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La araña negra, t. 5

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QUINTA PARTE
LA SEÑORA DE QUIRÓS

I
Propaganda jesuítica

En marzo de 1866, una de las notabilidades más de moda en Madrid, era un reverendo padre jesuíta, que en las principales iglesias predicaba sermones conmovedores, tomando por tema la aflictiva situación en que se hallaba el Papa, y fustigando de paso con mano fuerte el espíritu del siglo, que se alejaba rápidamente de la benéfica sombra de la Iglesia, para arrojarse en el torrente de impiedad revolucionaria que inundaba al mundo.

Sus sermones valían tanto como las óperas del teatro Real, y si para la alta sociedad era un sacrilegio no haber oído al tenor Tamberlick, no se creía menos censurable ser mujer a la moda, buena cristiana y amiga de las santas tradiciones, sin haber ido nunca a escuchar la ardiente palabra de aquel buen padre jesuíta, que sabía ensartar los más manoseados lugares comunes, poniendo los ojos en blanco y empleando todas las rebuscadas artes de un actor afeminado y dulzón.

La iglesia donde el jesuíta dejaba oir su voz dos veces por semana, veíase completamente llena desde algunas horas antes de la anunciada para las conferencias, que tal título daba el buen jesuíta a sus sermones.

El elocuente padre Luis vió, desde su primer discurso, acrecentarse rápidamente su fama oratoria, gracias al reclamo hábil que hacía fijarse en su persona la atención pública.

Era la mano del padre Claudio quien movía aquella máquina que hacía caer sobre la persona del orador de la Orden una lluvia de aplausos y gloria. Había que batir a la revolución, que se mostraba ya próxima y amenazante, y para ello convenía excitar el fervor y la devoción en las clases poderosas y conservadoras por medio de tales predicaciones.

El padre Claudio lograba los fines que se había propuesto, pues los sermones de su subordinado alcanzaban un éxito colosal, y aquel público elegante, perfumado y vestido de riguroso luto, para dar más solemnidad al acto, salía del templo más dispuesto que nunca a resistir la impiedad, defendiendo sus santos y tradicionales privilegios, y pidiendo a los Poderes públicos que no perdonaran ocasión alguna de zurrar al populacho, revolucionario e irrespetuoso con los que gozaban de todas las delicias del mundo sin deshonrarse con el trabajo.

La penúltima conferencia del padre Luis vióse aún más concurrida que todas las anteriores, a pesar de que la tarde era muy lluviosa y soplaba, un vientecillo helado que ponía en dispersión a los transeúntes.

A las tres el templo estaba lleno por completo. Desde el altar mayor al centro de la gran nave, estaba ese “todo Madrid” que los revisteros de salones consignan en sus artículos; conjunto de mujeres elegantes, con título nobiliario, o sin él, que antes de ir al templo del Señor pasábanse media hora en su tocador pensando qué traje negro favorecería mejor su hermosura y de qué modo sentaría bien a su rostro la clásica mantilla. El resto de la iglesia ocupábalo la beatería de baja estofa: viejas rezadoras, ancianos con facha de cura, obreros de rostro obtuso, infelices mujeres de aspecto resignado, toda esa demagogia fanática, mil veces más terrible que las turbas revolucionarias, y que vive a la sombra del clero, en la mayor miseria, mirando sin odio el lujo y despilfarro de las clases elevadas, convencida por sus protectores de que hasta en el cielo hay jerarquías, y de que eternamente han de existir en el mundo ahitos y hambrientos, señores y esclavos.

Habían ya comenzado los cánticos que precedían siempre a la conferencia, cuando entró en el templo una joven señora vestida de negro y con mantilla de blonda, llevando en sus manos devocionario y rosario de nácar y oro.

Para que no existiera en el templo una lamentable confusión de clases y evitar que el pueblo, con su rudeza maloliente, incomodara al público privilegiado, los padres de la Compañía, organizadores de aquellas fiestas, habían colocado en la puerta algunos devotos oficiosos, que, con gran medalla sobre el pecho y una pértiga rematada en cruz, iban a guisa de bastoneros de baile, de un extremo a otro de la iglesia, alineando a la gente y procurando embutirla en aquel espacio, que, aunque grande, resultaba mezquino para tal aglomeración.

Uno de estos sacros celadores, vejete sonriente y de cabeza blanca y sonrosada, salió al encuentro de la joven señora, justamente cuando ésta, después de santiguarse junto a la pila del agua bendita, permanecía indecisa ante un grupo de mujeres del pueblo, no sabiendo cómo romper aquella apretada muralla de carne.

