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La araña negra, t. 5

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Enriqueta se arrodilló, para rezar una corta oración, y un vez terminada ésta, dirigióse a la puerta del templo.

– Es tarde – iba pensando – ; Fernanda me esperará, y, además, ¡sabe Dios cómo habrán cuidado a la niña!

El temor que la inspiraba su hermana, la baronesa, y sus alarmas maternales, la hicieron olvidar la impresión producida por la presencia del desconocido.

Avanzó rápidamente, y en la obscuridad proyectada por las dos columnas que orlaban la puerta interior, y al lado de la pila de agua bendita, vió marcarse la silueta confusa de un hombre.

Enriqueta se estremeció, sintiendo que los anteriores terrores volvían a reaparecer; pero siguió adelante, dirigiéndose a la pila bendita y procurando aparentar indiferencia.

Conforme se acercaba iba aumentando su alarma.

No había duda. Era él: el hombre cuya misteriosa presencia tanto la preocupaba aquella tarde, y que, aunque ahora, por hallarse dentro del templo, tenía la cabeza descubierta, ocultaba su rostro inclinado, entre los embozos de su capa, que sostenía con una mano.

La agitación de Enriqueta iba en aumento.

II
A la puerta de la iglesia

Fingiendo la joven señora de Quirós una serenidad que no tenía, y con la vista fija en el suelo, para no ver a aquel hombre, llegó a la pila, y al avanzar su mano para tomar agua, sintió en sus dedos el contacto de una mano ardiente.

Levantó la cabeza, y a pesar de que después de las anteriores reflexiones se encontraba preparada para recibir la más inesperada emoción, no pudo contener un ligero grito de sorpresa, ni evitar el retroceder algunos pasos.

Parecía fascinada por aquel hombre, que había dejado caer el rojo embozo, mostrando su rostro y figura.

Era él; era Esteban Alvarez, que aún conservaba en su rostro aquella belleza varonil, que ahora parecía realzada por las huellas dolorosas que tremendas aventuras y luchas gigantescas habían impreso en su rostro.

Silencioso, inmóvil y erguido, miraba a Enriqueta fijamente, sin que en sus ojos se notara el menor signo de reproche, y la joven, por su parte, no se atrevía a moverse, como si estuviera sugestionada por la inesperada aparición de aquel hombre.

Transcurrieron algunos momentos, que parecieron interminables a Enriqueta, y sólo recobró algo de su serenidad cuando Esteban le dirigió la palabra.

– Soy yo, Enriqueta. Comprendo tu sorpresa; no es fácil encontrar en una iglesia a un revolucionario emigrado, sobre el que pesa una sentencia de muerte. Tranquilízate, Enriqueta. No vengo aquí a dar una escena. Quería verte… hablarte: nada más. Ahora mismo me iré.

La joven señora, aunque intranquila y temblorosa, había ido acercándose a su antiguo amante, como cediendo a un poder irresistible que la empujaba.

A pesar de esto, permanecía muda.

– Nada temas, Enriqueta, tranquilízate – continuó el conspirador – . ¿Crees acaso que voy ahora a recordarte tiempos pasados, que son ya para nosotros como bellos sueños, que se desvanecieron para no volver? No; demasiado comprendo nuestra respectiva situación. Tú eres la señora de Quirós, de un hombre respetable y digno, y no puedes permitirte volver la vista atrás, para contemplar, aunque sólo sea por una vez, el corazón que pisoteaste, y yo soy un desgraciado, un criminal fugitivo, que se oculta al ir por las calles, con el que no se puede hablar, so pena de comprometerse, y que no puede pedir cuentas a nadie de su conducta, pues se expone a ser conocido y a morir inmediatamente. Hoy ni tú ni yo somos ya lo mismo. Tú eres un sol esplendoroso y yo un astro errante y muerto; nos hemos encontrado en nuestro camino, nos vemos, cruzamos un saludo, y a seguir cada uno su ruta para no volver a tropezamos en toda una eternidad. ¿Qué importa lo que entre nosotros pueda haber existido? ¿Qué importa que nos hayamos amado? Ya te he visto, ya he podido recordarte que existo aún… Era mi único deseo. Ahora… ¡adiós!

