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La araña negra, t. 5

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Comprendía el jesuíta que la resistencia de la joven descansaba principalmente en el amor que aún sentía por Alvarez, y a combatir esta pasión dirigiéronse todos sus esfuerzos.

Con aquella facilidad de expresión que tan convincentes hacia sus palabras, el padre Claudio turbó la firmeza amorosa de la joven, haciéndola ver que era una locura seguir adorando a un hombre que la abandonó en críticas circunstancias, y que ahora, viviendo en París, halagado por todas las impúdicas seducciones de la gran metrópoli, no se acordaba de ella.

Esto producía mucho daño a Enriqueta, la cual, condoliéndose de que Alvarez no la hubiera escrito desde que huyó, se inclinaba a creer en aquel olvido que, para martirizarla, le recordaba el padre Claudio.

Ignoraba la infeliz que la baronesa llevaba ya quemadas unas cuantas cartas de Alvarez.

Conforme se desvanecía la fe de la joven, el jesuíta redoblaba sus ataques, pintando a Quirós como un dechado de perfecciones y caballerosidad. El padre Claudio se enfadaba al notar la antipatía que la joven profesaba a Joaquinito. ¡Pobre muchacho! ¡Odiarlo, justamente por una de sus nobles acciones! Porque ahora resultaba, según las afirmaciones del jesuíta, que si Quirós había mentido, presentándose en público como el raptor de Enriqueta, era tan sólo por salvar a ésta, a la que amaba en silencio desde mucho tiempo antes, y evitar que fuese complicada en la causa que se había formado a Alvarez como conspirador.

Además, su abnegación era sublime y digna de las mayores consideraciones. Sólo un alma grande, un hombre verdaderamente enamorado, era capaz de ofrecer su mano y su honor a una joven que casi había visto en los brazos de otro.

Todo esto impresionaba poco a Enriqueta; pero últimamente el jesuíta la conmovió profundamente con una proposición que le hizo en nombre de la baronesa.

El honor de una familia tan ilustre no había de quedar por los suelos. O se casaba con Quirós, lo que haría terminar tan vergonzosa situación, cortando de raíz las murmuraciones, o entraba inmediatamente en un convento, para expiar su falta con continuas oraciones.

Enriqueta, al llegar a este punto de su relación, se detuvo, como si la vergüenza le impidiera seguir adelante, y al fin dijo con voz temblorosa:

– Fuí débil y cedí. Los placeres del mundo me atraían y temblaba solamente al pensar que podía verme encerrada en un convento para siempre. Por otra parte, me movía una consideración de fuerza irresistible. Sentía agitarse en mis entrañas un ser al que amaba con delirio antes de haberlo visto, y con el cual conversaba como una loca en la soledad de mi cuarto. ¿Iba a ser, por mi culpa, un desgraciado, sin nombre y sin padres conocidos, al cual mirase la sociedad como un fruto de deshonra? Esto fué lo que me impulsó a ser perjura, a olvidarme de ti por el momento, uniéndome a un hombre a quien aborrezco. Fuí traidora, te ofendí del modo más villano; pero todo lo hice con tal de borrar el deshonor de la frente de mi hija. Sacrifiqué tu amor a cambio de la felicidad de un ser que lleva tu sangre.

Esteban, impresionado por las últimas palabras, pareció olvidarse de todo lo dicho anteriormente por Enriqueta.

Parecía dudar ante una felicidad inesperada.

– ¡Pero, esa niña!.. ¿Es realmente hija mía?

– Sí, Esteban. Mi María es tan hija tuya como mía. Te lo juro por la memoria de mi madre, cuyo nombre lleva ella.

– ¡Ah! ¡Hija mía! – murmuró Alvarez, con acento inexplicable.

Y las lágrimas asomaron a los ojos de aquel hombre enérgico, cuyo férreo carácter no habían logrado nunca enternecer las más supremas emociones.

III
El presente de Enriqueta

Quedaron silenciosos los dos antiguos amantes durante algunos minutos, como saboreando el placer que les producía pensar en el ser inocente venido al mundo, cual recuerdo de aquella noche de amor, tan trágicamente interrumpida.

