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La araña negra, t. 4

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– También ha traído usted al famoso doctor Peláez, con el que ha simpatizado mucho mi padre.

– También ha sido intencionadamente. Necesitaba que la ciencia viniese a ratificar una sospecha que hace tiempo abrigaba yo.

– ¡Cómo! ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que usted cree, padre Claudio? ¡Oh, dígamelo, por Dios!

La baronesa demostraba gran excitación. Pero ésta era producida más por la curiosidad que por la zozobra dolorosa que en toda hija produce un riesgo que amenaza a su padre.

– ¡Calma, hija mía, calma! No te inmutes y conserva la serenidad, que en estas circunstancias es más necesaria que nunca. Comprendo que mis palabras te impresionarán desagradablemente, pero debes tener valor.

Y luego añadió, bajando la voz y mirando a todas partes, como si temiera ser oído:

– Tu padre está loco.

Y doña Fernanda, por toda contestación, murmuró:

– Me lo temía.

Quedaron en silencio los dos, y pasados algunos minutos de reflexión, la baronesa preguntó a su ídolo:

– Pero dígame vuestra paternidad: ¿qué ha sucedido? ¿Cómo ha venido usted a convencerse de la locura de mi padre?

– ¡Oh! Es muy largo de contar. Procuraré decírtelo brevemente. Tu padre ha caído en la extraña monomanía de querer arrebatar Gibraltar a los ingleses, y hace ya muchos meses que no se ocupa de otro asunto. La idea, siempre fija, de alcanzar gran renombre, como sus antiguos compañeros de armas, le ha hecho incurrir en tal manía, y él que, como sabes, no ha sido nunca gran aficionado a los libros, estudia ahora con tenacidad las obras militares, y ha conseguido hacerse un sabio. Las fortificaciones de Gibraltar las conoce perfectamente, y hace poco tiempo aquel viaje que emprendió, y del que tan malhumorado vino, no fué a sus posesiones de Castilla la Vieja…

La baronesa, que oía la relación con extrañeza y curiosidad, no se pudo contener.

– Pues, ¿adonde fué? – exclamó.

– A Gibraltar, de donde le arrojó la policía inglesa, sin duda porque con sus imprudencias excitó sus sospechas. El mismo me lo ha contado, pues por una extraña casualidad le inspiro gran confianza. Su manía le induce principalmente a considerar a todos sus amigos como cómplices de la conspiración y les comunica sus planes. Yo, que conozco su carácter y sé que es terrible cuando se irrita, procuro no contradecirle, y consiento que me trate como compañero de conspiración. Lo mismo le ocurre a Joaquinito Quirós, que hace tiempo se apercibió de las manías del conde. Al principio eran éstas inofensivas, y se limitaban a risueñas esperanzas y planes, que no se habían de realizar; pero, poco después, tomaron un carácter alarmante, hasta tal punto, que hoy puedo asegurarte, hija mía, que si tú, en representación de toda la familia, no tomas medidas enérgicas, este loco puede perturbar, no solamente esta casa, sino España entera, creando un conflicto internacional, en el que, indudablemente, perderá la vida. Figúrate que ha comprado armas y ha llamado esa gente que tú ya conoces, con el descabellado propósito de apoderarse de Gibraltar por sorpresa, y habla de esta empresa imposible con la misma naturalidad que Don Quijote hablaba de las más tremendas aventuras. Tan parecido está al loco hidalgo manchego, que toma ya por gigantes los molinos de viento, pues a un doctor lo convierte en capitán, metiéndolo imaginariamente en su conspiración.

– ¿Cómo es eso?

– Se ha empeñado en que el sabio doctor O’Conell es un capitán irlandés de guarnición en Gibraltar, y que se ha comprometido a ayudarle en su aventurada empresa.

– Pero, ¿puede haberse forjado tal idea? Eso es un disparate.

