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La araña negra, t. 5

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XXXI
Maestro y discípulo

Cuando el criado del padre Claudio entró en el despacho de éste, anunciándole la visita de don Joaquín Quirós, el poderoso jesuíta, a pesar del gran dominio que tenía siempre sobre sus impresiones, no pudo evitar un gesto de sorpresa e indignación.

– ¡Cómo! – exclamó – . ¿Ese canalla se atreve aún a venir aquí? Es más cínico de lo que yo creía.

Y después de reflexionar largo rato, dió orden al criado para que dejase pasar al visitante, y volviéndose a su secretario, que seguía escribiendo como si no hubiese oído a su superior, díjole así:

– Antonio, márchate. Conviene que hable a solas con ese ingrato pillete. Tal vez sin testigos se espontanee y sepamos nosotros cuáles son sus verdaderas intenciones, que tanto nos preocupan.

El padre Antonio obedeció, como un autómata; dejó de escribir, sin terminar la palabra que estaba apuntando, hizo una reverencia, y grave, estirado y con acompasado andar, salió por una puertecilla que estaba en el fondo del despacho.

Entró Quirós, tranquilo, sonriente y con una expresión de alegría en el rostro, como si fuera a comunicar a su poderoso amigo la más grata de las noticias.

Eran las cuatro de la tarde, y el joven, que había estado detenido en el Gobierno civil hasta bien entrada la mañana, acababa de levantarse de la cama, después de resarcirse con algunas horas de sueño de aquella noche de aventuras.

– Pase usted, granuja, pase usted – dijo el padre Claudio al verle, aunque en su rostro no se notó ninguna señal de ira – . Se necesita desvergüenza para venir aquí, después de lo ocurrido.

Quirós aguardaba un recibimiento todavía peor, y por esto no se inmutó gran cosa al oír estas palabras.

Adoptó una actitud encogida; la sonrisa de su rostro fué reemplazada por una expresión de arrepentimiento, y con voz compungida dijo al jesuíta:

– Padre Claudio, vengo arrepentido, a solicitar su perdón.

– ¡Mi perdón! ¡Buena es esa!.. A un pillo como usted no se le perdona, pues resulta indudable que, perdonado o no, volverá a hacer otra mala jugada así que se le presente ocasión. Nos conocemos, Quirós, nos conocemos muy bien. ¡Qué!.. ¿Y cómo fué el rapto? – continuó, con expresión sarcástica – . ¿Desde cuándo era usted novio de Enriqueta? ¿Cómo se las arregló usted para estar al mismo tiempo en casa de la baronesa y en el sitio donde se hallaba Enriqueta? ¡Ah, farsante indigno! ¡Canalla redomado!

Y el padre Claudio, sin cuidarse ya de disimular sus impresiones, miraba al joven con la expresión de un caníbal que siente deseos de devorar al enemigo, y le lanzaba con voz entrecortada las mayores injurias.

Quirós sonreía cínicamente.

– ¡Muy bien! Así lo quiero ver a usted, reverendo padre. Tenía deseos de contemplarlo alguna vez enfadado y sin esa sonrisita que crispa los nervios. Me recreo en mi obra de anoche, viendo la indignación que ha producido en usted. ¿Qué tal ha sido el golpecito? ¡Eh! ¿Le parece a usted bueno? Vuestra paternidad debe estar orgulloso de mi hazaña. Las glorias del discípulo honran al maestro, y yo todo cuanto hago en estos casos lo he aprendido de usted.

El padre Claudio se incorporó en su asiento, iracundo y amenazador al oír tales palabras; pero volvió a su primitiva posición, murmurando:

– ¡Miserable!

