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La araña negra, t. 4

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El jesuíta se negó a que el conde les acompañara hasta la puerta de la escalera, y al pasar por la antesala y ver al ayuda de cámara del conde, que le saludaba reverente, dijo con afectación a su acompañante:

– Pocas horas le quedan a usted, "señor doctor", para sus asuntos, si es que quiere coger el tren de esta noche.

El criado se fijó con curiosidad en el "señor doctor", y el jesuíta, con un ligero gesto, pareció indicar que esto era lo que deseaba.

Ya estaba el padre Claudio en la escalera, cuando volvió atrás, y con aire distraído preguntó al criado:

– ¿Me has dicho antes que la señora baronesa había salido?

– Sí, reverendo padre. Creo que hoy tiene reunión de cofradía en San José.

– Lo siento; quería presentarle al doctor O’Conell, ese sabio irlandés que viene conmigo.

El criado creyó de su deber hacer una profunda reverencia a aquel sabio, que le volvía las espaldas y bajaba la escalera canturreando.

En la puerta del palacio esperaba una elegante berlina, y a ella subieron los dos hombres.

Cuando el coche partió, el capitán O’Conell lanzó una carcajada sonora, que hizo temblar los vidrios de las ventanillas, y dijo a su acompañante:

– ¿Eh? ¿Qué tal, reverendo padre? ¿Soy buen actor? ¿Sé desempeñar bien una farsa? De seguro que vuestra reverencia no esperaba tanto de mí.

– Has estado bien, Daniel Clark, y no desmientes que eres hijo del viejo James Clark, que en su tiendecita de Gibraltar se ha acreditado como el más astuto truhán que compra, cambia y presta a todo el mundo. Tenías un aire completo de militar inglés, y nadie hubiese dicho que te has pasado la vida regateando con los judíos del Peñón, prestando al doscientos por ciento o embarcando contrabando.

– ¡Oh! Para fingir me reconozco con algunas facultades; puedo asegurarlo, aunque falte con ello a mi natural modestia.

– Ahora, truhán, lo que debes hacer es salir esta misma noche de Madrid. Vete a Gibraltar, o al infierno; lo importante es que aquí nadie se pueda fijar en ti. En ciertos negocios tiene más mérito que el trabajo el saber desaparecer a tiempo.

– Me iré; perded cuidado. El valiente capitán O’Conell toma el petate, o, si os parece mejor, el señor doctor se va. Y, a propósito, una pregunta, reverendo padre: ¿qué es eso de señor doctor?

El padre Claudio contempló el gesto de malicia con que su compañero le hacía esta pregunta, y fríamente, subrayando sus palabras con aquella sonrisa especial, tan temida por algunos, le dijo:

– Señor Clark, hay cosas que muchas veces producen al que las sabe terribles daños; por tanto, hará usted muy bien en no querer averiguar el por qué le haya yo llamado así o de otro modo. He dicho "señor doctor" porque me ha dado la gana. Ya está usted contestado; ahora, cada uno a sus negocios.

XXI
La confesión

La Colegiata de San Isidro, a las cinco de la tarde, ofrecía el aspecto sombrío, frío y desnudo que presenta toda iglesia a la hora en que los fieles no llenan sus naves y los santos quedan en esa soledad absoluta y vacía, semejante a la de los muertos en olvidado cementerio.

No había bajo las sombrías bóvedas del templo otros vestigios de la vida exterior que los hilillos del mortecino sol, que, filtrándose por las altas y pintadas ventanas, trazaban en la pared frontera algunas tibias manchas de luz, y el zumbido que la calle de Toledo, arteria popular, siempre rebosante en vida y movimiento, lanzaba al interior del desierto templo.

En las sombras que envolvían el altar mayor y en la obscuridad de las capillas laterales, brillaban algunos cirios y lámparas, con la misma luz indecisa y tímida de las estrellas entre los nubarrones de una noche tempestuosa, y de vez en cuando, el suelo conmovíase, repercutiendo con agigantada vibración la pisada del sacristán y los acólitos, que iban de un lugar a otro, ocupados en faenas de embellecimiento y aseo.