– ¿Qué te extraña, hija mía? Si no pensase tan absurdamente no sería un loco. Indudablemente, lo que sueña en su desordenada imaginación lo cree una realidad, y por esto afirma tan seriamente que el doctor es un militar comprometido en la patriótica conspiración.

– Pero en algo se fundará para hacer tales afirmaciones.

– En nada absolutamente, querida hija. El doctor O’Conell tuvo con él una larga conferencia, de la que yo fuí testigo, y en ella no se trató nada que pudiera servir de base a tales ilusiones. Es verdad que el conde habló de Gibraltar con esa exaltación que siempre le acomete cuando trata de ese plan tan funesto para su razón; pero el doctor, ocupado en observarlo, apenas si le contestó, fijándose únicamente en las muestras que daba de enajenación mental. Salimos mi amigo y yo de la visita, sin que pudiera imaginar el efecto que ésta había de producirle, y al día siguiente, al volver aquí, mi sorpresa no tuvo límites cuando el conde me preguntó por el capitán O’Conell, y si éste tardaría mucho en indicarle, por conducto mío, el momento oportuno para dar el golpe sobre Gibraltar. Pero mi asombro se trocó en miedo cuando me habló de traer de Navarra hombres de confianza y comprar armas. Temblé, pensando en los terribles compromisos que su locura iba a traer sobre esta casa, para mí tan querida, y busqué inmediatamente al amigo Peláez, encargándole que estudiase atentamente la enfermedad del conde.

Doña Fernanda estudiaba fijamente a su poderoso amigo, como si intentase adivinar en su frente pensamientos muy opuestos a su palabra.

La aristocrática devota se había rozado demasiado con gentes cuya facultad predominante era la astucia, para no presentir que allí debía haber algo extraño e importante, que el buen padre le ocultaba.

Sentíase inclinada a la desconfianza, pero, al mismo tiempo, era tan pura la mirada del jesuíta, tenía su rostro tal expresión de inocencia, que la devota se sentía arrepentida de sus sospechas.

El padre Claudio podía jactarse de ser dueño absoluto de su voluntad y tener en la baronesa una sierva sumisa.

No; ella, a pesar de todos sus presentimientos, no quería recelar nada; no se sentía capaz de pensar mal de su poderoso amigo, y estaba dispuesta a creer a ojos cerrados cuanto el jesuíta le dijera.

Además, no le desagradaba aquello de que el conde fuese declarado loco, y pensaba con fruición en que por tal procedimiento se realizarían sin obstáculo alguno los planes que sobre el porvenir de Enriqueta se había forjado ella y el jesuíta.

Pensando en tan halagüeña idea, se le escapó una sonrisa de complacencia, y como llama de atalaya que hace una señal en la oscuridad de la noche, en el fondo de la mirada del padre Claudio brilló una luz fugaz y extraña. Aquel chispazo contestaba a la sonrisa. Se daban ya por entendidos el maestro y la discípula.

Doña Fernanda se había decidido ya a creer en la locura de su padre. Ella sabía lo que significaba tal locura sobreviniendo poco después de negarse el conde a las demandas del jesuíta; pero sentía tranquila su conciencia, más que todo por la naturalidad simple y terrible que presentaba el asunto, y que hacía honor a la preparación jesuítica.

La cosa era sencilla y no daba lugar a dudas. Baselga ya no era el mismo de un año antes. Se había fijado tenazmente en su cerebro un plan imposible, y el que antes era un ser misantrópico y silencioso, mostrábase ahora exaltado y locuaz. Esto no era suficiente para declarar a un hombre loco; pero allí estaban, como acusaciones poderosas e indestructibles, el empeño en convertir a un sabio doctor en capitán del ejército inglés, la llamada de aquella turba de feroces navarros, la compra de armas y, sobre todo, el testimonio del doctor Peláez, aquella lumbrera científica del mundo elegante, que golpeándose el pecho con sus rudas manazas, manifestábase dispuesto a jurar ante Dios, si era preciso, que Baselga estaba más loco que muchos reclusos en los manicomios.