– Comprendo su enfado, reverendo padre – continuó Quirós, siempre en el mismo tono irónico – . Soy un pedante insufrible al querer compararme con usted, que es mi maestro. Mis actos nada valen comparados con los de vuestra reverencia. ¿Querrá creer vuestra paternidad que anoche me sentí poseído de santa admiración cuando supe la muerte de Baselga? ¡Vaya un modo limpio de librarse de los enemigos! La mitad de esa sublime astucia quisiera yo tener para apoderarme de los millones apetecidos. Mi negocio de anoche nada vale comparado con ese trabajo lento, pero seguro, de vuestra paternidad, para quitar de en medio al conde de Baselga.

El padre Claudio saltó de su sillón. Aquella hermosura serena y aliñada que ostentaba en todas partes, había desaparecido; y estaba horrible ahora, con sus ojos centelleantes, sus labios, que titilaban a impulsos de la ira, y su palidez verdosa, que se transparentaba a través del colorete de las mejillas.

Con las manos crispadas, y rugiendo, fué a caer sobre Quirós; pero éste, que estaba preparado para todo, había retrocedido dos pasos, introduciendo su diestra en el bolsillo del pantalón, con ademán poco tranquilizador.

– ¡Quieto ahí, padre Claudio! Si avanza usted un paso, cae inmediatamente.

Y la culata de un revólver asomaba al bolsillo del pantalón.

El jesuíta se detuvo ante la actitud resuelta del joven, y después retrocedió lentamente, hasta volver a ocupar su sillón.

Quirós, aunque muy complacido al ver la fiera domada, seguía afectando una humilde sencillez.

– Hace usted mal, reverendo padre, en irritarse de tal modo. Yo he venido aquí a solicitar humildemente su perdón, y siento verme obligado a adoptar cierta actitud violenta, por mi propia seguridad. Comprendo que lo que hice anoche no puede ser del gusto de vuestra reverencia, y que forzosamente me ha de odiar usted; pero, ¿no habría algún medio de que nos entendiéramos? Yo deseo ver realizado el negocio que anoche emprendí; pero al mismo tiempo no quiero hacerme antipático a vuestra paternidad, ni atraerme su odio, siempre terrible.

El padre Claudio, comprendiendo la clase de enemigo que tenía enfrente, con el cual nada podía la violencia, habíase serenado, recobrando su calma al ver que el miserable aventurero, después de serle infiel, buscaba nuevamente su amistad.

Por esto, al escuchar aquellas proposiciones de transacción, el padre Claudio lanzó a su antiguo discípulo una mirada de desprecio, y le contestó con insolente expresión:

– Mira, niño; eres demasiado atrevido, y la fortuna no siempre va con los audaces. El negocio de anoche no te saldrá bien. Le falta la principal condición: la sencillez.

Y el jesuíta sonreía, con expresión de superioridad, como retando a su insolente discípulo a que llevase a cabo su repugnante intriga sin contar con su apoyo.

– ¡Oh, reverendo padre! Está usted en un error, y no conoce a fondo mi negocio si dice que no es sencillo. Yo seré de aquí a poco el marido de Enriqueta. La baronesa, y hasta usted mismo, vendrán a pedírmelo.

– ¡Está usted muy bien, Joaquinito! Después de ingrato e insolente, ahora chistoso. Es usted un hombre como hay pocos.

– Ríase usted cuanto quiera; esto no evitará que yo salga con la mía. He tomado bien mis precauciones; el escándalo no puede ser mayor, y Enriqueta, o tendrá que ser mi esposa, o sufrirá el peso de una deshonra por todos conocida. Juntos hemos estado en el Gobierno civil hasta esta mañana, como dos amantes fugados de la casa paterna; los periódicos comentarán pronto el suceso, en la alta sociedad no se habla de otra cosa que de tal rapto, y tan conocida es la noticia, que ha quitado ya toda novedad e importancia al suicidio del conde de Baselga. La fuga de Enriqueta Baselga con Joaquinito Quirós pasa hoy como artículo de fe entre la gente del gran mundo, y todos hablan ya de la necesidad de una boda, para poner a salvo el honor de una familia respetable. A ver, padre Claudio, si usted con todo su inmenso poderío, logra desvanecer esta creencia, que hoy está arraigada en la opinión pública. Supe bien lo que me hacía al presentarme a la autoridad, acompañado de la joven en cuestión. O el matrimonio conmigo, o el deshonor. Me parece que el asunto no puede ser más sencillo.

