Za darmo

La araña negra, t. 5

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Doña Fernanda, sin saberlo, había encontrado el medio de interesar a Enriqueta, cuyo carácter era muy sensible a las heridas del ridículo.

La joven señora de Quirós, a pesar de aquella indiferencia natural que sentía hacia su esposo, y de que por nada del mundo hubiese consentido franquearle la entrada de su dormitorio, sentíase indignada por las revelaciones de su hermana, y estremecíase de rabia al pensar los comentarios que ocasionaría en la alta sociedad aquella infidelidad conyugal.

La causaba repugnancia aquel aventurero, que por medio de una maquiavélica trama había conseguido su mano; le era indiferente que se encenagase con otras mujeres a puerta cerrada, en todas las asquerosidades de una orgía sin término; pero lo que no podía consentir era el escándalo, eran aquellas relaciones con una vieja duquesa, a la vista de todos, para hacerla a ella, objeto de una compasión general, que la irritaba.

Había heredado de su padre aquel carácter susceptible, que se descomponía a la menor suposición de hallarse en ridículo.

Además, la irritaba el libertinaje de aquel hipócrita, que en público tenía siempre en sus labios las palabras religión y moral católica, tildando a todos sus enemigos de monstruos de impudicia y maldad, y sentía una secreta complacencia en poder arrojar al rostro de aquel antipático personaje toda la doblez de su conducta. Causábala náuseas la hipocresía de aquel campeón de la fe.

La baronesa adivinaba el efecto que sus palabras producían en su hermana, y repetía las noticias que había adquirido para convencer plenamente a Enriqueta de lo ciertas que eran las adúlteras relaciones.

Escuchándola, la señora de Quirós forjóse rápidamente, un plan. La halagaba el confundir a aquel miserable, sobre el cual la importaba mucho tener cierta superioridad, y por esto se determinó a esperar hasta la madrugada la vuelta de Quirós, para echarle en cara su conducta.

Adivinaba ella que su esposo podría excusar su libertinaje, fundándose en el desvío y alejamiento que ella mostraba; pero Enriqueta preparó su contestación.

Ella no se oponía a que su esposo fuese un libertino, un hipócrita que en público predicase la moral católica y en la vida privada sirviera de perro de lanas a las bailarinas de la ópera; lo que ella, como esposa, no podía consentir, es que la pusiera en ridículo con unos amores conocidos por todos y que tenían por ideal una duquesa vieja, una cortesana averiada por las lides del amor, y que podía competir en impudicia con las más degradadas mujeres que surgen de las sombras nocturnas para pegarse al primer transeúnte desconocido.

Ese alarde de cinismo que Quirós hacía, sosteniendo tales relaciones, no lo consentiría ella, y así se lo manifestó a doña Fernanda con tono enérgico e imperioso. Aquella misma noche sabría su marido quién era ella.

La baronesa estaba muy satisfecha de la energía de su hermana. Conocía por experiencia los arranques tardíos, pero violentos, de aquella mosquita muerta, como ella llamaba a Enriqueta; estaba segura de que la reyerta conyugal sería tan grande como se la había imaginado, y sentíase halagada por la esperanza de que Quirós abandonaría sus relaciones con la duquesa, volviendo a ponerse bajo su protección y a seguir sus consejos.

Hasta después de media noche acompañó la baronesa a su hermana, y cuando, satisfecha de su triunfo, se retiró a descansar, Enriqueta abandonó el salón, entrando en un lindo gabinete inmediato a la antecámara, y que tenía ventana a la calle.

Estaba decidida a aguardar a su marido, sin reparar en la hora a que volviese, y desde allí, aunque la rindiera el sueño, oiría perfectamente el ruido producido por Quirós al abrir con su llavín la puerta de la escalera.

A la velada luz de una elegante lámpara, púsose a leer “Los tres mosqueteros”, de Dumas, padre, única novela con la que transigía su hermana, la devota baronesa, sin duda por su afición a las intrigas, y así permaneció algunas horas procurando aturdirse en el torbellino de aquella acción interesante, y haciendo muchas veces involuntariamente internas comparaciones entre Athos y D’Artagnan y su amante de otros tiempos, Esteban Alvarez. Donde no existían puntos de similitud, ella se encargaba de crearlos con su imaginación.

Cuando llevaba ya leída una tercera parte del volumen, la pesadez que sentía en su cerebro y el cansancio de sus ojos, la obligaron a levantar la cabeza, y entonces notó que la lámpara alumbraba con débil luz.

