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La araña negra, t. 4

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XXVII
Revelación inesperada

Aquella tarde, la baronesa se había mostrado muy complaciente y amable con su hermana. La había dirigido alegres palabras, acariciando bondadosamente sus cabellos, y la había prometido concederle alguna libertad mientras el papá estuviera de viaje.

Ignoraba Enriqueta cuál era la suerte de su padre, y cuando a la hora de comer mostró extrañeza por su ausencia, la baronesa y el padre Claudio, que a la vuelta de su visita a Palacio había sido invitado por doña Fernanda a quedarse "a hacer penitencia", le dijeron que el conde había salido muy de mañana para un viaje en el que estaría algún tiempo.

Enriqueta se lamentó de la inesperada marcha de su padre, por cuanto le impedía la asistencia a algunas fiestas aristocráticas, que habían de verificarse en aquella semana, pero la amabilidad de la baronesa y la jocosidad del padre Claudio, y del padre Felipe, que llegó a la hora de los postres, la resarcieron algún tanto de la contrariedad sufrida.

– Hoy estás libre – la dijo la baronesa – ; si no quieres dedicarte a la oración o al trabajo, puedes hacer lo que gustes. Ves, si quieres, a asomarte al balcón; te doy permiso. Mañana ya saldremos de paseo.

Enriqueta se apresuró a aprovecharse del permiso, y salió del comedor, sin ver cómo su hermana miraba con dramática tristeza a los dos jesuítas, y murmuraba:

– Pobrecilla; ¡si ella supiera lo que sucede!

De pie, tras los cristales del balcón, que daba luz al gabinete contiguo al salón de la baronesa, permaneció Enriqueta toda la tarde, entreteniéndose en contemplar la incesante circulación de los transeúntes y los coches que bajaban la calle al paso tardo de sus huesudos caballos, y llevando en el pescante, con toda la prosopopeya de un dios, al cochero, de nariz vinosa, envuelto en su capa remendada.

A la hora de permanecer en aquel sitio, Enriqueta oyó en el salón cercano las voces de su hermana y del padre Felipe.

El padre Claudio se había ido ya, llamado, sin duda, por sus apremiantes ocupaciones, y la baronesa y su director espiritual se entregaban a sus diarias conferencias.

La puerta que comunicaba con el gabinete estaba cerrada.

Enriqueta no era curiosa, y, además, presentía algo del significado de aquellas relaciones espirituales, y su delicadeza y pudor la alejaban de ellas.

La joven no era de carácter inocente: no sentía esa curiosidad maliciosa y malsana, que es patrimonio de ciertos temperamentos juveniles; pero no por esto ignoraba la existencia de ese sagrado misterio, productor de la vida, que las más de las veces degenera en vicio.

Sólo en ciertas novelas aparecen jóvenes de sublime candor, ignorantes del amor sexual; en la vida real, y más aún en las elevadas capas sociales, es imposible encontrar tan prodigiosa inocencia.

Enriqueta era una joven igual a todas. No experimentaba ninguna curiosidad, ni sentía deseos de hacer penetrar su pensamiento en las oscuridades del vicio, pero había visitado demasiado los salones, había tratado con cariñosa intimidad a jóvenes de su clase, educadas más libremente, y sabedoras de cuanto en el mundo pasa, y comprendía ahora cosas que hasta poco antes le resultaban indescifrables misterios.

Adivinaba el significado de aquella intimidad entre su hermana y el robusto jesuíta, presentía la forma de aquellas conferencias, que tanto daban que hablar a la servidumbre; pero no quería conocer de cerca tales suciedades.

Experimentaba náuseas al pensar en aquellas relaciones, que ya se habían hecho públicas y que eran comentadas en los corrillos de murmuración que las damas ya venerables formaban en los salones aristocráticos.

La curiosidad de Enriqueta permanecía alejada de tales relaciones, que presentía, sin sentir deseo de conocerlas de cerca, al igual de ciertas damas, que al saber las miserias del pobre se compadecen de ellas, pero no van a buscarlo a su vivienda, por miedo a mancharse el vestido de seda.

La joven tenía el egoísmo de la castidad, y no quería ponerla en peligro, atisbando cosas de las que le habían enseñado a huir.

Por esto hacía caso omiso de aquella escena que, indudablemente, se estaba desarrollando en el salón, y seguía de pie tras los cristales, contemplando el movimiento de transeúntes en la gran calle.