El jesuíta oyó estas palabras con aparente impasibilidad, pero al terminar Quirós, le dijo con desprecio:

– Joaquinito, es usted un canalla.

– Digno discípulo de mi querido maestro, reverendo padre.

– El negocio no es tan sencillo y de éxito seguro como usted cree. La baronesa dirá que no era usted el novio de Enriqueta, sino el capitán Alvarez.

– Nadie lo creerá.

– Ella probará cómo usted, después de la fuga de Enriqueta, estuvo en su casa, sin saber nada de lo ocurrido.

– ¿Y qué?.. Yo diré que la tal visita fué una estratagema para saber lo que la baronesa pensaba, después de haber verificado yo el rapto.

– Haremos saber que el amante de Enriqueta era el capitán Alvarez.

– Y nadie lo creerá, porque resulta inverosímil atribuir a Enriqueta relaciones amorosas con un militar pobre y desconocido de la alta sociedad, y que, además, está fugitivo por revolucionario. Lo más lógico es creer que tales relaciones las sostenía conmigo, que he bailado con ella en los salones y soy asiduo visitante de su casa. Además, no hay que perder de vista que yo fuí quien me presenté con ella en la oficina de la policía, declarando ser su raptor.

– Todas esas suposiciones están muy bien, pero falta lo principal, o sea que Enriqueta afirme que era usted su novio. Tenga usted la seguridad que ella, así que se reponga de sus emociones de anoche, dirá la verdad.

– Me tiene sin cuidado, reverendo padre. Al presentarse a la autoridad, lo mismo en la comisaría de policía que en el Gobierno civil, ella asintió a todas mis palabras, declarando que voluntariamente había huido de su casa conmigo. La primera declaración es la que más vale, por ser espontánea y natural, y si después Enriqueta dice eso que usted llama la verdad, el mundo se encargará de no creerla y de decir que sus palabras se las dictan usted o la baronesa. ¿Qué más obstáculos puede usted presentarme, padre Claudio?

Y el perillán sonreía irónicamente, complaciéndose en la confusión que su triunfo causaba en el poderoso jesuíta.

Este se convencía cada vez más de la ventaja que le llevaba Quirós. ¡Buen discípulo había sacado! ¡Podía estar orgulloso de él!

– Oiga usted, Joaquinito, ¿y no teme usted la venganza de ese militar a quien ha robado la dama?

 

– ¡Bah! A estas horas debe hallarse ya muy lejos de aquí, y no es fácil que vuelva para darse el gusto de que la policía lo prenda y el Gobierno lo fusile. Además, si nuestro hombre tuviera algún día ocasión de vengarse, no estaría usted tampoco muy seguro, pues alguien se encargaría de decirle que quien le había delatado al Gobierno, causando su perdición, era el reverendo padre Claudio, de la Compañía de Jesús.

– ¿Y no me teme usted a mí? – dijo el jesuíta sonriendo ferozmente.

– A usted le temo más que al capitán, pero estoy a cubierto de todas sus asechanzas. No conspiro, y, por tanto, no puede usted buscar otro “perdis”, como yo, para que me delate al ministro de la Gobernación.

– Tengo otros procedimientos para vengarme – dijo el padre Claudio, con expresión poco tranquilizadora.

– Los conozco; pero también estoy a cubierto de ellos. Llevo siempre un revólver conmigo; en adelante seré más astuto y prudente, pensando siempre que al menor descuido puede alcanzarme el puñal de algunos de los muchos brazos que dirige el padre Claudio; y por si, a pesar de todo esto, caigo víctima del furor de vuestra paternidad, he tenido la buena idea, antes de venir aquí, de escribir un documento, que está ya en lugar seguro, y que se publicaría después de mi muerte, en el cual señalo a quién debe hacerse responsable de mi desgracia, y relato ciertos secretillos en los que yo he mediado como simple instrumento, y que ni a usted ni a la Orden convienen que se hagan públicos.