Ella volvía a repetirse que no sentía intranquilidad en la conciencia. Tenía la obligación, como buena católica, de creer a un santo varón tan respetable como el padre Claudio, y desechaba, como inspiraciones del demonio, las sospechas que la acometían. Ella no pecaba creyendo a su padre loco, aunque la razón le aseguraba todo lo contrario. Se lo decía el respetable jesuíta, y ella, con creerlo, quedaba libre de toda responsabilidad. ¡Oh! ¡Cuán cómoda era aquella fe!

El padre Claudio adivinó, con su natural perspicacia, lo que pensaba aquel ser tan supeditado a su voluntad, y seguro ya de su obediencia siguió adelante.

Habló a la baronesa de la necesidad en que estaba de prevenir los peligros que pudiera ocasionar la locura de su padre, y le pintó con sombríos colores cuál iba a ser la suerte de éste, si permanecía libre, como hasta el presente.

– Tú no llegas a imaginarte lo peligroso que es para su familia, y hasta para su propia persona, un loco dominado por tan extraña manía como la del conde. Hasta la paz de la nación peligra, si tu padre permanece, como hasta el día, dueño por completo de sus acciones. Figúrate que mañana mismo, tenaz en su idea de que el doctor O’Conell es un capitán que le ayuda dentro de la plaza de Gibraltar, se le ocurre valerse de sus armas y de esos hombres que ha reunido, y se dirige a la posesión inglesa, intentando entrar en ella en son de guerra. Las autoridades británicas, que no reparan gran cosa en apreciar locuras, lo ahorcarán, indudablemente, en tal caso, y todo el mundo te señalaría a ti como responsable de tan afrentosa muerte, pues, conociendo a tiempo su locura, no habías evitado sus consecuencias.

– ¡Jesús! – exclamó la baronesa con afectado horror, tapándose el rostro con las manos.

– Vamos, hija mía; hay que tener presencia de ánimo y no entregarse al dolor. Hoy aún estamos a tiempo para evitar tales horrores, si es que tú tienes la suficiente firmeza para adoptar una resolución que ponga en seguro la existencia de tu padre y la paz de esta casa.

– ¡Oh, diga usted, reverendo padre! ¿Qué debo hacer?

– Ante todo hay que buscar a varios doctores de reconocida capacidad, para que celebren una consulta sobre la salud del conde, y enterados suficientemente de sus nuevas costumbres y extrañas ideas, digan si está loco o no.

 

– Estoy dispuesto a ello, y llamaré a los doctores que usted me indique.

– Basta con que llames a uno; los otros los convocará el doctor Peláez, que puede apreciar mejor que nosotros el mérito de sus compañeros de Facultad.

– ¿A quién tengo que llamar yo?

– Al doctor Zarzoso, ese célebre catedrático de la Escuela de Medicina, que tanto ruido mueve con sus conferencias públicas sobre enfermedades mentales. ¿A quién mejor podemos confiar el diagnóstico de la enfermedad de tu padre? ¡Oh! Estáte segura de que si don Antonio Zarzoso nos declarase locos a nosotros dos, no habría nadie en el mundo que dudase de sus palabras. Puedes escribirle hoy mismo, rogándole que te diga a qué hora podrá venir mañana a examinar al conde. El tal doctor es un hombre de perversas ideas políticas, un revolucionario recalcitrante, que, aunque valiéndose de rodeos, aprovecha todas las ocasiones que se le presentan para atacar nuestra santa fe; pero sabe mucho, es un portento de ciencia, y en ocasiones como ésta, resulta necesario valerse de sus superiores conocimientos.

– Le llamaré, reverendo padre. Un criado le llevará inmediatamente mi carta, en que le rogaré venga mañana mismo.

– El doctor Peláez vendrá con los dos compañeros que elija, y la consulta se llevará a cabo. Yo, en interés tuyo y de esta casa, me resignaré a asistir a la consulta, pues tal vez el doctor Zarzoso quiera interrogarme sobre las costumbres y el carácter del conde.

