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La araña negra, t. 4

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Alvarez, por toda contestación, tendió una mano al jesuíta, que éste estrechó con efusión; pero al mismo tiempo su sonrisa tomó una expresión sarcástica, de la que no pudo apercibirse el militar.

Retuvo el padre Claudio la mano del capitán, apretándola cariñosamente como para infundirle confianza, y pasado algún rato, le preguntó con tierna solicitud, mirando fijamente sus ojos, como si pretendiese sondear sus pensamientos:

– ¿Y cómo está usted en su carrera? ¿Tiene usted esperanzas de ascender? Me parece usted un militar de mérito.

– Yo – contestó con sencillez Alvarez – soy uno de esos predestinados a encontrar siempre de espaldas a la fortuna.

– Sin embargo, para su edad no puede usted quejarse. Es capitán y tiene la cruz de los valientes…

– Algo me costó ganarme todo esto, y haciendo lo que yo, otros serían coroneles. Además, soy de los que únicamente se abren paso en tiempo de guerra a costa de grandes servicios; pero en la paz es imposible que logre ser favorecido, ni menos que se me haga justicia.

– ¿No tiene usted protectores?

– No; ni los busco. Soy demasiado altivo para mendigar lo que, en mi concepto, sólo puede alcanzarse honradamente con la punta de la espada.

– ¿No conoce usted ningún poderoso? ¿No es amigo de ningún general?

– Uno solo conozco, pero éste es imposible que me favorezca, pues su recomendación causaría mal efecto en el Ministerio.

– ¿Quién es? ¿Puedo saberlo?

– El general Prim.

– ¡Ah!..

El jesuíta lanzó esta exclamación de un modo que alarmó a Alvarez. A éste le pareció que los ojos del padre Claudio se animaban con una siniestra expresión, como si una alegría infernal le conmoviera interiormente.

El astuto clérigo, adivinando el mal efecto que aquella demostración había causado en el militar, se apresuró a corregir su imprudencia:

– No me extraña ahora – dijo con tono festivo – que usted haya perdido la esperanza de hacer carrera. Efectivamente, mala recomendación es la amistad de Prim; pero usted podrá deshacer este obstáculo rompiendo toda clase de relaciones con el general y buscando mejores amistades.

Alvarez se irguió con altivez y dijo con cierta solemnidad:

– Yo sólo abandono a mis amigos cuando me ofenden y no por un vil interés. Admiro al marqués de los Castillejos como uno de los mayores héroes que ha tenido España, y lo mismo en la adversidad que en la fortuna, estaré siempre a su lado.

Aquello parecía gustarle al padre Claudio, a juzgar por su sonrisita, y después de estar silencioso un buen rato, con la vista fija en el suelo, como si reflexionase, dijo así:

– La verdad es que usted obra perfectamente no separándose del valiente Prim. ¡Quién sabe si éste será el medio más rápido de hacer fortuna! Esto se va, amigo mío; yo soy el primero en reconocerlo, a pesar de que estoy interesado en mantener lo existente. En aquella casa – y señaló al Palacio Real – el diablo anda suelto y no se hacen más que desatinos; así es que no será extraño que cualquier día el pueblo, excitado por la propaganda revolucionaria, dé al traste con todo lo que hay detrás de esos muros. Si ese momento llega, Prim será el encargado de dar el golpe, y usted, de un solo salto, subirá a gran altura, porque, indudablemente, le ayudará en su empresa revolucionaria. ¿No es esto?

– Yo – contestó Alvarez con sencillez – voy siempre donde van mis amigos.

Esta vez el padre Claudio fué más cauto y no se transparentó en su rostro la alegría que le causaba tal declaración.

– Aun siendo contra mis intereses – continuó el astuto clérigo – , lo reconozco. La nación está mal.

– ¡Y tan mal! – repuso Alvarez, a quien animaba tal conversación – . La mitad de las miserias que sufre España, vienen de ahí.