Y Quirós miró con aire triunfante al jesuíta, que murmuraba:

– ¡Canalla! ¡Canalla!

Quedaron silenciosos maestro y discípulo.

El padre Claudio deseaba variar el tema de la conversación, y por esto preguntó a Quirós, tras un largo silencio:

– ¿Y quién avisó al capitán Alvarez del peligro que le amenazaba?

– Fuí yo.

– ¿Y por qué? ¿Cómo se atrevió usted a sacrificar la recompensa del Gobierno, que tanto ambicionaba?

– Me interesaba espantar al milano para apoderarme de la paloma, y por esto fuí tan generoso con el capitán Alvarez.

– El registro que anoche efectuó en aquella casa la autoridad, resultó infructuoso. No se encontró nada comprometedor, y, por tanto, el Gobierno sólo puede agradecer a usted una falsa delación.

– Nada me importa el premio que pudiera darme el Gobierno. ¡Valiente recompensa! ¡Un ascenso en la carrera! Yo pico más alto, reverendo padre. Ahora aspiro a hacerme millonario por medio del matrimonio, y lo lograré, aunque usted crea lo contrario. Además, a la hora que quiera, lograré que el Gobierno agradezca mis servicios. Tengo en mi poder los papeles del capitán Alvarez, y cuando lo juzgue pertinente podré entregarlos al Gobierno, exigiendo la consabida recompensa.

– Cuidado, Quirós. Juega usted con el fuego, y se expone a que el Gobierno, conociendo esa conducta extraña, lo considere a usted como complicado en la conspiración.

– ¡Bah! Aunque usted me niegue su protección, no por esto carezco de buenos y poderosos amigos, que sabrán defenderme. Mire usted qué pronto he encontrado esta mañana un duque que saliera fiador por mi persona, pidiendo al gobernador de Madrid que me dejara en libertad. Además, puedo acreditar mi adhesión inquebrantable a las instituciones.

– Todos sus hábiles preparativos no lograrán oscurecer la verdad y que triunfe ese error, tan diabólicamente combinado. Queda aún otra persona, que puede acreditar quién fué el verdadero raptor de Enriqueta, y es esa testaruda aragonesa, antigua ama de llaves de casa de Baselga.

– Esa no hablará, reverendo padre. Si dijera la verdad, sería indirectamente a usted y a la baronesa, y ella, con tal de no dar gusto a ustedes, a quienes odia con toda su alma, es capaz de coserse la boca. Piense usted, reverendo padre, que ella, según yo creo, ha venido a Madrid alarmada por lo ocurrido al conde de Baselga, y como de antiguo le tiene cierta inquina a la Orden, nada tendría de extraño que, después de declarar ante los Tribunales en mi asunto, y puesta ya a hablar, promoviera un escándalo, manifestando la mucha intervención que la Compañía, o más bien dicho, usted, ha tenido en los asuntos de aquella casa.

El padre Claudio perdía terreno ante aquel discípulo rebelado, y veía arrollados todos los obstáculos con que procuraba atemorizarlo. Reconocía en él facultades que hasta entonces no había adivinado, y se lamentaba de no haber sabido emplearlo en asuntos de gran importancia para la Orden. Casi se reconocía vencido, pero su orgullo y la necesidad de sostener sus planes que estaban próximos a zozobrar, por la audacia de aquel aventurero, le obligaban a permanecer altivo, negándose a toda transacción.

No; él no concedería ninguna protección al que tan insolentemente se rebelaba, antes al contrario, le haría una guerra ruda, en la cual no tardaría el desgraciado en pedir clemencia.