Aquello constituía para ella una gran distracción. Contemplaba con simpatía a las personas de porte franco y atrayente; reíase de otras de aspecto ridículo, entreteniéndose en buscar en su imaginación apodos que les cuadrasen, y seguía con mirada cariñosa a los niños, que, cogidos de las faldas de sus madres, andaban con paso vacilante, contoneándose con la timidez graciosa del polluelo al romper el cascarón.

Enriqueta, fijando sus ojos en la acera de enfrente, recordaba a Esteban Alvarez, que tantos días había invertido en pasear por ella, esperando siempre una mirada furtiva, promesa futura de felicidad.

La joven se sentía invadida por una dulce tristeza. ¿Qué sería ahora de Esteban?

Hacía ya mucho tiempo que nada sabía de él. Desde el día en que su padre le hizo prometer que olvidaría para siempre su amor, no había recibido ya ninguna carta del capitán, ni cruzado con él la menor palabra.

Su padre y su hermana habían formado en torno de ella una muralla infranqueable, sobre la que se estrellaban todos los esfuerzos que hacía el capitán por protestar amorosamente contra aquel inesperado rompimiento.

Varias veces, al ir con el conde al teatro o a una fiesta del gran mundo, bajando de su coche, había visto a Esteban entre la gente, lanzándola una mirada interrogante, mezcla de amor y de reproche; pero la joven, herida por la vergüenza y escudándose en su padre, huyó ligera.

Después, la vigilancia de la baronesa y la promesa hecha al padre Claudio, al pie del confesonario, y en un momento de exaltación mística, la habían alejado moralmente más aún de su antiguo amor.

Pero en aquella tarde, por un fenómeno de su alma, sentía renacer con fuerza su antigua pasión, y gozaba recordando todas las dulzuras experimentadas en las gratas mañanas del Retiro, cuando en vez de encontrarse bajo la irritante vigilancia de la baronesa, estaba bajo la protección de la cariñosa y condescendiente Tomasa.

Enriqueta estaba arrepentida de su debilidad, y se lamentaba de haber cedido por cariño a las indicaciones de su padre y por terror a las del padre Claudio, perdiendo para siempre aquella pasión, que tan feliz la hacía.

¿Quién sabe lo que a aquellas horas haría el capitán Alvarez? Tal vez la hubiese olvidado, en vista de aquella carta cruel que ella le envió, y hasta bien pudiera ser que ahora amase a otra joven más fiel, y que supiera defender mejor su cariño.

Enriqueta, pensando en esto, ya no miraba a la calle, y, de espaldas a los vidrios, mirando al oscuro fondo del gabinete, lloraba silenciosamente.

Ya no se oía ningún rumor en el salón inmediato. El padre Felipe acababa de irse, y la baronesa no tardaría en llamarla para decirle que se vistiera, con objeto de ir, como todas las tardes, a las Cuarenta Horas.

Esperando la joven que, de un momento a otro, se presentase su hermana en el gabinete, secábase ya apresuradamente las lágrimas, y hacía esfuerzos para recobrar su serenidad, cuando un carruaje, que apresuradamente bajaba la calle, produciendo gran estrépito, paró repentinamente en el centro de la vía, frente a la misma puerta de la casa.

Enriqueta miró y vió bajar de una berlina de alquiler al padre Claudio, que, entregando una moneda al cochero, atravesó con gran prisa la calle y entró en la casa. La joven respiró con satisfacción. Aquella visita era muy oportuna, pues la libraba a ella del pesado tormento de fingir una completa tranquilidad ante los sagaces ojos de su hermana.

Comenzaba la caída de la tarde. En las calles, los últimos rayos de sol doraban las puntas de las chimeneas de los tejados fronterizos, pero en las habitaciones se iba extendiendo esa penumbra de los rápidos crepúsculos del invierno.

Oyó Enriqueta cómo entraba en el salón el poderoso jesuíta, y casi al mismo tiempo, en la barnizada madera de la puerta, cubierta en parte por los cortinajes, surgió un punto de luz. Era que acababan de encender la lámpara del salón, cuyas ventanas, cargadas de pesadas cortinas, apenas si a mediodía dejaban pasar una semiluz, que envolvía la vasta pieza en una claridad mística.

A los oídos de la joven llegó el eco de la voz del jesuíta, aunque sus palabras no podían determinarse, y prefiriendo volver a abismarse en sus recuerdos, apoyó su rostro contra los cristales, que producían una grata sensación de frescura en sus mejillas, abrasadas por el llanto.