Golpes sordos sonaban en las capillas, anunciando la “toilette” de los santos, que los dependientes de la iglesia hacían con sus zorros, sacudiendo el polvo a los mantos bordados y a las cabezas de cartón piedra, que a la mañana siguiente, rodeados de cirios y de flores, habían de recibir la oración de los fieles, arrodillados reverentemente ante ellos.

Las gastadas baldosas exhalaban perniciosa humedad donde no estaban cubiertas por una áspera estera de esparto, mugrienta y gastada por el roce continuo de pies y rodillas, y en el ambiente se respiraba ese calor pegajoso y caliente propio de los locales donde muchos respiran y es escasa la ventilación.

Sentadas en taburetes de tijera estaban cerca del altar mayor unas cuantas viejas que permanecían inmóviles, confundiendo sus perfiles en la sombra, y con todo el misterio y el aspecto tenebroso de las brujas que aguardaban a Mácbeth al borde del camino.

Cada vez que la cancela de la gran puerta se abría, anunciándolo el chirrido de sus viejos goznes y el sordo chocar de las maderas, las viejas volvían la cabeza con curiosidad, y una vez se borraba la mancha de luz que dejaba entrar la puerta entreabierta, volvían a su inmovilidad de momias y seguían en sus asientos, convencidas de que ya que nada tenían que hacer, era mejor permanecer en el templo, que ya consideraban como su propia casa.

Oyóse el ruido de un carruaje, que paró a la puerta de la iglesia y esta vez la curiosidad de las beatas fué mayor.

Abrióse la cancela y entraron dos señoras, vestidas de negro y con mantilla.

Las viejas pudieron ver bien a aquellas dos elegantes, que se persignaban en el espacio de luz que dejaba entrar la puerta, todavía abierta; pero no las conocieron.

No era extraño, pues la baronesa de Carrillo y su hermana Enriqueta visitaban muy de tarde en tarde la iglesia de San Isidro, a la que no tenían gran afición por estar enclavada en un barrio popular y ruidoso.

En cambio, el padre Claudio la tenía gran cariño; llamábale su templo, y a él hacía ir a cuantas amigas merecían el alto honor de que él las oyera en confesión. La Colegiata de San Isidro la consideraba él como una finca propia, y relataba a los allegados que le pedían el motivo de tal predilección, cómo uno de sus antecesores en la dirección de la Compañía en España, la había construido en 1561 con los legados que para tal objeto dejó la Emperatriz de Alemania doña María.

Buscando, pues, al padre Claudio iban las dos señoras a tal iglesia, y cuando se vieron envueltas por completo en las tinieblas esparcidas por las naves, sus ojos, acostumbrados a la luz del sol que bañaba las calles, no pudieron distinguir lo que les rodeaba.

Enriqueta se asió a la falda de su hermana, y ésta fué avanzando con cierta seguridad, dando a entender que el terreno no le era del todo desconocido.

– A la derecha – murmuraba la baronesa – , en la penúltima capilla, está el confesonario. Allí vendrá.

Y acostumbrada a aquella oscuridad en la que se iban marcando los perfiles de los objetos, avanzó rectamente hacia el punto que indicaba, llevando siempre a remolque a su hermana.

Cuando llegaron a la capilla sentáronse en un banco de madera, que ceñía el fuste de una columna, y aguardaron pacientemente. La baronesa sacó de su manguito un elegante rosario de oro y perlas, y se puso a rezar. Enriqueta abismóse en sus pensamientos.

Iba a confesarse con el padre Claudio, accediendo a los ruegos de la baronesa, que ya no la maltrataba, como dos meses antes, contentándose ahora con rogarle con aire imperativo.

Doña Fernanda, que respetaba mucho a su padre, el conde, sólo porque le temía, se había abstenido de seguir educando a su modo a Enriqueta, y procuraba no hablar ni incidentalmente de aquella pasión, cuyo descubrimiento tan grave escándalo había producido.

