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La araña negra, t. 4

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Peláez no ignoraba la poca simpatía que le tenía el célebre profesor, y de aquí que, a pesar de toda su serenidad, se inmutase un poco al verse en su presencia.

– Querido maestro – dijo, inclinándose servilmente y con acento propio del que experimenta una gran satisfacción – . ¡Cuán inmensa es mi alegría al tener la honra de…!

El médico de la alta sociedad no pudo continuar. El doctor Zarzoso le había mirado despreciativamente con sus ojillos grises, que en ciertos momentos parecían reir chuscamente bajo sus tapaderas de cristal y fué a estrechar la mano que le tendía la baronesa, siempre en actitud trágica y como próxima a desmayarse.

– Señora, he acudido a su llamamiento tan pronto como me ha sido posible. Ahora espero que me diga usted lo que ocurre y deseo que mis servicios puedan ser de gran utilidad.

– Doctor, se trata de una consulta. Mi padre, el conde de Baselga, está gravemente enfermo, y como la fama de usted como especialista en dolencias mentales es universal, me he tomado la libertad de llamarle, deseando que tenga a bien celebrar una consulta con estos señores.

– ¿Con quiénes? – dijo con extrañeza el doctor Zarzoso, que estaba mirando fijamente al padre Claudio con la insolencia propia de un clerófobo rudo y empedernido.

No podía explicarse la presencia de un cura en aquella reunión que iba a convertirse en consulta científica, y por esto siguió diciendo con cierta ironía al mismo tiempo que señalaba al jesuíta:

– ¿Acaso el señor es también de la Facultad?

– No, señor doctor. El señor, es el padre Claudio, de la Compañía de Jesús, un amigo de mi niñez, un protector de mi infancia, a quien considero como mi segundo padre. Como íntimo amigo de mi familia, ha tratado a mi padre con intimidad y puede suministrar a la consulta datos de alguna importancia.

El jesuíta se inclinó modestamente como ratificando las palabras de la baronesa, y el sabio doctor aún miró con más fijeza al sacerdote.

Había oído hablar mucho de aquel jesuíta que visitaba a la Reina con asiduidad; tenía gran prestigio en los centros oficiales e influía algunas veces en la vida de los Gobiernos, cuando éstos no tenían al frente algún general testarudo.

Siempre había sentido deseos de conocer qué "clase de pajarraco" era aquel jesuíta que tan poderoso se mostraba, y ahora que podía examinarlo a su sabor, esforzábase en adivinar en aquel exterior que afectaba humildad algún gesto, algún detalle que revelase el genio de intriga que poseía en tan alto grado.

Pronto le sacó de su contemplación escudriñadora la voz de la baronesa.

– En cuanto a estos otros señores, ilustre doctor, son colegas de usted, con los que podrá verificar la consulta. Permítame usted que los presente. El doctor don Pedro Peláez.

El aludido se inclinó con afectación, y después dijo con énfasis:

– Tenía ya el honor de que el sabio catedrático me conociese, pues ya he logrado varias ocasiones en que he podido manifestarle que tiene en mí uno de sus mayores admiradores.

Peláez se quedó muy satisfecho de sus palabras; pero el sabio las acogió con gruñidos poco tranquilizadores y dijo después con sorna:

– Efectivamente, conozco al señor… ¿Y quién no conoce a esta lumbrera de la ciencia elegante, a este portento capaz de hacer reir a un moribundo con sus habilidades? Es todo un sabio que irá muy lejos; lástima que la muerte se empeñe en impedir siempre sus triunfos científicos.

Y el doctor Peláez se reía al lanzar su colega aquellas burlas crueles y ver cómo hacía esfuerzos por conservar su serenidad.

– ¡Oh! Mi ilustre maestro – murmuró como si estuviese muy agradecido – , siempre me distingue con su alegre benevolencia. Permítame ahora que le presente a mis compañeros.

Y Peláez hizo la presentación de sus dos compañeros, aquellos médicos vulgares que con su expresión de zozobra al verse frente a aquella eminencia daban mucho que reir al doctor Zarzoso.

– He aquí – murmuró éste – dos excelentes acólitos que dirán “amén” a todo.

Después de la presentación era necesario entrar en materia, y la baronesa fué quien abordó la cuestión.