Un grito estridente, agudo, que punzaba los oídos, vino a sacarla de su abstracción.

Era Fernanda quien había gritado. ¿Qué sería aquello?

Y Enriqueta, conmovida por aquel grito, que parecía haberla arañado en lo más hondo del pecho, se retiró del balcón y quedó indecisa en el centro del gabinete, no sabiendo si ir a buscar la otra puerta, para entrar en el salón, o escuchar tras la que tenía más cerca, y que estaba cerrada.

Al fin se decidió por último, y aplicó un ojo en la luminosa cerradura.

Desde allí no se veía al jesuíta, pero distinguía bien a su hermana, que, sentada en una butaca y con la cara hacia la puerta que ocultaba a Enriqueta, parecía víctima de un terrible espasmo.

Tenía impresa en el rostro una expresión de inmenso terror; sus ojos miraban con el mismo espanto que si contemplaran una visión horrible, y todo su cuerpo estaba agitado por una nerviosa conmoción.

Enriqueta sintió miedo, y tal vez por esto se apresuró a retirarse del ojo de la cerradura; pero apenas se vió en el centro del gabinete, volvió a dominarla la curiosidad, y entonces aplicó una oreja al luminoso agujero.

Estaba hablando el padre Claudio, y el timbre de su voz, siempre tan seguro, demostraba ahora gran agitación.

 

– Pero, ¡Dios mío!, cálmate, Fernanda; no te entregues de tal modo a la desesperación. Piensa que si no sabes dominarte te va a dar algún accidente, y entonces el efecto será fatal, pues tu hermana, esa pobre niña, sabrá lo que por caridad debemos ocultarle. Yo te creía más fuerte, y a saber que carecías de serenidad, no te hubiese dado tan pronto la noticia. Vamos, llora, llora, que tal vez las lágrimas desahoguen tu pecho. ¡No te detengas, hija mía; sobre todo, que Enriqueta no se entere de lo que pasa!

Enriqueta sentía tanto temor como curiosidad.

¿Qué noticia tan siniestra era aquélla?

– ¡Ay, padre mío! – dijo, por fin, la baronesa, dando un suspiro ruidoso, que tenía mucho del estampido del tapón al saltar con el empuje de los oprimidos gases, e inmediatamente comenzó a llorar, acompañando su llanto con un hipo doloroso.

El padre Claudio nada decía. Esperaba, sin duda, para hablar, que pasara el primer ímpetu de dolor en la baronesa.

Transcurrieron algunos minutos, que fueron para Enriqueta verdaderos siglos de angustia. Su curiosidad, tan vivamente despertada, agitábala con el ansia de conocer aquel misterio.

Por fin, la baronesa pareció calmarse, y preguntó al jesuíta, con acento quejumbroso:

– ¿Cuándo ocurrió la desgracia?

– Esta mañana, a las once. El conde, según dicen los empleados, al comprender que había sido encerrado en un manicomio, se entregó a un acceso de violenta locura, golpeándose e intentando derribar la puerta.

– ¡Ay, pobre padre mío! – gritó la baronesa.

– ¡Chist! Más bajo, hija mía. No grites tanto; piensa que puede oírte tu hermana.

Doña Fernanda reanudó su llanto silenciosamente, y el jesuíta, después de una larga pausa, siguió hablando:

– Los empleados del manicomio oían desde fuera el estrépito que el conde producía, derribando los muebles, golpeando la puerta y revolcándose en el suelo. Cuando se restableció el silencio, creyeron que el conde descansaba de su fatigosa lucha; pero el estampido de un tiro vino a hacerles conocer la terrible verdad.

Se detuvo el padre Claudio, como si se gozara en apreciar el efecto que producían sus palabras.

– Entraron inmediatamente en la habitación y vieron al conde de rodillas, con el pecho cubierto de sangre y una pistola en la mano. Por pronto que acudieron a quitarle el arma de la mano, ya tu padre se había disparado un segundo tiro en la sien, y moría con la sonrisa en los labios, diciendo que ya tenía bastante. Ha sido una catástrofe horrible. Mira si el personal del manicomio quedaría impresionado, que hasta algunas horas después no ha pensado en noticiar el hecho. El doctor Zarzoso está aturdido por la desgracia, y cuando vino con Peláez a mi casa, a participarme la fatal noticia, dijo que se consideraba falto de fuerzas para venir a relatarte lo ocurrido.