Y al decir esto, señalaba enérgicamente al Palacio Real.

– Sí – añadió el padre Claudio – ; y la otra mitad, de nosotros, los que vestimos sotana. ¿Le he adivinado el pensamiento?

– Así es. ¿Por qué he de mentir? En mi concepto, España sólo será un pueblo completo el día en que se emancipe de la tutela de la Monarquía y la Iglesia.

– ¡Ah, impío! – dijo el jesuíta en broma y sin escandalizarse por tales palabras – . Necesario es que sea usted amigo mío, que venga a verme y que hablemos largamente para que yo limpie su inteligencia de todas esas ideas pecaminosas, adquiridas en perversas lecturas. Paso porque esa monarquía que hoy tenemos es mala, pero ¡la Iglesia! ¿Por qué echar la culpa a la Iglesia de los males de la nación? Los pueblos nunca podrán pasar sin reyes y sin sacerdotes. Pero hablaremos de esto más despacio en otra ocasión, pues hora es ya de que entre en Palacio.

Los dos hombres se levantaron.

– Joven, ya sabe usted que le quiero y cuente con que haré cuanto pueda en su asunto. Cuando quiera verme o me necesite, me encontrará en la casa residencia de la Orden. Pregunte por mí, que para usted tengo siempre las puertas abiertas.

Cruzáronse entre los dos amistosos saludos y ofrecimientos, y después se separaron.

Alvarez iba con dirección a la calle del Arenal, pensando que el jesuitismo no era en el fondo tan malo como lo suponían, y que aquel célebre padre podría ser un malvado en otros asuntos, pero que en lo referente a la familia Baselga no tenía seguramente ningún fin secreto ni mostraba empeño en estorbar sus amores con Enriqueta. El capitán sentía un gozo inmenso, con la seguridad de que el bondadoso sacerdote, poniendo en juego su influencia, volvería los galanteos al mismo ser y estado que antes de la malhadada carta.

Mientras tanto, el padre Claudio entraba en Palacio. Llevaba el rostro casi oculto en el embozo de su manteo de seda para ocultar una risita que daba miedo, por lo mismo que era espontánea.

– Se ha vendido – murmuraba – . Ese muchacho es amigo de Prim y conspira en la actualidad. Estoy seguro: sus palabras lo indican. Haremos que lo vigilen, y muy listo ha de ser para que no lo coja por su cuenta el ministro de la Guerra y lo envíe a Ceuta. ¡Quién sabe si hará méritos suficientes para ser fusilado! Para esto hoy basta poco. De un modo o de otro nos libraremos de un novio romántico que estorba mis planes, y ese mequetrefe aprenderá a oír con más calma, sin amenazar con bofetadas… y a no burlarse de "mis faldas".

XX
El lazo tendido

Estaba don Fernando Baselga en el sombrío despacho, ocupado en su habitual tarea de estudiar las fortificaciones inglesas de Gibraltar, cuando entró un criado anunciándole la visita del padre Claudio, a quien acompañaba un caballero.

El conde experimentó cierta emoción al oir tal anuncio.

Hacía más de dos meses que no veía al poderoso jesuíta; pero aquel mismo día por la mañana había recibido la visita de Joaquinito Quirós, quien con aire misterioso, le había dicho de parte del padre Claudio que por la tarde iría éste a verle, acompañado de un caballero que acababa de llegar de Gibraltar, y que se comprometería indudablemente a tomar parte muy activa en la grande empresa.

Aquello alentaba mucho las esperanzas de Baselga. Este, siempre que reflexionaba en su soñada conquista del Peñón y teóricamente apreciaba sus inmensas dificultades, pensaba en el jefe de los jesuítas de España, comprendiendo que podía prestarle un auxilio poderosísimo.