Enriqueta fué la primera en romper aquel silencio, pues sentía deseos de hacer olvidar el pasado a Alvarez, hablando únicamente de su hija.

– ¡Si vieras cuán hermosa es! Su parecido contigo es tan exacto, que hasta Fernanda, que te ha visto pocas veces, lo notó desde el primer instante. Bastaría que vieses a mi Marujita un solo momento, para que inmediatamente te convencieras de que es tu hija. Hay algo en aquellos ojitos que es una chispa de la misma luz que brilla en los tuyos.

Alvarez seguía pensativo, y de vez en cuando fruncía las cejas, como agobiado por una idea penosa. Por fin habló para preguntar a Enriqueta con cierta rudeza:

– Y tú, ¿amas mucho a tu esposo?

– ¡Quién!.. ¿Yo? Le aborrezco. Es un infame.

– Entonces serás muy desgraciada.

– Tengo a mi hija, y esto me basta. Nunca he amado a Quirós. En los primeros días de nuestro matrimonio, le miraba con indiferencia benévola. Le consideraba como una persona amable, con la que estaba obligada a vivir, y procuraba tratarle con cierto afecto, aunque evitando siempre la menor intimidad.

– ¿Y las costumbres matrimoniales? – preguntó Alvarez con tono de incredulidad.

– No han existido nunca para nosotros. Cuando, preparado ya el asunto por el padre Claudio, vino Quirós a casa a pedir mi mano a Fernanda, yo le hablé con entera claridad, recordándole el amor que a ti te profesaba. Fingió él gran desesperación por mis palabras; pero con todo se conformó, con tal de ser mi esposo, diciendo que el tiempo se encargaría de hacerle justicia y de procurar que yo le amase, aunque sólo fuese un poco. Las condiciones que entonces pactamos se han observado hasta hoy. A la vista de la sociedad somos un matrimonio cual todos, con nuestras alternativas de cariño y enfado; pero, en la intimidad, dentro del hogar, Quirós y yo nos tratamos con toda la ceremoniosa frialdad de los príncipes que, por razón de Estado, se unen para siempre. Mis habitaciones están a un extremo de la casa y las suyas al otro; pasan días sin que crucemos más palabras que las que nos obliga a fingir la presencia de algún extraño. Los dos tenemos muy diversas ocupaciones, que nos obligan a no pensar en nuestra situación. El sólo se ocupa de la política, de su periódico y de todos los medios propios para convertirse en un personaje importante, y yo dedico el día entero al cuidado de mi hija.

– ¿Pero ese hombre nunca ha intentado hacer valer sus derechos de marido?

– Sí; hubo una época, a raíz de nuestro casamiento, en que emprendió la conquista de mi afecto en toda regla. Mostrábase amable hasta la impertinencia, y me asediaba de mil modos; pero de entonces data el odio que le profeso y que reemplazó a la antigua indiferencia con que le miraba. Un día, creyendo con ello halagarme y demostrarme la intensidad de su amor, me hizo una confesión monstruosa, horrible. Desde entonces le detesto, considerándolo como un ser abyecto y repugnante.

– ¿Qué te dijo? – se apresuró a preguntar Alvarez – ¿Dudas decírmelo? ¿No tengo yo derecho para saber todas tus cosas?

Enriqueta no disputaba a su antiguo amante el derecho de saber cuanto le ocurría, aun aquello de carácter más íntimo; pero se resistía a revelarle aquella declaración de Quirós, que ponía al descubierto toda la ruindad de su alma.

Ella no quería crear conflictos ni aumentar la desesperación de su antiguo amante. Aunque odiase a Quirós, al fin era su marido ante el mundo, y no debía concitar contra él las iras de nadie.

Alvarez, como si adivinase lo mucho que le importaba aquella declaración, importunaba a Enriqueta para que hablase.

