Za darmo

La araña negra, t. 5

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Las escaleras fueron cráteres de volcanes invertidos, que despedían fuego hacia abajo, y los peldaños desaparecieron bajo los cadáveres. El humo cegaba a los asaltantes; las paredes trepidaban con el ruido de las descargas; las voces de mando apenas si se oían en aquella confusión, y los asaltantes, cegados por el picante hálito de la pólvora, rabiosos por aquella resistencia y enloquecidos por el peligro a que les empujaban sus jefes, subían como una marea de agudas bayonetas, sin fijarse en lo que ocurría a su lado, destrozando al muerto con sus pies y desoyendo al compañero herido, que exhalaba alaridos de dolor…

Ya estaban las tropas del Gobierno en el primer piso; ya cargaban a la bayoneta por los dormitorios, y los horribles detalles de una lucha parcial volvían a reproducirse.

Las bayonetas hurgaban furiosas bajo las camas, de donde salían tiros de revólver; el soldado recibía moribundo sobre su pecho al compañero que le precedía al atravesar una puerta, y sobre las revueltas sábanas y los rotos jergones, caía fusilado el mocetón que, machete en mano, se defendía como una fiera acorralada.

Costó mucho a las tropas del Gobierno apoderarse del cuartel de San Gil.

En cada piso fué necesario, primero, un asalto para llegar a él, y después, una batalla para apoderarse de sus acribilladas habitaciones.

En el segundo piso, defendiéronse los artilleros con igual fiereza que en el primero, y cuando se vieron desalojados de él, aún quedaron trescientos desesperados que se fortificaron en las buhardillas, causando gran daño a los sitiadores.

Por fin, las tropas del Gobierno se hicieron dueñas del edificio, y los insurrectos que sobrevivieron a la lucha, quedaron desarmados y prisioneros.

O’Donnell respiró al ver vencida la insurrección militar, y antes de dirigirse contra los elementos civiles que sostenían la bandera revolucionaria, encaminóse a Palacio, para tranquilizar a Isabel II y a su pusilánime y afeminado esposo, Don Francisco de Asís, que temblaba como una damisela, a pesar de su categoría de capitán general del Ejército.

La reina dió las gracias a O’Donnell por el servicio que acababa de prestarle, y le excitó a que, cuanto antes, exterminase al paisanaje, que, en los barrios populares, defendía su terrible red de barricadas. Hablando así, aquella mujer pensaba ya en destituir a O’Donnell, que por ella exponía la vida, sustituyéndolo por Narváez. Tan perfectamente sabía mentir Isabel II, que nadie podía dudar que era legítima hija de Fernando VII.

El duque de Tetuán dirigió el grueso de sus tropas contra los barrios del norte de Madrid, y tras un combate de muchas horas consiguió vencer las fuerzas populares, que mandaba Contreras.

En el sur de la capital, la lucha se desarrolló en las últimas horas de la tarde, y al anochecer, era tomada por las tropas la barricada de la plaza de Antón Martín, último baluarte de los revolucionarios.

Así terminó la insurrección popular más heroica y entusiasta y peor dirigida que ha existido en España.

Las tropas, enfurecidas por aquel combate tenaz que diezmaba sus filas, fusilaron, al pie de las destruídas barricadas, a todos aquellos prisioneros cuyo aspecto denunciaba el carácter de jefes revolucionarios, y O’Donnell aún permaneció algunos días en el Poder, para encargarse de la deshonrosa misión de “escarmentar” a los revolucionarios, ejecutando sesenta y seis sargentos y cabos.

Después de esta hecatombe, la Monarquía, como el bandido que luego de cometido el crimen arroja lejos de sí el puñal ensangrentado, derribó a O’Donnell del Poder, lanzándolo al olvido, y acelerando con sus desdenes el fin de su existencia.

XI
La barricada de la plaza de Antón Martín

Era el más terrible de todos aquellos confusos amontonamientos de adoquines, tierra, carruajes y muebles que la revolución había hecho surgir, soplando sobre las calles de Madrid.