La ausencia de Tomasa, su eterna rival, la tranquilizaba, comprendiendo que esto alejaba el peligro de que volvieran a reanudarse los amoríos de su hermana con aquel capitán Alvarez, contra el que ella sentía un odio mortal.

La afición que el conde de Baselga había adquirido recientemente a la vida de los salones, y a la que arrastraba a su hija, inquietaba un poco a la baronesa, que temía que la coquetería elegante borrase a Enriqueta las huellas de la educación mística que se había esforzado en darla.

Una cosa tranquilizaba a doña Fernanda, y era la seguridad de que su hermana, obedeciendo a su padre, había roto sus relaciones con el capitán Alvarez. Esto lo sabía por el padre Claudio, que la había manifestado algo de su conferencia con el militar, aunque cuidándose de ocultar ciertos detalles.

Enriqueta era para ella más fácil de dominar olvidando aquel amor que cambiaba completamente su carácter y convertía en altivez e independencia su habitual humildad.

Un día tuvo doña Fernanda un disgusto. Al pasar junto a una ventana de su salón, vió parado en la acera de enfrente al capitán Alvarez, que espiaba la casa como buscando una ocasión para comunicarse con su amada.

El militar estaba en una situación que juzgaba insostenible. Nada sabía de Enriqueta; había buscado al padre Claudio varias veces, sin lograr nunca encontrarlo, e ignoraba cómo marchaba la negociación amorosa que le había encargado, como también si la joven sentía por él algún cariño o había olvidado totalmente su pasión, siendo verdad cuanto le decía en la funesta carta.

Por esto, agitado por crueles dudas y deseoso de salir de ellas cuanto antes, el capitán rondaba la casa de Baselga con la esperanza de encontrar el medio de hacer que llegase una carta suya a Enriqueta. Por desgracia, tropezaba con obstáculos do quiera se dirigía. La servidumbre huía de él, haciéndose sorda a sus ruegos por temor a la ira del conde de Baselga, y Enriqueta no se asomaba nunca a los balcones, y si salía de casa, era acompañada siempre por su hermana o su padre.

La baronesa se alarmó ante aquella inesperada aparición. ¡Cómo! ¿El botarate todavía insistía en sus pretensiones amorosas? Habría que consultar el asunto con el sabio jesuíta.

 

Este no mostró extrañeza alguna al tener noticia de los actos de Alvarez. Limitóse a sonreir, como siempre, y con tono de omnipotencia aseguró que él tenía el medio para anular y hacer desaparecer a aquel hombre peligroso; y que si no lo hacía inmediatamente, era porque aún no había llegado la hora oportuna.

A pesar de esto, los dos compadres religiosos trataron con interés del porvenir de Enriqueta, asunto que les preocupaba. Había llegado, según la opinión del padre Claudio, el instante oportuno para trabajar. Enriqueta era probable que, deslumbrada por el brillo de la vida elegante, se hubiese olvidado de aquel amor romántico, obstáculo hasta entonces de gran importancia, y resultaba necesario reconquistar prontamente su voluntad, antes que echasen raíces en ellas las seducciones del gran mundo y se comprometiese amorosamente con algún joven que, por su nacimiento y su fortuna, admitiese el conde de Baselga como yerno.

Para desviar a Enriqueta del camino en que estaba y atraerla nuevamente a la senda de la devoción, disponía de un medio tan seguro y poderoso como es el confesonario, y quedó decidido que doña Fernanda, con su hermana, fuesen al día siguiente a la Colegiata de San Isidro, donde el buen padre tenía su cajón, en que depositaban sus extravíos todas las pecadoras de la aristocracia.

Por esto, a la caída de la tarde del día siguiente, las dos hijas del conde de Baselga entraban en la iglesia de la calle de Toledo.

El padre Claudio no había llegado aún, y mientras se retardaba el instante de la confesión, Enriqueta pensaba con terror en aquel acto en que tendría que revelar todos sus secretos a un sacerdote, que a pesar de sus amables sonrisas y pegajosas bondades, le inspiraba siempre un terror casi supersticioso.