Rogó, amenazó, manifestóse ofendido en su dignidad, y, al fin, después de muchas vacilaciones y de hacerle prometer que no intentaría nada contra Quirós, se decidió Enriqueta a hablar, vencida por la curiosa tenacidad de su amante.

– Pues bien; ese hombre, que ahora se llama mi esposo, es el autor de tu desgracia, y por tanto, de la mía. El fué quien te delató al Gobierno como conspirador, facilitándote después la huída, para, apoderarse mejor de mí.

Alvarez no esperaba aquella revelación; así es que hizo un marcado ademán de sorpresa. Pero pronto la reflexión le hizo creer que era imposible aquello que Enriqueta le revelaba.

– Eso no puede ser – dijo – . Quirós no me conocía, ni sabía que tú me amabas, y mal pudo averiguar mis compromisos políticos, que yo ocultaba con tanto cuidado.

– Mi marido fué el delator. Es inútil que te empeñes en reflexionar sobre la certeza de lo que te digo. El mismo me confesó su crimen un día que yo resistía, como siempre, a sus halagos amorosos. Me dijo entonces que me amaba desde el primer día que entró en casa, haciéndose amigo de mi padre, y, además, que conociendo mis relaciones contigo, y enloquecido por los celos, te había delatado, con el deseo de que huyeses o perdieras la vida, pudiendo él entonces dedicarse con entera libertad a mi conquista. El me hizo tan horrorosa confesión con el propósito de demostrarme la inmensidad de su amor, que le había conducido hasta el crimen; pero yo, desde entonces, le odio, y siento ante él la misma repugnancia que en presencial de una inmunda alimaña. Debe él haber conocido el horror que me inspira, por cuanto desde entonces ha cesado de importunarme con sus demandas amorosas, y se dedica en absoluto a sus aficiones políticas.

Esteban estaba convencido de la maldad de Quirós. Aunque no podía comprender por qué medios el repugnante aventurero había averiguado sus compromisos revolucionarios, la declaración de Enriqueta borraba todas las dudas que pudieran ocurrírsele.

El, durante la época de su emigración en París, y recordando sus desgracias, había llegado a creer que el delator era el padre Claudio, terriblemente ofendido y ansioso de venganza por la conferencia, algo violenta, que ambos habían tenido en la plaza de Oriente; pero ahora desechaba sus anteriores sospechas, para hacer caer toda la responsabilidad sobre Quirós.

 

Ignoraba que el jesuíta y su discípulo iban íntimamente unidos en el asunto de la delación.

Enriqueta, después de hacer aquella declaración, mostrábase arrepentida de su femenil ligereza, y procuraba convencerse de que su antiguo amante no intentaría nada contra Quirós.

– No te preocupes tanto en favor de ese canalla – dijo Alvarez con rudeza – . Por más que te empeñes y ruegues en su favor, día ha de llegar en que yo le exija severas cuentas por su infame conducta. Mas por el momento, permanece tranquila. Pesan sobre mí peligros muy terribles y tengo demasiado interés en permanecer oculto, para que vaya yo a comprometerme y a poner en peligro una empresa casi santa presentándome ante ese miserable. Ya vendrá el tiempo en que a la luz del día podré retar a tu marido, concediéndole la honra de morir como un caballero.

El interés que manifestaba Alvarez en permanecer oculto, hizo pensar a Enriqueta en la situación aventurada que atravesaba su amante.

– Haces bien en ocultarte – le dijo – . Según he oído varias veces a mi hermana, una sentencia de muerte pesa sobre ti, y es realmente una imprudencia que te presentes en las calles en pleno día… ¿A qué has venido a Madrid?

Alvarez sonrió con expresión algo feroz.

– No tardarás en saberlo, y contigo todo Madrid. Mi presencia en España nada bueno indica para lo existente. Soy como esas aves funestas que vuelan delante de la tempestad, anunciándola, y pronto estallará el trueno sobre esas santas instituciones de que hablaba hace poco ese jesuíta empalagoso, que no sé cómo escucháis con calma. Ya veremos si todo ese público distinguido, que tanto se entusiasmaba hace poco, sabe salir a la defensa de lo que va a perecer.