– Hace usted mal, reverendo padre – dijo Quirós – en ser tan inexorable conmigo. ¡Qué gran discípulo va usted a perder! Juntos podríamos hacer muy grandes cosas, y combatiéndonos resultará al fin que nos devoraremos recíprocamente, como el gato y el ratón de la fábula. ¡Y a la verdad!, no sé por qué me ha de tratar usted con tanta rudeza. Reconozco que he sido un mal discípulo, un miembro rebelde de la Compañía trabajando por mi propia cuenta y sin la autorización de usted; pero… ¡qué diablo!, algún día había yo de emanciparme de esa tutela en que usted me tenía y que resultaba odiosa. Hombres como yo, que se sienten con fuerzas para llegar sin descanso a la cumbre, no pueden sufrir que un superior les vaya marcando a palmos lo que deben avanzar. He visto una ocasión propicia para coger de los pelos a la fortuna, y la he aprovechado. He aquí mi crimen. Usted, en mi lugar, hubiese hecho lo mismo.

– Quirós, no se esfuerce usted. Es imposible que yo transija con esa superchería inventada por usted.

– No transigirá porque es contra sus negocios.

– Mi conciencia me impide aceptar como buena una falsedad tan censurable.

– No es su conciencia, sino su deseo de coger los millones de Enriqueta, esos millones que yo también busco.

– Joaquinito, es usted un insolente; pero, a pesar de todo su cinismo, no saldrá usted triunfante. Enriqueta se negará siempre a ser su esposa.

– Tal vez me pidan que lo sea la baronesa y usted dentro de poco tiempo; y hasta, si usted mucho me apura, la misma Enriqueta.

– ¿Cuenta usted con algún mágico talismán para operar tal prodigio?

– No se burle usted, padre Claudio. Cuento con un suceso que tal vez ocurra dentro de pocos meses, y que hará llegar el escándalo a su período álgido.

El jesuíta calló, y por algunos momentos pareció entregado a la reflexión. Quirós seguía en pie, pues el jesuíta no le había invitado a sentarse, y sonreía, mirando a su superior, como si gozara al verle tan mortificado por sus palabras.

– Joaquinito – dijo el padre, saliendo de su meditación – , usted ha dicho que la antigua ama de llaves está indignada contra la baronesa y contra mí, y que se propone declarar cosas en perjuicio de nuestra Orden.

– Así es, reverendo padre. Ella misma me lo ha dicho.

El joven mentía, pues en la noche anterior sólo había cruzado breves palabras con Tomasa; pero de algunas de éstas había sacado la consecuencia de que la vieja veía en aquella continua serie de desgracias la mano de los jesuítas, y, además, conocía él el odio que profesaba a la baronesa.

– Usted, querido Quirós – continuó el padre Claudio – , aunque en estos momentos se halle frente a mí, no por esto debe mirar con indiferencia la honra y el prestigio de la Orden, que tanto le ha protegido, y de la que es hermano laico hace mucho tiempo.

Quirós hizo una señal de asentimiento. Le agradaba el tono de dulzura que tomaba la voz del padre Claudio, y, más aún, que le llamase “querido”. Aquello hacía ya esperar una reconciliación.

– Celebro mucho – continuó el jesuíta – que usted esté dispuesto, como siempre, a ayudar a la Orden. Esta necesita librarse cautelosamente de esa vieja aragonesa, que puede comprometerla con sus declaraciones. Nada puede probar contra nosotros, pero seguramente hablará de ciertas indiscreciones que el ya difunto padre Renard cometió en cierto negocio con los Avellanedas, o sea con el abuelo y la madre de Enriqueta, y aunque sus palabras no producirían resultado, siempre conviene evitar el escándalo. Esta mañana, Tomasa, que no se separa de la cama de su señorita desde que ésta, enferma y avergonzada, llegó del Gobierno civil, ha tenido una disputa con la baronesa, y a gritos nos ha amenazado a ella y a mí, diciendo que somos los asesinos del conde de Baselga. ¡Vea usted qué lenguas tan pecadoras hay en el mundo! ¡Que Dios perdone a la infeliz tan infernal pensamiento!

– Así sea – contestó Quirós, conteniendo a duras penas una sonrisa sarcástica.