Y el desgraciado Alvarez no podía contener en su pecho la amargura que rebosaban sus palabras, y sus ojos comenzaron a empañarse de lágrimas.

Iba ya a alejarse con paso lento, pero la miraba con indecisión, como esperando una palabra, un suspiro, algo que le demostrase que su recuerdo no había muerto en la memoria de Enriqueta.

Esta se sintió más conmovida por el desaliento de su amante que por la alarma que antes había experimentado.

Le pareció que en su interior se rompía algo, inundando su pecho de súbita ternura; el pasado surgió con fuerza en su imaginación, borrando el presente; se olvidó de su esposo y de la familia, pensando únicamente en el desgraciado conspirador, y avanzando más, cogió sus manos, diciendo con acento de ruego:

– No huya usted: antes tenemos que hablar.

Enriqueta notó el gesto de extrañeza que hizo su antiguo amante al oir un tratamiento tan ceremonioso, y como si temiera que se escapara, dijo, instintivamente, y sin comprender a lo mucho que se comprometía con tales palabras:

– ¡Esteban!.. ¡Esteban mío! Quédate, te lo ruego. No huyas de mí sin oirme antes.

El rostro de Alvarez se iluminó con una sonrisa de alegría.

También para él parecía haberse desvanecido el pasado, y oprimiendo las manos de Enriqueta, se creía aún en aquella feliz época en que ambos se sentían acariciados por las más risueñas ilusiones.

Transcurrieron algunos minutos, sin que los dos se atrevieran a hablar. Después de su separación habían ocurrido sucesos que ambos temían abordar, aunque no por esto estaban menos deseosos de hablar de ellos.

La importuna presencia de dos beatas que, cuchicheando y mirándolos maliciosamente, se dirigían hacia la puerta, los obligó a retirarse al fondo de una capilla lateral, cuya oscuridad apenas si disipaba el rojo chisporroteo de una lámpara de aceite.

Alvarez fué el primero en romper aquel silencio, que se hacía embarazoso.

– Somos unos niños al permanecer de este modo, mudos y temerosos, sin atrevernos a hablar de lo que deseamos. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Es posible que tú creyeses que ya jamás volveríamos a encontrarnos en este mundo; pero la vida tiene sorpresas inesperadas, y a lo mejor surge a nuestro paso la persona, a quien creíamos haber perdido para siempre. Hace una semana estaba yo muy lejos de imaginarme que podría volver a verte como ahora te veo. ¡Si supieras cuánto he sufrido desde que nos separamos de un modo tan extraño en aquella aciaga noche!

Y el acento con que Alvarez decía estas palabras, era todo un poema de tristeza. ¡Quién sabe las aventuras, las empresas abortadas con riesgo de la vida y las audaces comisiones que habrían constituído la existencia azarosa y novelesca de Esteban Alvarez en aquellos años de ausencia!

– Tú, en cambio – continuó – , no debes haber sufrido. Te casaste y eres feliz, porque de otro modo, no comprendo cómo te decidiste a unirte con un hombre que no amabas. ¡Oh! No te alteres por esto que te digo; no vayas a llorar. Te engañas si crees que abrigo algún resentimiento contra ti. Todo pasó ya, y en las cosas que no tienen remedio, lo mejor es no hablar de ellas.

Enriqueta lloraba al oir expresarse de tal modo a su antiguo amante.

– ¡Oh! ¡Si supieras!.. – murmuró – . ¡Si supieras todo lo sucedido desde aquella noche en que me abandonaste para ponerte en salvo! ¡Si conocieras todos mis sufrimientos desde entonces!

– Enriqueta, yo lo sé todo.

– ¿Tú? – preguntó con extrañeza la joven.

