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La araña negra, t. 4

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XXIV

Baselga cae en la red

El conde, al ver entrar en su despacho al padre Claudio y a Peláez, seguido de tres desconocidos, levantóse de su sillón con la actitud de un hombre cortés y amable y les hizo tomar asiento en derredor de su gran mesa de trabajo.



El jesuíta tuvo buen cuidado en sentarse junto al doctor Zarzoso, que se había colocado frente al conde, y que con sus vivos ojillos, tan pronto examinaba el rostro de Baselga como aquella habitación, hasta en sus menores detalles.



Para el célebre alienista, que tenía la costumbre de analizar los rostros con una sola mirada, no pasaron desapercibidos la exaltación que brillaba en la mirada inquieta y vaga del conde y el ensimismamiento que en él se notaba, a pesar de su empeño en mostrarse amable y atractivo.



El aspecto del despacho no le preocupaba menos. En sus conferencias científicas se había detenido siempre con predilección en las relaciones directas que existen entre la higiene y la locura, y mirando aquella habitación sombría, con ventanas a un patio, y en la que jamás había entrado el sol, no recibiendo más resplandor diurno que una luz tenue, sucia y cernida, que resbalaba por las paredes grises, después de atravesar la claraboya de cristales del tejado, sacaba como consecuencia inevitable que el ser que pasara la mayor parte del día encerrado en una estancia tan lóbrega, forzosamente había de sufrir un desarreglo de sus facultades mentales y sentir predilección por empresas absurdas y disparatadas.



Mientras el doctor Zarzoso reflexionaba, el padre Claudio hacía a Baselga la presentación de aquellos señores, "ardientes patriotas que pertenecían al Comité del señor Peláez, y que sentían vehementes deseos de conocer al grande hombre que iba a vengar a España."



Los dos compañeros de Peláez creyeron acertado afirmar mudamente las palabras del jesuíta, y se inclinaron profundamente; pero, a pesar de esto, el conde apenas si fijó en ellos la atención.



Como si instintivamente conociera la insignificancia de unos y la valía de otros, despreciaba a los dos médicos y fijaba su atención en Zarzoso, quien clavaba en él su mirada escrutadora e inquebrantable, que tenía algo de la agudeza y frialdad del estilete anatómico.



El padre Claudio notó inmediatamente la predilección que Baselga sentía por el célebre doctor, y comprendió la causa. El carácter susceptible y colérico del conde, forzosamente se había de irritar ante aquel examen detenido y fijo, que le resultaba una imperdonable insolencia.



No creía el jesuíta que fuera favorable a sus planes un choque entre el conde y el doctor, pues podía impedir la conferencia, y por esto se apresuró a intervenir.



– Este señor – dijo señalando al sabio, que estaba a su lado – , es, de todos los admiradores del conde de Baselga, el más entusiasta, y quien más ansiaba conocerle. De seguro que en estos momentos experimenta una satisfacción sin límites al verse cerca del que es su ídolo. ¿No es así, señor Zarzoso?



– Así es, no quiero negarlo. Tengo una gran satisfacción en conocer al señor conde, y me honraría mucho en tratarlo con más asiduidad.



Baselga agradeció la lisonja con palabras que demostraban no había muerto en él el antiguo cortesano, pero, a pesar de esto, aquel hombre panzudo seguía atrayéndole con la antipatía que le inspiraba. Su mirada especialmente, con su fijeza y su frialdad, que parecía registrarle desde la cabeza hasta los pies, le crispaba los nervios, hasta el punto de que en ciertos instantes no se sentía dueño de su voluntad y experimentaba irresistibles impulsos de abofetear al insolente curioso.



Peláez, que por carecer de la penetración del padre Claudio no comprendía lo que pasaba en el interior del conde, sonreía sin objeto, y, deseoso de mezclarse en la conversación, dijo al conde:



– Aquí, donde usted ve a mi amigo el señor Zarzoso, es un hombre de gran importancia, un sabio, que podrá ser de gran utilidad para nuestra empresa.



