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La araña negra, t. 4

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El doctor Zarzoso iba al frente y tenía el aspecto grave, cabizbajo y tétrico de un sacerdote de ópera que se presenta a dar la noticia fatal.

– Señora – dijo colocándose en frente de la baronesa – , la conciencia profesional me impone el penoso deber de proporcionarle con mis palabras un profundo dolor. Mis compañeros y yo nos hallamos plenamente convencidos de que el señor conde está loco.

Doña Fernanda miró al cielo con la misma expresión que si en su interior se desgarrara algo.

– No debe usted por eso entregarse a la desesperación – continuó el doctor – . La locura del conde no es más que una monomanía que, aunque grave, resulta de posible curación. Con un régimen moral lento, pero seguro, iremos despojándole de esas creencias que hoy le perturban, y es casi cierto que recobrará la razón.

– ¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera! – murmuró la baronesa con dramática resignación.

– Ahora, inútil es que yo diga a usted el terrible compromiso que arrostra teniendo a su padre en esta casa.

– Lo sé, señor doctor; ¿qué debemos hacer?

– Después de la declaración suscrita por nosotros, en que certificamos la falta de salud mental que aqueja al conde, puede usted, como jefe de la familia, hacerlo ingresar en un manicomio, donde atenderán a su curación.

– ¡Oh, Jesús mío! ¿Y cómo comunico a mis hermanos la fatal noticia? ¿Qué dirá Enriqueta? ¿Qué impresión tan cruel experimentará Ricardito cuando sepa que su padre, a quien no ha visto en tanto tiempo, ha perdido la razón? ¡Por Dios, padre Claudio! Ocúltele usted al pobre niño la verdad, mientras pueda.

– No tengas cuidado, hija mía – dijo el jesuíta – . Así lo haré; pero ahora lo importante es ocuparse de lo inmediato, o sea de lo que debe hacerse con tu padre. El doctor Zarzoso creo que dirige un manicomio, montado con arreglo a los últimos adelantos.

– Sí, señor – contestó el aludido – . Lo dirige un compañero; pero yo voy allí todos los días para hacer estudios prácticos.

– Pues allí llevaremos al conde, y así podrá usted atender más directamente a la curación. ¿Estás conforme, hija mía?

La baronesa aprobó todas las disposiciones del jesuíta y se convino en que al día siguiente el conde sería conducido al manicomio.

Era preciso no perder tiempo, según decía el padre Claudio, pues de lo contrario, se corría el peligro de que Baselga, en un rapto de locura, acelerase la ejecución de sus quiméricos planes, y con su gente y sus armas saliese para Gibraltar marchando a una muerte cierta.

Peláez quedó encargado de conducir al conde a la casa de salud, y el padre Claudio se comprometió a hacerle marchar a ella sin violencia, valiéndose de un habilidoso engaño.

El doctor Zarzoso creía que era más fácil curar una manía como la de Baselga permaneciendo éste en su casa; pero el miedo a que estando en libertad promoviese un conflicto de carácter público, le hacía transigir con la idea de conducirlo al manicomio. Para el sabio, la curación era larga, pero no difícil. Todo consistía en hacerle comprender que el tal O’Conell era un médico y que únicamente por una aberración intelectual lo había él creído un militar. Una vez demostrado esto, todos aquellos planes descabellados caerían por su base.

Los médicos despidiéronse de la baronesa, y ésta quedó sola con el jesuíta, quien no pudo reprimir sus impresiones.

– ¡Por fin!.. – exclamó, suspirando con la expresión del que se despoja de un peso enorme.

El padre Claudio, a pesar de toda la serenidad que había demostrado poco antes, estaba bastante intranquilo. La intriga era hábil, pero frágil en exceso, y una palabra demasiado indiscreta podía haber desbaratado su obra, dejándole a él en descubierto como único autor de tan infame maquinación.

La suerte, que siempre le había favorecido, acababa de mostrársele constante.

Ya se había librado del conde, eterno obstáculo para sus planes; y él jesuíta, al pensar en su triunfo, sonreía diabólicamente.