Sus diferentes baluartes, que por lo irregularmente construídos parecían montones de basura, hacinados por colosal escobazo, cerrando las diferentes entradas a la plaza, convertían a ésta en una ciudadela, en cuyo interior estaba todo lo más granado de Madrid en punto a guapeza revolucionaria y entusiasmo político a prueba de decepciones.

Allí estaba la representación genuina de aquella edad heroica de la democracia en sus diversas y conmovedoras manifestaciones.

El viejo menestral, que aún guardaba en su casa el morrión de miliciano, de tiempos de la regencia de Espartero, y que hablaba, como si fuesen sucesos del día anterior, de las tres jornadas del 54 y de la protesta armada del 56; el agitador, de levita raída, que se había tuteado con Sixto Cámara; el tendero, fervoroso progresista, que ponía a todos sus hijos el nombre de Baldomero, y en la anaquelería de su tienda, tras las piezas de tela o las cajas de azúcar, ocultaba las armas pertenecientes al club del barrio; el obrero, que pasaba las veladas con su familia haciendo cartuchos, y al acostarse ocultaba los paquetes de pólvora entre los colchones, para igualarse con esto al Gobierno, que a todas horas dormía sobre un volcán; el escritor bohemio, de mísero pelaje, que no sabía ya qué decir a la libertad, cuya figura había ensalzado en cien odas, y que estaba ansioso de que los suyos “fuesen pronto Poder”, para mudar de vida; el aprendiz entusiasta, gran aficionado al barbero de su barrio, a quien oía leer los periódicos de oposición, y le preguntaba cuándo llegaba “la gorda”; todos, en fin, los entusiastas y los ilusos, los héroes y los desesperados, representando la parte del pueblo español a la que aún le quedaban fuerzas y energía para atacar a una familia que llevaba uncida a la nación al carro de sus vicios y sus crímenes, hallábanse allí en aquella barricada, sin saber qué hacer, ni cuál era la suerte de sus compañeros en los restantes distritos de Madrid, pero dispuestos a resistir mientras les quedase un cartucho.

Los barrios populares, de los que era puerta la célebre plaza, habían arrojado en tal punto su gente de más valía, que acudía al olor de la pólvora, los más de ellos instintivamente y sin aviso alguno.

Predominaba en aquella barricada el elemento avanzado. Eran pocos los progresistas y muchos los demócratas; y allí con el fusil en la mano, figuraban todos los entusiastas que más gritaban y aplaudían en las reuniones públicas del partido, cuando Orense, a quien llamaban por antonomasia “el marqués”, soltaba alguna de sus agudas chuscadas, o Pi y Margall y Castelar pronunciaban sus magníficos discursos.

El triunfo no era seguro; mas no por esto decrecía el entusiasmo; además, aquellos revolucionarios confiaban en una providencia extraña, y tenían la convicción de que, permaneciendo ellos a pie firme, resistiendo los ataques de la tropa, no faltaría alguien que a sus espaldas decidiera la victoria.

Desde las primeras horas de la mañana estaba levantada aquella barricada, y, sin embargo, hasta muy entrada la tarde no recibió ninguna embestida formal.

No por esto los que la defendían permanecían en la inacción.

Algunos pelotones de la Guardia Civil la tiroteaban desde puntos lejanos, y los insurrectos apenas si contestaban con alguno que otro disparo, comprendiendo, sin duda, que necesitaban las municiones para más adelante.

Durante horas enteras cesaban estas débiles agresiones; pero, en cambio, los insurrectos estuvieron oyendo durante toda la mañana un continuo y apagado estruendo, semejante al de una lejana tempestad.

– Se baten en la Montaña – decían los defensores de la barricada en las primeras horas de la insurrección.

Después, el estruendo cesaba de sonar en el mismo punto, trasladándose a otro lugar.

Esto hacía torcer el gesto a muchos, pues indicaba que un foco de la revolución había sido extinguido y comenzaba a combatirse a otro.

– Ahora deben estar batiéndose por la parte de Fuencarral.