El padre Claudio cesó de hablar, y lanzó en derredor una mirada de alarma. La baronesa notó aquella impresión.

– ¡Eh! ¿Qué es eso, reverendo padre?

– Creía haber oído algo así como un suspiro o un lamento lejano.

La baronesa puso igualmente atención, y los dos quedaron por algunos instantes silenciosos y aguzando el oído.

– No ha sido nada, reverendo padre. Alguna ilusión de sus sentidos. Estas catástrofes conmueven de tal modo, que hasta hacen ver visiones.

Enriqueta había oído perfectamente la terrible relación. Nunca se había imaginado que fuese ella capaz de tanto valor.

Era un verdadero golpe mortal saber de repente que aquel padre al que amaba con toda la fuerza de una pasión reciente, y al que creía de viaje, acababa de morir en el fondo de un manicomio, habiendo sido despojado antes de su razón; pero, a pesar de lo abrumadora que era la noticia, la recibió con valor, y ella, que se conmovía profundamente con la más pequeña desgracia, resistió con hercúlea firmeza la inmensa pesadumbre que caía sobre su corazón.

Aquella noticia, tal vez por su misma inmensidad dolorosa, no la conmovió tanto como era de esperar. Parecía que su inteligencia se negaba a creer aquella catástrofe tan inesperada como terrible.

Un rudo golpe en el corazón y una rápida y creciente debilidad en las piernas fueron todos los efectos físicos que en ella produjo la noticia en el primer momento. Pero después, sus pulmones parecieron contraerse, agarrotados por una mano de hierro. Le faltó aire que respirar, y un gemido sordo fué subiendo y subiendo lentamente a lo largo de su garganta, saliendo, al fin, amortiguado de sus labios, con la triste entonación del balido del inocente cordero cuando se ve próximo al sacrificio.

Aquello fué lo que oyó el padre Claudio.

Los oídos de la joven zumbaban, su cráneo parecía comprimido por un aro de hierro, y sintió que el suelo la atraía y que sus piernas negábanse a sostenerla. Pero la alarma del jesuíta y de la baronesa, que habían quedado silenciosos y en acecho, y un arranque propio de su carácter, que tenía en ciertos momentos toda la inflexible energía del de su padre, la hizo sostenerse con un valor impropio de su edad y su sexo.

¡Qué! ¿Iba ella a desmayarse como una necia? ¿Iba a imitar a las damas del teatro, que siempre caen desvanecidas al suelo en las circunstancias más críticas, y en que más necesaria es su presencia de ánimo? No; ella escucharía ahora, y después daría rienda suelta a su dolor, llorando al conde cuanto quisiera. Ahora, lo importante era enterarse de aquella conversación que le revelaba desgracias inesperadas. ¿Su padre en un manicomio? ¿Cómo podía ser aquello?

Y sostenida por tal decisión, siguió con el oído aplicado a la cerradura, haciendo esfuerzos por contener sus suspiros y librarse de aquella dolorosa angustia, que hacía temblar sus piernas.

Resultaba sublime la energía de aquella joven hermosa y delicada. El carácter de Baselga estaba en ella, así como en su hermanastra, la baronesa, sobrevivía el espíritu de Pepita Carrillo.

Cuando doña Fernanda y el jesuíta se hubieron convencido de que no les espiaba nadie, continuaron su conversación.

La baronesa, repuesta ya de la emoción que le había producido el suicidio de Baselga, parecía más consolada. Su dolor era más bien hijo de la sorpresa que de un verdadero sentimiento. El padre Claudio sabía bien hasta dónde llegaba el afecto que dona Fernanda profesaba a su padre.

La baronesa sentía ya más curiosidad que dolor. Por esto se apresuró a continuar la conversación.

– Pero, padre mío, me resulta muy extraño el triste fin de mi padre. ¿Cómo pudo proporcionarse la pistola con que se dió muerte?

– Esto es lo que yo mismo me pregunto y lo que produce gran extrañeza en los empleados del manicomio. Nadie sabe cómo llegó a sus manos dicha arma, y lo más natural es creer que él la llevaba en el bolsillo siempre, y que al hallarla, después de su acceso de furor, pensó utilizarla, suicidándose. Era una pistola pequeña.

– Me parece haberla visto varias veces en la mesa de su despacho.