Una claridad lívida se difundía por la estancia, y los vidrios de la ventana brillaban como láminas de pálido azul, dejando adivinar confusamente los perfiles de las casas fronterizas.

Era la luz del nuevo día.

Enriqueta, fatigada, entumecida y molesta en aquella habitación, caldeada por la luz artificial, abrió la ventana, para respirar la brisa matutina.

El fresco hálito de la mañana la serenó, y sintió la misma impresión de una sonámbula que despierta de improviso y no puede explicarse cómo se halla fuera de su lecho.

¿Por qué estaba allí? Dirigióse esta pregunta, y entonces recordó su conversación con la baronesa en la noche anterior, arrepintiéndose de la resolución que había tomado, ¡Cuán tonta era! ¡Valiente cosa le importaba a ella la conducta de su marido!

Cierto era que la escocía un poco la ridícula situación en que la colocaba Quirós; pero, al mismo tiempo, ruborizábase de vergüenza al pensar que aquel fatuo podía llegar de un momento a otro, y, al ver que le había estado aguardando toda la noche, creyese que se hallaba enamorada de él.

Era ya de día, y Quirós todavía, no había llegado. ¡Bueno estaría que aquel libertino hipócrita la viese a ella asomada a la ventana, lo mismo que una mujer enamorada, que, tras larga noche de llanto e insomnio, aguarda ansiosa al esposo querido!

– Ahora mismo me acuesto – se decía Enriqueta; pero permanecía inmóvil en la ventana, halagada por aquella frescura y el espectáculo del amanecer, completamente desconocido para una joven aristocrática, que jamás se había levantado de la cama a tal hora.

¡Qué bonita estaba la calle completamente desierta, con sus dos filas de grandes casas, con sus puertas cerradas y sus ventanas, de las cuales sólo la suya estaba abierta!

Tenía cierta sublime grandeza aquel silencio que se deslizaba majestuoso por entre las casas, que encerraban un tesoro de vida y animación, muerto ahora, y que, al resucitar pocas horas después, se derramaría por todas partes, como ola de agitación y de estruendo.

La luz perdía poco a poco sus tonos de azulada lividez; el cielo se aclaraba, y unas nubecillas que asomaban poco antes, pardas y feas, sobre los lejanos tejados del extremo de la calle, tomaban ahora cierta transparencia de grana y oro. Era el sol, que comenzaba a salir, embelleciéndolo todo con sus caricias de fuego.

Enriqueta, ante aquel silencio, sentía caprichos de niña, y casi estuvo a punto de gritar; pero otros se encargaron de esto: los gorriones, en alegres bandadas, saltaban sobre los aleros de los tejados, aleteaban en las copas de los árboles y bajaban hasta el desierto pavimento de la calle, acompañando todas sus infantiles travesuras con un incesante piar en infinitos tonos. Eran los violines que preludiaban la gran sinfonía del amanecer.

Despertaba la vida con aquel toque de diana de la Naturaleza, y Enriqueta veía ya por la parte de la plaza de Antón Martín pasar alguna que otra mujer, con la cesta de buñuelos y el aguardiente, en busca de parroquianos.

Una taberna de la calle acababa de abrir sus puertas, pintadas de rojo, y el muchacho, gallego, de gruesos zapatos y puntiagudos pelos, arreglaba en una mesilla las botellas de anisete y bala rasa, para tomar la mañana.

A Enriqueta le encantaba aquel espectáculo.

De pronto avanzó la cabeza con expresión de sorpresa, y como queriendo oír mejor.

Habían sonado a lo lejos sordos estampidos, semejantes a descargas de fusilería. Esperó, para convencerse de la realidad de aquellos ruidos, y éstos no tardaron en repetirse.

Enriqueta no podía explicarse qué era aquello; pero, sin saber por qué, experimentó cierta inquietud, y pensó en Esteban.

¿Qué haría a aquellas horas? ¿Estaría aún amenazado por terribles peligros y empeñado en sus difíciles empresas?

El recuerdo de Alvarez sumió a la joven en honda meditación, del que le sacó el estrépito producido en la desierta calle por varios soldados de caballería que, en desorden y con visible azoramiento, iban a todo galope de sus cabalgaduras.

Eran ordenanzas del Ministerio de la Guerra, y Enriqueta los siguió con la vista, hasta que al extremo de la calle perdiéronse en diversas direcciones.