Enriqueta, que, a pesar de todo su amor, estaba influída por las preocupaciones de clase, se estremeció al escuchar tales palabras, y miró alarmada a Alvarez.

– Pero, ¡Dios mío! ¿Qué vais a hacer?

Esteban no contestó, limitándose a sonreír del mismo modo que antes.

Quedaron silenciosos los dos amantes, y oyeron sonar en el fondo de la iglesia un ruido de hierros que, poco a poco, iba acercándose.

Era el sacristán que, agitando un gran manojo de llaves, iba por las capillas, diciendo en alta voz a las beatas rezagadas:

– ¡Se va a cerrar! ¡A la calle, pronto, que voy a cerrar!

– Nos tiran de aquí – dijo Esteban.

– Sí; separémonos antes que nos vean juntos en esta capilla oscura. Adiós, Esteban.

– ¡Eh! Aguarda. ¿Crees que podemos separarnos así? ¿No he de volver a verte? ¿O es que quieres que pase espiando unas cuantas tardes la puerta de tu casa, aguardando con ansia una ocasión propicia para hablarte?

– No, Esteban; no conviene que nos veamos. En mi estado no son muy regulares estos encuentros, y aunque yo permanezca fiel a mis deberes, como estoy dispuesta a hacerlo siempre, nuestras entrevistas serán conocidas y darán pábulo a la murmuración. Además, a ti te conviene permanecer oculto.

– ¿Y mi hija? ¿Crees tú que podré yo permanecer tranquilo sabiendo que tengo una hija, y sin haberla visto nunca? No, Enriqueta, es preciso que yo la vea, para besarla, para experimentar ese goce paternal que hasta ahora sólo conozco a medias. Enriqueta, ya sabes que yo nunca me detengo cuando me empeño en conseguir lo que deseo. Déjame ver a nuestra hija, o me siento capaz de entrar en tu casa a viva fuerza y hacer una locura, aunque esto me descubra y ponga en peligro mi vida.

Enriqueta sabía que Alvarez era capaz de cumplir su promesa, y como al mismo tiempo viese en su rostro una expresión conmovedora de súplica, se decidió en favor de lo que le pedía.

– Bien: verás a María. No debíamos hablarnos más; pero ya que así te empeñas, volveremos a repetir muestras conferencias, aun cuando tengo la convicción de que esto ha de producirnos alguna desgracia.

– ¿Cuándo veré a la niña?

– No puedo decírtelo; pero buscaré ocasión propicia para ello. Por de pronto, quedemos acordes sobre el punto donde volveremos a vernos.

– Aquí mismo: es el lugar más seguro para mí.

– Está bien. Pasado mañana dará el padre Luis su última conferencia. Espérame como hoy, en este mismo sitio, y ya te diré entonces lo que hemos de hacer para que tú veas a nuestra hija.

– ¡Señores! ¡Que voy a cerrar! ¡Que se va a cerrar! – gritó el sacristán, próximo a la capilla, agitando sus llaves resonantes.

Los dos antiguos amantes se estrecharon las manos, dándose un mudo adiós.

Alvarez, conmovido sin duda por la dulce tibieza de aquellas finas manos, acercó su rostro al de Enriqueta; pero ésta se desasió, separándose rápidamente, con las mejillas teñidas por el rubor.

– ¡Aquí!.. ¡Oh, no! ¡Qué horror! Piensa en mi estado actual, y no intentes la menor cosa, si quieres que sigamos viéndonos. Seremos dos buenos amigos, o, de lo contrario, si eres malo, te odiaré. ¡Adiós, Esteban!

Cuando el sacristán agitó sus llaves frente a la capilla, los dos amantes, uno en pos de otro, salían ya de la iglesia.

IV
Renuévanse las relaciones

Poco a poco fué restableciéndose entre los dos antiguos amantes un afecto que, si no eran igual a la pasada pasión, equivalía a algo más que a una intimidad amistosa.