– Sí, yo; allá en la triste emigración procuré enterarme de tu suerte, y supe que ese… señor Quirós había fingido ser tu raptor, logrando casarse mediante tan villana estratagema. Esto me hizo comprender tu conducta, que no quiero calificar. Para que él apareciera como tu raptor en aquella terrible noche, preciso es que tú accedieras a todo; que afirmaras cuanto él dijera, y esto, Enriqueta, me ha producido aún mayor dolor que la consideración de que ahora eres de otro. Esto me ha enseñado, para siempre, la fuerza que el juramento tiene en los labios de mujeres.

La joven, que de vez en cuando se llevaba su pañuelo a los ojos para secar las lágrimas, no protestó al escuchar las últimas palabras, y únicamente dijo con ansiedad:

– ¿Y no sabes más?

– Nada más. Sólo de tarde en tarde han llegado hasta mí noticias de tu vida, y éstas siempre confusas. Estando en París, supe tu casamiento; que habías tenido una niña y que tu marido iba en camino de ser un personaje de estos que ahora se usan; pero estas fueron las únicas noticias. Te escribí varias veces, y en vista de tu silencio, decidíme a hacer lo mismo. Aunque entonces todavía eras soltera, comprendía que, o interceptaban las cartas, o tú no querías saber más de mí. Esto último era lo más probable. Es poco grato amar a un hombre perseguido por el Gobierno, sentenciado a muerte y que se halla en extranjero suelo.

Enriqueta lloraba más aún al escuchar estas palabras.

– ¡Oh! ¡Si yo hubiese recibido esas cartas! Tal vez hubiese repetido el sobrehumano esfuerzo que me condujo hasta tu casa en aquella noche fatal. Yo no sabía nada de ti, Esteban. Puedes creerme. Ignoraba cuál era tu suerte, y hasta muchas veces llegaba a dudar si existías. Desde el instante en que me abandonaste, he ignorado tu paradero, sin duda porque en torno de mi persona existían seres muy interesados en conservarme en tal ignorancia. ¡Ah! ¡Si conocieses mi historia!.. ¡De qué distinto modo me juzgarías!..

Y Enriqueta, deseosa de justificarse ante aquel hombre del que le separaba su presente estado, pero al cual todavía amaba, púsose a relatar su vida desde el instante en que Alvarez la abandonó en la casa de huéspedes.

Ella se había confiado por completo a la caballerosidad de Quirós, había obedecido todas sus órdenes, creyendo que así salvaba a su novio, como su acompañante le aseguraba, y únicamente cuando en la mañana siguiente, en el despacho del gobernador de Madrid, este funcionario la dirigió un largo sermón de moral, reprochando la conducta que había observado huyendo de su casa con Quirós, y explicándola las consecuencias que forzosamente había de tener la fuga, fué cuando comenzó a comprender algo de aquella horrible trama de la que era víctima.

 

Las emociones sufridas en la noche anterior y el abatimiento moral que la producía el conocer, aunque vagamente, el conflicto en que había puesto a su honra por obedecer fielmente las indicaciones de Quirós, hiciéronla caer enferma en su lecho apenas llegó a su casa.

La fiel Tomasa, que en vano había estado aguardándola toda la noche a la puerta de la aristocrática vivienda, era la única persona que permanecía junto a su lecho, prodigándola los más exquisitos cuidados, y sin separarse de ella un solo instante.

¡Infeliz Enriqueta! Su único consuelo no tardó en serle arrebatado.

– Aquella misma tarde – siguió diciendo la joven señora de Quirós – , unos hombres de aspecto horrible, que, según supe después, eran de la policía, entraron en mi cuarto, para arrebatarme casi a viva fuerza a la desgraciada Tomasa, que gritaba y se defendía como una loca.

– Conozco ese suceso – dijo Alvarez con voz temblorosa por la emoción.

– ¡Cómo! ¿Sabes tú lo ocurrido?