– ¡Oh!, los sabios – dijo con expresión desdeñosa el conde, que deseaba desahogar su ira contra el que tanto le mortificaba con su mirada – . Los sabios no sirven gran cosa en esta clase de empresas, y en nuestro Comité, señor Peláez, lo que deben figurar son los hombres de acción, patriotas de mucha alma, que puedan ayudarnos. No supone esto que yo desprecie a este señor; en esta clase de asuntos todos sirven, pero, siempre que se pueda, deben escogerse personas aptas. Creo que, porque hable con esta franqueza, no se ofenderá el caballero.



– No, señor conde – contestó el doctor, siempre mirando fijamente a Baselga – . Me gusta mucho hablar con franqueza, y, por lo mismo, deseo, antes de comprometerme en una empresa como la que usted ha ideado, enterarme de ciertos detalles importantes.



El conde se sonrió con cierto desprecio, y dijo irónicamente:



– ¡Ah! ¿El caballero tiene dudas sobre mi plan?



– Algunas, señor conde, aunque no de gran importancia, y desearía que usted las aclarase. Advierto a usted que estos amigos – y Zarzoso indicó a los dos médicos anónimos – se encuentran en el mismo caso que yo, y desean saber de un modo claro con qué elementos cuenta la patriótica empresa antes de comprometerse en ella.



El doctor ya no miraba fijamente al conde, y éste, como si se viera libre de una presión magnética, que le predisponía al mal humor, sintióse mas aliviado y comunicativo.



– Estoy dispuesto a satisfacer su deseo. Pregunte usted.



El sabio doctor miró a sus compañeros, como indicándoles que iba a comenzar el examen, y habló así:



– Mi amigo Peláez me ha dicho que dentro de Gibraltar tendremos compañeros que nos ayudarán en nuestra empresa. ¿Son dignos de confianza esos auxiliares?



– ¡Oh! Yo respondo de ellos, y aquí hay también quien responderá con tanta seguridad como yo. Tenemos allí al capitán O’Conell, un irlandés de gran valor, que está dispuesto a auxiliarnos, aunque esta empresa le cueste la vida. El padre Claudio lo conoce mejor aún que yo, y sabe que es todo un héroe.



La rodilla del jesuíta chocó suavemente con la del doctor, y aquel roce parecía indicar al señor Zarzoso que el conde comenzaba ya a dejarse arrastrar por la locura.



El sabio hizo un gesto de inteligencia y continuó:



– ¿Y no podría engañarnos ese capitán?



– ¿Engañarnos? No, señor. Yo soy de los que a primera vista conocen a las personas, y tengo al capitán por un hombre franco e incapaz de una traición. ¿No piensa usted lo mismo, padre Claudio?



– ¡Oh! Seguramente. Mi amigo O’Conell es una buena persona.



Y volvieron a tocarse las rodillas, para excusarse el jesuíta, porque seguía al conde en su manía, con el propósito de evitar que éste se irritara.



– No dudo – continuó el doctor Zarzoso – que ese irlandés sea una buena persona. Pero, ¿está usted seguro de que sea, efectivamente, un capitán del ejército inglés? ¿Dijo que era militar o se presentó con otro carácter: por ejemplo, médico?



El padre Claudio, a pesar de su serenidad a toda prueba, comenzaba a inmutarse. Aquel doctor tenía un modo tan intencionado de preguntar, que el jesuíta temía que de un momento a otro, y merced a una palabra insignificante, se descubriera la verdad, y su trama, con tanta paciencia forjada, viniese al suelo con estrépito.



Afortunadamente para él, el doctor Zarzoso resultaba antipático a los ojos de Baselga, quien gozaba en contradecirle y en demostrar que sus preguntas no tenían pizca de sentido común.