Estaba satisfecho de su fuerza y de su terrible astucia. O no había justicia, o él sería general de la Compañía de Jesús.

XXV
Donde el padre Claudio da el último golpe a Baselga y vuelve a ocuparse del capitán Alvarez

Cuando a la mañana siguiente el conde de Baselga vió entrar en su despacho a su amigo el jesuíta, llamóle la atención inmediatamente la expresión de alegría que llevaba impresa en el rostro.

Acababa el conde de levantarse; eran las ocho de la mañana y en la otra ala de la casa, o sea donde estaban situadas las habitaciones de doña Fernanda y de Enriqueta, todo estaba en silencio, velado por la dulce penumbra del sueño matutino.

El conde, en la noche anterior, había ido con su hija al teatro Real. Necesitaba repeler del todo el mal humor producido por su altercado con el doctor Zarzoso, aquel señor desconocido para él, que tanta irritación le había causado; y logró su deseo, pues se acostó muy tranquilo y se levantó tarareando trozos de música italiana que habían quedado en su memoria, y que él, falto de sentido filarmónico, desfiguraba de un modo horrible.

Cuando Baselga canturreaba, a pesar de hacerlo muy mal, se alegraba toda la casa. Era esto signo evidente de buen humor en aquel gigantazo que con un bufido de cólera hacía temblar a todos.

El gozo interior que delataba la cara del jesuíta, extremó la alegría del conde.

– ¿Qué hay, padre Claudio? ¿Por qué tan contento a estas horas?

– Grandes noticias, señor conde – contestó el jesuíta sentándose en un sillón y respirando precipitadamente, como si llegase sofocado.

– ¿Qué es ello? Vamos a ver. Siento gran curiosidad, y me parece que va usted a darme un alegrón. Anoche, no sé por qué, presentía que hoy iba a ocurrirme algún suceso feliz. ¿Es que ha escrito O’Conell, marcando ya fecha para el golpe?

– Mejor, mucho mejor – dijo el jesuíta, que parecía gozarse en excitar la curiosidad del conde, para lo cual retardaba la explicación definitiva.

– ¿Mejor? Pues confieso que no lo entiendo. ¡Por Dios, explíquese pronto!

El jesuíta se levantó, y acercándose a su amigo, le dijo al oído, con entonación misteriosa:

– O’Conell está aquí.

– ¿Dónde? – exclamó el conde, incorporándose con nervioso impulso producido por la sorpresa.

– En Madrid. No puedo decir a usted más.

– ¿Y le ha visto usted?

– No; pero acabo de recibir aviso de su llegada, y al mismo tiempo, el encargo de que él desea hablar a usted con mucha urgencia.

– ¿Y por qué no viene aquí?

– Lo ignoro: mas él tendrá sus motivos para obrar tan misteriosamente. Tal vez teme ser espiado por el personal de la Embajada inglesa: tal vez la índole de su conferencia con usted requiera el misterio.

– ¿Y qué debo yo hacer?

– Vestirse inmediatamente y acudir a la cita.

– ¿En qué punto me espera?

– No he tenido tiempo de informarme, pues inmediatamente he venido a manifestarle la noticia. Abajo, en un coche de punto, para no llamar la atención, le espera el doctor Peláez, que es quien sabe dónde es halla O’Conell. El le conducirá.

– Voy al momento. La impaciencia me devora, y no tardaré ni cinco minutos en estar listo.

Salió el conde del despacho apresuradamente, llamando a su ayuda de cámara con estrepitosas voces, y despojándose de su bata rameada para acabar cuanto antes de vestirse.

El padre Claudio lanzó una mirada distraída a la mesa de trabajo, donde los papeles estaban en desordenado abandono.

Un objeto brillaba asomando bajo algunos periódicos, y el jesuíta fijó en él la atención. Apartó los papeles, y vió una pistola doble, con los cañones niquelados y la culata de ébano. Tenía la pequeñez de las armas de bolsillo; los arabescos complicados y fantásticos que la adornaban dábanle cierto carácter de joya; pero el excesivo calibre de sus cañones le hacía una máquina terrible.

