Za darmo

La araña negra, t. 5

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

XII
El último día de Quirós

Después de cenar, a la salida del Casino, en un gabinete reservado del café de Fornos, don Joaquín Quirós acompañó a su casa a Lolita Pérez, una muchacha andaluza, algo averiada, pero muy graciosa, que durante el invierno servía de figuranta en el Real y en el verano se quedaba en Madrid o iba a San Sebastián, según la situación financiera, y en todo tiempo se dedicaba a buscar un protector, porque, según ella, a una artista le era imposible prosperar sin tener un arrimo.

Había estado de francachela con dos amigos de Quirós, acompañados también de otras prójimas de la misma clase, y disuelta la reunión a más de las tres de la madrugada, el diputado, como hombre de orden, fuese con su querida a casa, mientras que las otras dos parejas, trastornadas por el “champagne”, cantando y besuqueándose en medio de la calle de Alcalá, dirigíanse hacia el Retiro, pausadamente, para ver amanecer y tomar un vaso de leche.

La figuranta vivía en la calle de Hortaleza, en un segundo piso, ricamente amueblado a expensas de Quirós, quien dejaba tragarse a la graciosa andaluza gran parte de los fondos destinados al periódico.

Aquel aventurero a quien la obesidad había quitado algo de su antigua travesura, gustaba de ser acariciado, mimado y engañado como un pachá, por aquella odalisca de guardarropía.

Después de sus entrevistas con la duquesa influyente, ambicioso demonio con faldas, que conservaba una ternura diplomática en medio de los transportes de amor, y que entre beso y beso hablaba del estado de la política y de lo que pensaba la reina, gustábale a Quirós el amor de aquella muchacha, viva como una ardilla y que con las ajadas mejillas embadurnadas de polvos y colorete y los ojos pintados de negro, armaba escándalos fenomenales en los restaurantes, rompía los platos y pellizcaba a los camareros, y acababa por bailar el zapateado a los postres, sobre la blanca mesa, todo para volver a recobrar su aspecto de sencillez y humildad, apenas ponía los pies en la calle.

A Quirós, hipócrita en política y en religión, gustábale extraordinariamente la falsía de aquella muchacha.

Cogidos del brazo, con paso reposado y todo el aspecto de un matrimonio honrado y feliz, que se retiraba tarde a casa, aquel par de buenas piezas llegaron a la calle de Hortaleza y se metieron en su habitación.

Reinaba en la calle la calma propia de las últimas horas de la noche, y Quirós pensó quedarse allí hasta las siete de la mañana, como lo hacía otros días, para irse a tal hora a su casa y abrir con su llavín, sin que la baronesa ni Enriqueta se apercibierais de nada, como venía ocurriendo hacía mucho tiempo.

Acostáronse en la magnífica cama, capricho de “la niña”, que el diputado había comprado en el principal almacén de muebles de Madrid, disputándosela a una rica condesa; y transcurridas dos horas, cuando ya había amanecido y el sol se filtraba por las rendijas de la cercana ventana, Quirós oyó algo que le hizo saltar de los mullidos colchones.

Era que empezaba la revolución, y que allá lejos, por la parte del cuartel de San Gil, sonaban las primeras descargas.

El diputado, a pesar de las súplicas vehementes de la andaluza, que por su “salusita” le pedía que permaneciese quieto, abrió la ventana, para enterarse de lo que ocurría, y vió la calle ocupada por varios grupos armados, que, con febril actividad, estaban levantando barricadas.

En aquel mismo momento, unos cuantos artilleros, dando vivas a la Libertad, colocaban un cañón al extremo de la calle, apuntando a la Puerta del Sol.

Quirós palideció, experimentando mayor susto que la andaluza, que, por la Virgen, de la “Soledá”, le pedía que cerrara pronto.

Ya estaba en pie la canalla; ya había salido de su cubil el monstruo revolucionario, aquella hidra que tanto manoseaba en sus discursos, cuando amenazaba al Gobierno con el diluvio final si no extremaba las medidas revolucionarias y volvía a España a aquellos felices tiempos en que todo le arreglaban y dirigían los frailes y jesuítas.

El, que con tan soberano desprecio hablaba desde su asiento en el Congreso de la canalla revolucionaria; él, que conmovía a las damas católicas de la tribuna, irguiéndose con audacia sublime a la mitad de sus discursos, para desafiar las iras de la chusma masónica y avanzada, enemiga de los reyes y los sacerdotes; ahora que tenía ante sus ojos a aquel enemigo, tantas veces despreciado cuando lo veía lejos, sentíase agitado por tal miedo, que se apresuró a seguir los consejos de su querida, y cerró la ventana.