– ¡Oh, gracias, padre mío! ¡Cómo agradecer tantas bondades!

Hablaron aún mucho rato el jesuíta y la baronesa sobre la locura del conde, y cuando el primero hubo determinado bien hasta en sus últimos detalles lo que su aristocrática subordinada debía decir en la consulta del día siguiente, se despidió de ella, alegando sus muchas ocupaciones.

Al atravesar la antecámara el padre Claudio habló con el ayuda de cámara del conde:

– ¿Está el doctor Peláez con tu señor?

– Sí, reverendo padre. ¿Quiere usted que le dé algún recado?

– Ahora, no; sería interrumpir su conversación con el conde y estorbarlos en importantes ocupaciones. Si tarda en marcharse, puedes entrar de aquí a una hora, y decirle que le aguardo en mi casa.

El padre Claudio se fué.

Cuando una hora después el doctor Peláez entró en el despacho del poderoso jesuíta, estaba éste completamente sólo y papeleando con la misma suprema atención que cuando era joven. Aquel hombre se sentía en su elemento y experimentaba un inmenso placer cuando hojeaba aquellos legajos, inmenso registro de las vidas de muchos miles de seres, que encerraba secretos importantes y era como un cementerio moral, donde dormían los hombres más conocidos, mostrando el esqueleto descarnado de su vida, el carácter secreto, sin convencionalismos sociales que encubren los defectos, ni excusas engañosas que desfiguran los crímenes. Revolviendo aquella necrópolis de papel emborronado, el padre Claudio se agigantaba, apreciando en toda su magnitud su poderosa omnipotencia, y al tomar en sus manos uno de los legajos, su peso le parecía el del mundo entero, que podía estrujar a su placer.

El doctor Peláez entró en el despacho transfigurado. A sus elegantes clientes les hubiese costado algún trabajo reconocer en aquel hombre grave, cabizbajo y con aire de siervo rastrero que se humilla, su doctor alegre, chismoso y bromista, que tanto alegraba a los enfermos.

El padre Claudio le miró de un modo muy distinto que cuando lo encontraba en los salones de la alta sociedad.

Ahora ya no eran dos amigos, sino que el subordinado comparecía ante el superior omnipotente y absoluto.

– Siéntese usted, doctor – dijo el padre Claudio – ¿Cómo está el conde?

– Lo mismo que siempre. Esta tarde, como de costumbre, hemos hablado de Gibraltar. Dice que sólo espera el aviso de O’Conell, y que todo lo tiene preparado para ponerse en camino y dar el golpe.

– ¿A qué altura se encuentra su demencia?

– Reverendo padre, el conde está tan loco como vuestra paternidad y como yo. Es cierto que en él hay algún desarreglo de las facultades mentales, que esa idea de conquista le obsesiona, hasta el punto de excitar demasiado su imaginación; pero de esto a la locura hay mucha distancia.

El padre Claudio hizo un gesto terrible, y el médico tembló.

– Doctor Peláez, es usted un imbécil, que no sabe una palabra de medicina. Yo le digo a usted que Baselga está loco.

Y al decir esto miraba con tal aire de autoridad avasalladora a Peláez, que este, como si fuese el eco de las palabras del jesuíta, dijo rotundamente:

– Está loco, efectivamente.

– Muy bien; veo que ya va sabiendo usted algo más de medicina. El conde de Baselga está loco, y en la consulta que usted, como médico de la casa, tendrá mañana con el célebre alienista Zarzoso, es preciso que sepa relatar perfectamente la historia de la enfermedad y que cuente todos los detalles justificativos, de modo que nadie pueda dudar que el conde es víctima de una enajenación mental. Resulta esto necesario para que la familia pueda conducirlo a un manicomio.

– Difícil es eso, reverendo padre.