– Pase usted, señora – dijo el vejete – . Sígame, que yo la conduciré al lugar de costumbre. Hoy se ha retrasado usted.

– Sí, señor – contestó la joven, con voz queda, no atreviéndose a producirse en el templo con la desenvoltura que al viejo devoto daba la costumbre – . He tardado un poco. Ocupaciones.

– ¿Y la señora baronesa? ¿Cómo no ha venido?

– Está algo enferma. Por esto he tardado. Está muy disgustada por no poder oír esta vez al padre Luis.

– Lo comprendo. Es una señora modelo de cristianas. Yo me honro siendo amigo de ella. Hemos trabajado juntos en varios asuntos de cofradía.

Y el devoto, que mientras decía esto iba haciendo sonar su pértiga contra el suelo con aire de autoridad y repartiendo sendos empujones a diestro y siniestro, consiguió abrirse paso y conducir a la joven, a quien trataba con gran consideración, a un pequeño claro que existía entre aquellos grupos de aristocráticas damas esparcidos al pie del púlpito.

La señora, después de arrodillarse y rezar breve rato, sentóse en una silla que le buscó el oficioso viejo, y una vez habituada a la difusa claridad que existía en el interior de la iglesia paseó su mirada por las personas que la rodeaban, y contestó con graciosa inclinación de cabeza al mudo y sonriente saludo de algunas caras conocidas.

Aquella aparición de la recién llegada parecía, entretener e interesar mucho a las aristocráticas damas, que sólo en fiestas como aquella conseguían ver a la joven señora de Quirós. Todas aquellas mujeres que, mientras llegaba el instante de escuchar la palabra de Dios, se entretenían en despellejarse unas a otras interiormente, examinando los trajes de las demás y buscándoles los defectos, tenían idéntico pensamiento contemplando a hurtadillas a la recién llegada.

¡Pobrecilla! ¡Cuán cambiada estaba! Todavía era hermosa; eso sí; pero en ella no quedaba nada de aquella frescura juvenil, de aquella vivacidad graciosa, que tan atractiva la hacían tres años antes.

Desde su casamienito, que tanto ruido produjo en la alta sociedad madrileña, a causa de las circunstancias novelescas de que fué precedido, la vida de la señora de Quirós se había oscurecido, encerrándose en lo más sagrado del hogar. La hija del conde de Baselga procuraba el menor contacto posible con la sociedad, como si se sintiera avergonzada ante aquellas gentes que conocían el secreto de su vida.

Este mismo rubor envalentonaba a todas aquellas damas que tenían en su vida faltas mayores que la cometida por Enriqueta, a pesar de lo cual elogiaban con aire de compasión a aquella infeliz (así la llamaban), que sufría el remordimiento producido por la ruidosa ligereza que la había conducido al matrimonio.

Para nadie era un secreto la existencia que hacía la señora de Quirós. Vivía separada por completo de su marido, que ya no era el alegre y servicial Joaquinito de otros tiempos, pues desde que tenía millones las echaba de personaje grave, había fundado un periódico ultramontano y figuraba en las Cortes entre la minoría reaccionaria, con la que transigían todos los Gobiernos, así los presidiera O’Donnell como Narváez, por saber éstos que el tan grupo político estaba protegido por la gente del Palacio.

Enriqueta pasaba su existencia entregada al cuidado de su hija, la pequeña María, que ella criaba, a pesar de que su naturaleza se mostraba rebelde a cumplir las funciones de la maternidad.

Su cariño a aquella niña prueba palpable del escándalo deshonroso que la había obligado a casarse con Quirós rayaba en los límites de lo absurdo, y hacía creer a muchos que los incidentes novelescos de su vida la habían perturbado la razón. No se separaba un solo instante de su hija sin tomar antes grandes precauciones, v reñía muchas veces con su hermana, la baronesa, cuando ésta mostraba empeño en acariciar a la niña o en conservarla en sus habitaciones.

Tenía Enriqueta, en concepto de aquellas elegantes señoras, la manía de las persecuciones, y por esto, sin duda, se mostraba tan recelosa al tratarse de su hija, y profería ciertas palabras que hacían pensar que la joven madre creía en alguna absurda conspiración fraguada para robarle aquel pedazo de sus entrañas.