Tan importante y temible se creía, que llegó a pensar que alguno de aquellos “andrajosos” podía conocerle y caer en la tentación de subir hasta allí, para degollarlo a él y a su Lolita, y hacer morcillas con su sangre. Todo podía, esperarse de gentes sin religión y sin moral.

Temblando de miedo volvió a meterse en la cama, y, oprimido por los brazos de la andaluza, y sudando con el calor y la angustia, pensó en aquel suceso, cuya importancia se agrandaba en su imaginación.

La presencia de aquellos artilleros entre los sublevados, hacíale creer que toda la guarnición de Madrid se había adherido al movimiento, y al imaginarse la posibilidad de que la revolución triunfase, el diputado ultramontano estremecíase de horror, viendo ya a las turbas sin freno armadas de latas de petróleo, y a él buscando un medio para escapar y refugiarse en el extranjero, como si fuese un terrible personaje sobre el que iban a descargar las cóleras populares.

Transcurrió una media hora, que a Quirós le pareció un siglo, entregado, como estaba, a tan terroríficos pensamientos, y, de pronto, retumbó la calle con una horrorosa descarga, que hizo temblar al diputado y prorrumpir a la andaluza en una serie interminable de invocaciones a todas las vírgenes conocidas.

Comenzaba el ataque de las barricadas, y ninguno de los dos se atrevía a moverse de la cama, como si temiesen que una bala llegase y tuvieran a la sábana que los cubría como un blindaje impenetrable.

Estrechamente abrazados, con las cabezas escondidas bajo las almohadas y temblando a cada descarga, pasaron las dos largas horas de la mañana, que en aquella parte de Madrid fueron de continua lucha.

A medio día cesó el combate; los insurrectos se desbandaron y las tropas del Gobierno ocuparon las barricadas de aquel distrito.

Quirós, a pesar del pavor que le dominaba, comprendió lo que ocurría, y cuando, después de vestirse y de tomar grandes precauciones, se asomó tímidamente a la ventana, respiró ruidosamente al ver en la calle los rojos pantalones de la Infantería.

Se había salvado la causa del orden, la revolución estaba agonizante y el diputado se sintió convertido en otro hombre.

Recobró su habitual insolencia, avergonzóse al pensar que había tenido miedo, se demostró a sí mismo que era una locura el creer en la posibilidad del triunfo de la revolución y que forzosamente había de salir siempre victorioso el Gobierno y, ansioso por gozar tan consolador espectáculo, se despidió de Lolita y salió a la calle.

Pensaba él que a su prestigio de hombre político convenía que le viesen en las calles cuando aún estaba reciente la lucha, pues esto sería motivo para que al día siguiente hablase la Prensa de él, pintándolo como un hombre de acción, que, aunque no estaba conforme con la marcha del Gobierno, sabía acudir al puesto de honor cuando estaban en peligro la Monarquía y el orden.

Las angustias y temblores que había experimentado en casa de su querida, eran detalles sin importancia, que quedarían en el tintero.

Discutiendo con los jefes de los destacamentos que ocupaban las calles, rogando a unos y dándose a conocer a otros, llegó hasta la Puerta del Sol, y tuvo buen cuidado en hacerse visible ante varios generales que estaban reunidos en el portal del Ministerio de la Gobernación, y a los cuales conocía, relatándoles proezas aisladas que él había llevado a cabo en varios puntos, y no teniendo el honor de que ninguno de ellos escuchase sus sandeces y mentiras.

La insurrección continuaba aún en el más apartado extremo de los barrios del Norte, y Quirós, entretenido en presenciar las disposiciones militares, y deseoso de que le vieran los generales y los altos políticos que continuamente llegaban al Ministerio de la Gobernación, permaneció en la Puerta del Sol hasta bien entrada la tarde.

Hasta entonces, la excitación producida por el espectáculo revolucionario y la magnífica cena de la madrugada anterior, le habían sostenido, no dejándole sentir necesidad alguna; pero a tal hora comenzó a experimentar desfallecimiento y deseó verse en su casa, en su lujoso comedor, y ante una mesa bien servida. Además, el cansancio producido por una moche en vela, aturdía a aquel hombre, a quien una obesidad cada vez más creciente había hecho egoísta, y que no podía permanecer tranquilo así que le faltaba alguna de sus habituales comodidades.

Sintió el deseo de verse cuanto antes en su casa, y únicamente le detuvo la idea de que su distrito era el último refugio de la insurrección, y que allí todavía estaban los revolucionarios dispuestos a resistir al Gobierno.