Las promesas veladas, pero halagüeñas, que el padre Claudio le había hecho el día en que estuvo próximo a romper sus relaciones con él a causa de la educación que tanto él como la baronesa querían dar a Enriqueta, habían entusiasmado al conde, que con ciego optimismo se creía ya invencible si la Compañía protegía ocultamente su empresa patriótica. De aquí que acogiera con tanto júbilo el recado que Quirós le comunicó de parte del poderoso jesuíta.

Baselga, ocupándose continuamente de su empresa, obsesionado por ella, había llegado a los últimos límites de la exaltación.

Cumplía las promesas que había hecho a su hija para obligarla a olvidar sus amores, y continuamente se exhibía con ella en los paseos, los teatros y los salones; llevaba la vida de un hombre elegante que quiere hacer agradable su existencia y no pierde diversión; tenía empeño en lanzar a su hija en el dorado torbellino de la sociedad aristocrática, y para animarla la daba el ejemplo, haciéndose el viejo verde y mezclándose más entre los jóvenes que entre los amigos de su edad; pero todo esto no lograba borrar de su cerebro aquella idea de conquista que le perseguía hasta en el sueño y le impulsaba a fatigosos trabajos y a un cabildeo continuo.

Su regreso al gran mundo y a sus esplendorosas fiestas, en vez de distraerle, había servido para exacerbar el afán de gloria que le dominaba. En los aristocráticos salones o en los regios bailes de Palacio había encontrado a sus antiguos compañeros de la Guardia Real, que ahora eran generales famosos, políticos de gran renombre y jefes de gobierno, gozando de todas las dulzuras y satisfacciones que proporcionan el poder y el aura popular. Le habían hablado con la cariñosa franqueza que da una antigua amistad, bromeaban con él como si aún fuesen tenientes del Real Cuerpo y comentasen en el cuarto de guardia las locuras de su general en jefe, el estrafalario conde de España, o las alcahueterías del complaciente duque de Alagón; pero a pesar de tantas expansiones cariñosas, Baselga notaba que entre él y sus compañeros se levantaba un obstáculo infranqueable, el de la diferencia de clase, y que él, al lado de aquellos hombres célebres de cuya vida y actos se ocupaba toda la nación, no era más que un hombre rico, pero desconocido fuera del mundo de la aristocracia, y que sólo merecía el afecto desdeñoso que se dispensaba al desgraciado que ha malogrado su existencia y llega a la vejez sin haber hecho nada de provecho.

Su vida resultaba obscura y misteriosa para sus antiguos compañeros.

– ¿Pero qué es lo que haces? – le preguntaban éstos con extrañeza cada vez que hablaban de su existencia – . ¿En qué pasas el tiempo? Indudablemente te limitas a gozar de tu gran fortuna y te contentas con llevar una vida regalada y oscura. Podías haber sido mucho, pero tú no conoces la ambición y eres feliz no imitándonos a nosotros, que sufrimos el eterno tormento de subir a una altura que no tiene fin.

 

Cada vez que aquellos generales, ministros y embajadores hablaban de este modo a su antiguo amigo, éste volvía a su casa más agitado que de costumbre, y muchas veces, encerrándose en su despacho, lloraba de rabia al ver que estaba ya próximo a la ancianidad, y era de todos sus amigos de la juventud quien menos había ilustrado su nombre.

¿Conque él no tenía ambición? Esta había sido su pasión dominante, y de la que no se había dado cuenta hasta verse en la vejez. Ambición era el sentimiento de bullicio y escándalo que le movió a sublevarse contra los liberales en 1822; ambición, lo que le hacía llevar a cabo tan estupendos actos de valor al frente de su regimiento carlista, y ambición lo que ahora le enloquecía y le impulsaba a realizar su aventurado plan de conquista, que de obtener completo éxito, haría su nombre inmortal.

Lo que él tenía de malo, el obstáculo en que tropezaba, es que era un incapaz, un bruto (y Baselga se aplicaba con fruición este calificativo), un hombre incompleto, que había subordinado su ambición a sus amores, y cuando no, había estado ligado al padre Claudio, siendo un ser sin voluntad, una máquina que se movía según las órdenes que emanaban de la voluntad de aquél.