Y así era, pues el Gobierno se hallaba dedicado a atacar la revolución en el norte de Madrid.

Aquella lucha lejana, excitaba a muchos de los defensores de la barricada, que, irritados de permanecer inactivos, mientras allá abajo mataban a sus hermanos, saltaban aquellos hacinamientos confusos, que constituían los baluartes, y con el fusil al hombro perdíanse en las vecinas calles, siempre con dirección al punto donde sonaban las descargas.

Era expuesto y difícil querer pasar de un extremo a otro de Madrid, y, además, la plaza de Antón Martín era el punto avanzado de la insurrección en el sur, y más allá de sus barricadas, resultaba lo más probable recibir un traidor balazo o encontrarse con una patrulla de Guardia Civil, que prendía a los transeúntes sospechosos, conduciéndolos a los sótanos del Ministerio de la Gobernación.

Estos avances, hijos de la impaciencia y el entusiasmo, disminuían el número de defensores; pero la calma que, a pesar de los preparativos insurreccionales reinaba en la calle de Atocha, difundía cierta confianza en el vecindario de los pisos bajos, y algunos establecimientos de comidas y bebidas decidíanse a abrir sus puertas a los revolucionarios.

Reinaba tal calma en aquella parte de Madrid, y con tanta tranquilidad se paseaban los insurrectos por la plaza, que, a no ser por el silbido de alguna bala que, de vez en cuando, enviaban los guardias posicionados por la parte de la plaza de Santa Cruz, se hubiera creído que la revolución había terminado y que el pueblo era el vencedor.

En las primeras horas de la tarde cambió por completo la situación.

Viéronse llegar a todo correr algunos de los hombres que antes habían abandonado la barricada, los cuales mostraban una expresión de alarma, a la que se unía cierta alegría feroz.

– ¡Ya están ahí! – gritaban – .¡Ya tenemos encima a la tropa!

Y a estas palabras, aquel hacinamiento confuso, levantado por el huracán revolucionario, conmovíase y parecía adquirir vida.

 

Los revolucionarios preparaban sus armas y escogían a su gusto el lugar de la barricada desde donde habían de hacer fuego a los asaltantes, y había quien buscaba estar lo más cómodamente posible, tomando asiento en un montón de piedras y apoyando la carabina en algún saliente de la dentada barricada.

Un grupo de jóvenes obreros, que, a causa del calor, se habían quitado sus chaquetas e iban de un lado a otro en cuerpo de camisa, con la carabina al hombro, saltaron fuera de la barricada, pues les parecía poco digno batirse tras aquellos obstáculos y no dar francamente su pecho al enemigo.

Reinaba en la plaza la misma animación que en la cubierta de un buque cuando está próxima la tempestad, sólo que allí cada uno se movía por impulso propio, y eran muy pocos los que obedecían las órdenes de los jefes revolucionarios.

Entre los hombres que en revuelto grupo habían asaltado la barricada, anunciando la proximidad de las tropas, llamó la atención un caballero de arrogante figura, al que saludaron con afectuosidad los más caracterizados de los insurrectos.

Los defensores de la plaza de Antón Martín tenían; por principales jefes a don Nicolás María Rivero y al abogado valenciano don José Cristóbal Sorní, hombres importantes del partido democrático y políticos de acción, que, revólver en mano, iban rectamente al peligro, para poner en práctica lo que mil veces habían predicado en el Club.

Bastó que los dos y algunos otros revolucionarios de prestigio, cambiasen un apretón de manos con el recién llegado, para que al momento todos los insurrectos lo calificasen de personaje de importancia, y se mostrasen dispuestos a obedecerle.

Era Esteban Alvarez, que seguido de su asistente, estaba desde las primeras horas de la mañana en los puntos de mayor peligros dando muestras del más temerario valor, y librándose milagrosamente de la muerte.

Había estado con otros oficiales expulsados del Ejército por conspiradores, aguardando al amanecer la orden del Comité revolucionario, para ir a los cuarteles de Infantería a sacar las fuerzas; y cuando, en vista de la fatal tardanza, se decidió a no esperar más, trasladándose a los puntos indicados, encontróse con que los jefes afectos al Gobierno habían sido más activos, llegando antes que él.