La historia de la joven, su novelesco casamiento, la vida retirada y modesta que hacía, a pesar de sus riquezas y sus continuas disensiones con la baronesa, aunque eran cosas que sólo incompletamente y desfiguradas por la murmuración, conocían las gentes elegantes, hacían que Enriqueta fuera mirada con interés, o, más bien, con curiosidad, siempre que se presentaba en público entre las personas de su clase.

Aquella curiosidad resultaba justificada por la conducta que observaba la joven. Si después de su casamiento hubiese vuelto a los dorados salones solicitando con una sonrisa alegre el olvido de todo lo anterior, Enriqueta hubiese sido una de tantas, y el bullicio de la vida elegante, como onda de agua lustral, hubiese pasado sobre su vida, borrándolo todo: pero era altiva obstinábase en no pedir clemencia a aquella sociedad hipócrita, deslumbrante por fuera y corrompida por dentro, que tan mal había hablado de ella, y esta soberbia era la principal causa de la despreciativa y curiosa compasión que la rodeaba, siempre que se confundía entre las gentes de su clase.

Aquellas mujeres, elegantes figuras de baile cuando solteras y ornato de los salones y consuelo de célibes hermosos cuando casadas, no podían comprender los sentimientos de una joven que, por cuidar una niña, fruto de unos amores que tardaron en legalizarse más de lo conveniente, renunciaba a todos los placeres y atractivos de la vida elegante.

 

La curiosidad de aquellas damas, sus cuchicheos y miradas de inteligencia, no tardaron en extinguirse.

Habían ya terminado los cánticos en el coro, y a los acordes misteriosos de un armonium, que entonaba una dulce melodía, acababa de subir al púlpito el padre Luis, ni más ni menos que en el pasaje culminante de una ópera aparece el tenor acompañado por vigoroso y fantástico trémolo de violines.

¡Qué buena mano tenían los padres de la Compañía para revestir la devoción de un aparato poético y teatral!

Las elegantes damas fijaron enternecidas sus ojos en aquella figura cortesana, de rizado y alto sobrepelliz, que se erguía en el púlpito, mirando como un sublime inspirado el rayo de luz blanquecina y difusa que, filtrándose por un ventanal, venía a caer sobre su cabeza, rodeándola de una aureola brillante.

Guapo mozo era el tal padre Luis, y razón tenían las aristocráticas devotas para dividirse en bandos al tratar de sus prendas físicas, discutiendo en los salones con gran calor qué era en él más notable: si sus ojos grandes y ardientes, como los de un moro; su boca fresca y entreabierta, como una rosa, que, en vez de perfumes, exhalaba torrentes inagotables de mística elocuencia, o aquella postura majestuosa, que le hacía lucir la sotana con la misma majestad que un patricio romano ostentara su toga viril.

El padre Claudio había sabido escoger bien el hombre encargado de conducir al cielo a aquellas buenas y delicadas católicas, que no reconocían a Dios más que sentadas cómodamente en un templo bien iluminado, que permitiera ver los trajes de las compañeras y al arrullo de una música de opereta.

La voz meliflua del padre Luis, que modulaba todos los sonidos de una de aquellas flautas pastorees de los melosos idilios sumió de pronto al ilustrado concurso en un dulce estado de somnolencia, a través del cual llegaban las palabras del orador vagas y halagadoras, como las notas sueltas de una sinfonía fantástica.

¡Qué elocuencia tan dulce! ¡Qué facilidad para convencer los ánimos más obstinados, haciéndoles comprender las ventajas de ser fieles a Dios y lo poco que cuesta estar en gracia! Se necesitaba tener el corazón muy duro y estar poseído del demonio, para no cumplir lo mandado por el Señor y ganarse un puesto en el cielo.