Sus compañeros habían trabajado para sí completamente solos, sin el bagaje de amores que embrutecían, de pasiones póstumas que enervaban, y de protección que en vez de engrandecer, anulaba al protegido, y por esto, con menos esfuerzos y marchando con más arte, habían conseguido escalar la cima de la Fortuna. Pero aún era tiempo, y él estaba dispuesto a remediar todos sus antiguos desaciertos.

Allí estaba su plan, magnífico, sorprendente, digno por lo difícil y aventurado de los romancescos tiempos, el cual, de un solo golpe y en muy pocos días, le colocaría a mayor altura que todos sus afortunados compañeros.

La esperanza de conquistar con tan singular golpe de mano la fortuna hasta entonces esquiva, exaltaba al conde hasta el delirio.

Era rico; pero esto no le bastaba, y pronto sería universalmente célebre, que era lo que constituía su felicidad.

Aquella exaltación patriótica que le dominaba, había cambiado su exterior lo mismo que su carácter. Tenía en los ojos ese brillo propio de la fiebre que consume a los hombres empeñados en realizar por sí solos una empresa que raya en lo imposible, y tan obsesionado estaba por su proyecto, que oía mal y contestaba peor cuando le hablaban de algo que no fuese la conquista de Gibraltar.

Su familia era la que mejor notaba la transformación operada en el conde; sus distracciones, que muchas veces tomaban en la mesa del comedor un carácter cómico, y sus terribles e injustificadas cóleras, que ponían en conmoción toda la casa y que estallaban los días en que Baselga se desalentaba en su plan, convencido de los insuperables inconvenientes que se oponían a su realización.

Pretextando un viaje de inspección a sus posesiones de Castilla, para que ninguno de sus contados amigos pudiera concebir sospechas acerca del objeto de su excursión, abandonó Madrid y estuvo tres días en Gibraltar, teniendo que salir forzosamente pasado este tiempo, a causa de las indicaciones de la Policía inglesa, a quien debió llamar un tanto la atención las preguntas algo indiscretas y el examen interesado y detenido de cuantas obras fuertes pudo ver.

El viaje sólo sirvió para que el conde se indignase todavía más contra los ingleses que expulsaban a un español del suelo de su Península, y para que se convenciese de la imposibilidad de su empresa. Esto puso a Baselga de un humor endiablado, y tanto su servidumbre como su familia sufrieron por algunos días las consecuencias de aquel viaje, que les resultaba misterioso.

El apoyo prometido del padre Claudio fué en adelante su única esperanza, y esperó pacientemente a que éste le concediera el ansiado auxilio.

Tan vehemente era este deseo, que el conde, que nunca había apetecido las visitas del poderoso jesuíta, cuyo verdadero carácter creía ya conocer, las esperaba ahora con tanta impaciencia como la devota baronesa, desesperándose al ver que el padre Claudio no cumplía sus promesas.

El, tan altivo y deseoso poco antes de ir rompiendo poco a poco sus relaciones con los jesuítas, fué en busca del reverendo padre a la casa residencia de la Orden, pero en ninguna de sus visitas logró encontrar al padre Claudio. Parecía que lo había tragado la tierra o que se ocultaba intencionadamente, deseando con su ausencia excitar los deseos del conde.

Por esto la alegría de éste fué grande cuando Quirós le comunicó el recado del reverendo padre, y más aún cuando el criado le anunció su visita.

Entró el padre Claudio en el despacho, siempre sonriente y haciendo reverencias, y tras él apareció un hombrecillo moreno, de pelo rojizo, nerviosa movilidad, y una expresión en el rostro algo siniestra, que pretendía corregir con una sonrisa estúpida.

Miraba a todas partes con azoramiento no exento de curiosidad, y tuvo su vista fija algún tiempo en las vistas de Gibraltar, que adornaban el despacho del conde, diciendo después con acento atolondrado, de marcada pronunciación extranjera:

– ¡Oh! Está bien; muy bien.