Era la primera vez que se confesaba con el padre Claudio. Hasta entonces, el sagrado depositario de todas sus faltas había sido el mismo director espiritual de la baronesa, aquel padre Felipe, en quien ella reconocía instintivamente una imbecilidad inalterable, y que oía su confesión con la boca seca, brillantes los ojos, algo temblonas las manos, y complaciéndose en enviar a través de la mugrienta rejilla hasta aquel rostro aterciopelado, su caliente resuello cargado de los vapores grasientos de una digestión larga y difícil.

El padre Felipe era benévolo hasta la exageración. Todo lo encontraba bien, todo lo excusaba, y si la joven parecía reservarse algo en su confesión, él tampoco mostraba gran interés en descubrirlo.

Pero, ¡el padre Claudio!.. Este nombre alarmaba a Enriqueta, quien, si en aquellos momentos de espera estaba pensativa, era porque rebuscaba en su imaginación el medio de salir del atolladero, evitando decir cosas que ella tenía gran interés en ocultar.

Resonó débilmente el pavimento con unos pasos menudos y ligeros, que parecían de mujer y en el oscuro arco que daba entrada a la capilla, dibujóse el contorno de un clérigo, al mismo tiempo que la mortecina luz de una lámpara hacía surgir de la sombra el rostro del padre Claudio, dándole un tinte rojo.

Las dos mujeres se levantaron respetuosamente, y el jesuíta pasó ante ellas grave, contra su costumbre, limitándose a saludarlas con una ceremoniosa inclinación de cabeza.

El acto comenzaba con la gravedad necesaria para que la joven comprendiese que no iba a confesarla el amigo de su familia, que iba con frecuencia a reir y decir bromitas en el salón de doña Fernanda, sino el ministro de Dios.

Oyóse el choque seco de la portezuela del confesonario al cerrarse, revolvióse la abultada sotana, para encontrar una posición cómoda en el asiento, y la baronesa dió un suave empujón a su hermana, diciendo con tono imperativo:

– ¡Anda!

Se arrodilló Enriqueta a uno de los lados del confesonario, junto a la rejilla que servía para confesar mujeres, y con voz trémula y balbuciente comenzó a runrunear el "Yo, pecador, me confieso…".

Tan turbada estaba, que se equivocó por dos veces, y volvió a empezar, como si deseara que se retardase el para ella terrible momento.

Dentro del confesonario, con las manos juntas y la actitud estática de un brahmán indio, que, tras cuarenta días de ayuno absoluto contempla a Dios cara a cara, estaba el padre Claudio, esperando pacientemente.

Por fin terminó la joven su oración y acercó su rostro a la rejilla, pegajosa por la humedad y la grasa que en ella habían dejado toda clase de respiraciones.

Lo que pensaba Enriqueta al comenzar su confesión era que el padre Claudio se perfumaba demasiado, pues su olfato sentía la picazón del almizcle que exhalaba la sotana del elegante jesuíta. El perfume favorito de las modistillas y camareras comenzaba a marearla.

– ¡Ave María Purísima! – dijo con voz débil.

– ¡Sin pecado es concebida María Santísima! – contestó el jesuíta con su meliflua voz – . ¿Hace mucho tiempo que no te has confesado?

– Más de dos meses, padre mío. Antes iba muy a menudo con Fernanda a confesarme con el padre Felipe, pero ahora he tenido ocupaciones y no me ha sido posible venir hasta hoy. El papá me decía siempre que más adelante me confesaría…

– ¡Vaya con las ocupaciones! – dijo el jesuíta con tono jovial – . Es preciso – añadió – que no te descuides tanto en limpiar tu alma, y que antes de obedecer a tu papá, pienses en obedecer a Dios. Vamos, adelante. ¿De qué pecados te acusas, hija mía?