El jesuíta la contemplaba con curiosidad. Examinó sus cañones, que estaban cargados, y se puso a reflexionar que un tiro disparado con aquella pistola, a corta distancia, era tan seguro como mortal.

El conde era muy aficionado a las armas; tenía siempre en casa las más modernas, y aquella pistola era, sin duda, una novedad.

Daba vueltas el jesuíta en sus manos a la brillante pistola y sonreía de un modo extraño, como si le fuera muy grato el pensamiento que en aquellos instantes se agitaba en su cerebro.

Cuando el conde volvió a entrar en el despacho, con traje de calle y el sombrero puesto, halló al padre Claudio examinando todavía con atención la hermosa pistola y sonriendo con una expresión poco tranquilizadora. Pero el conde no se fijó en la sonrisa.

– ¿Le gusta a usted, padre Claudio? – le preguntó.

– Mucho. Es una hermosa arma que da gran seguridad al que la lleva y que al mismo tiempo no ocupa gran puesto en los bolsillos.

– Esa es su principal ventaja. Yo la suelo llevar alguna vez, y siempre la meto en un bolsillo del chaleco, sin que apenas se note el bulto que produce. Es de moderna invención, y ahí donde usted la ve, tan diminuta, yo me comprometo a hacer blancos con ella a cincuenta metros.

– Es un arma maravillosa.

– Quédese usted con ella, si le gusta.

– ¡Yo! ¿Para qué? Un sacerdote no debe llevar armas; y, además, usted la necesita ahora mismo.

– ¿Necesitar yo armas? Salgo únicamente para ver a O’Conell.

– En asuntos como el nuestro, que no es muy legal, aun cuando usted piense lo contrario, conviene siempre ir prevenidos. Cuando O’Conell se ha escondido, sus motivos tendrá, y no es cosa que vaya usted a un punto que desconoce sin tomar sus precauciones. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? Recuerde usted que, según el refrán, "hombre prevenido…"

– Sí: "vale por ciento"; pero yo tengo siempre mis puños, que casi dan los mismos resultados que una pistola, cuando el enemigo está próximo.

 

– Vamos, señor conde, no sea usted tan confiado, y métase esta arma en el bolsillo.

– Como usted quiera, ya que tanto se empeña. Bien considerado, no me estorba llevarla, y tal vez, como usted cree, puede serme de alguna utilidad.

El conde metió la pistola en un bolsillo de su chaleco, y abrochándose la levita, indicó al jesuíta que estaba dispuesto a partir.

Salieron los dos y atravesaron la antecámara sin encontrar ningún criado.

Baselga iba delante, y ocupado en reflexionar sobre la extraña cita de O’Conell, en nada se fijaba. El padre Claudio, que lanzó una mirada a la puerta que comunicaba con las habitaciones de la baronesa, vió que el cortinaje se agitaba y hasta le pareció que una mano, semejante a la de doña Fernanda, asomaba para desaparecer rápidamente, después de hacer una señal de despedida.

Al salir a la calle encontraron parado frente a la puerta un coche de alquiler, por cuyas portezuelas veíase recostado en el interior al doctor Peláez, fumando tranquilamente.

El aristocrático doctor se apresuró a abrir la portezuela, y demostrando una agitación que contrastaba con su anterior calma, gritó:

– Vamos, señor conde; suba usted inmediatamente, pues se hace tarde y nos aguardarán con impaciencia.

– ¿Adónde vamos? – preguntó el conde subiendo a la berlina de alquiler.

– Ya lo sabe el cochero. Vaya, ¡adiós, padre Claudio!

– Salude usted en mi nombre, amigo Peláez, al capitán O’Conell.

El médico correspondió con un malicioso guiño a la sonrisa intencionada con que el jesuíta acompañó sus palabras.

Estrechó el conde la mano del padre Claudio, e inmediatamente el carruaje se alejó a buen paso.