– La pobre Fernanda está indignada contra la insolente vieja, y me ha llamado para rogarme que la libre de tal energúmeno. A mí me sobran medios para alejarla y castigar su procacidad, pero no quiero valerme para ello del poder de la Compañía, y deseo que sea otro, usted, por ejemplo, el que se encargue de tal misión.

– Mándeme usted cuanto guste. Con tal de que vuestra paternidad me devuelva su afecto, soy capaz de todo.

– Ya hablaremos de esto último más adelante. Por ahora, lo que importa es librarse de esa vieja. Hace un rato, ha dicho usted que poseía los papeles de la conspiración perseguida, y esto me ha sugerido una idea. ¿No podríamos hacer que esos documentos los encontrase la Policía en poder de Tomasa? Esto sería suficiente para que nos libráramos de esa importuna, que iría a dar con su cuerpo en la galera de Alcalá.

Quirós quedó sorprendido por esta idea… ¡No habérsele ocurrido a él! Rápidamente la apreció en todo su valor, y la tuvo por la más favorable a sus planes. Librándose de la pobre vieja por tan villano procedimiento, suprimía la única persona que podía acreditar con datos quién era el verdadero amante de Enriqueta, y que era capaz de desbaratar su negocio. Esta consideración, más aún que el deseo de congraciarse con el padre Claudio, fué lo que decidió a Quirós a aceptar la idea.

– Estoy conforme, padre Claudio; prestaré ese servicio, y no es necesario devanarse los sesos buscando el medio de que los papeles de Alvarez aparezcan en poder de la vieja. La verdad es que ella los tiene en su poder y que los oculta en el pecho.

– ¡Oh, magnífico! – exclamó el padre Claudio – . Entonces sólo falta que repita usted su delación de ayer, señalando a Tomasa como un agente secundario de la conspiración, que se encargaba de llevar los documentos y avisos de un revolucionario a otro. La Policía irá a prenderla a casa de la baronesa, la registrarán, y después ya me encargaré yo de que la castiguen con mano fuerte. No pierda usted tiempo; haga la delación inmediatamente, y evitemos que esa mujer siga por más tiempo dando escándalo e insultando a nuestra Orden.

– Obedezco inmediatamente a vuestra paternidad – dijo Quirós, disponiéndose a salir – . Pero antes quisiera saber si quedamos amigos o enemigos.

– Vaya usted; cumpla lo que le he dicho, y de su negocio ya hablaremos más adelante.

Quirós adoptó una entonación zalamera:

– Vamos, padrecito; una palabra nada más, y me voy. ¿Puedo contar con su afecto y su protección?

– Veremos; ya se hablará de ello.

– Pero, ¿qué inconveniente tiene usted en transigir? Es verdad que yo puedo hacerme dueño de los millones de Enriqueta, pero siempre me tendrá a sus órdenes; y un agente rico y poderoso vale más que un pelagatos como hoy soy yo. Además – añadió el joven guiñando un ojo – , siempre le quedan a usted los millones de Ricardito, mi futuro cuñado, a quien usted trabaja hábilmente para enfardarlo en la sotana de la Compañía.

El padre Claudio sonrió forzadamente, murmurando:

– ¡Pero qué gracioso es este canalla!

– Honro a mi maestro.

Y Quirós, después de decir esto, haciendo una reverencia, salió del despacho.

– ¡Anda, pillete insolente! – murmuró el padre Claudio, al quedarse solo – . ¡No tendrás tú mala protección! Bien has urdido la trama, pero yo buscaré el medio de anularte.

Quirós también murmuraba al salir de aquella casa:

– ¡Rabia, perro ladrón! ¡Serpiente despellejada! Te sirvo porque me conviene eso mismo que me encargas. Estás fresco si crees que me fío de tus medias palabras… ¡Veremos! ¡Veremos!.. Siempre veremos… Lo que tú verás es cómo yo me enriquezco, terminando mi negocio, a pesar de cuanto contra mi hagas.