Puesto el asunto en este terreno, Enriqueta cobró un poco de confianza. Ya llevaba ella preparado todo un bagaje de pecados veniales y sin importancia, que había estado rebuscando en su memoria la noche anterior. Para confesarse era preciso decir algo, tener actos de que acusarse, pues la Iglesia no puede creer que una persona honrada pase dos meses sin faltar a todas las leyes divinas y humanas, y por esto, la joven se echó a cazar pecados por el campo de la imaginación, y unos reales y otros inventados, formó con todos ellos un murallón diabólico, tras el cual quería ocultar el más gordo, o sea sus amores con Esteban Alvarez. Este pecado sí que no lo decía ella al padre Claudio, aunque los demonios la pellizcasen con tenazas de hierro ardiente.

La confesión comenzó, y Enriqueta fué desarrollando la espantosa serie de pecados horribles que la noche anterior había almacenado en su memoria. Ella se acusaba de que tenía mal corazón para los animales y de que martirizaba a los gatos de su casa; de que reñía muchas veces sin motivo alguno a los criados y tenía gusto en desobedecer a su hermana; de que cuando ésta rezaba el rosario ella se dormía o pensaba en las funciones de teatro a que le llevaba su padre; de que el demonio la martirizaba, haciéndola que le gustasen más las arias italianas del Teatro Real que los gozos que la enseñaba la baronesa; de que en el último baile de la Embajada alemana, en unión de algunas amiguitas, se había burlado de otra que llevaba un traje muy feo; de que en las noches frías prefería rezar sus oraciones entre las calientes sábanas a estar arrodillada al pie de la cama… y así seguía a este tenor horripilante aquella confesión en que los hechos más inocentes se presentan con importancia afectada, queriendo hacerlos pasar por pecados terribles.

El padre Claudio escuchaba tranquilamente, aunque de vez en cuando se removía nerviosamente en su asiento, como si se impacientara, en vista de la marcha que seguía aquella confesión. La muchacha resultaba algo ladina, y así lo pensaba el jesuíta, quien quería comprometerla en otra clase de revelaciones.

Calló Enriqueta y entonces preguntó el sacerdote:

– ¿Nada te queda por decir? ¿No tienes más pecados?

– No, padre.

– ¿Estás segura de ello?

– Creo que sí, padre mío.

El padre Claudio se revolvió vivamente en su asiento. Decididamente, la muchacha se presentaba reservada, y habría que emplear algún trabajo para lograr que confesase sus secretos amorosos.

– Piensa, hija mía – dijo el cura – a lo mucho que te expones si ocultas un pecado. Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que viva y se arrepienta, es inexorable con los seres que ante el tribunal de la confesión ocultan intencionadamente algunas de sus faltas. Este lugar es la piscina espiritual donde se limpian las almas de toda mancha, y quien aquí oculta una parte de su ser por mezquinas pasiones, es un réprobo que se niega a recibir la gracia de Dios, y a quien éste castiga con mano fuerte. El que oculta algo a su confesor, engaña a Dios, y el Señor ha de indignarse forzosamente cuando se ve engañado por una miserable criatura.

El jesuíta hablaba con tono severo; vibraba su voz terriblemente, como si fuese la de la divina cólera, y Enriqueta temblaba atemorizada por las amenazas del confesor.

Este no quiso extremar el santo terror de la joven y añadió, haciendo su voz menos imponente:

– Hay ejemplos de los graves males que han sufrido muchos infelices que pretendieron ocultar a sus confesores algunos de sus pecados. Recuerdo justamente ahora lo que leí en un libro piadoso digno del mayor crédito, acerca de lo ocurrido a una joven y hermosa princesa en tiempos ya lejanos. Ocultó a su director espiritual varios pecados de amor, y el sacerdote, engañado por la que creía una joven candorosa e inocente, le dió la absolución. ¡Ojalá la princesa hubiese dicho todos sus pecados sin ocultar ninguno! Apenas volvió a su palacio, sintió su pecho oprimido por una gran angustia; un fuego infernal le abrasaba el corazón y por su garganta sentía subir algo que la ahogaba y la hacía estremecer con su contacto viscoso. Tuvo una espantosa convulsión y de su boca salieron disparadas esparciéndose por el aire e impregnándolo todo de un irresistible olor a azufre, las más infernales apariciones. Serpientes verdes y repugnantes que se enroscaban en complicados anillos, echando llamas por las temblonas bocas; diablejos que hacían espantosas contorsiones y obscenas cabriolas; sapos negros manchados de colorado, que hacían repicar las campanillas que llevaban pendientes del cuello y cuyo sonido ponía los pelos de punta; en fin, cuantas apariciones espantables y horripilantes pueden creerse en el infierno. ¿Sabes, hija mía, lo que era aquéllo?