El jesuíta quedó inmóvil en la acera, como atendiendo al monólogo que la alegría recitaba en el interior de su cerebro.

– ¡Anda con Dios! – se decía – . Por fin he logrado librarme de ti, que eres el eterno obstáculo para mis planes dentro de tu familia. Ya no me irritarás con tu tenaz oposición; ya no impedirás que tu hija entre en un convento y tu hijo en la santa Compañía de Jesús, y yo podré con toda tranquilidad guiar hacia las cajas de la Orden ese rebaño de millones que no son tuyos, sino de tu mujer.

El pensamiento del jesuíta cambió de faz repentinamente, y el monólogo continuó:

– No puedo quejarme. Hoy es un día feliz; se inicia del modo más favorable, pues ese imbécil se ha dejado conducir sencillamente y sin resistencia al lugar de donde no saldrá nunca. ¡Y quién sabe lo que allí podrá sucederle! Por algo le he hecho tomar su pistola.

Este pensamiento se reflejaba en el rostro del jesuíta con una sonrisa diabólica.

– Día que así empieza – continuaba diciéndose – forzosamente ha de ser muy favorable a mis planes. De seguro que me espera alguna buena noticia. Apostaría algo a que de aquí a la noche conquisto una fortuna o me libro de algún enemigo. Me lo dice el corazón. Hoy, después de tan feliz principio, haré algo bueno.

El padre Claudio volvió en sí, y dándose cuenta de que estaba plantado en el centro de la acera, gesticulando mudamente y llamando la atención de los transeúntes, emprendió la marcha con dirección a la antigua casa donde tenía establecida su oficina y su archivo y en la cual vivía con independencia y separado de la Orden que dirigía.

Saludando algunas veces a personas que le conocían y rehuyendo muchas el encuentro de otras cuya conversación importuna le era molesta, llegó a su casa.

Entró en ésta, no por el gran portal, sino por una escalerilla de servicio, según era su costumbre, para que no conocieran su ausencia las personas que iban a buscarle y que llenaban continuamente la antesala.

Aquella mañana nadie le esperaba, según dijo un lego que le servía de ujier. Habían estado un buen rato algunos de los que la Compañía empleaba como agentes; pero, después de hacer sus revelaciones al padre Antonio, que seguía siendo el secretario general del asistente o vicario de la Compañía en España, se habían marchado inmediatamente.

El padre Claudio entró en su despacho, donde su secretario estaba, como siempre, entregado al trabajo de ordenar notas y extractar informes para enviarlos a Roma o encerrarlos en aquellos legajos que, cada vez más numerosos, invadían todo el gran salón.

El secretario saludó con una rápida cabezada a su superior, y siguió escribiendo.

– ¿Qué hay? – preguntó el padre Claudio, con aquel acento imperativo que era el suyo propio y se manifestaba siempre que el jesuíta estaba lejos de los convencionalismos de la sociedad.

– Han venido tres de nuestros agentes, y en estos instantes estoy redactando en forma las notas que he tomado de sus revelaciones.

– ¿Qué informes son los suyos?

– Dos de ellos no tienen gran importancia. Helos aquí. El presidente del Consejo de Ministros dijo anoche, en una antesala de Palacio, que hay que temer más a vuestra reverencia que a sor Patricio y al padre Claret, pues éstos no son más que agentes de vuestra paternidad, que los mueve a su gusto. El otro informe es detallando el carácter de ese periodista rojo que tan furibundos artículos escribe contra nuestra Orden. Es irritable en extremo, y, además, tan falto de dotes oratorias y tímido, como mordaz con la pluma.

– Está bien. Al presidente del Consejo ya procuraré, de aquí a un rato, cuando yo vaya a Palacio, darle a entender que estoy enterado de sus palabras, y de paso le haré comprender a lo que se expone tirándonos chinitas a los compañeros de Jesús. En cuanto al asunto de ese periodista, toma nota de lo que voy a decir.