El adormecido amor volvía a renacer en Enriqueta, y aun cuando ella, en su interior, se dirigía a sí misma sermones morales, recordando sus deberes y el peligro que corría cediendo a la pasión, lo cierto es que muchas veces se olvidaba de que a los ojos de la sociedad pertenecía a otro hombre, y se entregaba sin reserva al trato de Alvarez.

La vigilancia de la baronesa y el género de vida que hasta entonces había hecho, no la permitían salir con frecuencia de su casa completamente sola; pero aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para cambiar unas cuantas palabras con Alvarez, unas veces ante el escaparate de una tienda elegante, otras en las alamedas del Retiro, y las más en alguna iglesia donde no fuera muy grande la concurrencia de fieles.

Tanto atrajo a Enriqueta aquel hombre, cuya presencia y palabra parecían transportarla a la época más feliz de su vida, que comenzaba a vigilar con menos cuidado a su idolatrada niña, y a permitir que la baronesa la tuviera horas enteras en su salón, a pesar de que temía que aquel pequeño ser fuera víctima de alguna asechanza infame.

Enriqueta recordaba aún con horror aquel período de su embarazo, durante el cual su hermana y el doctor habían empleado todos los medios para matar la criatura que llevaba en sus entrañas.

Aquella niña estorbaba a doña Fernanda, y, como Enriqueta, conociendo los sentimientos de su hermana, sabía de lo que era capaz, de ahí que temiera que con su hija se repitieran las mismas criminales tentativas que contra ella.

El vehemente deseo que Alvarez sentía de ver a su hija, cumplióse por fin una tarde, en que Enriqueta, aprovechando una ausencia de su hermana, salió en coche con la pasiega encargada del cuidado de la niña.

En el paseo, Alvarez, fingiendo ser un amigo íntimo de la familia, para no excitar las sospechas de los cocheros y de las domésticas, saludó a Enriqueta, y después de una conversación sin importancia, subió al carruaje, tomando en sus brazos la niña, que contemplaba aquel rostro desconocido con marcada alarma.

¡Cuán dolorosos esfuerzos hubo de hacer aquel padre para ocultar sus impresiones y no derramar lágrimas de alegría al estrechar la niña en sus brazos!

Aunque muy torpemente, fingió esa indiferencia cariñosa propia de las personas que por cortesía acarician niños ajenos; pero cuando, molestada por el roce de sus recios bigotes, la niña rompió a gimotear, agitándose furiosa en sus brazos, el infeliz padre estuvo próximo a llorar de pena.

Parecíale que su hija se negaba a reconocerle, y sintió impulsos de decirle, en acento de dulce reproche:

– ¡Cállate, pequeñuela! ¿No sabes que soy tu padre?

Varias veces vió del mismo modo el emigrado a su hija, y en todas ocasiones se separó entristecido, pues notaba en la pequeña María un desvío y una alarma que le causaban daño.

Durante el tiempo que se verificaron aquellas entrevistas, algunas de las cuales resultaban audaces, pues eran en puntos donde Enriqueta podía ser fácilmente conocida, la joven señora notó en su antiguo amante algo que, despertando sus preocupaciones de clase, la llenaba de terror.

Semanas enteras transcurrían a veces sin que Enriqueta, que salía muchas veces con la esperanza de ver a Alvarez, que siempre surgía a su paso como un personaje fantástico, le hallara por parte alguna.

Después, Esteban, durante muchos días, volvía a rondar la calle, recatándose de ser visto, y aprovechaba la menor ocasión para hablar con Enriqueta, y cuando ésta se atrevía a interrogarle sobre aquellas extrañas ausencias, el conspirador sonreía de un modo feroz y hablaba de tempestades que estaban próximas.

Enriqueta, a pesar de su inocencia en asuntos políticos, comprendía que algún suceso grave iba a verificarse, y al pensar en el peligro que iba a correr Alvarez, la figura de éste se agrandaba de un modo heroico en su imaginación.