– Ha sido una gran desgracia que la llevara al ir al manicomio. ¡Si yo hubiera podido pensar esta mañana que la tenía en sus bolsillos, me hubiera apresurado a quitársela, con cualquier pretexto! ¡Oh, Dios mío! ¡Qué desgracia tan terrible! ¡Cómo nos aflige el Señor cuando menos lo esperamos!

La baronesa creyó del caso volver a sus gimoteos, aunque esta vez no fueron tan naturales y espontáneos como antes.

Enriqueta seguía escuchando.

La emoción que aquellas palabras le producían no podía compararse a la que le hizo experimentar la primera noticia, que fué la más fatal; pero servían para exacerbar su dolor, detallando el trágico fin de su padre.

El curso que tomó la conversación entre el jesuíta y la baronesa, aún excitó más su curiosidad.

– Ha sido muy grande esta desgracia, hija mía – continuaba el padre Claudio – ; pero no por esto debemos rebelarnos contra Dios, que todo lo dispone y lo dirige; cuando da a una de sus criaturas tan triste destino, sabe bien por qué lo hace. Llora la muerte de tu padre, ya que para un dolor tan justo y natural no son útiles los humanos consuelos; pero no olvides que Dios saca siempre el bien del mal, la felicidad de la desgracia, y que tal vez ha dispuesto esta catástrofe para facilitar los planes que tú ya conoces, y que son, para mayor gloria del Señor.

– ¡Ah! ¡Nuestros planes!.. – dijo la baronesa con aire de distracción.

– Sí, nuestros planes, hija mía, nuestros planes, que tú, sumida en tu dolor, pareces haber olvidado. ¿Acaso ya no piensas en que tu hermana abrace la vida religiosa?

– Nunca he desistido de ello.

– Pues por esto digo que tal vez esa desgracia que hoy nos aflige, sea para nuestro bien. ¿No recuerdas de qué modo tan terco se oponía tu padre a que Enriqueta fuese monja?

– Sí; era inflexible en este punto, y con tal de que mi hermana no entrase en un convento, prefería lanzarla al gran mundo y pasearla por esos salones, donde sólo se aprenden pecados.

– Debemos llorar la muerte del conde; mas no por esto hemos de dejar olvidado nuestro asunto, que tanto interesa a Dios. Es preciso que aprovechemos los momentos y que decidamos a Enriqueta a que entre en el convento. Tal vez la reciente desgracia contribuya a alejarla del mundo para siempre; además, tenemos la promesa que me hizo en confesión, y de la que ya te hablaré.

– Sí, padre mío. Es preciso que aprovechemos la ocasión y decidamos a Enriqueta a que abrace el estado religioso. Yo me comprometo a alcanzar su definitivo consentimiento dentro de pocos días.

– No creo que ella presente gran resistencia.

– Creo que así será. Pero aunque se resistiera… ¿Acaso no mando yo en ella? ¿No soy su segunda madre?

Y la baronesa decía estas palabras en son de amenaza, dando a entender de lo que era capaz para domar una voluntad rebelde.

– Seguramente – dijo el jesuíta – lograremos ver realizados nuestros planes. Ya no tenemos obstáculos. Convéncete, hija mía, de que aún tendremos que dar gracias a Dios por haber dispuesto de un modo tan trágico de la vida del conde.

Enriqueta ya no oyó más.

Adivinaba en aquella conversación algo que le causaba un inmenso terror. El extraño e inesperado fin de su padre hacíala pensar si éste sería obra de una traición premeditada. En su cerebro surgía y se agrandaba la sospecha de que el padre Claudio podía tener su parte en aquella catástrofe.

Las palabras amenazantes y proféticas que había pronunciado al confesarla en la Colegiata de San Isidro, renacían en su memoria como pruebas acusadoras contra el poderoso jesuíta. Recordaba aquella afirmación de que los poderes celestiales anulaban a todos cuantos se oponían a su voluntad, asegurando que el conde sería castigado si se negaba a permitir que su hija entrara en un convento.

Enriqueta, envuelta en las sombras crepusculares que habían invadido el gabinete, sentía miedo. No creía que el padre Claudio hubiera influido directamente en el triste fin del conde, pero se imaginaba ya al jesuíta como un ser terriblemente poderoso y sobrenatural, que sólo necesitaba mirar con indignación a una persona y desearla la muerte, para que inmediatamente la fatalidad acudiese en su auxilio, exterminando al ser odiado.