El padre Claudio se detuvo para excitar mejor la temerosa curiosidad de Enriqueta y apreciar el efecto que en ésta causaba la relación. Después añadió con acento de religioso terror:

– Pues eran los pecados que aquella infeliz había ocultado a su confesor y que salían bajo tan horribles formas, por no poder estar más tiempo encerrados en un cuerpo que la absolución había santificado. Los pecados; al salir, ahogaron a la princesa, cuya alma indudablemente, está ahora ardiendo en el infierno. Piensa, hija mía, a cuan terribles castigos se expone la miserable criatura que intenta ocultar su conciencia a Dios.

El padre Claudio había logrado su objeto. Conocía el verdadero carácter de Enriqueta, el gran predominio que en ella tema la imaginación sobre las demas facultades, y, por tanto, obraba acertadamente para sus planes, relatando aquella leyenda estupida, sacada de uno de esos antiguos libros de devoción, que tanto utilizan los confesores para asustar a las mujeres y los niños.

Enriqueta estaba horrorizada por la terrible muerte de aquella princesa, y con los ojos de su viva imaginación, pronta siempre a dar cuerpo y vida a todos los pensamientos, veía el asqueroso coleo y las cabriolas incesantes de los pecados ocultados al confesor, y hasta por una aberración de los sentidos, las exhalaciones almizcladas del jesuíta le parecían oler a azufre.

¿Si iría a ahogarla a ella aquel pecado de amor, que tan cuidadosamente quería ocultar?

No necesitó el jesuíta de grandes esfuerzos para arrancar a la joven la revelación que ella tanto se había esforzado en evadir. Llorosa y suspirando, pero al mismo tiempo con la satisfacción del que, arrojando un peso comprometedor, se libra de un peligro, relató al confesor sus amores con Alvarez, aunque haciendo la salvedad de que ella creía siempre que aquello no podía ser pecado.

El padre Claudio mostraba indignación. ¿Cómo que no era pecado? Y no venial, sino grave, resultaba el comprometerse en amoríos una joven a quien su familia destinaba a Dios, convencida de que sentía una santa vocación por la vida monástica.

El jesuíta, oyendo el relato de aquellos amores, mostraba gran curiosidad, especialmente al tratarse de los paseos matutinos por el Retiro, únicos momentos en que los dos amantes se veían de cerca. Mostrabase el jesuíta ávido de detalles y varias veces interrumpió a la joven, dirigiéndola preguntas que en parte no comprendió, pero que la hicieron ruborizar.

 

Era la primera vez que Enriqueta oía hablar de aquellas tretas amorosas, pero obscenas, y, avergonzada, contestaba negativamente, extrañándose de que un sacerdote le hiciera tales preguntas, y de que creyera a ella y a Alvarez capaces de tales locuras, burlando la vigilancia de Tomasa, que los seguía.

El buen padre manifestó la misma expresión de desaliento del cazador que cree haber encontrado un rastro y al fin no halla nada, y siguió interrogando a la joven, hasta que se creyó bastante enterado de aquellos amores desde el principio al fin.

– Ese es, hija mía – dijo, cuando la joven terminó la revelación – , el más grave pecado, pues los demás que has confesado nada son al lado de tales amores. Afortunadamente has acudido a tiempo a lavar tu alma y a librarte del demonio de la voluptuosidad, que te posee.

– Pero, padre mío, ¡si ya no existen tales amores! ¡Si yo, por orden de papá, escribí una carta rompiendo mis relaciones con el capitán!

– No importa; tú le amas. Se conoce en tu modo de expresarte que no has olvidado aún a ese hombre, y es preciso, si quieres salvar tu alma, que de ella se borre la huella de un amor vergonzoso.