Pero tan vehemente era la ansiedad que sentía por verse en su domicilio, que casi estaba dispuesto a arrostrar los peligros que podía correr al atravesar la última zona de la insurrección.

Además, según los informes que le daban, los revolucionarios sólo ocupaban la plaza de Antón Martín, dejando libre la calle de Atocha, hasta el Prado, y él, bajando hasta la plaza de las Cortes y siguiendo la calle de San Agustín y la Costanilla de los Desamparados podía llegar casi al frente de su casa, sin tener que atravesar ninguna barricada.

Este plan, que acababa de aconsejarle un oficial de Estado Mayor, conocedor de la topografía de la insurrección, parecíale a Quirós muy acertado; pero todavía dudaba, pensando en la posibilidad de ser alcanzado por una bala perdida o de tropezar con algún aislado grupo de revolucionarios, que, reconociéndole, hiciesen con él una herejía.

 

Pronto le sacó de su incertidumbre el movimiento que se notó en la Puerta del Sol. Las tropas, que habían descansado ya de la refriega en el norte de la capital, se disponían a emprender la marcha hacia el sur, para batir los últimos baluartes de los insurrectos.

Según las noticias que llegaban, ya habían comenzado el fuego en dichos puntos, y los revolucionarios presentaban tal resistencia, que era muy posible que la lucha se formalizase de un modo terrible, prolongándose hasta la noche.

Quirós, que comenzaba a experimentar un creciente aturdimiento, sólo sabia pensar en la necesidad de llegar a su casa cuanto antes, y, sin darse cuenta exacta de lo que hacia, salió de la Puerta del Sol, siguiendo el itinerario que le había marcado su amigo, el oficial de Estado Mayor.

Mientras andaba instintivamente, pensaba en la conveniencia del acto audaz que realizaba, marchando hacia el punto donde estaba en pie la insurrección, y donde los hombres se exterminaban.

Pero… había que ser atrevido y llegar a casa antes que, avanzando todas las tropas sobre el sur de Madrid, cortasen las comunicaciones y se viera él obligado a pasar la noche al raso.

Cuando Quirós llegó a la calle de San Agustín sonaron las primeras descargas de la tropa, que atacaba la barricada de la plaza de Antón Martín, y se detuvo horrorizado al escuchar tan terrible estruendo.

Refugiado en el quicio de una puerta, como si temiese que hasta allí llegase el plomo del combate, permaneció Quirós todo el tiempo que duró la lucha, hasta que, por fin, al restablecerse el silencio, se decidió a salir de aquel escondite.

Ya no tenía duda alguna. Aquella calma demostraba que la insurrección había sido vencida, y que las fuerzas del Gobierno ocupaban victoriosas las posiciones del enemigo.

Bajó corriendo la Costanilla de los Desamparados y entró en la calle de Atocha.

¡Ah!.. ¡Por fin! Allí estaba su casa, aquella casa tan deseada durante todo el día.

Pero la calma que reinaba en la calle le produjo inmenso pavor. No veía los rojos pantalones de la tropa, que eran garantía de seguridad para él, y, en cambio, ante sus recelosas miradas, aparecía la barricada en pie, y, sobre ella, dos hombres, en los que no se fijó, a causa de la precipitación pavorosa que le embargaba.

La convicción de que los insurrectos estaban aún triunfantes, a poca distancia de él, y que podían enviarle un balazo a guisa de saludo, dió fuerzas a sus temblorosas piernas para pasar rápidamente de una acera a otra, y agarrando el aldabón de su casa, dió furiosos golpes en la puerta.

¡Cuánto tardaban en abrir! ¡Y el terrible enemigo allí, a su vista, y pudendo hacer fuego sobre él, que estaba por completo al descubierto!

Esto aumentaba su miedo, y hacía que golpease con sus pies la puerta, al mismo tiempo que, mirando arriba, a los cerrados balcones, gritaba con angustia:

– ¡Enriqueta!.. ¡Abre, Enriqueta!..

Si Quirós hubiese sabido quiénes eran aquellos dos hombres que le miraban desde lo alto de la barricada, de seguro que el pavor le hubiese hecho caer al suelo. Alvarez y su criado le habían reconocido instantáneamente, y así ge lo dieron a entender con la mirada que cambiaron.

El capitán, a la vista de aquel cobarde enemigo, sintió que una oleada de furor invadía su cerebro, e inmediatamente fué a saltar desde lo alto de la barricada, para correr al encuentro de Quirós; pero en el mismo instante sus oídos se ensordecieron con una detonación que estalló junto a ellos, y sintió un ligero zumbido en el espacio, al mismo tiempo que veía pasar ante sus ojos una nubecilla de humo.