El secretario puso los puntos de su pluma sobre el papel, y esperó.

– ¿Quién ha traído los informes?

– Pepe, "el Americano", ese que perora en los clubs y que está afiliado en la Masonería, para darnos cuenta de todo lo que piensan nuestros enemigos.

– ¿Cómo está ahora en punto a prestigio?

– Mejor que nunca, reverendo padre. Ha estado aquí largo rato, y como es muy chistoso, me ha hecho reir mucho remedando grotescamente la que hacen en las sociedades secretas, y las sartas de barbaridades que él suelta a guisa de discurso. Como es tan vocinglero e intrigante, y como habla mal de todos los que se distinguen en los partidos avanzados, ha conseguido formarse su correspondiente grupito con cuatro imbéciles, y hoy se da ya importancia de hombre de prestigio en las masas.

– Perfectamente. Pues ordenarás a nuestro agente que poco a poco y con mucho arte emprenda una campaña de difamación contra ese periodista que tanto nos ataca. El mejor medio de matar su pluma, que tanto nos molesta, es aislarle, quitarle el afecto y la admiración de los suyos, que hoy tanto le aplauden. Esto puede conseguirlo nuestro hombre.

Al secretario debió parecerle difícil la empresa, pues levantando el rostro, interrogó con la mirada a su superior.

– ¿Te parece difícil lo que me propongo? Pues nada tan sencillo. Nuestro agente tiene facilidad de palabra, y esto constituye una ventaja preciosa cuando se ha de trabajar sobre la conciencia de muchedumbres tornadizas y veleidosas, más propensas a derribar que a sostener a sus ídolos. Ves anotando lo que "el Americano" debe hacer para anular a nuestro enemigo. Primero perorará en los clubs, diciendo con maligna intención que a los hombres hay que apreciarlos por lo que hagan y no por lo que digan, y de paso hará la apoteosis de la fuerza, diciendo que vale más un carbonero que esté dispuesto a salir con un trabuco a la barricada, que todos esos periodistas, oradores y sabios que únicamente sirven para enredarlo todo. Este será, el primer golpe. Después, cuando el terreno esté preparado y haya tronado en varios discursos contra los traidores y los espías, asegurando que entre los partidarios hay muchos agentes pagados por los jesuítas…

– Esto podrá él jurarlo por su alma, sin temor de ir al infierno.

– No me interrumpas y escribe. Después que, como decía, haya preparado el terreno, podrá ir poco a poco deslizando la idea de que ese periodista que nos ataca es uno de tantos traidores pagados por los jesuítas. ¡Eh! ¿Qué te parece el golpe?.. ¿Por qué pones esa cara?

– Reverendo padre; eso me parece demasiado fuerte. ¿Cómo van a creer esas gentes que está pagado por los jesuítas el mismo que con tanto rigor nos ataca?

– ¡Bah! Tú no conoces a las muchedumbres. Son enemigos por instinto de todo el que se distingue y se eleva por encima de lo vulgar, y, además, todo lo que es absurdo y raro lo recoge con más entusiasmo, por lo mismo que lo comprende menos. Unicamente aquél que posee una oratoria vehemente y tribunicia, es el que consigue conservar el aprecio del pueblo; pero el que no tiene más arma que la pluma, pierde con facilidad el prestigio, pues esas masas revolucionarias sólo se sienten subyugadas por una palabra ardiente. Además, las masas sienten primero que discurren; adivinan entre ellas más traidores y espías de los que nosotros pagamos, y aquél que cualquiera señale como agente jesuítico, será el desgraciado sobre el cuál caerá el odio popular. En fin, Antonio, escribe mis instrucciones y aprende eso bien; sé lo que me digo. Ya verás cuál es el resultado.

El secretario escribió las órdenes de su superior.