La oscuridad que rodeaba a la joven, el lúgubre silencio de aquel gabinete, solamente interrumpido por el rodar de algún carruaje, que con su estrépito conmovía sordamente las paredes, las lúgubres imágenes que en su cerebro evocaba aquella terrible revelación y el desfallecimiento creciente que de su cuerpo se apoderaba, y que aún hacía mayor el miedo, obligaron a Enriqueta a salir de allí.

Temblorosa, con paso vacilante y casi sin darse cuenta de lo que hacía, salió del gabinete la joven, con dirección a su cuarto, evitando el tropezar con los muebles.

El jesuíta y la baronesa seguían hablando de la vocación religiosa de Enriqueta y del entusiasmo místico de su hermano Ricardo, que prometía ser un excelente soldado de la Compañía de Jesús.

Cuando la joven llegó a tientas a su cuarto, sin darse cuenta exacta de lo que hacía, encendió una bujía y cerró con llave la puerta.

Después, desalentada, inerte, y como si la vida se escapara su cuerpo, dejóse caer como un cadáver sobre su blanco lecho.

Un suspiro angustioso levantó su pecho, y rompió por fin a llorar. Necesidad tenía su espantoso dolor, tan firmemente detenido, de tal desahogo físico, y por esto Enriqueta permaneció más de una hora inerte, sin pensar en nada, ni dar otras muestras de vida que aquel llanto incesante y sin término, que parecía una verdadera fuente de lágrimas.

Pasó mucho tiempo antes de que Enriqueta, algo aliviada de aquel dolor que le producía una angustia asfixiante, se diera cuenta de dónde estaba.

 

Cuando pudo reflexionar, y su razón, ya fría y despejada, recordó cuál era la desgracia que la había sumido en tal postración, su dolor volvió a renacer, aunque más punzante y vivo.

Se sentía anonadada por aquella desgracia inmensa, y pensaba en su padre con la misma viveza de pasión que si se tratara de un amante. Había conocido demasiado tarde el verdadero carácter de aquel hombre tan adusto exteriormente como cariñoso y tierno en la intimidad, y esto contribuía a aumentar su desesperación. ¡Morir cuando ella casi acababa de encontrar en un ser misantrópico y terrible, un verdadero padre!..

Enriqueta, con la mirada fija en la pared, y siguiendo la inquieta danza de sombras que arrojaba sobre ella la vacilante luz de la bujía, permaneció mucho tiempo con todo el aspecto de una sonámbula.

Un ruido que resonó en todo el cuarto la sacó de su ensimismamiento.

Llamaban a la cerrada puerta, y la voz de la baronesa preguntaba:

– ¡Enriqueta, niña mía! ¿Qué haces? ¿Estás enferma?

La joven dudó en contestar; pero, por fin, siguiendo instintivamente el hábito de disimular y mentir que le había inspirado aquella educación monjil, contestó:

– Me encuentro bien. Déjame tranquila, Fernanda. Estoy rezando.

– Bueno, pues reza. Ya nos veremos a la hora de cenar.

Alejóse la baronesa, y Enriqueta continuó en la misma posición y con la mirada fija en la pared.

La presencia de su hermana había cambiado repentinamente el curso de sus pensamientos, y ahora, su actual situación se le aparecía con terrible claridad.

Sin el poderoso apoyo que encontraba en su padre, sometida por completo a la voluntad de su irascible hermana, iban a obligarla a que entrase en un convento, y serían infructuosos cuantos esfuerzos hiciese por resistirse.

Ella no quería ser monja. La elocuencia artificiosa del padre Claudio la había arrastrado en un momento a prometer que entraría en el claustro; pero ahora no estaba dispuesta a tal suicidio.

Además, sin que ella pudiera explicarse el porqué, sentía gran repugnancia al pensar en la baronesa y su director, el jesuíta. Parecíanle dos miserables de la peor especie, y aun cuando no tenía ninguna prueba, empeñábase en considerarlos como los autores del trágico fin de su padre, como los que le habían empujado a acabar de un modo tan horrible con su vida.

El hallarse su padre encerrado en un manicomio en el instante de morir, producíala grandes reflexiones. ¿Qué locura era la suya? ¿Cómo ella, que vivía al lado de su padre, no se había apercibido de nada? ¿No podía ser todo el resultado de una diabólica maquinación de Fernanda, que nunca había querido a su padre? ¿Y por qué aquel empeño tan tenaz de procurar su salvación eterna metiéndola en un convento?