– Mi fiel compañero, Perico, averiguó en la emigración todo lo ocurrido a su tía, y, del mismo modo, su triste fin. La pobre Tomasa llevaba mis papeles comprometedores ocultos en el pecho; la Policía los encontró, sentenciándola un Consejo de guerra a reclusión perpetua, como agente de nuestra conspiración, y la infeliz fué conducida a la cárcel-galera de Alcalá, donde murió al poco tiempo. La desgraciada, quebrantada por el dolor, falta ya de su primitiva energía y agobiada por los achaques de la vejez, no pudo resistir tan inmenso infortunio.

El recuerdo de su fiel doméstica, a la que consideraba como una segunda madre, sumió a Enriqueta en un doloroso silencio, del que le sacó la voz de su antiguo amante.

– Fué aquello un crimen, a cuyo autor le ha de pesar algún día, pues hechos como éste no deben quedar sin venganza. Tú conoces al criminal más aún que yo, y, acuérdate bien de lo que te digo: ese miserable será castigado.

– ¿A quién te refieres? ¿De quién sospechas?

– De ese hombre que se llama tu esposo, y cuyo repugnante nombre llevas. Quirós era el único que sabía dónde estaban mis papeles y cómo los guardaba Tomasa. El hecho de haber buscado al día siguiente la Policía a la pobre vieja, sabiendo ya que los papeles los ocultaba en el pecho, da a entender que tu marido fué quien hizo la delación.

– Tal vez sea así – dijo Enriqueta pensativa – . En ese hombre todo es creíble, pues está acostumbrado a la delación. Es un monstruo.

Y los dos, impresionados por el recuerdo de la infeliz vieja, quedaron en silencio algunos instantes, hasta que, por fin, Enriqueta reanudó su relación.

Tardó mucho en salir de aquella enfermedad, que, por ser más moral que física, los médicos no sabían cómo combatir.

Cuando entró en una penosa y difícil convalecencia, la baronesa y el padre Claudio fueron las únicas personas con las que pudo tratarse y que intentaban ejercer sobre ella una influencia sin límites.

Al principio hablaron sencillamente de cosas religiosas, olvidando el hacer la menor alusión a su huida, que tantos y tan desfavorables comentarios había producido en el gran mundo; pero cuando ella estuvo ya completamente restablecida, los dos compadres religiosos acometieron francamente la realización de su plan, aconsejándola con acento dulce, pero imperioso, lo que debía hacer. Ella había agraviado mucho a Dios con aquella fuga impúdica, indigna de una joven cristiana y bien educada; por pecados menos importantes iba un alma al infierno por toda una eternidad, y para que ella alcanzase la salvación era preciso que expiase su crimen, cumpliendo, por fin, aquella vocación religiosa que tan general estimación le valía antes de que fuera tentada por el diablo, e ingresando en un convento, como ya se lo había prometido al padre Claudio en el sagrado tribunal de la penitencia.

Enriqueta no opuso ninguna objeción. Estaba demasiado abatida su voluntad por las desgracias para poder presentar una oposición enérgica, y, además, comprendía que estando completamente sola y a merced de la baronesa y su director, sería inútil su resistencia.

Por esto se limitó a responder evasivamente a todas aquellas excitaciones, y con una astucia que sus dos consejeros no podían recelar en ella, dióles a entender que estaba dispuesta a abrazar la vida monástica, pero que deseaba un plazo para dedicarse a preparar su alma y fortificar su débil cuerpo.

Enriqueta hacía una vida casi claustral, pues su hermanastra era una especie de cancerbero que, interponiéndose entre ella y el mundo, impedía a la joven todo contacto con la sociedad.

Quirós no visitaba ya a la baronesa, y Enriqueta sorprendió a ésta hablando un día con su poderoso director y aplicando los más denigrantes calificativos al escritor católico.

Dos meses después de aquella fatal noche, Enriqueta salió por fin a la calle, acompañada de su hermanastra, la cual accedía por fin a los consejos del doctor Peláez, que pedía para la joven muchos paseos y ejercicios corporales, so pena de que volviese a aparecer la enfermedad con más terrible carácter.