– Señor doctor – dijo con acento quejumbroso – . En esta casa, después de mi padre, soy yo quien, por mi edad, debo encargarme de la dirección de ella, y por esto, hoy, que con profundo dolor veo en peligro la razón del conde, me he apresurado a impetrar los auxilios de la ciencia para impedir mayores males. Mi padre está loco o, al menos, esta es la opinión de todos estos señores. A mí, como hija cariñosa, me repugna creer en tal desgracia, y para convencerme o animarme en mis esperanzas, sólo espero lo que diga el sabio que goza de tan justo renombre en esta clase de enfermedades.

El doctor Zarzoso inclinó la cabeza, agradeció la lisonja, sin dejar de mirar aquella mujer madura y fea que se expresaba con acentos tan dramáticos y que parecía ser lista en demasía.

– Yo, señor doctor – continuo doña Fernanda – , sólo le pido, ¡por Dios y por todos los santos!, que piense bien antes de dar su dictamen, que de sus palabras pende la tranquilidad de mi pobre hermana, joven inocente que no sabe nada de la dolencia de su padre, y la mía propia; pero también le pido que no nos oculte la verdad, pues de seguir mi padre como hasta hoy, libre por completo, teniendo la razón perturbada, podrían originarse terribles sucesos y de sus consecuencias todos me culparían a mí por no haberlos evitado a tiempo.

Peláez, los dos médicos y el jesuíta hicieron signos de aprobación, y el doctor Zarzoso creyó del caso hablar:

– Efectivamente, señora; en estos asuntos hay que decir siempre la verdad, y si yo valgo algo es porque jamás la he ocultado, aun a riesgo de destrozar los sentimientos más naturales de las familias. No tema usted que yo la oculte lo que piense. Mi rudeza es bien conocida de todos cuantos me tratan, y si su padre está loco o si está cuerdo, con la misma claridad se lo manifestaré. Vamos, pues, al asunto. ¿Hay algún inconveniente en que veamos al enfermo?

– No, señor doctor. Mi padre está en su despacho y pueden ustedes entrar a verlo cuando quieran.

– Eso se hará después. Ahora oigamos al médico de la casa. ¿Es el señor…?

– Peláez, para servirle, querido maestro – dijo el aludido fingiendo no comprender la malignidad de aquel olvido.

– ¡Oh! Sí; dispense usted. Conoce uno a tantos… Pero esto no impide que sea un pecado imperdonable olvidar un nombre tan conocido como el de usted lo es en la clase más selecta de la sociedad.

Peláez se mordía los labios al sentir aquellas incesantes punzadas que le dirigía el irónico maestro, y todos los presentes, a pesar de la gravedad de la situación, comenzaban a regocijarse algo en su interior, al ver el apuro del médico aristócrata, tan chusco y atrevido en sus conversaciones como tímido y rastrero con el célebre profesor.

– Vamos adelante – dijo éste, que se gozaba en el martirio de su víctima – . A ver la historia de la enfermedad.

Peláez recitó hábilmente la lección aprendida. Todo cuanto en el día anterior le había dicho el padre Claudio en su despacho, lo fué repitiendo con una expresión tal, que en sus palabras no se notaba preparación ajena y parecía el resultado de largas meditaciones científicas.

El aristocrático médico se explicó con claridad y probó la locura del conde, después de afirmar que sólo se decidía a hacer tal declaración tras meditar largamente sobre el asunto.

La historia de la enfermedad fué breve, pero precisa. Primeramente, el paciente, poseído de una manía heroica que le hacía ansiar la gloria, habíase decidido a realizar un plan tan absurdo como la conquista de Gibraltar, por un golpe de mano hijo de su iniciativa, y sin confiar en ningún auxilio extraño. Después, dominado por esta manía, había caído en otra más peligrosa, cual era considerar a todos sus amigos comprometidos voluntariamente en tan loca empresa. La visita de un médico extranjero le había hecho concebir la absurda esperanza de que dentro de la plaza inglesa había gente que secundaría sus planes, y desde este momento su locura se extremó, llegando a hacer preparativos materiales, tales como la compra de armas y reclutamiento de hombres; medidas que podían perturbar el orden, que tenían en perpetua alarma a las familias, y que hacían necesaria una resolución pronta y enérgica en la persona de aquel desgraciado, que constituía un continuo peligro.

El doctor Zarzoso escuchaba silenciosamente la larga y detallada relación de Peláez, y comenzaba a interesarse por el conde de Baselga, diciéndose interiormente que aquel enfermo era un caso raro y digno de estudio.