La joven presentía algo terrible. Nada de extraño tenía ver a tales horas un pelotón de jinetes; pero aquellos soldados llevaban en sus rostros una marcada expresión de intranquilidad y marchaban con demasiada rapidez, como temerosos de llegar tarde a su destino o de que alguien les cortase el paso.

Poco después vió pasar, uno tras otro, varios oficiales, con el mismo aspecto de intranquilidad, llevando en sus rostros un gesto de inquietud, y en sus ojos las señales del sueño recientemente interrumpido.

Marchaban apresuradamente, casi corrían, seguidos de sus asistentes, y algunos de ellos todavía iban abrochándose el uniforme, puesto con precipitación, o ajustándose el cinturón de la espada.

Pronto comprendió Enriqueta lo que aquello significaba.

Por la plaza de Antón Martín entró en la calle un grupo de hombres armados. Eran, en su mayoría, obreros; llevaban al hombro viejos fusiles, escopetas de caza y algunos trabucos; y al frente de ellos, con el revólver en la mano, iba un joven de rostro simpático, adornado por bigote, perilla y melena romántica, y que vestía levita y sombrero de copa. Tenía el tipo de un hombre dedicado a la literatura, y parecía el jefe de aquel pelotón, que marchaba bulliciosamente, mirando a todas partes con expresión de triunfo.

 

Aquel grupo revolucionario, al entrar en la dormida calle, prorrumpió en gritos:

– ¡Viva la libertad!.. ¡Viva Prim!.. ¡Muera Isabel II!.. Y los más humildes del grupo, los que llevaban en su rostro las huellas del sufrimiento, y en sus ropas los desgarrones de la miseria, intercalaban en dichos gritos otro, que producía cierta alarma en aquellos del grupo que tenían cierto aspecto burgués:

– ¡Viva la República!

El grupo pasó frente a la ventana que ocupaba Enriqueta, la cual sentía miedo al ver algunos de aquellos rostros, endurecidos por esa expresión feroz que da la miseria.

El jovenzuelo de aspecto romántico, al ver una mujer hermosa contemplando el paso del revolucionario pelotón, estiróse con la petulancia de un mozo guapo, y la saludó con una amable sonrisa, creyéndose un héroe.

Enriqueta pensaba en Alvarez, y cuando el grupo se detuvo a la puerta de la taberna que estaba más abajo de su casa, fué fijándose, uno por uno, en todos los hombres, como si esperase encontrar al ex capitán disfrazado y confundido entre aquellos revolucionarios.

En esto la distrajo la presencia de un hombre que venía, indudablemente, del Prado, y subía la calle apresuradamente. Era un viejo general, conocido de Enriqueta, por haber sido amigo y compañero de armas de su padre, el conde de Baselga.

Acababa de ser despertado, y aún iba por la calle abrochándose la galoneada levita, sin dejar de correr.

Al verle se produjo un terrible movimiento a la puerta de la taberna.

Muchos de aquellos hombres apuntaron con sus fusiles a la acera de enfrente, por donde pasaba el general, y el anciano se detuvo, pálido y altivo, llevando instintivamente la mano a la empuñadura de la espada.

Fué una escena muda y terrible, que angustió a Enriqueta, única espectadora, y que duró solamente algunos segundos.

El jefe del grupo, aquel joven de aspecto interesante, púsose ante los fusiles de los suyos, y gritó con una energía que no hacía esperar su delicadeza física:

– ¿Qué vais a hacer? ¿Ahora que empieza la revolución vamos a deshonrarnos, matando a un hombre que va solo? ¿Somos acaso asesinos? ¡Abajo las armas!

Y aquel “dandy” literario hablaba con tan imperiosa energía, que las armas asestadas contra el general se bajaron inmediatamente.

– Pase usted, general, y siga su camino – gritó el jovenzuelo – . De aquí a un rato nos combatiremos; pero ahora le respetamos a usted, porque es un hombre que va a cumplir con su deber, y nosotros no somos asesinos.

El general quedó indeciso y como confuso ante aquella inesperada nobleza, y, por fin, quitándose el galoneado ros, y sonriendo con paternal benevolencia, les saludó, diciendo:

– ¡Gracias, señores! Son ustedes unos valientes dignos del nombre de españoles. ¡Que Dios les dé buena suerte!

Y saludando otra vez al grupo popular con visible enternecimiento, siguió su camino apresuradamente, hasta que, al llegar frente al palacio de Baselga, se fijó en Enriqueta, a la que conocía.