Desesperado por el mal sesgo que tomaba el movimiento, había intentado llegar al cuartel de San Gil para ponerse al frente de la Artillería y organizar la defensa; pero era tarde ya también, pues O’Donnell tenía bloqueado el edificio, y al fin el conspirador hubo de resignarse a batirse como un simple soldado, pues en las barricadas reinaba tal confusión que nadie obedecía sus indicaciones acertadas, hijas de su genio militar.

Estaba convencido del fracaso de aquella insurrección, pero ni un solo instante pensó en retirarse, y durante todo el día estuvo en los puntos de mayor peligro.

Batióse en la plaza de Santo Domingo, donde vió caer del caballo y quedar herido al general Pierrad; arrostró el fuego en la calle de Hortaleza, y estuvo próximo a quedar prisionero en la puerta de Bilbao, donde el general Contreras, con algunos centenares de paisanos y dos cañones se defendió con gran bizarría; y al fin, cuando vió vencida la insurrección en el norte de Madrid intentó pasar al sur, para unirse a los elementos democráticos, temibles y valerosos, que a las órdenes de Rivero y Sorní prolongaban aquella resistencia desesperada, expendiendo su línea de combate desde la plaza de Antón Martín a la calle de Segovia.

Era dificilísimo pasar de un extremo a otro de Madrid, y, sin embargo, lográronlo Alvarez y su asistente, después de arrostrar muchos peligros.

El centro de la capital estaba ocupado por las tropas, que impedían la circulación; pero Alvarez se dirigió al sur por la Ronda, y unas veces ocultándose al paso de una patrulla de caballería, y otras sintiendo silbar junto a su cabeza las balas que dirigían a los escasos transeúntes los pelotones de Guardia Civil posicionados en varios edificios fuertes, el militar revolucionario pudo llegar al punto donde se proponía, y después de una hora de continuos peligros, encontróse en la barricada de la plaza de Antón Martín.

El y Perico habían tirado sus armas en la última barricada que defendieron, para no hacerse sospechosos al transitar por la Ronda, y únicamente Alvarez conservaba su revólver, que llevaba escondido en el bolsillo del pantalón.

El asistente no tardó en proporcionarse un viejo fusil, y se colocó respetuosamente a corta distancia de su amo, que, subido en lo más alto de la barricada que cerraba la calle de Atocha por la parte del Prado, contemplaba la casa de Enriqueta.

A Alvarez, conmovido todavía por las terribles escenas de que había sido actor en aquella mañana, y zumbándole aún los oídos con el estruendo de la fusilería, parecíale muy extraño encontrarse sano y libre cerca de la casa habitada por la mujer querida.

Un presentimiento triste se revolvía en su interior: ¿habríase salvado de tantos peligros para venir a morir allí, a la vista de aquellos balcones, que otras veces había espiado, con la esperanza de contemplar un solo instante el rostro de Enriqueta? ¿Sería su destino agonizar sobre aquella acera, por la que tantas veces había paseado, imaginándose las más risueñas esperanzas de amor?

Negra tristeza invadía el ánimo de Alvarez, quien, sintiendo por primera vez en su vida tan extraño malestar, creyó ser víctima del miedo.

Esto le avergonzó, y como si tuviera el convencimiento de que la vista de aquella casa era lo que desvanecía todo su valor, bajó de la barricada, y confundiéndose en la plaza con los grupos revolucionarios, dijo a su asistente, que le seguía silencioso:

– Animo, Perico; aquí dispararemos el último tiro por la revolución, y ¡quién sabe sí en esta parte de Madrid seremos más afortunados que en la otra!

El pobre muchacho, que estaba de mal humor, por haberse rasgado en las barricadas un traje de verano comprado días antes, no participaba de ese esforzado optimismo.