Enriqueta, a poco de entrar en el paseo de la Castellana, conoció su situación social. Sus antiguas amigas volvían el rostro por no saludarla; cientos de ojos se fijaban en ella insolentemente, con maliciosa curiosidad, y varias veces sorprendió a muchas personas señalándola con expresivo ademán, que la llenaba de rubor. La presencia de Quirós, que, con aire triunfal, se paseaba a pie, siendo objeto de la curiosidad de la gente que ocupaba los coches, dió a entender a Enriqueta el significado de aquella general murmuración.

La virtuosa sociedad aristocrática, clase digna del mayor respeto, por lo bien que sabe sofocar el escándalo, poniendo a un lado el amante y al otro el confesor, señalaba a Enriqueta con el dedo, como la amante de una noche del simpático Quirós, indignándose santamente al ver que su familia no se apresuraba a remediar por medio del matrimonio aquel suceso, que redundaba en desprestigio de la privilegiada clase.

La joven, irritada por aquel engaño general, hubiese querido protestar; creía preciso decir que Quirós era un falsario, y que el único hombre a quien ella había amado era el revolucionario Esteban Alvarez…; pero, ¿para qué? Nadie la creería; resultaban muy novelescos e inverosímiles los amoríos de una joven aristocrática con un conspirador que estaba sentenciado a muerte, y, además, era ya tarde para hacer tal declaración. Ella, vigilada por su hermana, no podía ir de una en otra persona dando explicaciones que nadie la pedía, y Quirós había sabido manejarse tan hábilmente, que era general y arraigada la opinión que le consideraba como raptor de Enriqueta.

Tan terrible fué la impresión que experimentó la joven, que ya no quiso salir más de paseo, y permaneció encastillada en su cuarto, evitando hasta el entrar en el salón de la baronesa, como si las pocas personas que visitaban a ésta pudieran hacer al verla los mismos comentarios infamantes que la producían un terrible remordimiento.

Pero entonces comenzó a experimentar con mayor fuerza ciertos síntomas que ya se habían marcado antes en su organismo, aunque ella no les daba gran importancia.

Tuvo continuamente náuseas, vomitó con frecuencia, y algunas noches sintió algo extraño y doloroso en sus entrañas.

Enriqueta no era tan inocente que no llegase a comprender lo que aquello significaba, y por eso su terror fué inmenso cuando, a pesar de todas las precauciones martirizantes a que obligaba su cuerpo, para ocultar su estado, doña Fernanda se enteró de lo que ocurría.

La ira de la baronesa no tuvo límites. Dió dos soberbias bofetadas a Enriqueta, y en este mismo tono hubiera seguido, a no ser porque la detuvo alguna oculta consideración. Pero de palabra supo desahogar su rabia.

– ¡Ah, grandísima cochina! ¡En buena nos has metido! Ahora te salen a la cara tus porquerías con aquel pillete, que debía estar en España para que le dieran garrote.

Así nombraba doña Fernanda al capitán Alvarez, por primera vez, después de la célebre noche de la fuga.

Desde que la baronesa hizo tan fatal descubrimiento no hubo ya tranquilidad en aquella casa.

Sus conferencias con el padre Claudio fueron numerosas, y Enriqueta no tardó en notar que algo muy importante inquietaba al director y su penitenta.

Las desgracias, y, más que todo, aquella existencia árida y monótona, habían modificado el carácter de la joven, haciéndola curiosa hasta la imprudencia. Por mil medios procuraba ella escuchar los diálogos entre el jesuíta y la baronesa, y así pudo saber lo que ocurría.

Aquel Quirós o era el mismo diablo, o, por lo menos, tenía hecho pacto con Satanás, pues únicamente de este modo podía comprender doña Fernanda que sin entrar en la casa ni mantener con su persona la menor relación, tuviera conocimiento del estado en que se hallaba Enriqueta.