– ¿Qué hace usted aquí, hija mía? – la gritó – . Adentro en seguida, que va a haber tiros. Los artilleros del cuartel de San Gil se han sublevado contra la reina, y Madrid está que arde. Escóndase, que la sarracina va a ser gorda.

Y el anciano fué a seguir su marcha; pero aún se detuvo, como cediendo a una necesidad interna de desahogar su pensamiento.

– Pero, ¿ha visto usted, Enriqueta, lo que acaba de hacer esa gente? El diablo son esos descamisados y los escritores boquirrubios que les levantan los cascos… ¡Lástima de valientes! Crea usted que me remuerde la conciencia de tener que ametrallar a una gente que así procede.

Sonaron a lo lejos nuevas y más fuertes descargas, y el general siguió su camino apresuradamente, sin despedirse de Enriqueta.

Mientras tanto, el grupo revolucionario continuaba su marcha, y las dormidas gentes despertaban con gritos inesperados.

– ¡Abajo los Borbones! ¡Viva la libertad!

X
El 22 de junio

Comenzaba a clarear el alba, y los centinelas del cuartel de la Montaña paseaban por las terrazas, para librarse del entumecimiento que produce el frío del amanecer.

En el vasto edificio militar reinaba un silencio absoluto, y únicamente las ventanas del cuarto de banderas estaban iluminadas, sin duda porque en tal habitación se hallaban aún despiertos y vigilantes los oficiales de guardia.

Un hombre de rostro enérgico, con gran barba, era el único ser que rondaba por las inmediaciones del cuartel, que a aquella hora estaban completamente desiertas.

Era don José Rivas Chaves, dueño de un acreditado establecimiento de lencería y el principal hombre de acción del partido progresista. Su fortuna y los grandes sacrificios que había prestado en varias ocasiones a la causa revolucionaria, dábanle gran prestigio entre la gente dispuesta a empuñar las armas, y como decidido propagandista en el elemento militar, era el agente encargado de sostener las relaciones de los organismos directores de la conspiración con los sargentos comprometidos.

Chaves, situándose a la espalda del cuartel de San Gil, agitó su pañuelo, y desde una de las ventanas altas del edificio, le contestó un sargento de la artillería acuartelada, haciendo ondear una sábana. Era ésta la señal convenida.

Pasó después al cuartel de la Montaña, y parándose junto a una reja, cambió breves palabras con otro que estaba dentro, y al dirigirse al otro extremo del gran edificio, tropezó con un centinela, con el que entabló conversación, ofreciéndole un cigarro, y mientras el soldado lo encendía, el conspirador sacudió su sombrero con el pañuelo, seña a la que alguien contestó también, agitando un lienzo blanco en las ventanas altas.

El aviso había circulado ya; no había novedad alguna, y el volcán revolucionario iba a estallar, después de una preparación tan larga como lenta.

Los sargentos de los Cuerpos de Artillería acuartelados en San Gil, iban, por fin, a ver satisfecha aquella impaciencia sediciosa que mostraban en todas las reuniones revolucionarias.

Chaves, satisfecho de la buena marcha que seguía la conspiración, y agitado por esa emoción que siente todo hombre en un momento decisivo, sentóse al borde de un abrevadero que existía en la plaza de San Marcial, frente a la puerta del cuartel, esperando con nerviosa impaciencia los acontecimientos.

El gigantesco edificio permanecía silencioso, y no se notaba en él ningún signo que denunciase interna agitación.

El conspirador miraba con ansiedad las largas filas de ventanas cerradas, de las cuales, las más bajas, estaban casi cubiertas por una hilera de árboles que rodeaba el edificio, y fijaba su vista en la cerrada puerta, a cuyos dos lados alzábanse, solitarias y desiertas, las blancas garitas de madera.

De pronto, en aquellas ventanas, comenzaron a verse soldados a medio vestir, que se asomaban con aire risueño, para volver a ocultarse, y, de vez en cuando, algún sargento, ya uniformado y con armas, lanzaba una mirada de inquietud a la desierta plaza.

Reinaba en ésta la calma y la soledad propias del amanecer, y sólo un grupo de hombres del pueblo interrumpió con sus pasos aquel silencio matinal, bajando por la calle de Bailén.

Iban todos ellos armados, y al frente marchaba un caballero de rudo aspecto, con la capa terciada, quien los guió por la escalerilla de la calle del Río.