Bien conocía él que aquello no marchaba regularmente, y que la tropa iba a zurrarles la badana, como él decía; pero, ciego observador de su deber, permanecía al lado de su amo, sin atreverse a decirle que él pensaba que, supuesto la revolución había perdido la partida, lo más prudente era ocultarse en cualquier parte, sin arrostrar nuevas aventuras.

Pero con Alvarez no valían tales razonamientos, y buena prueba de ello era el ardor con que se dedicaba a organizar la defensa de la plaza.

El fué quien, saltando fuera de la barricada, obligó a entrar en ésta a los audaces obreros que pretendían batirse a cuerpo descubierto.

El baluarte que cerraba la calle de Atocha, por la parte que conducía a la plaza Mayor, estaba erizado de cañones de fusil, que apuntaban aquella desierta vía.

Esperábase por tal parte el ataque, y reinaba en la barricada el silencio que precede siempre a las grandes catástrofes.

Aquellos patriotas armados, que tan audaces se mostraban antes, sentían en su mayoría una impresión semejante al miedo que se experimenta ante lo desconocido. La mayoría de ellos no se habían batido nunca, y empuñaban un fusil por primera vez; pero a pesar de su emoción, tenían conciencia del sublime deber que cumplían, y estaban inmóviles y firmes en sus puestos, sin pensar en retroceder, y procurando cada uno ocultar sus sentimientos, para no excitar las burlas de los compañeros.

Alvarez, con el revólver en la mano, iba de un punto a otro, para aconsejar con su larga práctica de soldado, y como un padre cariñoso cuidaba de los inexpertos, alejándolos de los puntos donde quedaban al descubierto, y colocándolos en otros, para que pudiesen hacer fuego, ocultándose a las balas enemigas.

Todos, con el fusil apuntando, miraban aquella larga y desierta calle, que, con sus casas cerradas e iluminadas por los pálidos rayos de un sol que estaba ya en el ocaso, tenía el mismo aspecto de una avenida de elegante cementerio.

El silencio que reinaba en la calle fué turbado por un rumor sordo e imponente, que resonó al extremo de ella. Nada se veía; pero Alvarez adivinó lo que era aquello.

– Atención, ciudadanos – gritó con su poderosa voz – . La tropa está tomando posiciones y va a atacarnos.

Así era. Algunas compañías ocupaban las casas de posición estratégica, desde las cuales había disparado antes la Guardia civil, y al extremo de la calle apareció la cabeza de unía columna, brillando vivamente los fusiles y los uniformes a la luz del sol.

Los insurrectos no llegaron a darse cuenta de cómo empezó aquello.

Apenas aparecieron los soldados, una mano impaciente disparó un tiro desde la barricada, e inmediatamente el revolucionario baluarte se coronó de humo, y estalló un trueno sordo y prolongado, como si se rasgase una colosal pieza de tela.

El combate se generalizó, y desde el fondo de la calle salió una descarga, y después otras, sin interrupción.

En un breve momento de calma, se oyó en la barricada la voz de Alvarez, que decía:

– Nos honran mucho, ciudadanos. Tenemos enfrente tres regimientos, por lo menos.

En ninguna barricada se había hecho un fuego tan horroroso. Las tropas del Gobierno, deseosas de terminar aquella revolución, que se prolongaba demasiado, y comprendiendo que ésta podía revivir si llegaba a la noche sin ser extinguida, extremaban su ataque de tal modo, que arrojaban sobre aquella barricada, último baluarte de la insurrección, un verdadero diluvio de plomo, antes de decidirse a tomarla a la bayoneta.

Por su parte, los insurrectos contestaban a la agresión de los sitiadores con un fuego incesante.

La vista de algunos compañeros que habían caído a las primeras descargas, manchando con su sangre los montones de adoquines, y las balas, que zumbaban como abejas, junto a sus oídos, enloquecían a aquellos bisoños de la revolución, que, aturdidos por la rabia y el peligro, tiraban a ciegas y con fiera tenacidad, buscando el olvidar el peligro, embriagándose con el estampido y el humo de la pólvora.

Tan continuas eran las descargas, y tantos disparos se cruzaban entre ambas partes, que la calle parecía combatida por un huracán de granito.