– Claro, es más fácil contar chascarrillos en las tertulias y alborotar a las pollas con cuentecillos de color de rosa; pero aquí no lo hemos encumbrado a usted por el gusto de que la aristocracia tenga un bufón más, sino para que nos sirva siempre que lo necesitemos. Usted no está autorizado para decir si una cosa es fácil o difícil; usted lo que debe hacer es cumplirla a ojos cerrados, y… en paz.

– La cumpliré, reverendo padre. Sólo temo no saber hablar de un modo que convenza a mis colegas.

– Yo estaré allí.

– De ese modo ya estoy más tranquilo.

– Ya puede usted apreciar el modo más adecuado de hacer la historia de la locura de Baselga. He aquí la síntesis: primero, un hombre ensimismado, malhumorado, misántropo; después, se le ve dedicarse con ahinco a los estudios militares, habla de gloria a todas horas, cambia de carácter rápidamente, se irrita con frecuencia, al mismo tiempo que siente retoñar en él los apetitos juveniles, y se lanza al mundo elegante de que antes huía bailando como un muchacho y adoptando el aspecto de un viejo verde. La idea absurda y estupenda de conquistar a Gibraltar la acaricia en secreto, y al fin acaba por revelarla a varios amigos de confianza. Yo, que soy uno de éstos, y a quien empiezan a inspirarle cuidado las ideas estrambóticas del conde, aprovecho el rápido paso por Madrid de un amigo mío, renombrado médico irlandés, llamado O’Conell, y lo llevo a casa de Baselga. La conferencia es tranquila. El conde habla, como siempre, de su plan sobre Gibraltar; el médico le contesta cuatro generalidades, con el único fin de hacerle hablar más y estudiar mejor su pensamiento, y termina la visita, sin que ocurra ningún incidente y sin que O’Conell dé motivo alguno para que el pobre loco crea que él es un capitán del ejército inglés que se propone ayudarle en la conquista del Peñón. Al día siguiente, yo veo con el mayor asombro que el conde tergiversa las cosas del modo más lamentable, y que tiene por militar al que sólo es doctor, y supone que dentro de la posesión inglesa hay quien secunda sus planes. Esto me produce una inmensa alarma, y entonces yo le busco a usted para que estudie la enfermedad del conde, y usted, por datos que tendrá recogidos, probará claramente a sus colegas que Baselga está loco de remate, añadiendo que tan tenaz es su manía patriótica y conquistadora, que también lo considera a usted como uno de los conjurados y le expone sus planes. Además, puede usted asegurar al doctor Zarzoso, que a él, en el momento que visite al conde, también éste lo considerará como auxiliar para la conquista.

– Pero… reverendo padre. ¿Cómo vamos a conseguir esto último? ¿Y si el conde recibe a mis colegas como simples médicos y no quiere hablar de su famoso proyecto? ¿Cómo nos arreglaremos entonces para probar su locura?

– No se ocupe usted de eso, señor Peláez. Es cuenta mía, y ya sabré yo arreglar las cosas para que el éxito sea a nuestro gusto.

– Procuraré, reverendo padre, cumplir sus órdenes y proceder de modo que la Orden no quede descontenta de mí.

– Hará usted perfectamente. Esta es la primera vez que necesitamos de sus servicios para un asunto serio. Hasta ahora no ha hecho usted más que vigilar por nuestra cuenta a ciertas familias y darnos relación exacta de sus acciones. Servicios de poca importancia, menudencias que no merecen mucho agradecimiento. Ya empieza usted a devolver lo mucho que nos debe, y es preciso que en este asunto se extreme y aguce el ingenio para que no podamos tacharle de ingrato. Piense usted, ante todo, que si hoy se ve bien recibido en la alta sociedad y vive en la opulencia, a nosotros nos lo debe, y que así como lo hemos elevado, podemos hacerle caer en la ruina de un solo golpe. Procure, pues, no dejar descontenta a la Orden.

– Reverendo padre: soy de la Compañía en cuerpo y alma.