El autor de todo lo creado, del que era en aquellos momentos fiel representante el padre Luis, no quería el castigo del pecador, sino su arrepentimiento; no era tan inexorable que por un crimen más o menos cerrara para siempre a una criatura la puerta de la misericordia; el Señor era iracundo, inflexible y justiciero algunas veces; pero sus cóleras sólo las guardaba para los impíos que le desconocían, yendo contra la Iglesia v contra sus ministros, que eran sus sacerdotes. Poco importaba ser bueno, si a esta condición no iba unida la de hijo fiel y sumiso de la Iglesia. Se podía ser un honrado padre de familia, un buen ciudadano, un hombre respetuoso con sus semejantes e incapaz de cometer contra éstos el menor atentado, y, sin embargo, caer de cabeza, en el infierno por el horripilante delito de no creer en el dogma que enseña la Santa Madre Iglesia, y mirar con la mayor indiferencia la triste suerte del Papa y denigrar a los sacerdotes representantes del Altísimo; en cambio, se podía arrastrar una vida indigna, de maldición, atentar contra todo lo humano, ser un peligro para la sociedad, y, a pesar de esto, no desconfiar de la eterna salvación. Al más criminal le bastaba para entrar en el cielo un acto de verdadera contrición, un arrepentimiento de última hora, y, sobre todo, no haber atacado nunca la legitimidad de la Iglesia y sus sacrosantos derechos; con esto, la salvación era segura, pues Dios es tan infinitamente misericordioso con el pecador que nunca duda de las buenas ideas que le inculcaron en su niñez, como inexorable con el impío, aunque éste no cometa en su vida ningún acto reprobable. Con el escándalo basta para que arda eternamente en las llamas del infierno.

¡Pero qué bien hablaba, el padre Luis! No había que dudar que en la Compañía de Jesús estaban los sacerdotes de mayor talento, santos varones, que no contentos con salvar las almas, cubrían de blandas alfombras y de olorosas flores el camino del cielo, para que las gentes distinguidas pudieran hacer con más comodidad el viaje.

Una emoción enternecedora se difundía por todos aquellos aristocráticos pechos, cubiertos de raso y terciopelo, y las lágrimas velaban las dulces miradas, que algunos cientos de ojos femeniles lanzaban al elocuente orador.

¡Oh, qué delicia! ¡Si Arturo, Pepito o algún otro pollo de sangre azul, en vez de hablar en el fondo de la alcoba, entre beso y beso, de la yegua recién comprada, o del traje que fulanita iba a estrenar en el próximo baile de la embajada, supiera expresarse con aquella dulce elocuencia, que hacía amar más aún las cosas mundanas y reconciliaba con las divinas!

En cuanto a los hombres, no se enternecían menos. Aquellos condes y marqueses que, confundidos con banqueros y políticos de oficio y formando grupos en torno de las columnas, o en el fondo de las capillas, escuchaban el sermón, mirando a las mujeres, entre las que estaban sus esposas e hijas, sentíanse invadidos por una seráfica tranquilidad oyendo las palabras del padre Luis. ¡Oh, no debían ya tener miedo! Para ellos no estaban cerradas las puertas del cielo. Nunca se les había ocurrido dudar de lo que la Iglesia predica, ni atacar a sus sacerdotes; les bastaba, pues, con arrepentirse a última hora, y entretanto podían, con toda tranquilidad, escarbar por hábiles medios la bolsa del prójimo, jurar en falso, mentir a todas horas y mirar sin cólera su casa convertida en un burdel, mientras ellos iban en busca de la mísera obrera, para seducirla, o robaban el pan a sus hijos para satisfacer los caprichos de una mundana. ¡Oh cuán bueno era aquel Dios, bonachón y sencillo, que cerraba sus ojos a todos los crímenes de sus criaturas, esperando pacientemente la hora de su arrepentimiento! ¡Qué divino consuelo proporcionaba al alma aquella santa doctrina! Que se presentaran allí esos impíos revolucionarios, que en su afán demoledor quieren privar a las almas católicas de los consuelos que proporciona la religión.

Ni con los muchos millones que representaban unidas las fortunas de todos aquellos aristocráticos seres, podía pagarse la dulce emoción, el angélico placer, producido por las palabras del orador de la Compañía.

¡Y qué sencillez la suya al señalar los vicios de la época, los escollos que levantaba el pecado para que naufragase toda virtud, y de los cuales él rogaba a sus oyentes que se alejasen!

Huid, ¡oh, cristianos!, del teatro, de ese centro de perversión y malas costumbres, donde se excitan las pasiones y se tienta de mil modos la carne, siempre flaca; no presenciéis las representaciones de esas operetas francesas, obras inmorales y corruptoras que bailando conducen a un hombre al infierno; no repitáis esas canciones infames, que hacen asomar el rubor a las mejillas: ese “¡ay, mamá, qué noche aquella!..”, y otras que hacen pensar en cosas sucias y pecaminosas.

Y el elocuente jesuíta, deseoso de dar color a su peroración, repetía las mismas canciones que anatematizaba, produciendo gran contento en sus oyentes.