– La calumnia – continuó el padre Claudio – es siempre entre las masas populares una bola de nieve que a poco que ruede se convierte en imponente alud. Que nuestro agente obedezca mis órdenes y dentro de poco apreciarás el resultado. No faltará una turba de imbéciles que le haga coro; todos, una vez señalado el traidor, querrán estar enterados de su traición, se aguzarán las imaginaciones, la mentira rodará de boca en boca agigantándose rápidamente, y antes de dos meses habrá exaltado que contará con todos sus pelos y señales la traición del periodista, el lugar donde se avista con nosotros, las órdenes que le damos y hasta la cantidad que percibe por su infame obra. Hay que emplear todos los medios para batir al enemigo.

El padre Antonio mostraba la admiración que le producía el diabólico arte de su superior. Este continuó hablando.

– Después que la calumnia se extienda, será cuestión de poco tiempo el robarle la pluma al escritor y hacernos dueños de su conciencia. Se verá escarnecido, insultado y calumniado por los mismos que ahora le admiran, y poseído del despecho y la rabia, despreciará justamente a asa misma gente a quien quiere ilustrar y abrir los ojos, y que paga a coces sus desvelos. El vacío se formará en torno de su persona; no tendrá a su lado un admirador que le aliente ni un amigo que le sostenga; sus escritos no serán leídos y carecerá ya del mezquino producto que hoy le da su trabajo y que le permite vivir. Intentará defenderse de palabra en las reuniones de su partido; pero su timidez personal y su falta de elocuencia, harán que sea anonadado por nuestros agentes, que pintarán su balbuceo e inseguridad como el rubor de su conciencia que se delata; y cuando esté ya definitivamente perdido, cuando no tenga un amigo y esté aplastado bajo el peso de su descrédito, entonces…

– Entonces llegaremos nosotros. ¿No es eso, reverendo padre?

– Así es. Entonces nosotros nos presentaremos a él como seres que nos apiadamos de su desgracia y que llevados de nuestro noble y generoso carácter, sabemos perdonar al enemigo cuando éste se halla en la desgracia. Nuestra dulzura por una parte, y por otra el odio que él sentirá contra los ingratos, harán que, sin gran esfuerzo, su voluntad se nos entregue, y entonces dispondremos por completo de esa pluma que ahora tanto nos incomoda. Además, vivirá en la miseria, y las necesidades de su familia le harán mirar nuestra amistad como un auxilio de la Providencia. No dudes que así será. Tengo mucha experiencia, y más de una vez he conseguido iguales éxitos. Con los hombres ocurre lo mismo que con las plazas fuertes. No hay ninguno inexpugnable, y el éxito únicamente depende del modo y forma de establecer el bloqueo.

– ¡Oh!, ¡magnífico!, reverendo padre. La comparación es exacta, y cada vez me convenzo más de que al lado de vuestra reverencia, siempre se están aprendiendo cosas nuevas.

– ¡Bah! Déjate de palabrerías y vayamos a lo importante. ¿Ha dicho "el Americano" algo sobre trabajos revolucionarios?

– Nada importante. En los clubs se habla mucho y se confía en que Prim hará pronto un movimiento; pero nada se dice de cierto. Pero hay aquí otra revelación sobre el mismo asunto, que es muy importante.

– Vamos a ella. ¿De quién es?

– De aquel teniente retirado a quien hace más de quince días encargó vuestra reverencia que siguiese los pasos a un capitán llamado don Esteban Alvarez.

– ¿Y han llegado, por fin, los informes? ¡Gracias a Dios!

– Caros han costado. He dado tres mil reales al tal teniente.

 

– No hay que reparar en gastos cuando se trata de asuntos importantes. Ve diciendo.

Y el padre Claudio se colocó en actitud de escuchar con profunda atención. Brillábanle los ojos y en su rostro se mostraba una satánica alegría. Su cerebro rumiaba con detención un pensamiento halagador. Iba a darle una lección a aquel mequetrefe que en la plaza de Oriente lo había tratado como una mujer, amenazándole con darle de bofetadas. Ahora vería el tal mequetrefe si se podía insultar impunemente a un hombre como el padre Claudio.

El secretario consultó sus notas para estar más seguro de su informe.