Al terminar, su compañero le interrogó con una mirada que tenía la misma expresión del cortesano que aguarda anhelosamente una expresión de su señor para celebrarla, y el doctor Zarzoso, que, cuando entraba en el ejercicio de su profesión adquiría la gravedad sagrada de un augur, dijo con expresión pensativa:

– Rara es, señores, la locura del conde. En estos tiempos son más frecuentes que nunca los desarreglos mentales por el exceso de vicios y la imbecilidad producida por la degeneración progresiva de las familias; pero una manía heroica como esa que acaban de explicar, resulta cada vez más rara. Lo que más me pasma es que unida a la locura vaya tal dosis de actividad y de raciocinio, como suponen esos preparativos bélicos que, según dice el señor Peláez y afirman ustedes, ha verificado el enfermo, pero… bien considerado, de nada de esto debemos pasmarnos. El genio no es más que el hermano mayor de la locura. Si se hubiera aumentado un poco la exaltación de carácter del gran Napoleón; si en su cerebro se hubiese extremado aquel afán a lo grandioso hasta el absurdo, a lo inesperado hasta lo fantástico, es seguro que el conde de Baselga hubiese tenido un digno compañero.

El padre Claudio sonrió con cierto agrado, y los tres médicos creyeron del caso acoger con sendas inclinaciones de cabeza las palabras del ilustre profesor.

 

– Pero no divaguemos, señores – continuó el sabio doctor – . No perdamos tiempo y determinemos bien la historia de la enfermedad antes de ver al paciente. Ante todo, según las anteriores explicaciones, resulta que el enfermo manifestó claramente su locura después de la visita de ese doctor irlandés, pues al día siguiente se lo representaba en su imaginación como un capitán inglés dispuesto a ayudarlo en la conquista de Gibraltar. ¿No es esto?

– Así es, ilustre maestro.

– ¿Y quién trajo a esta casa a ese médico extranjero?

– Fuí yo, señor Zarzoso.

Y el padre Claudio, al decir esto, sonreía humildemente.

– ¡Ah! ¿Fué usted…?

El sabio miraba fijamente al jesuíta y en sus ojos leía una marcada expresión de duda. Parecía que le inspiraba fuertes sospechas la circunstancia de ser el jesuíta quien arregló aquella visita tras la cual tan marcadamente se mostró la locura del conde.

– Sí, yo fuí; señor doctor – continuó el jesuíta ansioso por deshacer la mala impresión que adivinaba en el ánimo del profesor – . Como ha dicho antes la señora baronesa, me inspiran mucho interés su familia y todos los asuntos de esta casa, y por ello me tomé la libertad de traer aquí a mi amigo, el doctor O’Conell, para que examinase al conde, cuyo estado me inspiraba ya entonces mucha inquietud.

– ¿Y quién es ese doctor O’Conell? Aquí, en Madrid, resulta desconocido. Yo conozco a todos los médicos de Europa y América que gozan de algún renombre, y de ese señor nunca he oído hablar.

– A pesar de eso, señor doctor – contestó el jesuíta sin perder su serenidad, en vista de la desconfianza que mostraba su interlocutor – , mi amigo O’Conell tiene mucha fama en su patria y obtuvo grandes éxitos hace pocos años con sus explicaciones en la escuela de Medicina de Dublín. En la actualidad se dedica a estudios de observación, para lo cual hace continuamente grandes viajes. En Madrid sólo estuvo un día y salió inmediatamente para Cádiz, donde se embarcó para ir a no recuerdo qué punto de la América del Sur.

El jesuíta, al hablar así, reíase interiormente del doctor Zarzoso, y de aquella mirada desconfiada e inquisitorial que fijaba en él con el propósito de sorprender la menor vacilación y apreciar la cantidad de verdad que había en sus palabras.

– Mira cuanto quieras – se decía el jesuíta interiormente – . Serías tú el primer hombre que leerías en mi pensamiento cuando yo estoy mintiendo. No es fácil que hombres como tú me sorprendan ni me atolondren.

Efectivamente, el doctor estaba desconcertado por aquel tono de natural veracidad con que hablaba el jesuíta, y comenzaban a extinguirse las sospechas que momentos antes había concebido.

– ¿Y cuál fué la opinión de ese doctor sobre el estado del conde? – preguntó el sabio, que a pesar de todo seguía sospechando.