El padre Claudio, después de saludar a Baselga, tomó asiento con su acompañado junto a la mesa de trabajo, y con voz misteriosa preguntó:

– ¿Estamos seguros aquí? ¿Podrá oirnos alguien?

– No acostumbran mis criados a escuchar tras las puertas; pero, sin embargo, tomaremos precauciones.

Y el conde, a quien le iba gustando mucho aquel misterio, por lo mismo que le presagiaba cosas muy interesantes, levantóse y salió del despacho, oyéndosele cerrar una puerta lejana y viniendo después a hacer lo mismo con la de la habitación.

– Ahora – dijo, volviendo a sentarse – , ya estamos seguros de que nadie nos oye. Diga usted cuanto quiera, padre Claudio.

Este se detuvo antes de contestar, como si saborease un golpe de efecto, y al fin dijo, dando cariñosas palmaditas en la espalda de su acompañante, que instintivamente tomaba la actitud de un perro acariciado:

– Este señor, que usted ve aquí, es el capitán Patricio O’Conell, caballero inglés que está de guarnición en Gibraltar.

Prodújose en el conde el efecto esperado por el jesuíta. En su rostro retratóse la alegría y miró cariñosamente al capitán irlandés, examinando con atención su personilla.

Baselga, a pesar de que estaba predispuesto a impresionarse favorablemente, no pudo menos de reconocer con su buen ojo de soldado que aquel hombre tenía poco de militar. Era vivaracho y desgarbado en demasía, y, además, llevaba afeitado el labio superior, demasiado grueso y prolongado, ostentando unas patillas rojas y lacias, que le daban más aire de comerciante británico injertado en mercader judío, que de capitán del bravo ejército que con Wellington se cubrió de gloria en Waterlóo.

Pero el conde estaba inclinado a verlo todo por su lado bueno, e internamente excusó al extranjero, diciéndose que en el ejército inglés, aunque había buenos mozos, también se veían figuras raquíticas y extrañas, lo que no impedía que se batieran bien cuando llegaba la ocasión.

Baselga, algo emocionado, había murmurado un cumplido, extendiendo su mano al extranjero.

– Tanto gusto en conocer a usted, señor conde – decía el capitán, con su acento extranjero, que cuidaba de extremar – . El padre Claudio me ha hablado mucho de usted y de su magnífico plan, y tantos deseos siento de ayudarle en su empresa, que he solicitado una licencia de mis jefes, pretextando deseos de conocer las principales ciudades de Andalucía, tan sólo por venir a verle.

– ¡Eh! ¿Qué le parece a usted? – dijo el padre Claudio – . Le prometí ayudarle en su patriótica empresa, y aquí me tiene usted, con el socorro apetecido, pues le traigo nada menos que a uno de los más valientes oficiales del ejército inglés. El capitán O’Conell, cual buen irlandés, es ferviente católico, como nosotros, y también lo son todos los soldados irlandeses de la guarnición de Gibraltar, que pasan de ochocientos. Por esto es casi seguro que todos ellos tomarán parte en nuestra santa empresa. ¿No es así, amigo O’Conell?

– Así es, reverendo padre.

Baselga estaba entusiasmado con aquellas seguridades, y se sentía tan feliz, que hasta creía estar soñando. Aquello de poder disponer de casi la cuarta parte de las tropas del Peñón, le causaba una felicidad próxima al desvanecimiento.

Una cosa le llamaba la atención en el capitán irlandés, y era la facilidad con que se expresaba en castellano.

– ¿Está usted mucho tiempo en la Península, capitán? – le preguntó – . Habla usted muy bien nuestro idioma.

– ¡Oh! Es usted muy indulgente, pues conozco que lo hablo bastante mal. Estoy más de un año en Gibraltar, pero yo tengo gran afición a los idiomas, y, además, conocía desde mi niñez muchas palabras del español. Mi padre fué también militar, e hizo la guerra en España contra los franceses, a las órdenes del duque de Wellington.