Francia, la impía Francia, la nación que produjo al infernal Voltaire y a la horripilante Revolución del pasado siglo, era culpable de aquella corrupción universal llevada a cabo por medio del “can-can” y de las inmorales canciones, y el predicador se deshacía en denuestos contra el pueblo galo, como si en él hubiese surgido espontáneamente tal podredumbre, guardándose de hacer caer la responsabilidad sobre el segundo Imperio, que era su verdadero autor, y sobre todo, aquel Napoleón III, al que respetaba la Iglesia a pesar de todos sus crímenes, por ser el asesino de la segunda República francesa y el protector interesado de Pío IX.

Pero cuando el padre Luis se remontaba a las alturas de la sabiduría y hacía la crítica histórica de las naciones impías y de todas las religiones falsas, el auditorio sentíase conmovido y apreciaba una vez más la ciencia sublime de los padres de la Compañía.

¡Con qué sencillez y rápidos rasgos sabía retratar el elocuente jesuíta todas las creencias que hacían la guerra al catolicismo! ¡Con qué sátira tan fina las ridiculizaba, desentrañando su verdadero significado! Para el padre Luis no existían problemas históricos, y todas las creencias, a excepción de la suya, eran producto del egoísmo o de las más bajas pasiones.

La revolución religiosa del siglo XVI era para él la obra de un frailecillo ignorante, llamado Lutero, gran aficionado al escándalo que revolvió el mundo porque el Papa le había negado el monopolio de las indulgencias, que producía muy buenos cuartos, y porque estaba harto de ser célibe y buscaba casarse con una monja; el islamismo era una doctrina fantástica inventada por un hombre sensual y lujurioso como un mico, que soñaba en huríes de eterna virginidad, y quiso consagrar su insaciable apetito, dándole un carácter religioso; los adoradores de Brahma eran unos indios imbéciles, que se sentían poseídos de santo respeto en presencia de una vaca; y todos los sectarios, en fin, de todas las religiones conocidas, eran una turba de malvados o estúpidos, a juzgar por las palabras del padre Luis, quien punzaba todos los dogmas con el fin de librarlos de la hinchazón del error y hacer que el catolicismo surgiera victorioso por encima de ellos.

Su crítica de las creencias impías, que germinaban dentro de las naciones cristianas, no era acogida por aquel auditorio con menos entusiasmo y respeto. ¡Qué inspirados acentos de indignación le arrancaba la Revolución francesa, aquel nido de horribles ideas que como voraces serpientes, se enroscaban a las más santas y tradicionales doctrinas, intentando exterminarlas con el veneno de la impiedad! El republicanismo combatíalo con una fiereza sin límites, demostrando hasta la saciedad al honorable concurso que le escuchaba, cómo era imposible que las naciones subsistieran sin reyes que se encargaran de guiarlas como el pastor a sus rebaños.

¡La República! ¡Horror! Había que estremecerse ante tal nombre, pues recordaba el año 93 con todos sus crímenes.

La más cruel inflexibilidad no era aún suficiente para los que defendían tan absurda forma de gobierno; había que sellar para siempre sus bocas; había que exterminar a sus audaces propagandistas, que, no contentos con despreciar a los reyes, atacaban a los sacerdotes de Cristo, o, de lo contrario, se corría el peligro de que, por arte del demonio, triunfase tan horripilante doctrina algún día, viéndose obligadas a emigrar a Marruecos todas las personas decentes.

¿Y dónde estaba la causa infernal de aquella propaganda revolucionaria e impía, que tanto agitaba a España?.. ¿Dónde estaba?

Y el padre Luis, después de hacer estas preguntas con voz atronadora a su silencioso auditorio, que le escuchaba cada vez más fervoroso y convencido, miraba a la bóveda del templo, paseaba sus ojos de águila por aquel mar de cabezas, que, a impulsos de la emoción, se agitaba bajo el púlpito, y, por fin, con la misma expresión de Arquímedes al hacer su inmortal descubrimiento, manifestaba que el motivo de todos los males de la Patria residía en la masonería, institución infernal que vivía en la sombra, congregándose en lóbregos subterráneos, y allí, con el mismo aparato que las antiguas brujas en los aquelarres, en torno de una peluda efigie de Satanás, juraban, puñal en mano, todos los iniciados, el exterminio de los buenos, la destrucción de la religión y hacer una guerra a muerte a Dios y a la virtud.