– Dijo rotundamente que estaba loco.

– ¿No dijo nada en su conversación que tendiera a producir en el cerebro del conde la idea de que el tal doctor era un capitán del Ejército inglés?

– Nada absolutamente.

– ¿No habló de Gibraltar?

– Poca cosa. La conversación versó principalmente sobre viajes, y el conde se mostró en ella muy razonable y comedido. Unicamente le mostró a O’Conell los planos de la posesión inglesa que tiene en su despacho, y dijo que se estaba ocupando en una gran obra. El doctor procuró hacerle hablar de tal asunto para apreciar mejor su exaltación; pero el conde se mostraba entonces muy reservado.

– ¿Y cómo se explica usted que al día siguiente al hablarle, se refiera tranquilamente a un capitán inglés habiéndole usted presentado un médico?

– Eso, la ciencia podrá explicarlo. Yo únicamente puedo sacar de ello la consecuencia de que el conde está loco.

El doctor Zarzoso, a pesar de la humildad candorosa con que el jesuíta contestaba a sus preguntas, seguía firme en su creencia de que había algo extraño en aquella trasformación de personalidad que tan rápidamente se había operado en el cerebro del conde.

Parecía que el célebre médico presentía algo de la terrible verdad que se encerraba en el fondo de aquella inicua intriga; pero sus sospechas no eran determinadas, ni tenían ningún hecho real sobre que apoyarse. Además, él quería manifestar al jesuíta que dudaba de sus palabras, para ver si de este modo turbaba aquella serenidad tan completa; y por esto preguntó con marcada intención:

– ¿Y fué usted el único que presenció la conversación del conde y el doctor irlandés?

– Yo solo, señor Zarzoso. ¿Quién más debía presenciar la visita? La señora baronesa estaba fuera de casa, y, por tanto, sólo yo podía estar en la entrevista del doctor y del conde.

– ¿Y ha sido usted el único que ha tratado al tal doctor durante su estancia en Madrid?

El sabio profesor marcó mucho esta pregunta, como si esperase desconcertar con ella al jesuíta demostrándole las sospechas que abrigaba de que aquel doctor fuese un ser fantástico inventado por él mismo.

– No, señor doctor. Mi amigo O’Conell, aunque sólo permaneció algunas horas en Madrid, conversó largamente sobre materias científicas con una persona que se encuentra aquí.

El doctor Zarzoso preguntaba con su mirada quién era el aludido.

El jesuíta se apresuró a responder:

– Fué el doctor Peláez, que encontró al sabio O’Conell en mi despacho y quedó muy encantado de su conversación.

El padre Claudio sabía improvisar, según las necesidades del momento, mentiras con visos de veracidad, y, además, tenía la seguridad de que su protegido ratificaría inmediatamente cuanto él afirmase.

– Así fué – se apresuró a decir Peláez – . Tuve el gusto de encontrar al doctor O’Conell en casa del reverendo padre, y le aseguro a usted, ilustre maestro, que quedé encantado de su amabilidad y de su ciencia.

El médico intrigante, puesto ya a mentir, creyó del caso seguir adelante en sus afirmaciones.

– Acababa de ver, según me dijo, al señor conde, y me manifestó que estaba firmemente convencido de su locura, y eso que ésta aún no había tomado un carácter tan alarmante como en el presente. Sus observaciones coincidieron con las que yo hice después, y esto me afirmó en mi creencia de que el doctor O’Conell, aunque no tan sabio como usted, ilustre maestro, es un entendido especialista en enfermedades mentales.

El doctor Zarzoso ya no pudo seguir dudando. Por algunos momentos su instinto había adivinado algo de intriga jesuítica en aquella enfermedad, y hasta llegó a pensar que aquel doctor irlandés era algún ser imaginario, creado por el padre Claudio con ocultos fines; pero en vista de lo dicho por Peláez, creyó absurdo seguir dudando.

El médico aristocrático era para él un bufón sin formalidad alguna, que envilecía a la ciencia con su conducta; pero, por lo mismo que apreciaba su escasez de inteligencia, le creía incapaz de mezclarse en ninguna intriga de importancia.

Además, ¿por qué no había de ser todo aquello verdad? Tratándose de un loco, resultaba lógico que confundiese la profesión de ciertas personas, siempre con ventaja para sus absurdos planes, y ya se mostraba él arrepentido de que su preocupación contra los jesuítas le llevase a ver maquiavélicas tramas donde sólo existían hechos naturales y sencillos.