Enriqueta, que tanto había temido revelar sus amores al jesuíta, ahora que se veía ya descubierta había recobrado su serenidad y sentía renacer su carácter, que era doble, pues si en ciertas circunstancias se mostraba débil, y como propio de un ser automático, en otras daba a conocer una energía y una independencia verdaderamente inesperada.

– Pero padre – dijo con resolución – , ¡yo creía que un amor puro no era tan enorme pecado!

– Estás en un grave error, hija mía, y sin duda, el diablo te mantiene en él. La joven que no sienta temor al pensar en las penas del infierno, la que no quiera ir al cielo, esa puede entregarse a ese amor puramente terrenal, que no es, en el fondo, más que una torpe pasión; pero la que desee figurar después de su muerte entre las bienaventuradas y gozar las delicias celestes, debe huir de las falsas dichas terrenales dedicándose al único amor cierto, al que no engaña, a ese amor ardiente a Dios, que tan célebre hizo a Santa Teresa. En una palabra: dónde quieres ir tú después de la muerte, ¿al cielo o al infierno?

No había perdido el tiempo la baronesa educando a su hermana. La gran preponderancia que en ésta tenía la imaginación, convertíala en ciertos momentos en una visionaria; la continua lectura de leyendas piadosas, le había hecho formarse un horrible y exacto concepto del diablo y sus maléficas hazañas; cerrando los ojos, veía a Satanás, con su horrible catadura, y no podía oir hablar del infierno sin estremecerse de pies a cabeza.

– Al cielo; quiero ir al cielo – contestó con ansiedad, como si ya oyera en la sombra los pasos del demonio, que se acercaba para cargar con ella.

– Pues para ir al cielo es preciso, hija mía, estar en estado de santidad, y este estado los que más fácilmente pueden adquirirlo son los célibes o las vírgenes. Tú, indudablemente, procediendo como joven honrada, querrías contraer matrimonio con ese hombre que decía amarte. ¿No es esto?

– Sí, padre.

– Pues bien; el matrimonio, aunque muchos no lo crean así, es lo más opuesto al estado de santidad y el camino más recto para ir al infierno. No soy yo quien lo digo, sino la Santa Madre Iglesia, que no puede engañarse jamás.

– ¿Y cómo es que la Iglesia casa a la gente? – preguntó Enriqueta con ingenuidad terrible.

– Es necesario el matrimonio, pues de lo contrario acabaría la procreación, y el mundo quedaría desierto. La Iglesia lo consiente, mas no por esto aconseja el matrimonio, pues sabe que para ganar el cielo sirviendo a Dios, no basta la virginidad del alma, pues es necesario también conservar la del cuerpo. ¿Has oído tú hablar del Santo Concilio de Trento?

– Sí, padre – contestó Enriqueta, que algunas veces había oído tal nombre en boca de los contertulios de su hermana aunque no estaba muy segura de lo que pudiera significar.

– Fué una santa reunión de todas las lumbreras de la Iglesia, sobre cuya augusta frente descendió el Espíritu Santo. Allí se distinguió por primera vez nuestra sagrada Compañía de Jesús, y se dictaron cánones sobre el matrimonio, que afirman esto que te digo. Oye lo que dice el Canon X, y recuérdalo siempre: "Si alguno dijese que el estado de matrimonio debe preferirse al estado de virginidad y de celibato, y que no es mejor y más venturoso permanecer en la virginidad o en el celibato que casarse, sea anatema." Anatematizados son, pues, por la Iglesia, los que no creen que la virginidad es el procedimiento más seguro para ir al cielo, como lo prueba el celibato de los sacerdotes, fieles representantes del Altísimo, y el de las religiosas, dulces esposas del Señor. Ahora, ya lo sabes; ya estás advertida por mí, que en estos momentos hablo por inspiración del cielo; cásate si ésta es tu voluntad y lo permite tu familia, pero está segura de que vas rectamente camino del infierno.

– No, padre mío; no me casaré. Además, he roto ya toda clase de relaciones con el hombre que amaba, y hoy mi corazón está vacío.