– ¡Allá va don Manuel Becerra con su gente! – murmuró Chaves, viendo cómo desaparecía el armado grupo.

Transcurrieron algunos minutos, sonó en el interior del cuartel el toque de diana, e inmediatamente se oyeron algunos tiros.

Se había iniciado ya la insurrección de los artilleros del cuartel de San Gil.

El Gobierno, que hacía mucho tiempo sospechaba la conspiración existente en Madrid, había ordenado grandes precauciones militares, y entre éstas, la más importante era que una parte de la oficialidad de los regimientos durmiese en los cuarteles, para evitar una insurrección.

Los oficiales de Artillería habían pasado toda la noche en el cuarto de banderas, jugando al tresillo, sin que les rindiera el sueño. Esperaban los sargentos comprometidos en el movimiento sorprenderlos adormecidos a la madrugada; pero, en vista de que era llegada la hora de iniciar la insurrección y los oficiales seguían entregados al juego, entraron los conspiradores en el cuarto de banderas, apuntándoles con sus carabinas e intimando la rendición.

No querían los sargentos derramar sangre; pero la voz imperiosa del deber inclinó a los oficiales a la resistencia, y sobrevino la catástrofe.

Disparó un oficial su revólver, e inmediatamente sonó una descarga, que mató o hirió a casi todos los jugadores.

Horroroso era el hecho; pero no cabía ya retroceder, y los sargentos, enardecidos por la vista de aquella sangre, se apresuraron a poner en práctica el plan revolucionario.

En pocos minutos cambió el aspecto del cuartel, que, conmovido de arriba abajo, comienzo a vomitar por sus puertas hombres, mulas y cañones.

Iban los sargentos al frente de los pelotones de los artilleros, revueltos por la indisciplina y la estupefacción que les producía ver el cadáver de un oficial tendido en la puerta del cuarto de banderas. El desorden era completo, y el entusiasmo que comenzaba a apoderarse de los soldados, excitados por la proximidad del combate, contribuía a que las órdenes de los sargentos apenas pudiesen ser oídas y que costase mucho verlas ejecutadas.

Por fin, los tiros de mulas fueron enganchados a los cañones, contribuyendo a acelerar la operación, la presencia del general Pierrad, jefe militar de la insurrección, quien arengó a los artilleros, y las órdenes del capitán Hidalgo, único oficial de Artillería comprometido en el alzamiento.

Momentos después, las calles de Madrid conmovíanse con el estruendo producido por los cañones que los artilleros sublevados llevaban de una parte a otra, sin saber qué hacer de ellos, por falta de dirección.

La capital estaba ya en plena insurrección, y grupos de paisanos armados aparecían en todas las calles, saludando con vivas a aquellos soldados, que, rojos por el entusiasmo, inclinados sobre el cuello de sus mulas, y dejando flotar los encarnados cordones de sus roses, galopaban, arrastrando las terribles bocas de hierro, cuyas ruedas botaban sobre el empedrado, produciendo un sordo estremecimiento, semejante a la lejana tempestad.

Surgían de todas partes los hombres armados; el entusiasmo era general; había en la atmósfera esa agitación nerviosa propia de las grandes revoluciones; veíanse esas caras feroces y extrañas cataduras que sólo aparecen en los días de gran tormenta, cuando la espátula revolucionaria revuelve hasta las últimas heces del líquido social; adivinábanse en un rasgo, en una palabra, héroes y mártires, entre aquella entusiasmada muchedumbre, que con una pistola vieja o un trabuco, se sentían capaces de luchar contra toda la guarnición de Madrid; pero se notaba algo, por fortuna todavía oculto, y que, de ser conocido, podía producir inmediatamente el desaliento: la falta de un plan bien ejecutado, la carencia de una dirección rápida y acertada.

Muchos de los regimientos comprometidos, acuartelados en diferentes puntos de la capital, no podían unirse a los insurrectos, por estar ya sus sargentos arrestados y tener al frente a sus jefes, fieles al Gobierno.

Los oficiales designados por el Comité revolucionario para ir a ponerse al frente de dichos Cuerpos, habían esperado en vano la orden, y cuando, por fin, cansados de aguardar, fueron a los cuarteles, los soldados, a la voz de sus jefes, que habian sido más activos, recibieron a tiros a los mismos que hubieran aclamado y seguido a llegar algunos minutos antes.