Baselga, a quien preocupaba algo aquella facilidad de lenguaje, se tranquilizó, e impaciente por conocer las probabilidades de éxito de su plan, entró directamente a tratar de la conquista del Peñón, su tema favorito.

El tenía en su imaginación ultimado todo su plan. Se había procurado todo lo escrito sobre las célebres fortalezas de Gibraltar y sobre las costumbres militares en dicha plaza; había visto por sus propios ojos en el mismo teatro de operaciones todo lo que le había permitido la policía inglesa, y, para dar el golpe, únicamente necesitaba quien estuviese en combinación con él dentro de la ciudad y le ayudase en el momento decisivo. ¿Estaba conforme el capitán O’Conell en ser su auxiliar?

Llegó para el irlandés el momento de manifestar su pensamiento, que fué bien sencillo y expresado en pocas palabras. El estaba dispuesto a todo, y lo mismo que él todos los irlandeses de la guarnición. Antes que súbditos de la Gran Bretaña, eran vasallos del Papa y fervientes católicos, y, por tanto, se hallaban prontos a ejecutar las órdenes que Dios dictase por boca de sus representantes directos, los jesuítas, los cuales, al mismo tiempo, eran muy buenos amigos de San Patricio, patrón de Irlanda. Además, sentían hacia la vieja Inglaterra, su opresora, perdurables odios, y les gustaba mucho quitarle una plaza de tanta importancia como Gibraltar, creándole, de paso, un conflicto con España.

La conjuración podía contar con ochocientos soldados esforzados, fuerza con la cual bien podía intentar un golpe de mano el conde de Baselga, de cuya historia militar ya se habían enterado tanto él como sus compañeros, y especialmente de sus estupendas hazañas en la guerra carlista.

Al conde resultábale extraño que su vida militar fuese conocida de los extranjeros; pero, a pesar de esto, sentíase halagado por las lisonjas, como todo mortal, y se imaginaba ya apoderándose de Gibraltar al frente de los soldados irlandeses, que le aclamaban como caudillo invencible.

Baselga, cada vez más entusiasmado, en vista de lo segura que era la adhesión de los irlandeses, entraba a detallar su plan, y hacía preguntas al capitán, a las que éste contestaba con su habitual precipitación.

– ¿Y esos ochocientos hombres forman todos un Cuerpo?

– No, señor conde. La mayoría están en el batallón de rifles, o sea lo que allí llaman batallón de cazadores, y el resto en los otros cuerpos de la guarnición. ¡Oh! El Gobierno inglés tiene buen cuidado de esparcir a los irlandeses por todos los Cuerpos evitando que formen un regimiento completo, pues saben que éste se sublevaría inmediatamente.

– ¿Y qué procedimiento cree usted mejor para dar el golpe?

– El que usted ha expuesto antes es el más aventurado, pero el más seguro. Aguardamos una noche en que entren de guardia en las principales fortificaciones una parte de los nuestros, y en que yo pueda quedarme en el castillo. Usted, al frente de los que estén libres, se apodera del gobernador de la plaza y las principales autoridades; nosotros, desde arriba, apuntamos los cañones a los cuarteles donde estén alojadas las fuerzas no comprometidas, y el hecho queda ya realizado con éxito.

– Sí; éste es el mejor plan. Además, tiene la ventaja de que las autoridades inglesas no están acostumbradas a esta clase de sucesos, y es, por tanto, más fácil pillarlas desprevenidas.

– Tiene usted razón. Las sublevaciones militares son tan desconocidas de los ingleses como populares entre los españoles.

 

Baselga, cada vez más entusiasmado y deseoso de ultimar su difícil plan, sacó de un cajón de su mesa un plano de Gibraltar, hecho por él mismo, con arreglo a cuanto había visto o estudiado sobre la célebre plaza. Había en él algunos claros que llenar, y deseaba que aquel inesperado y valioso compañero le ayudase a corregir errores y le ilustrase en varios puntos que le resultaban oscuros.