– Ese canalla – decía el padre Claudio a su penitenta, refiriéndose a Quirós – se da buena maña en deshonrar a Enriqueta para conseguir sus fines. Ahora va proclamando por todas partes el estado en que se halla la niña, y dice a cuantos le quieren oir, que nosotros, por nuestro egoísmo, nos oponemos a que él y Enriqueta se casen, a pesar de lo mucho que se aman.

La baronesa desesperábase al saber las tretas de su antiguo amigo, que demostraba ser un perfecto aventurero.

Lo que más excitaba su rabia era el reconocer que el padre Claudio se declaraba impotente para combatir a aquel travieso enemigo. Recordaba el jesuíta lo mucho que el escritor católico podía decir contra la Orden y sus negocios, y esto hacía que se limitase a lamentarse de su audacia, sin atreverse a poner en juego contra él su poderosa influencia.

La cínica propaganda de Quirós dió pronto sus resultados.

La baronesa apenas si podía salir de su casa sin verse obligada a tratar tan enojoso asunto, emprendiendo agrias discusiones con sus antiguas amigas, que en nombre de la moral, y para evitar un escándalo deshonroso para la clase, la pedían que casase a la niña cuanto antes. En las juntas de cofradía veíase obligada a disputar muchas veces con beatas aristocráticas, a las que consideraba como amigas inseparables, las cuales, llevadas de esa falsa bondad que obliga a mezclarse en todos los negocios que nada importan, tomaban la defensa de Quirós, al cual elogiaban como buen muchacho y de sanos principios, y dando por seguro que Enriqueta y él se amaban desde mucho tiempo antes, pedían a doña Fernanda que remediase el terrible escándalo e hiciese la felicidad de aquellos muchachos, casándolos.

Bien había sabido urdir su plan aquel infame Joaquinito, impidiendo a la baronesa que lo deshiciera relatando la verdad de todo lo ocurrido.

Doña Fernanda, para desenmascarar a aquel farsante, podía decir que el verdadero amante de su hermana, el hombre tras el cual ésta había huído, era un pobre militar, y, por añadidura, revolucionario; pero el orgullo de clase – circunstancia sabiamente prevista por Quirós – se rebelaba, impidiendo a la baronesa hacer tal declaración, que atacaba el prestigio de la familia y su tradición religiosa y monárquica, y una vez que, hablando con la más íntima de sus amigas, se atrevió a iniciar algo de lo ocurrido, revelando el nombre del verdadero seductor, se detuvo, al ver la sonrisa incrédula con que sus palabras eran acogidas.

Era inútil decir la verdad, pues aquel público, preocupado de antemano y hábilmente influído por Quirós, la acogería como una pura novela.

Conforme crecían el escándalo y la murmuración, la rabia del jesuíta y su penitenta iban en aumento. Urgíales tomar una resolución para poner término a aquel estado de cosas, que era el continuo tema de conversación en los salones.

Llevar a Enriqueta a un convento, era imposible. La joven se resistía, y, además, esto hubiera recrudecido la cruzada que Quirós levantaba contra la baronesa y su director, pintándolos como monstruos que, por egoísmo, se oponían a la unión santa de dos jóvenes amantes.

Pero el padre Claudio, conforme aumentaban los obstáculos, se revolvía más furioso contra ellos, y, además, le ponía fuera de sí el aire triunfal y la sonrisita de superioridad que Quirós ostentaba cada vez que lo encontraba a su paso.

No eran ya sus planes sobre el porvenir de Enriqueta lo que le hacía defenderse tercamente de las maniobras de aquel aventurero; era su orgullo herido, pues la consideración de que el maestro pudiera ser vencido por aquel intrigantuelo audaz, le ponía fuera de sí.

 

Casi al mismo tiempo se le ocurrió a él y a la baronesa idéntica idea. Llamaron al doctor Peláez, y el padre Claudio, con la “superi” confianza que le daba la superioridad sobre el protegido, ordenóle, sin duda el aborto; pero Enriqueta estaba sobre aviso. Palabras sueltas, oídas al descuido, y su instinto de mujer, que parecía haberse aguzado con tan continuas peripecias, le hacían presentir lo que contra ella se tramaba, y por esto se negó rotundamente a tomar cuantas medicinas le ordenaba Peláez, ni cumplir muchos de los mandatos de su hermanastra.