Enriqueta, atropelladamente, y sin la menor ilación, hacíase todas estas preguntas, y aunque a ninguna de ellas sabía responderse satisfactoriamente, en el fondo de su pensamiento siempre quedaba latente la sospecha de que allí mismo, en aquella casa, estaba la verdadera causa de todas las desventuras que caían sobre su familia.

El porvenir aparecíase a la joven sombrío y execrable. Ella podría resistirse a los mandatos de su hermana, podría negarse tenazmente a obedecerla y a entrar en un convento, pero su vida sería un verdadero infierno, y tendría que sufrir toda clase de castigos. Recordaba aquella escena violenta ocurrida el día en que la baronesa descubrió su correspondencia amorosa con el capitán Alvarez, y aún le parecía sentir en su rostro el escozor de los golpes de su fiera hermana.

Aquella beata era capaz de todo cuando su voluntad encontraba obstáculos.

Estremecíase de terror al pensar en su porvenir de huérfana, sometida a la autoridad de una hermanastra que siempre la había odiado.

Lo futuro se le aparecía como un mar de sombrías ondas poblado de horribles monstruos; pero sobre aquellas aguas oscuras, infectas y mugientes, su imaginación le hacía ver una isla de luz en la cual erguíase la figura de un ser amado, del único protector que le quedaba y que estaba aguardándola con los brazos abiertos.

Ella podía llegar allí. Todo consistía en un esfuerzo supremo. Bastaba un momento de decisión para salir del lóbrego mar de su existencia futura y poner el pie en aquella isla de esperanza.

Permaneció Enriqueta mucho tiempo sentada en su lecho y con la cabeza inclinada, entregándose a una lucha interna y tempestuosa, que agitaba su pensamiento de un modo horrible.

Varias veces se levantó con la expresión del que adopta una solución desesperada, y otras tantas volvió a arrojarse en el lecho, pálida, desalentada y mirando con terror a todas partes como asustada de sus propios pensamientos y de algún poder oculto que la retenía prisionera en aquella habitación.

Por fin, levantó su cabeza con arrogancia, como si desafiara a ocultos escrúpulos que la martirizaban, y plantándose en el centro de la habitación, miró en derredor como si fuera a hablar con las sombras de los rincones.

– Me iré; sí, me iré – murmuró – ;¿por qué he de quedarme aquí? ¿Tengo a alguien que me quiera?

Y lentamente, sin precipitación ni alarma, sacó de su ropero un vestido negro y se lo puso. Echóse a la cabeza una mantilla de tupido velo, colocó éste sobre su rostro y abrió con precaución la puerta, evitando el chirrido de la cerradura.

Deslizóse por las oscuras habitaciones tan silenciosamente como una sombra, y al pasar cerca de su gabinete escuchó la voz de la baronesa que hablaba con toda la servidumbre, dándola instrucciones sobre el modo como debían observar el luto por la muerte del dueño de la casa, recomendándoles que por aquella noche nada dijeran a la señorita, pues ya se encargaría ella de hacerla saber al día siguiente la fatal noticia.

En la antecámara no encontró Enriqueta a nadie, y bajando rápidamente la escalera, pasó con no menor celeridad por ante la portería, en cuyo interior el obeso conserje estaba muy ensimismado, leyendo un folletín de "Las Novedades".

Cuando la joven puso sus pies en la acera lanzó un suspiro de satisfacción, y bajando más aún su velo sobre el rostro, se alejó calle arriba con rápido paso, confundiéndose entre los transeúntes.

Dos mozalbetes, que caminaban en dirección contraria, al ver a la joven enlutada detuviéronse indecisos, y riendo la siguieron por fin, marchando junto a ella y hablándola con aire de calaveras.

Poco después dieron las ocho, y una berlina de alquiler que bajaba la calle con paso tardo, paró frente a la casa de Baselga.

El portero abandonó su folletín y asomó la cabeza por la puerta de su habitación, viendo cómo sobre la acera discutía, por cuestión de la propina, con una mujerona que llevaba agarrado con ambas manos un gran saco de noche.

Cuando la mujer entró en el portal y la luz del lujoso farol la dió en el rostro, el portero la reconoció inmediatamente.

Era Tomasa, la antigua ama de llaves.

FIN DEL TOMO CUARTO