Ella, que por haber oído muchas veces a la escogida sociedad que reunía su hermana hablar de los furores de la demagogia y del salvajismo de las turbas, odiaba todo lo que significara revolución, no podía menos de alterarse al ver al hombre adorado expresándose de un modo tan terrible; pero la pasión hacía enmudecer todas sus preocupaciones, y Alvarez era siempre para ella aquel ser que la había revelado la existencia del amor.

Podía ella, escudada en su estado, y recordando sus deberes, oponerse con tenacidad indomable a aquellas pretensiones atrevidas que renacían en Alvarez como retoños de la antigua pasión, y que la hacían acoger con expresión ceñuda todos sus osados avances; pero, a pesar de esto, el terrible conspirador era el único hombre que moralmente la poseía, y cuya imagen ocupaba por completo su imaginación.

V
Mal encuentro

Se hallaba Esteban Alvarez hacía ya dos horas en la calle de Atocha, espiando desde alguna distancia la casa de Enriqueta.

Era domingo, habían ya dado las diez de la mañana, y Alvarez esperaba, confiando en que Enriqueta saldría a misa, sola, como otras veces, y podría cambiar con ella algunas palabras a la puerta de la iglesia.

Paseaba el conspirador embozado en su capa, para no llamar la atención, y en una de sus vueltas, que le alejó bastante de casa de Enriqueta, al desandar lo recorrido y volver hacia su punto de partida, o sea cerca de la casa de Baselga, vió a pocos pasos, en el centro de la acera, a un caballero que envolvía en un rico gabán de pieles una obesidad extraña en un hombre joven.

A aquellas horas en que el Madrid elegante todavía estaba en la cama, descansando de los placeres de la noche anterior, resultaba algo raro ver en la calle un personaje tan elegantemente vestido, y tal vez por esto Alvarez fijó en él su atención.

Parecióle en el primer momento al conspirador encontrar algo en aquel hombre que le era conocido, y le recordaba algún suceso del pasado, que él no podía explicarse tan de repente; pero pasado el efecto que le produjo la primera ojeada, aquella reminiscencia fué desvaneciéndose, y al cruzarse con el bien portado personaje, ya no notaba en él nada conocido.

No ocurría lo mismo a aquel caballero.

Cuando estaba aún separado de Alvarez por algunos pasos de distancia, mirábalo con indiferencia, como a un transeúnte desconocido; pero, al encontrarse junto a él, y fijarse en las facciones de Alvarez, que en aquel instante dejaba al descubierto el embozo, su rostro palideció, y toda su persona agitóse con esa conmoción que produce un encuentro inesperado.

Esta impresión no pasó desapercibida para Alvarez, que volvió a fijarse en el desconocido, haciendo esfuerzos mentales para recordar quién era.

Ya había pasado el caballero de las pieles, y se alejaba, volviendo la espalda, a pesar de lo cual, todavía Alvarez, parado y con la mirada fija, siguió examinándolo.

Volvió la cabeza un poco el desconocido, para ver si le miraba Alvarez, y entonces, al presentar su rostro de perfil, fué reconocido inmediatamente.

Los rasgos típicos de Quirós surgieron a los ojos de Alvarez, destacándose de aquel rostro grasoso y prematuramente marchito.

Aquel descubrimiento conmovió profundamente al conspirador.

Era la primera vez que veía a aquel hombre después de la triste noche en que le conoció, y el recuerdo de su infame traición surgió inmediatamente en su cerebro.

Aquél era el hombre que le había robado la mujer amada; el cínico aventurero que ahora gozaba la opulencia conquistada por medio de sus infamias, y que salía de su casa contento y satisfecho, como un ciudadano que siente tranquila su conciencia.

 

Esteban experimentó una repentina indignación, que rápidamente se apoderaba de él, hasta embriagarlo de rabia, e instintivamente, sin darse cuenta de lo que hacía, siguió a Quirós, quien había apresurado el paso al notar que acababa de reconocerle aquel hombre a quien tanto temía.

En la plaza de Antón Martín fué alcanzado por Esteban, quien se colocó familiarmente a su lado.