El padre Claudio adivinaba cómo en el ánimo de su interlocutor iban disipándose las dudas, y para vencer definitivamente su desconfianza, se levantó del sofá, salió del salón y volvió a entrar a los pocos instantes, seguido del ayuda de cámara del conde.

– Además, señor Zarzoso – dijo el jesuíta – , tenemos este criado, que podrá decirle a usted algo de la visita de O’Conell, pues también le vió.

– ¿Recuerdas – añadió dirigiéndose al ayuda de cámara – la tarde en que vine a visitar al señor conde, acompañado de un caballero, pequeño de estatura y con patillas rojas?

– Lo recuerdo perfectamente, reverendo padre – contestó el criado con entonación respetuosa – . Era un sabio extranjero, y recuerdo que vuestra reverencia le llamaba doctor y que hablaba con él, al atravesar la antecámara, de lo breve que era su estancia en Madrid.

– ¿Recuerdas algo más?

– Me parece que vuestra reverencia me preguntó por la señora baronesa, y al saber que había salido, me encargó manifestara que el doctor… O’Conell (eso es, ya se me había olvidado, el nombre), que el doctor O’Conell había estado a saludarla.

– Está bien. Puedes retirarte.

El doctor Zarzoso no creyó prudente insistir más sobre tal punto. Estaba convencido de que aquel doctor era un ser real, un médico como él, que había estado allí a instancias de su amigo el jesuíta para cumplir un deber profesional, y que el conde, al empeñarse en creerlo un capitán inglés, que le auxiliaba en sus absurdos planes, demostraba estar realmente loco.

– Doy a usted las gracias – dijo al sacerdote, sin reparar que en su interrogatorio había pecado algo de grosero – por los datos que me ha suministrado, y como creo inútil insistir ya más sobre este punto, pasemos a la cuestión más importante, o sea al examen del enfermo.

La baronesa, que hasta entonces había permanecido muda, creyó del caso intervenir en la conversación, obedeciendo a una mirada del padre Claudio.

– Señor Zarzoso, antes de que usted, con su colega, entre a ver a mi padre, me atrevo a dirigirle un ruego. No le exasperen ustedes contradiciéndole, pues entonces se revuelve furioso, y su cólera es tan terrible, que pone en conmoción a toda la casa.

El doctor se inclinó, contestando con toda la galantería de que era susceptible su rudo carácter:

– Señora, agradezco esa indicación, pero es inútil. Estoy acostumbrado hace ya muchos años a tratar dementes, y sé que nada se gana con exasperarlos y contradecir directamente sus manías. Permítame usted ahora una pregunta: ¿son muy frecuentes en el conde los accesos de cólera?

– Sí, señor; muy frecuentes – contestó la baronesa con la precipitación del que ha de mentir sin preparación alguna – . A menudo se pone furioso cuando cree encontrar obstáculos a su plan; sólo que yo, para evitar que la servidumbre se entere de la triste verdad, procuro ocultar tales raptos de violenta locura.

– ¿Pero no habrá usted podido ocultar del mismo modo los preparativos militares del conde?

– ¡Oh! Eso no. Todos los criados saben que abajo, en las cuadras, hay varias cajas de armas y municiones, y comentan de un modo poco respetuoso para mi padre la llegada de esa banda de hombres casi salvajes que él ha hecho venir desde las montañas de Navarra.

– Ya ve usted, querido maestro – dijo entonces Peláez – , que esos preparativos constituyen un tremendo peligro, que es preciso que nosotros evitemos cuanto antes.

– ¡Oh! Efectivamente – dijeron a un mismo tiempo los dos médicos anónimos, que hasta entonces no habían despegado los labios.

El doctor Zarzoso, por toda contestación, se levantó, diciendo a la baronesa:

– Con el permiso de usted, vamos a ver al enfermo.

– Sí; vayan ustedes. El padre Claudio les acompañará, pues él y el doctor Peláez son las únicas personas que logran inspirarle confianza. ¡Ah! Me olvidaba de Joaquinito Quirós, que también es gran amigo suyo.

– ¿Quién es ese caballero? – preguntó el sabio doctor.

