ¿No te parece que tengo motivos de sobra para matar a ese pillete, como tú dices?

– Sí, mi capitán. Vaya usted a castigar a ese malvado, y crea que siento no encontrarme en situación para poder hacer lo mismo.

Después de una breve pausa, continuó el asistente:

– Tengo la seguridad de que volverá usted mañana antes del amanecer. Indudablemente, debe existir algo tejas arriba, que castigue a los pillos y proteja a los hombres de bien, pues, de lo contrario, sería imposible la vida en este mundo. No me cabe la menor duda: usted matará a ese canalla.

Estas palabras halagaban a Alvarez, quien, entretanto, arreglaba los papeles en un paquete, para que los guardase su asistente, y después examinaba un revólver americano que había sacado del cajón de la mesilla.

– Permítame usted otra pregunta, capitán, ya que tan tolerante es conmigo. ¿Dónde va usted a encontrar a ese hombre?

– Frente a las Caballerizas Reales.

– No se batirán ustedes allí, por supuesto.

– No; iremos a matarnos junto a las tapias de la Casa de Campo. Así lo hemos convenido Quirós y yo.

– ¿Y es ese señor quien ha marcado el punto y la hora?

– Sí; he dejado este asunto a su elección. ¡Miserable canalla! ¡Y cuán cobarde es! Apenas si el temblor le dejaba hablar en mi presencia.

Perico quedóse pensativo, y por fin, dijo con convicción:

– Mi capitán, ríñame usted cuanto quiera, dígame bruto e imbécil; pero le aseguro a usted que hará muy mal si acude a esa cita.

– ¿Y por qué no he de acudir? ¿Un hombre como yo va a dejar que un Quirós pueda el día de mañana tacharle de cobarde, por no haber acudido a una cita?

– Ese Quirós es un pillo redomado, que no debe tener muchas ganas de verse otra vez frente a usted, y que, además, está acostumbrado a librarse de un enemigo por medio de la delación. ¿Qué cosa más fácil para él que librarse de un hombre que le amenaza de muerte, y que es buscado por la Policía como prófugo y sentenciado a la última pena? Usted es muy cándido, mi capitán, y cree que todos proceden como usted, con idéntica nobleza. No me cabe duda alguna; me lo dicta el corazón. A estas horas ese Quirós le ha delatado a usted a la Policía, que tiene ya armada la trampa para cogerlo entre sus garras.

Estas afirmaciones de Perico produjeron gran confusión en el capitán.

Su carácter, noble y resuelto, incapaz de imaginar la menor traición, no había podido abrigar tales sospechas; pero las palabras de su asistente tenían tal tinte de verosimilitud, que comenzó a recelar algo malo en aquella cita de honor a la que iba a asistir.

Pero no tardó su carácter caballeresco en rebelarse contra lo que le dictaba su instinto de conservación.