Fué aquella revolución la más anárquica de cuantas han ocurrido en España. Todos mandaban y ninguno obedecía. Los artilleros emplazaban sus cañones donde mejor les parecía, y el pueblo levantaba barricadas sin aguardar órdenes, con ese instinto estratégico que la masa revolucionaria desarrolla, en los momentos difíciles.

Se sabía, a la media hora de haberse iniciado la revolución, que ésta no podía contar ya con más fuerza que la artillería de San Gil, y se tenía la certeza de que toda la guarnición iba a caer sobre los sublevados; pero esto no lograba amilanar a ninguno de aquellos combatientes por la libertad.

El pueblo no retrocede una vez iniciada una revolución, aun teniendo conciencia de su derrota; y los sublevados del 22 de junio únicamente experimentaban una amarga decepción, al ver aquella artillería, que, como ruidoso meteoro de hierro y fuego, iba de un punto a otro, sin saber qué hacer, ni en qué emplearse, por falta de dirección.

 

Mientras tanto, el Gobierno organizaba certeramente la resistencia, y tomaba con rapidez la ofensiva.

El aviso de lo ocurrido en el cuartel de San Gil llegó a la Presidencia del Gobierno cuando O’Donnell después de pasar la noche en vela, disponíase a acostarse. El caudillo de Africa montó inmediatamente a caballo, y con un batallón de Ingenieros se dirigió a la Puerta del Sol, de la cual habían intentado apoderarse los revolucionarios sin éxito alguno.

Desde allí dirigióse a Palacio, para poner a la Reina a cubierto de un golpe de mano; pero ya se le había adelantado su eterno rival, el general Narváez, quien llegó al regio alcázar casi a medio vestir, organizando inmediatamente la resistencia, y ametrallando, con dos cañones emplazados en la calle de Bailén, la fachada del cuartel de la Montaña.

El héroe de Arlabán y verdugo de sus compatriotas, excitado por el grandioso espectáculo de aquella revolución, que él mismo calificaba de la más terrible que había conocido, recobró el valor ciego, impetuoso y temerario de su juventud, y fué a colocarse en los puntos de mayor peligro, sin temor al fuego que hacía el paisanaje desde las calles inmediatas.

Una bala perdida derribó a Narváez del caballo, causándole una herida de poca gravedad; pero la débil senectud reapareció en el veterano, al verse bañado en su propia sangre, y el general fué conducido a Palacio, exánime, con la creencia de una próxima muerte.

La reina, consternada y temerona de una insurrección que estallaba casi a las mismas puertas de su alcázar, se encargó del cuidado de aquel antiguo amigo y defensor, que pálido, exánime y cubierto de sangre, aparecía a sus ojos con todo el prestigio de un héroe de la causa monárquica.

Narváez estaba alejado algunos años del Poder, por el triunfo de la Unión Liberal, cada vez más omnipotente; pero, a pesar de esto, las gentes de Palacio no se equivocaron:

– He aquí una bala – dijo un cortesano – que ha dado en el general Narváez y ha matado al general O’Donnell.

La profecía fué exacta. Pocos días después la reina destituía a O’Donnell, y la reacción, simbolizada por Narváez, volvía a ocupar el Poder.

En el primer momento, el Gobierno no supo cómo combatir aquella insurrección, que, a pesar de sus escasas fuerzas militares, se presentaba imponente y magnífica.

El pueblo de Madrid se mostraba tan belicoso y dispuesto al heroísmo, que únicamente podía ser comparada su insurrección con aquella otra que inmortalizó la fecha del 2 de mayo.

El cuartel de San Gil habíase convertido en una fortaleza, para cuya conquista se necesitaba derramar mucha sangre, y en los barrios del norte y sur de la capital, miles de combatientes acosaban por todas partes a las tropas del Gobierno, las cuales, después de sostener terribles combates, donde creían encontrar vencidos, tropezaba con nuevos y tenaces obstáculos.

Nada significaba que el coronel Camino se hubiese apoderado de algunas piezas de artillería de los insurrectos, deshaciendo muchas barricadas; nuevos baluartes amasados con piedras, tierra y muebles, volvían a cortar las calles, y desde balcones y ventanas se hacía sobre los asaltantes un fuego mortífero.

El ejército se revolvía como el león, acosado por infinito enjambre de avispas, que, mientras destruye un venenoso insecto con su robusta zarpa, recibe las picaduras de mil.