Las balas llegaban a todas partes. Chocaban contra la barricada, levantando la tierra y haciendo saltar a esquirlas el borde de los adoquines; acribillaban las paredes de las casas y rompían los cristales de los balcones, que venían abajo con argentino estruendo e hiriendo con sus fragmentos a algunos de los insurrectos.

A pesar de los cuidados con que éstos se ocultaban tras las desigualdades de la cresta de la barricada, las bajas eran ya muchas a los pocos momentos del combate, pues aquel aguacero de plomo se introducía por todas partes, y las balas lo mismo rozaban el dentellado borde del baluarte, que penetraban por todas las rendijas y claros que los revolucionarios utilizaban como aspilleras.

Alvarez, que tan cuidadoso se mostraba por la vida de sus compañeros, procurando ponerlos a cubierto del fuego enemigo, se olvidaba de su propia existencia, y, atento a los movimientos del enemigo, estaba en el punto más elevado de la barricada, exponiéndose a ser blanco de algún certero tirador.

– Pero, mi capitán – decía con acento angustiado su fiel asistente, que hacía fuego al lado de él – . Baje usted de ahí; ocúltese, si no, es muerto.

– ¡Bah! – contestaba con desprecio Alvarez, que tenía las supersticiones propias de los soldados – . Si allá abajo está en alguna cartuchera la bala que ha de matarme, lo mismo me alcanzará ocultándome que estando al descubierto.

El capitán, al hablar así miraba en derredor, y el espectáculo no podía ser más horrible.

En el centro de la plaza, tendido de espaldas, y con los brazos en cruz, desabrochada la levita y el sombrero de copa caído a alguna distancia, estaba el cadáver de un jovencillo melenudo, con bigote y perilla. Sobre el pecho tenía una gran mancha de sangre. Tal vez era el mismo que aquella mañana había visto pasar Enriqueta al frente del primer grupo revolucionario. Lo más probable es que a aquellas horas, una madre, allá, en una alejada provincia, pensase con fruición en el hijo que tenía en Madrid, escribiendo en los papeles públicos y en camino de convertirse en un grande hombre, y que una señorita de aldea releyese las cartas, ilustradas con versos, que de vez en cuando le enviaba el futuro personaje.

A los pies de Alvarez, un viejo obrero había caído con la boca deshecha de un balazo, cuando apuntaba su fusil tras la estrecha aspillera, y un chicuelo con blusa fresco y sonrosado como una muchacha, se revolvía en el suelo, agarrándose el vientre con ambas manos, y dejando tras sí un reguero de sangre.

 

Pero eran pocos los que tales horrores veían. Los más hacían fuego como autómatas, y cediendo a una interna e imperiosa necesidad de expansión, gritaban como unos condenados, acompañando cada disparo con vivas a Prim y a la Libertad, y maldiciendo a la p… de la reina.

En medio de aquella confusión, cuando en la barricada estaba en su período álgido la rabia popular, fué cuando Alvarez gritó con voz de trueno:

– ¡Atención! Van a atacarnos a la bayoneta. No hagáis fuego. Esperad a que estén cerca.

Fuese instintiva obediencia de los insurrectos, o prontitud de los jefes revolucionarios en imponer esta orden, lo cierto es que la barricada cesó de disparan, quedando muda y silenciosa bajo aquel torbellino de plomo que los sitiadores la enviaban con mayor furia.

Al amparo de este fuego, dos columnas avanzaban por ambas aceras a todo correr, con las bayonetas bajas, como toros que al embestir humillan sus terribles cuernos, mientras que por el centro de la ancha vía, una batería que acababa de ser emplazada, enviaba algunos proyectiles.

Alvarez era el único que, despreciando el fuego, y asomando su cabeza por encima de la barricada, espiaba en conjunto aquel avance, al mismo tiempo que hablaba a los compañeros que tenía abajo:

– No disparéis hasta que yo os lo diga. Conviene dejarlos que se acerquen.