¡Qué imaginación la del padre Luis! ¡Con qué colores tan vivos sabía pintar todos los crímenes y desafueros de los masones! ¡Cuán listamente había procedido para enterarse de todos los misterios de la horrible sociedad secreta!

Lágrimas de triste emoción y suspiros angustiosos escapábanse a todas aquellas señoras oyendo al predicador, y más de una condesa delicada hubiera dado algo por tener al alcance de sus uñas a uno de aquellos masones que se imponían la obligación de cometer un crimen todos los días; que deseaban triunfasen sus ideas para comerse a los curas, y que en sus infernales francachelas aullaban de placer cuando, en vez de vino, bebían la sangre de algún acólito recién degollado o de un niño cristiano inmolado por saber al dedillo el catecismo.

¡Oh! Aquéllo era abominable y producía escalofríos de terror. Bien hacía el padre Luis en dolerse de que la impiedad del siglo hubiese suprimido la Inquisición y en pedir a Dios que iluminase a los monarcas cristianos, impulsándolos a exterminar a tales monstruos.

 

La muchedumbre que llenaba el templo estaba agitada por la ebullición del entusiasmo. Nunca el sacro orador se había mostrado tan elocuente, y entre él y los oyentes existía esa corriente simpática que hace que con la menor palabra se inflame al auditorio.

Podía ser momentáneo aquel entusiasmo, pero resultaba altamente consolador para todo buen católico. Aquellos ojos brillantes, aquel sordo rugido de indignación que se elevaba sobre la confusa masa y aquella voz meliflua en unos pasajes y en otros tonante, como la trompeta del Juicio, recordaban a Pedro el Ermitaño, predicando la primera Cruzada.

Eran aquel tropel de hombres y mujeres los cruzados de las santas ideas, prontos a caer sobre la impiedad, para exterminarla a la voz de su tribuno; pero… ¡ay!, había algo en aquella muchedumbre que olía a muerto.

La fe se movía, se agitaba; pero con los inconscientes y rígidos movimientos de un cadáver galvanizado.

Tal vez entre aquella demagogia negra, que estaba en último término, surgieran hombres ignorantes y rudos, capaces de obedecer automáticamente a la Iglesia y de defender su religión con todas las intransigencias del fanatismo; pero bajo aquellas blondas que se movían a impulsos de agitados pechos, no había un solo corazón que pudiera conservar mucho tiempo el entusiasmo que allí sentía.

Cuando aquel público elegante y sensible se viera en la calle, la insustancialidad de su existencia se encargaría de borrar las impresiones recibidas en el templo, y, como único comentario, recordaría a la noche en los aristocráticos salones el sermón del padre Luis junto con el “do de pecho” de Tamberlick o la última estocada del Tato.

Sobre flojos cimientos elevaba la Compañía el edificio de la nueva fe.

En medio de aquel entusiasmo, de aquella santa agitación que predominaba en el templo, sólo una persona permanecía indiferente.

Era la señora de Quirós.

Gustábale a Enriqueta la oratoria del padre Luis; acudía a todas sus conferencias, ansiosa de gozar de cierta emoción artística y de ser acariciada por aquella elocuencia dulzona y pegajosa, que le producía el efecto de una embriaguez de jarabe; pero, en aquella tarde, se sentía tan obsesionada por una idea, que apenas si atendía ni se daba cuenta del lugar donde estaba.

Las palabras del jesuíta se estrellaban en sus oídos, pues el pensamiento se negaba a admitirlas, ocupado, como estaba, en ciertas reflexiones.

Al salir Enriqueta de su casa, y al ir a subir en su elegante berlina, había visto parado en la acera de enfrente un hombre que, inmediatamente, llamó su atención, sin que ella pudiera explicarse la causa.

Nada tenía aquel hombre que excitase la curiosidad. Iba embozado en una capa, con vueltas de grana y llevaba el sombrero hongo tan encasquetado, que apenas si se le veían los ojos.

En una tarde tan fría, no era extraño ver a un hombre cubriéndose el rostro con tanto cuidado; pero, a pesar de esto, Enriqueta le miró varias veces antes de entrar en su carruaje.

Parecíale adivinar en aquella figura que se ocultaba bajo la nube de paño, algo que despertaba en ella antiguos y adormecidos pensamientos. Pero apenas estuvo algunos minutos en el interior abrigado de su berlina, que corría veloz por las calles de Madrid, se fué borrando aquella impresión.