– El teniente, para encarecer su servicio, ha dicho lo mucho que le ha costado averiguar la vida y costumbres del capitán Alvarez. Adivinaba que éste conspiraba y que era amigo de Prim; pero no podía saber la cosa, con todos los detalles que le pedía su paternidad. Por fin, merced a las palabras indiscretas de un amigo del capitán, y después de haber seguido a éste a todas partes, ha podido averiguar cosas que comprometen mucho al espiado. El capitán Alvarez es el secretario de la Junta militar que preside Prim, y que está encargada de los trabajos revolucionarios en toda España.

– ¿No hay más datos?

– Sí, reverendo padre. Los conspiradores se reúnen en una casa cuyas señas exactas tengo aquí. Está en las inmediaciones de la plaza de Santo Domingo. El capitán Alvarez asiste a todas las reuniones. Lo ha visto nuestro agente.

– ¿Y no sabe más?

– Ha indicado un dato de gran estima. El tal capitán, como ejerce de secretario del Comité, tiene en su poder papeles importantes y comprometedores, y, según cree nuestro agente, los guarda en su domicilio.

– Sí que es de importancia la noticia. Con este dato ese hombre está por completo a nuestra disposición. Ya pensaremos en el medio más adecuado para que el Gobierno se incaute de esos papeles y dé su correspondiente castigo a los conspiradores. ¿No hay más asuntos?

– No, reverendo padre.

– Saca extracto de las dos primeros, el del periodista y la murmuración del jefe del Gobierno, para enviarlos al archivo de Roma, como es costumbre.

– ¿Y el otro? – preguntó el secretario, lanzando una rápida mirada a su superior.

– ¿Te refieres al asunto del capitán Alvarez? – dijo el padre Claudio – .¡Oh! Ese es negocio particular, que sólo a mí me importa, y del que no es necesario que sepan una palabra en Roma. Es una pequeña venganza, un desahogo que me permito, y no creo necesario ocupar la atención del general y de sus secretarios con tales nimiedades.

El secretario siguió escribiendo, con la cabeza baja, y sin hacer el menor movimiento; pero el padre Claudio, bien fuese por curiosidad o porque adivinase sus pensamientos, sintióse impulsado a preguntarle:

– Oye, Antonio, ¿te parece mal lo que yo hago?

El secretario clavó su mirada con cierta audacia en los ojos de su superior.

– Reverendo padre, ya conocéis los estatutos de la Orden.

– Te pregunto si te parece censurable mi conducta. Responde terminantemente.

– Ya que me preguntáis, fuerza es contestar, cumpliendo mi voto de obediencia. La Orden tiene leyes, y nadie debe faltar a ellas.

– ¿Y te parece que yo falto?

– Nuestros estatutos disponen que todo individuo de la Compañía dé cuenta de sus asuntos a sus superiores provinciales y nacionales, y que éstos, igualmente, lo comuniquen todo al padre general.

– Y yo, que oculto algo a los de Roma, falto a nuestras leyes, ¿no es esto?

– Así es, seguramente.

– Celebro que seas franco. Yo lo seré de igual modo, diciéndote que conviene que te convenzas de todo lo contrario. Es por tu bien. Hay cosas que resultan peligrosas únicamente al pensarlas.

Y el padre Claudio sonreía al decir esto, y fijaba en su secretario aquella mirada extraña, que hacía temblar a cuantos le conocían.

– Está bien, reverendo padre – contestó fríamente el secretario – . No olvidaré vuestras indicaciones.

– Confío – continuó el padre Claudio – que todo quedará en secreto y serás tan fiel como siempre lo has sido. Pon, pues, todas las notas referentes al capitán Alvarez en carpeta aparte, y que sea un secreto para todos lo que se haga en tal asunto.

El secretario siguió escribiendo durante algunos minutos, pero, de pronto, hizo un rápido movimiento, y se encaró con su superior.

– Reverendo padre – dijo – , ya sabéis que os quiero.