Y cuando las cabezas de las dos columnas estaban a unos cincuenta pasos de la barricada, y los jefes, agitando sus sables, daban ya la voz de asalto, Alvafez gritó con energía:

– ¡Fuego! – y disparó su revólver, apuntando al coronel, que, con la espada desnuda, iba al frente de los asaltantes.

Vomitó la barricada toda la ira y la muerte que había estado conteniendo durante algunos minutos, y el efecto fué terrible.

Cuando se hubo extinguido el último eco del horroroso trueno, y se disipó la nube de humo, vieron los insurrectos muchos soldados tendidos sobre las aceras, y a las dos columnas que revueltas y confusas, retrocedían hasta el extremo de la calle, donde se detenían, para hacer nuevamente un fuego graneado contra la barricada.

Los trabucos de que se servían algunos insurrectos, y que hasta entonces, en el fuego a regular distancia sólo había servido para aumentar el estruendo, eran los que más daño causaron a los asaltantes, disparando sobre ellos a boca de jarra su terrible metralla.

Después de este asalto frustrado, las tropas cesaron en sus hostilidades, y hasta los destacamentos que ocupaban las lejanas casas, y que apoyaban con su fuego a los asaltantes, continuaron el tiroteo muy débilmente.

Algunos insurrectos entusiastas, llevados de su inexperiencia, creíanse ya vencedores y hablaban de salir en persecución de las tropas que, indudablemente, se retiraban.

Alvarez sonreía ante tanta candidez.

– No os hagáis ilusiones y preparaos, que ahora viene lo bueno – decía a todos aquellos entusiastas, que, admirados de su sereno valor, le miraban con respeto – . Yo me engaño pocas veces en asuntos de esta clase, y tengo la seguridad de que si han cesado de hacer fuego, es porque se preparan a atacarnos por varios puntos a la vez.

Y Alvarez, a quien todos obedecían, colocó una parte de los defensores en la barricada que cerraba la entrada de la calle del León, donde hasta entonces sólo habían estado dos centinelas.

Ya no alumbraba el sol, y comenzaba uno de esos lentos y claros crepúsculos del verano.

Alvarez, seguido de Perico, se trasladó a la tercera barricada, que era la que cerraba la calle de Atocha por la parte del Prado, y que, por ser la más grande y tener los sublevados escasos materiales para su construcción, resultaba la más difícil de defender.

El capitán, teniendo al lado a su asistente, exploraba con la vista aquel hermoso trozo de calle, con sus edificios cerrados y sus dos filas de árboles con las ramas desgajadas por las balas perdidas que hasta ellos habían llegado.

Algunas casas de aquella parte, a pesar de que aún no había llegado hasta allí el combate, tenían en sus puertas y persianas visibles huellas del fuego enemigo; pero el palacio de Enriqueta, desviado un poco del otro lado de la calle, no había sufrido ningún desperfecto.

Esto alegraba a Alvarez, para el cual el choque de una bala en aquellas paredes, tras las cuales se ocultaba el ser querido, hubiera sido tan sensible como si la hubiera recibido él mismo.

Para aquel hombre, calenturiento por la lucha, agitado por las terribles escenas de las que había sido actor, y que surtía desordenadas por las circunstancias sus facultades mentales, el vasto y aristocrático edificio, cerrado y silencioso, era como la imagen, de Enriqueta, que, muda y melancólica, estaba allí para recibirle en sus brazos, si moría.

Un hombre vino a turbar la soledad que reinaba en la calle.

Era un caballero obeso, que caminaba pegado a la pared, por la acera de enfrente a la casa de Enriqueta, y que, al llegar ante el aristocrático edificio, miró con terror a la barricada, y, por fin, como quien cede a una fuerza superior, atravesó a saltos la calle, yendo a llamar en la gran puerta, con repetidos golpes de aldabón, al mismo tiempo que gritaba algunas palabras y daba patadas en el postigo, para decidir a los de dentro a que abriesen.

Alvarez y su asistente se miraron con sorpresa, y en sus ojos leyóse el mismo pensamiento.

Habían conocido a aquel hombre que tan angustiosamente llamaba: era Quirós.