– Pues a eliminar al conde de Baselga del mundo de los cuerdos.

– O el doctor Peláez no sirve para nada, o mañana el conde es declarado loco.

– Así sea, querido doctor. Con ello libraremos a una familia católica del yugo de una obstinación impía, y la Orden recibirá un refuerzo de importancia para continuar su obra sublime de conquistar el mundo en nombre de Cristo. Considere usted si el servicio que yo le exijo es meritorio y digno de santa alabanza.

XXIII
Baselga convertido en mosca

La baronesa de Carrillo vivía en el palacio de su padre con completa independencia.

Ocupaban sus habitaciones una gran parte del primer piso, y sólo dos o tres piezas, las más sombrías, por tener sus vistas al patio, eran las reservadas al jefe de la familia, que vivía en completo aislamiento, y únicamente iba en busca de su hija Enriqueta cuando tenía que acompañarla a una fiesta de sociedad.

Entre las habitaciones de la baronesa y las del conde, aunque sólo estaban separadas por la antecámara, padecía mediar un abismo.

El odio de la falsa hija y la indiferencia del padre, que sabía bien a qué atenerse acerca de la sangre que circulaba por las venas de la baronesa, impedían toda relación entre los dos, y de aquí que sólo se viesen en el comedor, donde cambiaban algunas frías palabras.

Esta falta de comunicación en que ambos vivían creaba en aquella casa dos mundos distintos que seguían sus rumbos, sin rozarse ni aparentemente el uno con el otro.

Baselga no ponía nunca los pies en las habitaciones de su hija mayor ni se preocupaba de las visitas que ésta recibía y de sus rústicas tertulias.

En cuanto a la baronesa, ésta no se preocupaba aparentemente de la vida que hacía su padre, ni hacía preguntas a sus enviados; pero era porque su chismosa doncella, mediante generosas recompensas, se encargaba de averiguar lo que el conde hacía desde la mañana hasta la noche, y qué gentes entraban a visitarle en su despacho.

A esta separación era debido que Baselga no se enterase de lo que contra él se tramaba en el salón de su hija, ni se apercibiera de las personas a quienes ésta recibía.

De este modo, nada supo de la reunión que se verificaba en dicha pieza a las once de la mañana, o sea a la hora en que él, con los codos apoyados en su mesa de trabajo y la cabeza entre las manos, reflexionaba sobre su célebre plan, que nunca se cansaba de acariciar.

Media hora antes había estado con él su íntimo amigo, el padre Claudio, para anunciarle de allí a poco rato la visita de tres individuos del Comité patriótico que dirigía Peláez, las cuales se mostraban ansiosos de conocer al gran hombre encargado de dar el golpe sobre Gibraltar.

El jesuíta había salido poco después, anunciando que iba a visitar a la baronesa en sus habitaciones, y, efectivamente, allí estaba hablando con ella, en un rincón, explicándola con cierta vehemencia el modo como debía recibir al doctor Zarzoso.

De pie, junto a una ventana, estaba Peláez mirando atentamente a la calle, y sentados en grandes sillones, con la expresión de hombres que se encuentran en un sitio que no les inspira confianza, figuraban los dos médicos que el doctor de la aristocracia había buscado para que sirviesen como de coro a la consulta médica que se preparaba.

Eran dos facultativos insignificantes, dos médicos vulgares, a quienes protegía Peláez, dándoles las migajas de su clientela, y de los que disponía a su antojo como verdaderos autómatas.

A pesar de su título académico, consideraban a Peláez como un oráculo; su falta de ciencia les hacía creer, como a toda la alta sociedad, que el aristocrático médico era un portento de sabiduría, y bastaba que éste abriese la boca para que los dos acólitos comenzasen a mover la cabeza para apoyar con signos de aprobación todas sus palabras.

 

Paró en la calle un carruaje, y Peláez se retiró de la ventana, diciendo con precipitación:

– Ya está ahí. Su berlina ha parado en la puerta.