– No mucho. Me debías querer verdaderamente, pues todo cuanto eres me lo debes a mí; pero, en fin, prefiero que me tengas un afecto débil a que seas mi enemigo. ¿A qué vienen tus palabras?

– A que por lo mismo que os quiero, no puedo menos de lamentar que os separéis demasiado de vuestros deberes. Son muchos ya los asuntos que figuran en carpeta aparte, y de los que no se da conocimiento alguno a Roma.

El padre Claudio hizo un gesto expresando el poco cuidado que le daba tal indicación.

– Hacéis mal en trabajar tanto por vuestra cuenta, y en faltar continuamente a nuestras leyes. Yo guardaré siempre el secreto; pero esto no supone que vuestros negocios queden ocultos eternamente a los ojos del general.

– ¡Ah! Guardando tú el secreto, ¿quién puede enterarse de mis asuntos?

– Ya sabéis que en nuestra Orden todo se sabe.

– Por esta vez, no se sabrá. Tengo tomadas mis precauciones, y estoy seguro de que si algo llega a oídos del general, será porque tú me habrás vendido. Ya estás enterado; ahora, a trabajar.

El padre Claudio dijo esto con su tono imperioso, y el secretario le obedeció inmediatamente.

Transcurrió algún tiempo, sin que mediara palabra alguna entre los dos jesuítas. El secretario escribía, y el superior, de pie ante la mesa, hojeaba los papeles que estaban en ésta, esperando una clasificación.

Un criado levantó con discreción el cortinaje de la puerta, y asomó su cabeza, con el propósito de retirarse silenciosamente si veía al padre Claudio entregado a una grave preocupación. A los sirvientes de aquella casa bastábales una sencilla ojeada para apreciar la importancia del trabajo de su dueño y su necesidad de aislamiento. Al ver al padre Claudio contemplando con mirada distraída los papeles, se atrevió a interrumpirle y dijo con voz meliflua:

– Reverendo padre, don Joaquín Quirós desea ver a vuestra reverencia. Ha venido ya muchas veces en esta mañana.

– Que espere en el gabinete. Voy allá inmediatamente.

Salió el criado, y el poderoso jesuíta dijo en voz alta:

– ¿Qué querrá Quirós? ¿Por qué vendrá a buscarme con tanta insistencia? Ese muchacho cada vez me gusta menos. Presiento en él algo de ingratitud. ¿Qué te parece a ti, Antonio, de ese muchacho?

– Es un fatuo que se ha hecho la ilusión de emplear a vuestra reverencia y a la Orden para llegar muy alto. Hay que tener cuidado con ese ambiciosillo.

– Pues si piensa aprovecharse de nuestro poder para lograr sus fines, y después desligarse de nosotros, está muy equivocado. Eso sería engañarnos, y, ¡francamente!, tendría que ver que un trastuelo como ése engañase a la Compañía de Jesús.

El padre Claudio salió del despacho, y, atravesando varias habitaciones, entró en un pequeño gabinete de paredes grises y desnudas, amueblado con una antigua consola y una sillería de damasco raído.

Joaquinito Quirós, al entrar el poderoso jesuíta, se abalanzó inmediatamente a besarle la mano humildemente, recibiendo su bendición con aire compungido.

– ¡Hola, desertor! – dijo el padre Claudio con jovialidad – . ¿Qué mal viento le trae por aquí? Yo creía que ya había muerto.

– ¡Oh, reverendo padre! A pesar de mis trabajos apremiantes, he venido por aquí varias veces, sólo que nunca estaba usted visible.

– No es extraño; yo, aunque no me presento agobiado por el trabajo, como usted, no dispongo de un minuto todos los días para recibir a los amigos. Conque, vamos a ver, ¿qué le trae a usted por aquí?

– Vengo corriendo de casa de Baselga.

– ¡Ah!.. ¿Y qué? – dijo el jesuíta con una frialdad que contrastaba con el azoramiento exagerado del joven escritor.

– Había ido a consultar a la baronesa sobre un asunto urgente de la Asociación de San Vicente de Paúl…