– Un joven, amigo de mi padre, que fué el primero a quien confió ese maldito plan, causa de su locura. Quirós no tardó en comprender que estaba loco. Debíamos haberlo llamado hoy, pues aunque nada nuevo hubiese añadido a los informes del doctor Peláez y del padre Claudio, siempre hubiese sido útil su presencia. ¿Cómo no se le ha ocurrido a usted llamarlo, reverendo padre?

– Ayer le envié aviso; pero tal vez sus ocupaciones no le habrán permitido venir.

Esto no era verdad, pues el padre Claudio había tenido buen cuidado en que Quirós no se enterara de lo que él proyectaba acerca del porvenir del conde.

No suponía esta reserva que él dudase de la adhesión del escritor católico, pero hacía algún tiempo que Quirós le resultaba peligroso. Notaba en él cierta fatuidad y el claro intento de labrarse una posición sin el apoyo del padre Claudio, para recobrar su independencia, y esto hacía que el astuto jesuíta evitase que se mezclara en un asunto tan importante como era el de la familia de Baselga. El lobo temía las uñas de aquel cachorrillo que con tanto esmero había educado, y reconocía en él facultades suficientes para ser temible.

Los cuatro médicos y el jesuíta estaban ya de pie, dispuestos a salir de la habitación.

El padre Claudio dirigióse al doctor Zarzoso, para decirle, con su aire de hombre humilde y amable:

– Debo advertir a usted, señor doctor, que nuestra visita al conde, si no tiene algún preparativo, puede extrañarle, y les será, por tanto, muy difícil a todos ustedes el estudiarle con entera libertad.

 

– ¿Y qué preparativo es el que usted propone?

– El conde sólo se deja llevar de su manía cuando se cree en presencia de hombres comprometidos en su famoso plan.

– Bien: puede usted presentarnos a él en la forma que más guste.

– Si a usted le parece bien diré que son ustedes individuos del Comité patriótico, que preside el doctor Peláez. Una de sus manías es creer que este señor tiene formada una Junta que ha de ayudarle en sus trabajos de conspiración.

El doctor Zarzoso movió la cabeza, en señal de asentimiento, y estrechó la mano que le tendió la baronesa, medio desmayada en el sofá.

– Valor, señora – dijo el sabio, que, a pesar de su rudeza, se sentía conmovido por el dolor teatral de aquella mujer – . La vida es una lucha, y hay que saber sufrir las desgracias.

– Que Dios le ilumine, señor doctor. Yo sólo pido la verdad, que usted me diga la verdad, sin ocultarme el verdadero estado de mi padre.

Subieron Peláez y sus dos acólitos, llevando en medio al doctor Zarzoso con toda la veneración respetuosa de los labriegos cuando sacan a la calle al santo patrono del lugar.

El padre Claudio les seguía con paso lento; pero cuando les vió salir, volvió rápidamente al sofá donde estaba la baronesa.

– ¿Qué va a suceder, padre mío? – exclamó doña Fernanda, que, repeliendo su actitud trágica, se mostraba inquieta y alarmada – . ¿Qué dirá ese doctor sobre el estado de mi padre? ¿Nos traerá el haberlo llamado alguna nueva desgracia?

– Tranquilízate. Tu padre será declarado falto de razón. Los alienistas eminentes, como Zarzoso, a fuerza de tratar locos, acaban por invertir el estado de la humanidad, y creen que la demencia es la regla general, y la cordura una excepción. Basta que se sospeche de la razón de una persona para que la declaren inmediatamente loca. El conde será muy pronto para Zarzoso un caso raro de locura, digno de un curioso estudio. Por eso pensé yo en llamarlo.

– Vaya usted, reverendo padre; vaya pronto a presenciar ese examen, y no tarde, ¡por Dios!, pues esta intranquilidad me mata.

El padre Claudio salió rápidamente del salón y alcanzó en la antecámara al grupo de médicos, que lentamente se dirigía al despacho del conde.

El jesuíta estaba radiante de satisfacción. Había estudiado rápidamente el carácter del doctor Zarzoso, y tenía ya la seguridad del triunfo.

La araña acababa de tejer su tupida y viscosa tela, y Baselga era la incauta mosca que revoloteaba alrededor de aquella pérfida red.

El padre Claudio acechaba tras la oscilante malla, y su alma satánica y ambiciosa sentía como un escalofrío de placer al pensar que estaba próximo el instante en que sería anulado el hombre que se oponía a los planes de la Orden.