– No basta esto. Es preciso que ese corazón lo llenes con el santo amor a Jesús crucificado, divino Esposo de todas las jóvenes destinadas a gozar en el cielo una eterna dicha.

– ¡Amaré a Dios, padre mío! Yo se lo aseguro. Hoy no le amo aún como debiera, pero con el tiempo…

– La oración y la humildad harán más que cuantos esfuerzos de ánimo intentes. Obedéceme a mí siempre; sigue los consejos de tu hermana, que es casi una santa, y no dudes que éste es el camino que te conduce a la eterna felicidad.

– Mi hermana desea hacerme monja.

– Es porque te quiere con verdadero cariño; porque se interesa por tu dicha. ¿Te sientes con fuerza para entrar en un convento?

– ¡Yo!.. No sé. En este instante creo que sí; pero después…

– Eso es, porque como muy bien has dicho antes, no amas aún a Dios verdaderamente. Cuando te sumas en la inmensa felicidad que produce entregarse en cuerpo y alma a la contemplación de la felicidad, cuando sigas fielmente mis consejos, entonces tú serás la más interesada en abandonar el mundo y pedir la vida religiosa. Serás monja y nos agradecerás a tu hermana y a mí el cuidado que nos hemos tomado por tu alma.

– ¿Y mi papá? – preguntó Enriqueta, que al hablar del convento recordaba la oposición de su padre.

– ¿Se opone acaso a tu vocación?

– Sí; un día me dijo que prefería verme muerta antes que monja.

– Eso es, sin duda, una obcecación lamentable del señor conde. Yo, que como sabes, le trato con asiduidad, estoy convencido de que las desgracias le han perturbado bastante, y que muchas veces no piensa bien lo que dice. Su oposición será fácil de vencer.

Enriqueta hizo un gesto, como indicando que no creía fácil disuadir al conde.

– Además – continuó el jesuíta – , los obstáculos que tu padre pueda oponer a tu vocación no deben torcer ésta. Los padres sólo tienen potestad sobre sus hijos cuando se trata de asuntos puramente terrenales; pero cuando un alma privilegiada quiere elevarse sobre las miserias mundanas y volar directamente a Dios, un padre es poca cosa para impedir tan sublime designio.

Enriqueta escuchaba con instintiva extrañeza tales palabras. El padre Claudio apercibióse del efecto que en su penitente producían sus afirmaciones y se apresuró a añadir, apelando al procedimiento casualista, propio de los jesuítas.

– No es esto decir que se debe desconocer y despreciar la autoridad de los padres; pero todo tiene su límite en este mundo, y ante Dios deben enmudecer las jerarquías y los privilegios creados por la sociedad. Nuestra santa Compañía, que por ser la que más hombres eminentes ha contado en su seno, se ha ocupado de todos los problemas que pueden surgir en la vida cuando se trata de servir a Dios, tiene previsto el caso en que la voluntad del padre se oponga a los sentimientos religiosos del hijo. Ilustres escritores de la Compañía de Jesús han publicado libros en que se marca lo que deben hacer los hijos cuando por culpa de sus padres ven en peligro su piedad y su salvación eterna. El padre Estevan Facúndez, jesuíta portugués, en su "Tratado sobre los Mandamientos de la Iglesia", que publicó en 1626, dice que los hijos católicos pueden denunciar a sus padres, si son herejes y no creen en su religión, y hasta pueden, sin caer en pecado, asesinarlos, si intentan obligarlos a abandonar la fe. Otro jesuíta español, el padre Dicastille, en su libro "De la Justicia del Derecho", cree del mismo modo que un hijo puede hasta asesinar a su padre si éste le impide ser buen católico. Del mismo modo han hablado otros respetables escritores de la Compañía, que no creo necesario citarte, y ya ves que cuando la Iglesia, por boca de nosotros, que somos sus más legítimos representantes, autoriza a un hijo, en cuestión de religión, para que mate a su padre, bien puede aconsejar a una hija que desobedezca a su padre también, que desprecie sus mundanales consejos y que procure, ante todo, salvar su alma, haciéndose esposa del Señor.