– ¡Qué cosas tan extrañas dice usted, caballero! – exclamó el conde – . ¿Acaso estoy yo loco? O’Conell es un capitán del ejército inglés, y como tal se me presentó, pues tratándose de un caballero, como yo lo soy, no tuvo inconveniente en manifestarse tal como es. ¿Conque el tal capitán podía ser un médico, según usted? ¡Buena es esa! Estos sabios tienen unas ideas verdaderamente originales, y si no le hubiera visto ahí mismo, donde usted está sentado, y si no hubiera conversado largamente con él, sobre las fortificaciones de Gibraltar, casi me haría usted creer que yo había soñado. Padre Claudio, ¿no le parece a usted muy extraño lo que pregunta este caballero?



– Sí, señor; pero hay que permitir que el señor se entere bien de la empresa que usted prepara, antes de comprometerse en ella.



Y el jesuíta, al decir esto, volvió a tocar con su rodilla al doctor.



– Perdone usted, señor conde, que yo haga esas preguntas que a usted parecen tan extrañas. Ahora, en vista de sus explicaciones, comprendo que son impertinentes y las retiro. Después de esto, lo que yo desearía es que usted tuviese a bien explicarnos todo el plan, hasta en sus menores detalles.



Peláez intervino:



– ¡Oh! El plan es magnífico. Honra al señor conde y demuestra que es un militar de primer orden.



El sabio lanzó al médico aristocrático una furibunda mirada, como indicándole que él, como sus dos compañeros, estaban allí para oír y callar, dejándole al más antiguo la tarea de interrogar al enfermo.



El conde no se hizo rogar. Estaba tan entusiasmado con su plan, que gozaba en relatarlo; así es que inmediatamente comenzó a contar lo que ya conocemos, o sea el medio que pensaba emplear para apoderarse por sorpresa del Peñón.



El doctor volvía a tener fija su mirada en el conde, estudiando atentamente su fisonomía y apreciando aquella exaltación que brillaba en sus ojos y la fiebre nerviosa que le dominaba al hablar de la futura victoria.



El jesuíta comenzaba a tranquilizarse, pues el sabio, preocupado en analizar a Baselga mientras hablaba, no se cuidaba de ocultar sus impresiones, y algunas veces, instintivamente, rozaba con su pierna la del padre Claudio, como indicando la certidumbre que ya abrigaba sobre la locura del conde.



Este no ocultó ninguno de sus preparativos. Habló de los hombres que tenía a sus órdenes, y de los cajones de armas que había almacenado, todo por indicación del capitán O’Conell, y con acento de indignación relató su viaje a Gibraltar y la grosería de la Policía inglesa, que le obligó a salir de la plaza a viva fuerza.

 



El doctor, oyendo hablar a Baselga con tanta naturalidad de su conferencia con O’Conell y sus bélicos preparativos, sentía tanto asombro como interés, y se decía en su interior que era uno de los casos de locura más raros y dignos de estudio.



El conde terminó su relación.



– Y en este estado, señores – dijo – , se encuentran las cosas Yo estoy dispuesto a no demorar el golpe. Espero una carta del capitán O’Conell, anunciándome que todo está preparado; pero la impaciencia me consume, y si tarda mucho en escribirme ese irlandés, es más que probable que, poniéndome al frente de mi gente, salga para Gibraltar, dispuesto a dar el golpe por mi propia cuenta. Yo conozco bien aquello, y, además, no soy hombre para estarme esperando pacientemente cuando ya lo tengo todo preparado.



– ¿Y no retrocederá usted ante el silencio que guardan los auxiliares de dentro de la plaza?



– No, caballero. Tengo el valor suficiente para ultimar las empresas que he iniciado, aunque en ello pierda la vida. Sólo aguardaré una semana, ya se lo he manifestado así varias veces al padre Claudio. Si durante ese tiempo no escribe O’Conell, iré con mi gente a situarme en las inmediaciones de Gibraltar.



El doctor Zarzoso miró a todos los que le rodeaban; pero esta vez no fué con enojo, sino con marcada expresión de alarma. Decididamente, el conde estaba loco de remate, y su demencia era de temer, pues podía producir tremendos conflictos.



Para Baselga no pasó desapercibida aquella mirada.