Pero, a las pocas horas de lucha, O’Donnell había adivinado ya el punto flaco de aquella imponente insurrección. La falta de relaciones entre unos puntos y otros, la carencia de dirección y la nulidad de los jefes revolucionarios, saltó inmediatamente a su vista, y se propuso ahogar la rebelión por partes, dirigiendo todas las fuerzas sucesivamente sobre las diversas zonas donde se había localizado la resistencia.

El cuartel de San Gil era el más temible núcleo revolucionario, y contra él se dirigió el primer ataque de la mayor parte de las fuerzas. Los artilleros insurrectos habían cometido la torpeza de encastillarse en el cuartel, a excepción de las fuerzas que habían salido en el primer momento a recorrer las calles, y pronto se vieron bloqueados por las fuerzas del Gobierno, y cortadas todas sus comunicaciones con los revolucionarios, que se batían en el resto de Madrid.

El general Serrano había salvado al Gobierno y decidido la victoria con un rasgo de temerario valor. La actitud de la infantería acuartelada en la Montaña, junto al cuartel de San Gil, era enigmática para el Gobierno, y para convencerse de su fidelidad, o, en caso contrario, decidir a los batallones en favor de la reina, Serrano salió de Madrid, dió un rodeo, hasta encontrarse frente al cuartel de la Montaña, y subiendo con gran trabajo por una pendiente casi vertical, se introdujo en el edificio, siendo recibido por los Cuerpos con vivas al Gobierno.

Esta hazaña fué la señal de derrota para los sublevados de San Gil, que se vieron atacados por el frente por las tropas que mandaba Zabala, teniendo a la espalda a Serrano, con toda la infantería del inmediato cuartel.

Aquellos insurrectos, cogidos entre dos fuegos, despreciaron todas las intimaciones que se les hicieron, y supieron resistirse y perecer con esa sublime tenacidad que desarrolla el soldado español cuando se ve frente a frente con la muerte.

Cañones y fusiles cruzaban en el espacio una granizada de plomo; el rugido de las descargas ensordecía a los combatientes, y en las bocacalles inmediatas, así como en las ventanas del cuartel, flotaban jirones de blanco humo, que parecían vellones arrancados a las nubecillas que adornaban un cielo hermoso y esplendente, propio de un día de verano.

Hacía abominar de la humanidad ver cómo ante la divina sonrisa de la naturaleza en todo su esplendor, se exterminaban centenares de hombres, por los intereses de una familia de tiranos, degradada y repugnante.

Un batallón de Zapadores, desafiando la fusilería y la metralla, echó abajo la puerta del cuartel, y por aquella brecha arrojóse la infantería, con bayoneta calada, a apoderarse del edificio.

La lucha tomó entonces un carácter horrible. Callaron los cañones, cediendo el puesto al fusil y al machete, a la bayoneta y al sable.

Combatíase cuerpo a cuerpo, hacíase fuego a quemarropa, y el instinto de conservación, unido a la rabiosa sed de venganza, utilizaba como baluarte y fortaleza el quicio de una puerta, el saliente de una columna, la revuelta de un corredor, localizando el combate en estos detalles arquitectónicos.

Cada habitación del piso bajo costaba ríos de sangre, y los asaltantes atravesaban un umbral, esperando la descarga a quemarropa, que aclaraba las filas, o el salvaje machetazo, que hendía el cráneo.

Las oficinas, los armeros, los almacenes, eran teatro de las más horrorosas escenas, y en las desiertas cuadras, chocando contra los vacíos pesebres y tropezando con los montones de paja, se buscaban los hombres con ciego furor, se herían con bárbara complacencia, y muchas veces, rotas las armas o perdidas, caían fuertemente abrazados, y mordiéndose en el rostro, se revolcaban a los pies de alguna mula vieja o caballo abandonado, pobres bestias que, amedrentadas por la tempestad que rugía fuera, miraban con ojos melancólicos aquellas escenas de horror, no pudiendo comprender, sin duda, las locuras de una raza superior, que del asesinato en masa hace un título de gloria.

Los asaltantes se hicieron, por fin, dueños del piso bajo; pero la resistencia continuó arriba, en los pisos superiores, en aquellos vastos dormitorios, cuyas paredes estaban acribilladas por los metrallazos que enviaban las baterías sitiadoras, y de cuyas ventanas no quedaban más vestigios que los rotos goznes y algunos jirones de madera, que se bamboleaban al estrépito de cada descarga.