Hubo a diario escandalosos altercados y golpes a granel en la casa de Baselga; la servidumbre, siempre curiosa, se enteró de cuanto ocurría entre las dos hermanas, y aquel endiablado Quirós, que estaba al corriente de todo lo que sucedía (como si algún duende, en forma de doncella o de lacayo, fuera a hablarle al oído a cambio de un billete de cinco duros), extremó más que nunca sus ataques contra la baronesa y su director, diciendo que querían envenenar a la pobre Enriqueta, o, por lo menos, hacerla abortar, para lo cual recibía los más bárbaros tratamientos.

El daba detalles a cuantos se los pedían en los salones, sobre los tormentos sufridos por Enriqueta, y aseguraba que la infeliz cediendo a las amenazas de sus tiranos, tercos en su propósito de impedir el casamiento, aseguraba que no era con él con quien se había fugado, sino con un capitán que ahora estaba emigrado. Y todos los oyentes de Quirós sonreían sarcásticamente al escuchar esto, confesando que la baronesa demostraba poca imaginación al inventar una historia tan ridícula e inverosímil como era la de los amores de su hermana con un revolucionario.

Por aquella afirmación, que la infeliz Enriqueta hacía para contentar a su hermana, de que Quirós no había sido su raptor, permanecía inactivo el escritor católico y no solicitaba el auxilio de los Tribunales; pero ya que le era imposible valerse de su derecho, se defendía con la pluma, su única arma, y ya estaba preparando un folleto, en el que relataría todo lo ocurrido, demostrando quiénes eran la baronesa y su director.

Crecía con esto la importancia de Quirós que considerado por muchos como un segundo Abelardo, separado violentamente de su Eloísa, paseaba por los salones su romántica aureola de amante desgraciado.

El padre Claudio rugía de furor contra aquel farsante, que parecía gozarse en su desesperación.

Intentó poner en juego todos los ocultos resortes de que disponía, para mover y transformar la opinión; pero fué en vano. Sus subordinados, en los confesonarios, en las visitas y hasta en el púlpito, con alusiones bastantes claras, intentaron hacer saber toda la verdad al aristocrático público; pero el trabajo resultó infructuoso. Aquella sociedad elegante respetaba mucho al padre Claudio, pero no tenía en menos aprecio el satisfacer su curiosidad maligna, hambrienta de escándalos, y entre el jesuíta y el placer que la proporcionaban el comentar aquella lucha, despreciaba al primero y se ponía resueltamente al lado de Quirós.

Mientras tanto, adelantaba el embarazo, y aquel escándalo del cual Enriqueta apenas si tenía noticias, se hacía cada vez más intolerable para la baronesa, que casi había roto las relaciones con todas sus amigas y evitaba el presentarse en público como si ella fuese la que se hallaba en un estado deshonroso.

Un día Enriqueta recibió del padre Claudio, y como a quemarropa, la proposición de casarse con Joaquinito Quirós.

Ella jamás supo la causa de aquella rápida transformación, ni la baronesa pudo explicarse claramente el rápido cambio que experimentó su director, antes tan tenaz en combatir a Quirós y “su infame canallada”, como decía en sus momentos de desesperación impotente; pero todo se explicaba sabiéndose que Joaquinito había estado el día anterior en el despacho del padre Claudio.