– Se asustan ustedes de mi decisión, ¿no es así? Yo reconozco que es algo aventurada; pero, señores, en las grandes empresas hay que jugar el todo por el todo, y ser audaz hasta la locura. Por si lo dudan ustedes, ahí tienen al gran Napoleón, que muchas veces se metía voluntariamente en trances que sabía eran peligrosos, y, sin embargo, salía siempre victorioso.



El doctor se animó, como hombre a quien hablan de su tema favorito.



– ¡Oh! Es mucha verdad – exclamó – ; usted, señor conde, tiene mucho de Napoleón, y hace un momento tenía el honor de decírselo a estos señores.



Y al mismo tiempo que decía estas palabras, con cierta malicia miraba a sus compañeros, como diciéndoles: "No hay remedio, está loco".



– Sí, señores – continuó el conde, hablando con creciente exaltación – . Cuando se siente apego a la vida hay que permanecer tranquilo en casa; pero cuando se piensa vengar a la patria, cuando se desea volver por su dignidad ultrajada, hay que ser valiente hasta el heroísmo, despreciar la existencia, y si la suerte es adversa, morir, con la sublime serenidad de los mártires de una gran idea.



Mientras el conde hablaba, el doctor Zarzoso decía, entre dientes, muy quedo, a pesar de lo cual sus palabras llegaban al fino oído del jesuíta:



– Monomanía heroica; caso curioso.



– Estoy decidido a todo – continuaba el conde – . Yo no espero ya más tiempo, y como tan meritorio es a los ojos de la Historia alcanzar la victoria, como saber morir heroicamente por conseguirla, no reparo ya en peligros, y saldré inmediatamente para Gibraltar, donde no tardaré en dar el golpe.



Quedó en silencio el conde durante algunos instantes, y después añadió con acento triste, marcándose en su rostro una expresión de desaliento:



– Y la verdad es que sería terrible que yo fuera vencido, cayendo en manos de las autoridades inglesas, pues con mi muerte se desvanecería la segunda parte de mi plan, que es magnífico, y ninguno de ustedes conoce.



Todos se conmovieron, y hasta el padre Claudio hizo un gesto de curiosidad. ¿Qué segunda parte sería aquella, de la que nunca había hablado?



Baselga vió el ansia de la curiosidad marcada en todos los semblantes, y como no era hombre capaz de ocultar nada cuando le poseía el entusiasmo, hizo la revelación esperada:



– Voy a decirles cuál es mi idea. He pensado que, en caso de que triunfemos, es una locura devolver Gibraltar a España, mientras esté regida por el Gobierno actual.



– ¿Y qué es lo que usted se propone? – preguntó el jesuíta, que deseaba aclarase pronto el conde aquel punto, con la esperanza de que expusiera alguna idea disparatada, que hiciese creer más en su supuesta locura.



– Pues lo que yo pienso hacer, apenas me vea dueño de la célebre plaza, es dar un manifiesto a los españoles, diciéndoles que Gibraltar es de España, pues para eso la habré conquistado yo; pero que su guarnición, sublevada, no hará entrega de ella mientras la nación esté gobernada por doña Isabel II.



– Muy bien; me gusta la idea – dijo el doctor Zarzoso, que con el sesgo que tomaba la conversación sentía que en su interior la curiosidad del hombre político comenzaba a sobreponerse a la del sabio – . ¿Y cuál ha de ser la condición precisa para que la entrega se efectúe?



– Que vuelva a reinar en España el Gobierno legítimo.



– ¿Y qué entiende usted por Gobierno legítimo?



– Caballero, su pregunta me extraña. En esta nación no hay más Gobierno legítimo que el del Rey Don Carlos V, por el cual tanto expuse mi vida en Navarra, durante la guerra civil. Ya que el Monarca ha muerto, sólo forman la dinastía legítima sus hijos y demás sucesores, y únicamente a ellos entregaré la plaza de Gibraltar cuando sea mía. Los españoles, con tal de volver a poseer el trozo de la Península que les pertenecía, y que tan infamemente les fué robado, se levantarán en masa, pidiendo el restablecimiento de mis reyes, y de este modo yo habré logrado lo que vulgarmente se dice matar dos pájaros de un golpe.