Quirós temblaba al sentir a sus espaldas los pasos de aquel hombre que se acercaba rápidamente; pero al verle a su lado, hizo, como vulgarmente se dice, de tripas corazón, y asomó a sus labios la más amable de las sonrisas.

– ¿Me conoce usted? – preguntó Alvarez con voz que enronquecía la ira.

– No tengo el honor… – contestó Quirós, siempre sonriente, y deseoso de prolongar aquella situación difícil con amables palabras.

– Pues soy Esteban Alvarez – le interrumpió el conspirador – . Ya sabe usted que tenemos una antigua cuentecita que saldar y aprovecho la ocasión de encontrarle. A un canalla como usted hay derecho de sobra para aplastarlo aquí mismo; pero soy generoso, y le doy tiempo para morir como un caballero. ¿Cuándo estará dispuesto a romperse el bautismo conmigo?

– Pero, ¡por Dios!, señor Alvarez. ¿Por qué hemos de reñir dos buenos amigos, como nosotros lo somos? Usted está en un error; no conoce mis actos, y me toma por algo que yo no soy. Comprendo que usted esté enfadado conmigo, pero esto es porque no conoce mi verdadera conducta. En el momento que usted sepa la verdad de cuanto yo hice, me lo agradecerá, y hasta es posible que se convierta en mi mayor amigo.

Alvarez quedó pasmado ante el cinismo de aquel hombre.

– ¡Cómo, miserable! – dijo indignado – . ¿Qué es lo que yo te he de agradecer? Me pasma tu sangre fría, ¡gran canalla! Basta de palabras. O te bates conmigo hoy mismo, o te estrangulo inmediatamente.

– Pero, señor Alvarez, ¡por la sangre de Cristo! No se sulfure usted ni me trate de un modo que no merezco. Es cierto que yo soy hoy el esposo de la mujer que usted amaba; pero esto ha sido contra mi voluntad; a las circunstancias hay que culpar más que a mi persona. Por evitar compromisos a Enriqueta, y buscando que no apareciera complicada en la causa que a usted le formaron, creí útil el fingir que era yo su raptor; esto, sin ninguna intención malvada; después, el mundo, con sus murmuraciones, agravó lo que yo había hecho, sin proponerme ningún fin determinado, y merced a las gestiones de respetables personas que querían evitar el escándalo, me vi en la precisión de optar entre la deshonra de Enriqueta o el darla mi mano. ¿Qué hubiera usted hecho en mi caso? Lo mismo que yo, indudablemente. Había que salvar el honor de una mujer, a quien usted no podía devolvérselo, y usted mismo debía agradecerme este noble sacrificio que hice.

– ¡Mientes, miserable falsario! – rugió Alvarez, cada vez más indignado por el cinismo de aquel hombre – . ¡Con qué facilidad sabes disimular tus repugnantes traiciones! ¡Cómo intentas justificar tus actos, que excitan la cólera de toda persona honrada! Tú eras un aventurero hambriento de poder y de riqueza; pusiste tus ojos en Enriqueta, y aprovechaste una ocasión suprema para perderme a mí y apoderarte de una pobre joven, para ser dueño de su fortuna. Te has valido de todo cuanto de malo existe en el mundo para realizar tus ambiciones. Has sido delator, cobarde, hipócrita y, sobre todo, embustero; pero te ha llegado ya tu hora, como les llega a todos los canallas, y te vas a ver conmigo, que he sido la víctima de tus infamias. Admite este reto con que te honro, o te aplasto aquí mismo.

– Repórtese usted, señor Alvarez; serénese usted y piense que estamos en la calle, llamando la atención, y que yo no tengo por qué ocultarme ni estoy interesado en que nadie me conozca.

– ¡Aún me insultas! – dijo Alvarez acercando su rostro, congestionado por la ira, al de Quirós, que estaba cada vez más pálido – . ¡Aún te atreves a hablar de mi desgraciada situación, que me obliga a vivir oculto cuando tú eres el autor de mi infortunio!