El rato que transcurrió hasta la presentación del famoso catedrático, lo empleó la gente que estaba en el salón en colocarse convenientemente.

Los dos médicos limitáronse a incorporarse un poco en sus sillones; pero la baronesa y el jesuíta levantáronse de sus asientos para colocarse en el sofá, donde doña Fernanda, estrujando nerviosamente su pañuelo y ladeando dolorosamente su cabeza, tomó una actitud trágica.

El padre Claudio estaba a su lado como esforzándose en inspirarla valor, y Peláez colocóse modestamente en un ángulo del salón con toda la actitud de un hombre eminente, que, en obsequio a un sabio que le sobrepuja, quiere hacerse pequeño e insignificante.

Un criado anunció al doctor Zarzoso, y éste entró inmediatamente en el salón.

Era un hombre de cincuenta años, de estatura regular, que disminuía una excesiva obesidad; de rostro cetrino, cano bigote cortado a cepillo, cráneo algo despoblado y reluciente, y frente anchurosa, cruzada por una arruga vertical que nacía entre las dos cejas y que se marcaba de un modo alarmante apenas estallaba en él el mal humor.

Todo en él denotaba a un hombre testarudo e inflexible, capaz de reñir a puñetazo limpio con la ciencia, si ésta, después de hacerle entrever alguno de sus misterios, se empeñaba en ocultárselo.

Llevaba un gabán azul abrochado hasta el cuello y muy estrecho, por lo que marcaba demasiado su prominente abdomen, y sus ojuelos brillaban tras los cristales de sus gafas de oro, con la expresión de un hombre desconfiado y tosco, que en su franqueza llega, sin notarlo, hasta la grosería.

Era el verdadero tipo de sabio que aparece en comedias y novelas, y que ha llegado a hacerse popular. Su despreocupación era ya legendaria en la escuela de Medicina; sus frecuentes distracciones, muchas veces de carácter cómico, daban mucho que reir a alumnos y practicante, y resultaba típico en él su odio a esas ridículas conveniencias sociales creadas por la aristocracia.

Aborrecía el “confort”, se burlaba de modas y recordaba con fruición la feliz edad en que no había encontrado aún un inteligente protector que le dedicase a la ciencia costeándole la carrera, y era él todavía un aprendiz de carpintero, travieso como un diablo, que con el saquillo al hombro iba al taller peleándose de paso con todos los chiquillos de la calle. Empeñado en recordar su primera edad, el doctor Zarzoso, el profesor insigne a cuyas conferencias sobre enfermedades mentales acudía todo el mundo científico y literario de Madrid, y de cuya sabiduría se hacían lenguas todas las revistas profesionales de Europa, hacía la vida de un obrero: comía tan “vulgarmente” como un albañil, y con una tiranía que resultaba chusca, dirigía las más atroces censuras a aquellos de sus jóvenes discípulos que, deseosos de deslumbrar a elegantes hermosuras, vestían con arreglo a la última moda.

Sus opiniones políticas y religiosas eran el perpetuo motivo de entusiasmo de sus alumnos, y la conversación obligada en los salones de esa clase social que, inspirada por el fanatismo, arrastraba a su casa un pedazo de Iglesia.

Aquel hijo del pueblo, elevado a las sublimes alturas de la ciencia por sus propios esfuerzos y por la característica terquedad que le hacía pasar por encima de toda clase de obstáculos, inspiraba un terror casi supersticioso a las buenas gentes devotas.

Sus explicaciones materialistas, aquel ateísmo de que hacía gala con cierta afectación, sin duda porque le divertían los aspavientos de los fanáticos escandalizados, formaban alrededor de su nombre una terrible leyenda.

A pesar del horror que sentía hacia su persona la gente devota y esa inmensa masa indiferente que no cree en nada, pero que se muestra profundamente religiosa mientras esto le produce algún resultado material, nadie ponía en duda sus conocimientos científicos, y era general la opinión de que nadie como él podía dedicarse con gran éxito a la curación de las enfermedades.