Perico acababa de disparar su fusil, y el diputado, dando un salto prodigioso, había caído de bruces sobre la acera.

Alvarez quedó estupefacto ante aquel suceso.

Después miró a su asistente, con aire de reconvención, y vió que Perico, con una calma feroz, volvía a cargar su fusil.

– Perdone usted, mi capitán – dijo el aragonés con calma – . Ese canalla también tenía cuentas conmigo: no podía yo olvidar lo que hizo con mi pobre tía. Ahora ya está todo pagado. El tiro ha sido bueno.

Alvarez no se atrevió a decir nada a su asistente, y con un gesto de resignación, murmuró:

– Así había de ser.

El tiro había sido certero, y el enorme cuerpo de Quirós, tendido, con el rostro sobre la acera, permanecía inmóvil al pie de un árbol.

Alvarez estuvo contemplándolo durante algunos minutos con estúpida fijeza, pero pronto le sacó de su abstracción una nutrida descarga, a la que contestaron con otra los insurrectos.

La barricada era atacada por dos puntos, y las tropas iban a entablar el ataque decisivo.

XIII
La última escena de la revolución

Reinó durante todo aquel día en el palacio de Baselga la consternación y la alarma propia de las circunstancias.

Los criados, reunidos en la antecámara, hacían animados comentarios sobre lo que ocurría en las calles, o se manifestaban dominados por un cómico terror, y las señoras de la casa estaban en una habitación apartada, evitando el peligro de alguna bala que atravesase los cerrados balcones.

La baronesa sufría una terrible agitación nerviosa. El ruido de las descargas producíala grandes estremecimientos, y su doncella había de frotarle las sienes con éter, para evitar los desmayos.

Ella, tan animosa siempre que se tratabas en teoría de combatir a la impía revolución, y que se desataba en denuestos contra los “pícaros descamisados”, había perdido en aquel día todo su valor, y tan grande era su carencia de fe, que daba ya por seguro el triunfo de la insurrección, diciendo que Dios, o se había olvidado de España, o quería hacerla pasar por las más rudas pruebas.

Si la revolución triunfaba, ¿qué iba a ser del desgraciado país, dominado por la impiedad y el ateísmo?

Estas lamentaciones de la baronesa eran la única distracción de Enriqueta, que estaba junto a su hermana, en aquella apartada habitación, con el oído atento para escuchar lo que ocurría en la calle.

Sentía una curiosidad tan grande, que varias veces había querido dirigirse a las habitaciones que daban al la calle, para ver lo que ocurría en la cercana plaza; pero las aisladas detonaciones que durante toda la mañana estuvieron sonando, y el lejano fragor de la lucha entablada al otro extremo de Madrid, aterrorizaban de tal modo a la baronesa, que se opuso tenazmente al capricho de su hermana.

Esta no experimentaba inquietud alguna por la ausencia de su esposo.

A pesar de que en un momento de excitación de su amor propio se había mostrado ofendida por la conducta de Quirós, ahora le era indiferente la suerte de este hombre. Su pensamiento estaba fijo en Alvarez, que en aquellos instantes debía estar en verdadero peligro, exponiendo su vida en defensa de sus ideales.

Agitada por tales pensamientos, pasó Enriqueta casi todo el día al lado de su hermana o en la habitación donde estaba, al cuidado de la nodriza, su hija, la pequeña María, que escuchaba con infantil curiosidad el estrépito de la lejana lucha.

Cuando fué atacada la plaza de Antón Martín, las descargas de fusilería y el fuego de cañón, hicieron llegar al período álgido el terror que experimentaban todos los habitantes de aquella casa…

Enriqueta, cuyo carácter desplegaba en los momentos supremos toda la energía de su padre, era la que mayor serenidad mostraba, y, con varonil curiosidad, llegó hasta las cerradas habitaciones que daban a la calle, para escuchar mejor los terribles incidentes de la lucha.

Despreciando los consejos de su servidumbre, que le rogaba no permaneciera en unas habitaciones donde podían entrar los proyectiles, se mantuvo en aquella parte de la casa, oyendo las descargas y los vivas que daban los insurrectos en los momentos en que el fuego se debilitaba.

El silencio que se estableció después, y que sólo fué interrumpido por aclamaciones a la libertad, la dió a entender el triunfo momentáneo de los revolucionarios.

Ella, impulsada por su educación y las ideas que le habían inculcado, estremecíase de horror al escuchar los gritos revolucionarios, y, sin embargo, no podía evitar cierto instintivo movimiento de gozo ante aquella ventaja que acababa de alcanzar la insurrección.