– ¡Yo, señor Alvarez! – exclamó Quirós abriendo sus ojos cuanto pudo, para demostrar su extrañeza e inocencia – . ¡Yo el culpable de que usted, por revolucionario, se halle fugitivo y sentenciado a muerte!

– Sí, tú – afirmó Alvarez con energía – . Tú, que fuiste quien me denunció; tú, que entregaste a la infeliz Tomasa a la Policía, causando su muerte; que hiciste llegar a manos del Gobierno mis papeles políticos, por los cuales muchas familias lloran hoy a sus padres, que viven en presidio, y que has hecho caer sobre mí una sentencia de muerte.

Y Alvarez, al recordar el cúmulo de desgracias que había producido la traición de aquel hombre, y al verlo ante él, con la expresión de un hombre feliz y la prosopopeya de un personaje, sintió que su indignación llegaba al paroxismo, y, sin darse cuenta de lo que hacía, avanzó sus manos, intentando estrujar aquel cuello grasoso y blanducho, que se hundía en la solapa de ricas pieles.

Quirós se libró, retrocediendo algunos pasos, y en sus mejillas pálidas notóse un temblor nervioso.

– Repórtese usted, señor Alvarez. Por interés a usted se lo advierto: estamos llamando la atención de la gente, y a usted no le conviene un escándalo en medio de la calle.

El conspirador recobró un poco la calma con esta observación, y mirando a su alrededor vió parados a pocos pasos de distancia algunos chicuelos y criadas de servicio, que esperaban con plácida curiosidad que aquellos dos señoritos se dieran de mojicones.

Esta expectación le hacía correr el peligro de ser detenido por los agentes de la autoridad, y tal pensamiento bastó para que inmediatamente fingiera una fría calma, que estaba muy lejos de sentir.

– Es verdad – dijo el ex capitán – ; estamos llamando la atención, y esto no es conveniente. Acabemos pronto.

– Acabemos – dijo Quirós, que estaba más deseoso que nunca de terminar aquella situación, saliendo escapado inmediatamente.

– ¿Dónde ventilamos nuestro asunto?

– Ahora no puedo. Me esperan para una cuestión política de gran importancia.

– Siento que retardemos el placer que indudablemente ha de producirnos vernos los dos frente a frente. Sin embargo, me hallo dispuesto a complacerle, retardando el encuentro. Nos veremos esta noche. Señale usted punto y hora.

– Pero, señor Alvarez, esto es usurpar la misión de nuestros respectivos padrinos. Ellos se encargarán de arreglar todos estos detalles.

– ¿Qué está usted diciendo? ¿Cree usted acaso que vamos a perder un tiempo precioso incomodando a cuatro amigos con el asunto de nuestras enemistades, que a ellos nada les importan? Quédense los padrinos y las negociaciones de honor para aquellos lances que son susceptibles de arreglo; aquí no son necesarios tales preparativos. Uno de nosotros sobra en el mundo. El asunto no puede ser más sencillo; se trata de ver si un hombre honrado puede matar noblemente a un pillo a quien podía en este mismo momento estrangular. Tome usted un revólver esta noche y acuda al sitio que tenga a bien señalar.

– Pero… ¡don Esteban! ¡Eso es brutal! ¡Eso es salvaje! Los caballeros como nosotros deben arreglar sus cuestiones de un modo más distinguido. Dígame usted dónde vive, y yo le enviaré mis padrinos.

– ¡Ea, basta de farsas! ¿Cree usted que un hombre fugitivo, como yo, y sentenciado a muerte, está en circunstancias para perder el tiempo y exhibirse en negociaciones que, por más que ocultáramos, no tardarían en ser públicas? Yo, fugitivo, oculto y comprometido en importantes empresas, no dispongo de amigos para mezclarlos en estos asuntos; ni puedo dar mis señas a un hombre acostumbrado a las delaciones policíacas. ¡Acabemos ya! O viene usted esta noche a matarse, o le abofeteo y le doy de puntapiés aquí mismo.

Y Alvarez se adelantaba hacia su enemigo, dispuesto a unir la acción a la palabra.