Era un hombre terrible, un réprobo, un monstruo, un insensato que no creía en Dios ni en los reyes, que se mostraba partidario de la República y hablaba pestes contra el Papa, pero a pesar de esto, no había familia aristocrática ni príncipe de la Iglesia que vacilase en llamarle apenas tenía necesidad de sus servicios.

En sus relaciones con los clientes, tenía el doctor Zarzoso grandes extravagancias, según afirmaban sus compañeros de Facultad.

Una vez se hizo pagar dos mil duros por haber curado a un opulento canónigo de una enfermedad mental casi insignificante. Esto nada tenía de particular, según sus compañeros; pero lo que en su concepto resultaba absurdo es que al mismo tiempo dedicase gran parte de su tiempo e hiciese nuevos estudios para la curación de un cerrajero, al que apenas conocía, y a quien el doctor tuvo que conducir por fin a un manicomio, entregando antes a su mujer los dos mil duros del canónigo para que se dedicara a una pequeña industria y mantuviera a sus cuatro hijos.

El doctor Zarzoso se indignó de un modo terrible un día que se atrevieron a preguntarle por qué procedió de aquel modo.

– Déjenme ustedes en paz – gritó dirigiéndose a los otros catedráticos – . Si yo tuviese el poder que se le supone a ese tal Dios a quien nadie ha visto, irían las cosas de otra manera, pues sería un terrible nivelador. Entretanto, procuro quitar lo que puedo a los favorecidos por el reparto social para dárselo a los despojados que mueren de miseria.

Eran horribles las teorías de aquel sabio endemoniado. Con ellas, ¿a dónde iría a parar el mundo?

Las gentes indiferentes sólo reconocían en el doctor un gran defecto, y éste tan arraigado, que difícilmente podría nunca despojarse de él.

Era tan apasionado por sus ideas políticas y religiosas, y tan rudamente se encastillaba en ellas, que miraba con odio a todos los que no pensasen del mismo modo que él, y si buscaban los auxilios de su ciencia, los trataba con tantos escrúpulos como un brahmán que se viera obligado a poner sus manos sobre un paria de la India.

Toda la inmensa paciencia y los cuidados maternales que dedicaba a cuantos enfermos no le inspiraban ninguna preocupación, lo trocaba en mal humor y aspereza cuando tenía que curar a algún ser que en su época de sana razón se había distinguido como ardiente defensor de rancias y tradicionales ideas.

En él estaba arraigada la creencia de que todo fanático es un loco; pero no quería comprenderse en esta regla general, porque nunca llegó a pensar que él fuese otro fanático, aunque de las ideas más opuestas.

Al entrar el doctor en el salón de la baronesa, todos los hombres se levantaron, haciéndole un respetuoso saludo.

El señor Zarzoso, al ver a doña Fernanda, que suponía sería la señora que le había llamado, avanzó hacia donde ella estaba, dirigiendo al mismo tiempo una escudriñadora mirada a las otras personas que ocupaban el salón.

Tanto el padre Claudio como los dos médicos le eran desconocidos personalmente; pero al mirar al doctor Peláez hizo un gesto de desagrado, como si se encontrara en presencia de una persona molesta y antipática.

El sabio, cuya rudeza casi era legendaria, odiaba con todo su apasionamiento característico a aquel médico aristocrático, bufón científico, que cifraba todo su renombre en hacer reir a los enfermos de alta categoría.

El tal Peláez venía a ser la continua preocupación del doctor Zarzoso. Por esto le agobiaba con burlas crueles y sarcasmos terribles; pero el aristocrático doctor, ducho en el arte de doblar reverentemente el espinazo, contestaba siempre con lisonjas y adulaciones, lo que aumentaba todavía más el mal humor en el rudo sabio, puesto que odiaba aún más los procedimientos rastreros que el charlatanismo científico.