El conde no obtuvo lo que deseaba. El rojo capitán, con tanto aplomo como precipitación, contestaba a todas sus preguntas; pero a Baselga le pareció que muchas veces hablaba sin saber lo que decía, y únicamente por no demostrar su ignorancia.

– Este mozo – pensaba el conde – sabe menos aún que yo. Debe ser un militar ignorante, como yo lo era en mis buenos tiempos. Pero esto no importa. Me doy por satisfecho con que sea valiente y sepa hacerse dueño del Peñón, facilitándome la conquista de Gibraltar.

Baselga guardó el plano y la conversación continuó, mezclándose en ella el padre Claudio, que hasta entonces había permanecido silencioso y mirando a los dos interlocutores con la mayor atención, como si le interesara mucho su diálogo.

– Me decía el capitán, cuando veníamos aquí – dijo el jesuíta – , que sería necesario que en la empresa entrasen también algunos españoles de corazón, que no vacilaran al iniciar el movimiento.

– Sí, señor conde – añadió el irlandés – . Cincuenta o sesenta hombres decididos no estarían de más en el primer instante de nuestra santa revolución. Servirían para apoderarse de una guardia que pudiera estorbar nuestros planes, para desarmar una patrulla, o, cuando menos, para guardar la persona de usted, que es muy necesaria y no debe exponerse a caer tontamente en manos de las autoridades inglesas.

– Algo de eso había yo pensado – dijo el conde – . Efectivamente, no sería de sobra ese grupo de hombres, con el cual se aseguraba la iniciativa del movimiento.

– La cosa no es difícil. Se tienen estos hombres en La Línea, y cuando llega el día propicio para dar el golpe, se los hace entrar en Gibraltar con diversos disfraces. En cuanto a sus armas, yo me encargo de introducirlas sin que nadie se aperciba de ello.

– Lo difícil es encontrar hombres que sirvan para una comisión tan delicada.

– Difícil es. Yo, como vivo en Gibraltar, conozco mucho la gente que pulula en el campo fronterizo, contrabandistas y merodeadores, y aunque son hombres valerosos, aconsejo a usted, señor conde, que no se fíe de ellos. Son gente borracha y habladora, y contar con ellos es ir a la perdición, pues no saben guardar un secreto.

– ¿A quién buscaríamos? – murmuró el conde con expresión pensativa.

– No es difícil encontrar la gente que necesitamos – dijo el padre Claudio – . Usted, señor conde, conserva, según muchas veces me ha dicho, sus relaciones con muchos carlistas de Navarra que hicieron la guerra a sus órdenes. Estos, por lo regular, son gente dura y aguerrida, ¿no es eso?

– Se portaron bien a mis órdenes y tengo en ellos absoluta confianza.

– Perfectamente. Pues basta que usted les envíe una carta, diciéndoles que los necesita para una empresa importante (sin decirles cuál sea), para que inmediatamente vengan aquí, creyendo que van a hacer algo por el Pretendiente. ¿Está usted seguro de que le obedecerán?

– ¡Oh! Segurísimo. A pesar de los años transcurridos, me quieren y respetan tanto como cuando yo era su coronel. Algunos han muerto desde entonces, pero quedan sus hijos, que me obedecerán de igual modo, pues los he favorecido a todos con mano pródiga, y es imposible que tan pronto olviden mis beneficios.

– Ya tenemos, pues, lo que deseábamos – dijo el capitán irlandés – . De entre esa gente escogerá usted cincuenta, los más fornidos y temerarios.

– Escribiré al tío Fermín, de Zumárraga, que fué sargento a mis órdenes y él se encargará del reclutamiento.