El padre Claudio estaba muy contento de aquella extraña idea que se le había ocurrido al conde, llevado de su fanatismo político, y su gozo era mayor al ver el gesto de desagrado que hacía el doctor Zarzoso.



El sabio estaba irritado por aquel plan, que calificaba de estúpido, y hasta le faltó poco para olvidarse que examinaba a un loco y decir al conde que su idea era absurda y ridícula.



El jesuíta le tocó con su rodilla, como para recordarle que hablaba con un loco, y el doctor se serenó.



– Esa segunda parte del plan – dijo el padre Claudio – me gusta mucho, y creo que de igual modo pensarán estos señores.



Todos hicieron gesto de aprobación, y el doctor Zarzoso, que estaba ya convencido de la locura del conde, aunque no creía necesario insistir, quiso aún apreciar el dominio que en su ánimo ejercía la familia y hasta dónde llegaba su manía heroica.



– La patria – dijo – tendrá mucho que agradecer a usted; pero, por grato que sea el aprecio de los conciudadanos, creo que usted, señor conde, se expone demasiado y lleva su sacrificio a un límite exagerado. Usted tiene familia: ¿ha pensado alguna vez en el dolor de ésta, si es que usted llega a morir en la empresa?



Este recuerdo, hábilmente evocado, produjo bastante efecto en el ánimo de Baselga. La figura de Enriqueta surgió de su imaginación, rodeada de un ambiente de pureza y sencillez, y se sintió conmovido.



– Sí, señores. Tengo familia, y, sobre todo, una hija, mi Enriqueta, a la que amo mucho, y que es el único ser que me liga a este mundo.



Pero el conde sólo podía sentir un enternecimiento pasajero, cuando estaba poseído de su afán heroico, que tanto le dominaba.



– Sentiría mucho – continuó con el acento del que toma una resolución definitiva – que mi muerte la produjera un eterno dolor; pero me consuela la idea de que un día u otro debo morir, y que aunque no quisiera exponer mi vida en esta santa empresa, no por esto la evitaría tal aflicción. Soy ya viejo, y todo consiste en que el momento fatal llegue antes o después. Además, los mártires del cristianismo, para morir por su idea, no reparaban en su mujer ni en sus hijos, y el amor a la patria es una verdadera religión, que también necesita mártires.



El doctor desistió de seguir la conversación sobre tal punto. Era inútil excitar en el conde el recuerdo de la familia, pues esto no causaba mella alguna en sus ambiciones tan arraigadas.



– Celebro mucho verle tan decidido – dijo el doctor – , y le deseo que la suerte le favorezca. La empresa me parece muy aventurada; pero, a pesar de ello, estoy dispuesto a trabajar en ella y a seguir a sus órdenes.



– Según eso, ¿no tiene usted ya, más objeciones que hacer?



Y el conde, al decir esto, sonreía con aire de superioridad.



– Algunas me quedan, señor conde – respondió el doctor – ; pero evito hacerlas, no sea que usted lo tome a mal.



– ¡Oh! No. Hable usted con entera confianza, que yo le escucharé sin inmutarme.



Baselga desmentía sus recientes palabras, pues hacía un gesto de mal humor, como indicando la molestia que le producían las preguntas de aquel hombre, que para él era un desconocido.



El doctor Zarzoso miró rápidamente a sus compañeros, y después dió un enérgico rodillazo al padre Claudio.



El jesuíta comprendió en la tal señal que Zarzoso iba a intentar el último medio para convencerse de la locura del conde. Sin duda, quería apreciar la irritabilidad de su carácter.