Audaz era éste, y, sin embargo, quedó pasmado ante la insolencia de aquel mozo, que, sin inmutarse, al ver la acogida casi feroz que le hacía el jesuíta, le dijo así:

– Creo que ya nos hemos hecho bastante la guerra, y que no es necesario pasemos adelante para saber quiénes son el vencedor y el vencido. ¿No es lástima, querido maestro, que dos hombres de nuestro valor se hagan la guerra y se destrocen para servir de diversión a toda esa gente aristocrática, estúpida de nacimiento? Que esto cese y a ver si nos arreglamos. Yo lo necesito a usted para que me proteja y encumbre y a vuestra paternidad le resultan muy buenos mis servicios en ciertas ocasiones. Recuerde usted hace pocos meses lo bien que le serví en el asunto de Tomasa, aquella vieja gruñona, ¡Vaya, querido maestro! Nos acreditamos esta vez de imbéciles si no nos entendemos. Usted le busca a Enriqueta sus millones y yo también; en este punto estamos de perfecto acuerdo; a ver si nos ponemos del mismo modo en los demás. Usted tiene ya seguros los millones de Ricardito Baselga, a quien ya me parece testar viendo embutido en la sotana de la Compañía. Los de Enriqueta serán también de usted con el tiempo; pero cáseme usted con ella: déjeme que goce sus riquezas en usufructo y me proporcione otras con audaces especulaciones, que yo le aseguro ser su más fiel discípulo, y antes que defraudarle, cuidaré de administrar acertadamente los bienes de mi mujer. La fortuna de Enriqueta, será de la Orden: todo consistirá en que ingrese en el tesoro de la Compañía algunos años después de lo que usted había pensado. ¡Qué!.. ¿Estamos acordes, querido maestro? ¿Volveremos a ser otra vez buenos amigos?

Y el aventurero tendió su mano al poderoso jesuíta.

Pudo ser convencimiento de la propia impotencia, simpatía por un discípulo tan hábil y aprovechado, o ambas cosas a un mismo tiempo, pero lo cierto es que el padre Claudio, cediendo repentinamente, estrechó la mano de Quirós, y la unión de tambos quedó pactada.

El resultado de esta escena, que quedó en secreto aun para la misma baronesa, fué que el jesuíta se declarara partidario repentinamente de una solución antes tan odiada, como era la de casar a Enriqueta con Quirós.

Doña Fernanda, acostumbrada a obedecer sin réplica a su poderoso director, ayudóle en la tarea de convencer a Enriqueta, y hasta el padre Felipe, el bonachón “caballo padre” de la Compañía, que, como de costumbre, pegado a las faldas de la baronesa era el más sólido lazo que unía a ésta con la Orden, puso de su parte cuanto pudo para convencer a la joven de que debía dar su mano a un muchacho tan honrado y buen católico.

Enriqueta que, aunque no por completo, conocía algo del escándalo que hacía trizas su nombre, y que sabía que el mundo la suponía enamorada de Quirós, odiaba a éste, a pesar de que en aquella noche fatal él había sido el salvador del capitán Alvarez.

La consideración de que aquel hombre aparecía a los ojos del mundo ocupando el lugar que únicamente correspondía a Alvarez, era suficiente para que ella lo mirase con marcada antipatía, y por esto, cuando el jesuíta la propuso el casamiento con Quirós, contestó con una negativa rotunda.

Cuando Enriqueta, en el fondo de la obscura capilla, al relatar a su antiguo amante su vida durante tan larga ausencia, llegó al punto de su matrimonio con Quirós, su voz se hizo aún más débil y temblorosa, y las lágrimas volvieron a correr por su rostro.

Ella sabía bien que no podía justificar la locura y la infidelidad con que había procedido al dar su mano a Quirós; pero quería demostrar que no era por completo culpable de tal veleidad, y que a las circunstancias era a quien debía hacerse responsables antes que a ella.

El padre Claudio la asedió a todas horas con sus consejos, dichos en tono paternal, demostrando, bajo los más diversos aspectos, que su casamiento con Quirós era lo único que podía poner a salvo su honra y la de la familia. Era inútil que ella se extremase en demostrar que el capitán Alvarez era su verdadero seductor, y que en aquella noche infausta Quirós no había desempeñado otro papel que el de amigo oficioso. La sociedad creía tenazmente lo contrario, y consideraba los amores de Enriqueta con un revolucionario como una fábula ridícula inventada por la baronesa y su director. Tomasa, que era el único testigo que podía probar lo contrario, había muerto.