Era que el amor borraba las preocupaciones de clase, y que había en ella un poderoso instinto que le anunciaba cómo entre aquellos vencedores hallábase Esteban Alvarez.

Pensaba Enriqueta en lo raro de aquellos sentimientos que la dominaban, cuando el aldabón de la calle sonó con ruidosa precipitación, acompañando a sus golpes furiosas patadas dadas en la puerta.

La joven, señora de Quirós pensó inmediatamente en Esteban, sin que se la ocurriera imaginar que quien llamaba pudiera ser el aventurero odioso que a los ojos del mundo era su marido.

– ¡Enriqueta!.. ¡Abre, Enriqueta!

Así gritaba unja voz que ella no podía conocer, a causa de que el miedo la desfiguraba, haciéndola temblona e insegura.

Dirigíase ella a un balcón para abrirlo y ver quién llamaba, cuando sonó un tiro, y el aldabón cesó de tocar.

Enriqueta retrocedió, adivinando el crimen que acababa de perpetrarse; pero se repuso prontamente, y volvió de nuevo hacia el balcón; pero, en el mismo instante, el trueno de la fusilería volvió a sonar, más horroroso que antes.

Imposible asomarse. La barricada era atacada por segunda vez, y el combate, a juzgar por el estrépito, era más tenaz y empeñado que el anterior.

Sin saber qué resolución tomar, como un ser imbécil, y oyendo sin inmutarse el continuo estampido, que, escuchado en el centro de aquella sala cerrada y oscura, semejaba el fragor de una horrorosa tempestad que descargaba sobre Madrid, permaneció Enriqueta más de un cuarto de hora, que fué el tiempo que duró el decisivo combate.

La idea de que aquella voz desfigurada por el miedo, podía ser la de Alvarez, que en un momento de peligro para su vida no había vacilado en pedir su auxilio, martirizaba a Enriqueta de tal modo, que, a no ser porque el instinto de conservación, alarmado ante aquella horrorosa lucha, aprisionaba sus miembros y la impedía moverse, hubiera corrido a aquel balcón, para ver quién era el desgraciado que acababa de caer muerto ante su puerta.

Cuando cesaron las descargas, Enriqueta, como una loca, y cediendo a un impulso instintivo, corrió al balcón, abrió sus maderas y asomó todo su busto, sin miedo a un disparo traidor.

En lo alto de la barricada aparecían los rojos pantalones de la tropa, y algunos hombres del pueblo, con la camiseta rota, sudorosos, ennegrecidos por la pólvora y en el último paroxismo de furor, disputaban el terreno palmo a palmo a los vencedores, riñendo a bayonetazos.

Enriqueta vió el cadáver tendido ante la puerta, y al reconocer a Quirós, no pudo evitar un grito de dolorosa sorpresa.

El triste fin de aquel miserable borraba todo resentimiento, y le hacía simpático a las ojos de la mujer que tanto le había despreciado.

Enriqueta, anonadada por aquella emoción terrible, sintió que las piernas le flaqueaban y se agarró a la balaustrada del balcón, para no caer.

¿Fue visión o realidad lo que entonces pasó ante sus ojos, anublados por las sombras del desmayo?

Dos hombres bajaban corriendo la calle. Enriqueta los reconoció: eran Alvarez y su asistente; pero ajados por la lucha, tiznados por el humo y con las ropas en desorden.

Los soldados, desde lo alto de la conquistada barricada, hacían fuego sobre los fugitivos, y el revolucionario capitán, al ver a su amada en el balcón, se detuvo un instante, para saludarla con un desesperado ademán de despedida.

Fueron los dos, amo y criado, a escapar por una callejuela que desembocaba en la calle de Atocha, pero en el mismo instante un pelotón de la Guardia civil dobló la esquina, y los fugitivos viéronse envueltos y cogidos.

Enriqueta exhaló un grito de horror, y fué ya muy poco lo que vió.

Con la vaguedad incierta y fantástica de un sueño, le pareció ver que los guardias colocaban, apoyados en la pared, a Alvarez y su asistente, siempre erguidos y serenos, y que, retirándose algunos pasos, una fila de fusiles apuntaba a sus pechos.

Después creyó distinguir que una compañía de Infantería entraba por la misma callejuela, y que el oficial que la mandaba, haciendo un movimiento de sorpresa, se arrojaba sobre el terrible grupo…

Y ya no vió más. Sus piernas se doblaron, su cabeza se inclinó sobre el pecho, como si dentro sintiera un peso inmenso; sus ojos se cerraron, sintió una suprema y avasalladora necesidad de descanso, y cayó, chocando su cráneo contra los hierros del balcón.

 
FIN DEL TOMO QUINTO