Mostraba Baselga marcada impaciencia por oír al doctor; pero éste, como si se propusiera exasperarle, siguió mirándolo fijamente, sin decir nada, y, por fin, habló así, con lentitud:



– Quería manifestarle a usted que estoy admirado de ese valor sublime que demuestra, pero que esto no me impide creer que puede ser víctima de un engaño. ¿Está usted seguro de haber visto alguna vez a ese capitán O’Conell, de que tanto habla, y que tan gran confianza le inspiró?



El conde palideció; el cetrino color de su rostro tomó un tinte verdoso y sus manos se agitaron con un temblorcillo nervioso. Para el jesuíta, que conocía su carácter, era aquello el claro signo de una explosión violenta.



– Caballero – dijo Baselga con voz insegura por la ira – . ¿Tengo yo cara de haber mentido alguna vez? A ver, explíquese usted: se lo exijo, se lo mando, o, de lo contrario…



Y Baselga, con aire amenazador, se erguía en su sillón.



Peláez no permanecía muy tranquilo ante la actitud que tomaba el conde, y en cuanto a sus dos compañeros, los silenciosos médicos que creían habérselas realmente con un loco, comenzaban a lamentarse en su interior de las imprudencias del doctor Zarzoso, que tenía gusto en exasperar a los enfermos.



Sólo el sabio y el jesuíta permanecían tranquilos.



– No se altere usted, caballero – dijo el doctor Zarzoso con absoluta tranquilidad, como si las palabras del conde fuesen insignificantes – . Daré a usted cuantas explicaciones quiera, pues aquí lo importante es buscar la verdad. He querido decir antes que tal vez se hubiese usted engañado acerca de la personalidad de ese señor O’Conell.



– ¿Qué engaño es ése, caballero? ¿Acaso estoy yo ciego o es que usted quiere suponer que yo estoy loco?



Y Baselga, a pesar de toda su cólera, se reía sardónicamente, solamente de pensar que alguien pudiera suponerlo falto de razón, cuando se sentía intelectualmente más fuerte que nunca.



Era la primera vez que reía en toda la conferencia. El padre Claudio tocó nuevamente al doctor, indicándole que se fijase en aquella risa poco espontánea.



– Sé perfectamente lo que me digo – continuó – , y a menos que usted, en su odioso afán de contradecirme, no quiera suponer que soy un loco, habrá de creer que ahí, en el mismo sitio donde usted se encuentra, estuvo sentado hace algún tiempo el irlandés Patricio O’Conell, capitán del batallón de rifles, de guarnición en Gibraltar.



Calló Baselga, pero su razón revolvíase furiosa contra aquellas suposiciones, que él tenía por impertinentes, y que parecían tender a la negación de sus facultades mentales.



– Y ¡gran Dios! – continuó – . ¿Por qué esas dudas sobre la personalidad de O’Conell, cuando yo le he visto, le he hablado y he quedado muy satisfecho del valor y de la resolución que mostraba? Paso porque se dude de su fidelidad, porque se crea que no cumplirá su promesa de auxiliarnos, aunque esto sea muy aventurado; pero, ¿creer que él no es él, o, más bien dicho, llegar a suponer que yo no he hablado con dicho capitán de la conquista de Gibraltar, ni escuchado sus promesas de auxilio? Vamos, eso sí que es un absurdo, una tremenda locura.



Baselga se agitaba nerviosamente en su asiento, como si aquellas suposiciones del doctor le molestasen, como otras tantas punzadas, y clavaba sus ojos amenazadores en la fría mirada del sabio, que cada vez le irritaba más.



El conde resultaba ya peligroso, y los dos médicos amigos de Peláez lamentaban las palabras del maestro, y mirando a Baselga esperaban de un momento a otro que, levantándose del asiento, cerrase con todos y dejase caer sobre sus espaldas un chaparrón de golpes.

 



El supuesto loco se serenó un tanto, y, dirigiéndose al jesuíta, dijo con acento despreciativo:



– ¿Qué le parece a usted, padre Claudio, lo que supone este señor? ¿Será O’Conell algún ser que yo me habré inventado? Usted puede decirlo mejor que nadie, pues fué quien lo trajo aquí y presenció toda la conversación. ¿No le parece que este caballero tiene ganas de burlarse, y me cree tan mentecato que quiere hacerme dudar de lo que yo he visto?