– Además, los armará usted convenientemente. Puede usted comprar cincuenta carabinas de repetición, de esas que han inventado recientemente los yanquis. Las tiene almacenadas aquí, y ya le comunicaré yo desde Gibraltar la forma más adecuada para remitírmelas, introduciéndolas sin riesgo en la plaza. Todo esto resultará tal vez un poco caro, señor conde.

– ¡Bah! – repuso éste con ademanes de desprecio – . ¿Quién repara en dinero cuando se trata de una empresa tan grande y que redunda en beneficio de la Patria?

– Muy bien dicho, amigo Baselga – dijo el padre Claudio con entusiasmo – . Y, además, si el dinero faltase, aquí estoy yo, o, más bien dicho, aquí está la Orden, que, aunque pobre, contribuirá cuanto pueda a tan santa empresa.

El conde dirigió una mirada de gratitud al jesuíta.

La conversación entre los tres hombres se generalizó, y pasaron más de una hora ocupados en examinar el plan de conquista, apreciándolo hasta en sus menores detalles.

El capitán O’Conell lo aprobaba todo con entusiasmo, y mostraba a Baselga una confianza sólo comparable con la que un granadero de la célebre Guardia Imperial pudiera sentir por Napoleón.

Esto ensorberbecía al conde y atizaba aquella exaltación nerviosa de que era víctima siempre que examinaba su plan patriótico.

Sólo el padre Claudio le hacía objeciones y le oponía algunos reparos, siendo de éstos el que más molestaba al conde el empeño del jesuíta en asociar otras personas a la empresa.

– Me extraña mucho, padre Claudio – decía Baselga – , que una persona tan culta y prudente como lo es usted, se empeñe en mezclar en este asunto más personas. Recuerde usted el antiguo refrán: "Secreto de dos, lo guarda Dios". Aquí somos más de dos, y bastante es con que conozcan el plan usted, el señor O’Conell y Joaquinito Quirós. ¿Aún quiere usted que lo conozca más gente? Piense usted que de este modo el secreto puede desaparecer, y entonces, adiós las probabilidades de éxito, pues si los ingleses llegan a apercibirse de nuestros intentos, nada podrá hacerse.

A pesar de estas razones el jesuíta no se daba por vencido, y alegaba otras para demostrar la necesidad de asociar ciertas personas a la empresa.

– Desengáñese usted, señor conde – decía con expresión de superioridad – ; es preciso que personas respetables, de mi mayor confianza, entren también en la aventura. Para esta clase de negocios, por muchos que seamos, nunca resultaremos bastantes. No todo ha de ser combatir y conquistar. Una vez sea usted dueño de Gibraltar, conviene que forme una Junta, o lo que hoy se llama, en lenguaje revolucionario, un Comité de patriotas, que gobierne la plaza, que entienda de todos los asuntos puramente políticos y que negocie con el Gobierno español, para que éste no tema a Inglaterra y quiera admitir el regalo que le haremos. Además, es necesario mover la opinión pública en favor nuestro, para que no se asuste ante tan estupenda conquista, que podrá traer consecuencias internacionales, y esto lo ha de hacer el tal Comité, pues usted y O’Conell no han de estar en todas partes ni ocuparse de todos los asuntos, pues bastante harán con llevar adelante la cuestión militar.

El conde, después de alguna resistencia, se rindió a las razones de su amigo, y accedió a la formación del Comité, del que sería él mismo el presidente, y el vicepresidente un médico afamado y gran patriota, amigo del padre Claudio.

Después de quedar acordes en todos los puntos, el jesuíta se levantó para retirarse, y Baselga y O’Conell se abrazaron con una efusión conmovedora. El capitán irlandés saldría aquella misma noche para Andalucía, antes que nadie pudiera apercibirse de su estancia en Madrid.

Ya no podrían verse hasta el día del golpe; pero él, por conducto del padre Claudio, le tendría al corriente de cuanto ocurriese y le avisaría la fecha en que debía llegar con sus hombres a las cercanías de Gibraltar.