¡Cuán loca estaba! ¡Pensar que aquel hombre pudiera ser…! ¡Bah! Aquello había sido un hermoso sueño de la juventud que se desvaneció para no reproducirse jamás.

¡Qué ideas tan extrañas la acometían en aquella tarde! Ya adivinaba lo que ocurría. Eran los nervios excitados por la temperatura. Aquella lluvia incesante y el cielo oscuro y monótono la excitaban de un modo horrible. Pronto pasaría aquello; necesitaba distraerse, y en la iglesia lograría calmarse.

Cuando ya estaba próxima a la iglesia, pasó rozando su berlina un veloz coche de alquiler, a través de cuyos cristales, empañados por el frío y la lluvia, creyó distinguir la misma capa de embozos grana y algo más, que le produjo un repentino estremecimiento.

¿Todavía aquella absurda ilusión?

Pasó el carruaje como visión fantástica, arrastrando lejos, muy lejos, los retazos de grana y aquellos ojos que ella había visto brillar por un instante, y cuando la joven señora, transcurridos algunos minutos, se apeó a la puerta de la iglesia, vió, próximo a ésta, al mismo hombre de la capa, en igual posición que lo había mirado por primera vez en la calle de Atocha.

Enriqueta tuvo miedo al desconocido, y apresuradamente entró en el templo, temorosa de que aquél fuese tras sus pasos.

Creía ella que la fiesta religiosa y aquella oratoria, que otras veces tanto la deleitaba, borrarían de su ánimo la extraña preocupación causada por tal encuentro; pero no pudo ni por un solo momento despojarse del recuerdo de aquel embozado, que creía conocer.

¡Si fuera el!.. Y Enriqueta, al formular tal pensamiento, estremecíase, unas veces de alegría y otras de terror.

Parecíale grato el recordar aquella época pasada, que había sido la mas feliz de su vida; pero, al mismo tiempo, experimentaba un interno terror al imaginarse que se podía encontrar frente al hombre que tanto había amado.

Reconocíase débil para resistir la impresión que el antiguo amante causaría en ella, y su pudor sublevábase anticipadamente ante el peligro que pudiera correr su virtud.

– Por fortuna – decíase Enriqueta, deseosa de aplacar aquella indignación de mujer honrada que se apoderaba de ella al pensar en la posibilidad de ser débil ante el amor – , por fortuna, todas estas ideas no son más que ilusiones absurdas. ¡Cuán loca estoy! ¿Por qué ha de ser él ese embozado desconocido que he visto? Algo hay en ese hombre que interesa a mi corazón y le hace latir como en presencia de un ser conocido. Pero no…; esto son locuras, cosas de mis nervios, que están hoy más excitados que de costumbre. Aquél se halla muy lejos; nunca volverá, y tal vez a estas horas no se acuerde de que yo existo en el mundo…

Y Enriqueta se esforzaba en tranquilizarse, demostrando con valiosas razones a su exaltada imaginación, lo infundadas que eran sus sospechas.

Preocupada con tales pensamientos, transcurrió para Enriqueta más de hora y media, que fué el tiempo que el padre Luis invirtió en su conferencia.

Por fin, el orador lanzó su párrafo final con los brazos extendidos y los ojos fijos en la bóveda, pidiendo a Dios el exterminio de la impiedad y que derramase su santa gracia sobre aquel cristiano auditorio, y sus últimas palabras fueron acogidas con un gigantesco murmullo de satisfacción, que exhaló aquella multitud, libre ya del encanto que obraba sobre ella la elocuencia del jesuíta.

El público comenzó a desfilar, encaminándose a las puertas del templo, en las cuales se estrujaba la muchedumbre, ansiosa de salir. Tras la gente menuda, que ocupaba el fondo de la iglesia, salió el público elegante, no sin antes formar corrillos en la nave central, en los que se cambiaban saludos y se daban citas para las diversiones de la noche.

Enriqueta seguía inmóvil y cabizbaja en su asiento, no habiéndose aún dado cuenta exacta del final del discurso.

El vacío que se fué extendiendo en torno de ella hízole salir de su abstracción, y al ver la iglesia desocupada y casi desierta, levantóse de su asiento, disponiéndose a salir.

Sólo quedaban algunos grupos de beatas, que, arrodilladas cerca del altar mayor, rezaban las oraciones, y el sacristán, que, seguido de sus acólitos, iba de una capilla a otra, apagando las luces de las lámparas de cristal.