El doctor Zarzoso, en vista de la exaltación del conde y de la insolencia agresiva con que dijo las últimas palabras, creyó prudente intervenir.



– Yo no he dudado de que usted hablase con O’Conell. Sé que estuvo aquí y que lo presentó el padre Claudio. Pero, señor conde, ¿no podría usted haber oído mal? A veces la imaginación puede engañarnos. A ver, procure usted recordar lo ocurrido en aquella conferencia. ¿Está usted seguro de que el irlandés era un capitán que trató con usted de la célebre empresa, o usted se lo imaginó así, a pesar de que él nada dijo de pertenecer al ejército?



El conde, con el ceño fruncido y la mirada centelleante, estuvo algunos momentos contemplando frente a frente al doctor Zarzoso, que seguía impasible.



Todos callaban, aguardando con impaciencia.



Por fin, el conde agitó la cabeza, como si quisiera repeler una idea enojosa, y extendiendo su diestra, dijo con fosca voz:



– Caballero, salga usted inmediatamente.



Prodújose un movimiento de extrañeza en todos, menos en el célebre doctor, que seguía imperturbable.



El conde se irritó más ante aquella calma, y avanzando el cuerpo sobre la mesa, como una fiera ansiosa de devorar, le lanzó estas palabras, con la misma expresión que si se las escupiera a la cara:



– Está usted burlándose de mí, y hace un momento he sentido tentaciones de abofetearle; pero estamos en mi casa, y esto es lo que me detiene; mas si no sale usted inmediatamente, ¡por Cristo!, que le marcaré el rostro, para que eternamente se acuerde de su impertinencia.



Y el conde, al jurar, dió un puñetazo sobre la mesa, que demostró cómo quedaba aún en sus brazos aquella fuerza de la juventud, que tan insolente le hacía. El puño, al chocar contra la madera, produjo un enorme estampido, y todo danzó en la mesa, papeles, plumas, plegaderas, cajas de dibujo y hasta la tinta, que, movida por la trepidación, saltó del negro receptáculo, invadiendo con su creciente suciedad la dorada escribanía.



El fiero golpe repercutió en el ánimo de los médicos anónimos, que, como movidos por un resorte, se levantaron de sus asientos. No había remedio: el loco iba a pegarles.



Peláez se levantó también, y el padre Claudio le imitó, poniendo el semblante triste, aunque en su interior estaba muy satisfecho del resultado de aquella conferencia. El doctor Zarzoso fué el último en levantarse, y se dispuso a salir.



Mientras tanto, el conde, como para evitar la presencia de aquel hombre que tan antipático le resultaba, y cual muestra de soberano desprecio, había hecho girar su sillón y estaba con el rostro vuelto a la pared.



Los médicos comenzaron a desfilar.



El padre Claudio no se separaba del doctor Zarzoso, y éste, cuando ya estaba en la puerta del despacho, al ver la pregunta muda que el jesuíta le hacía con los ojos, dijo con voz queda:



– Está loco. No tengo ya la menor duda.



El jesuíta acercó sus labios al oído del doctor y habló en el mismo tono.



– Pueden ustedes celebrar su consulta en el salón donde aguarda la baronesa. Yo me quedo aquí para disipar un tanto el furor del conde y evitar que lo descargue después sobre su familia. Es un deber que me impone mi sagrado ministerio.



El doctor Zarzoso hizo un movimiento de hombros y salió tras sus compañeros.



Cuando se extinguió el ruido de sus pasos, el conde volvió el rostro, que todavía tenía impreso un gesto de feroz ira.



Al ver al padre Claudio derecho en el centro del despacho, se serenó un poco.



– ¿Ha visto usted, padre? – dijo, después de un largo intervalo de silencio – . ¡Qué entes tan antipáticos hay en el mundo! No sé cómo no le he dado de bofetadas.



– Calma, señor