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La araña negra, t. 4

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El conde seguía meditabundo, y de las palabras del criado sólo algunas lograban deslizarse hasta su cerebro, donde no eran del todo comprendidas.

Una sorda irritación comenzaba a bullir en el ánimo de Baselga, sustituyendo al miedo que momentos antes le dominaba.

Hubo un instante en que el conde se creía víctima de una lúgubre pesadilla; pero tocaba la pesada puerta, oía al criado, y la esperanza de ser todo un sueño se desvanecía inmediatamente.

La dignidad de clase, el orgullo viril, la rectitud de conciencia y el convencimiento de su sana inteligencia, todo se sublevaba enérgicamente contra aquella terrible situación, con tan imponente fuerza, con tan arrebatadora rabia, que Baselga se creía capaz de proceder como un loco furioso, ya que todos se empeñaban en hacerlo aparecer como tal.

En aquel momento, por un misterioso encadenamiento de ideas, recordaba la escena terrible en que sus manos de hierro estrangularon a Pepita Carrillo, la esposa infiel y cínica.

El rostro del conde palidecía, sus ojos adquirían el brillo extraño y el tinte sanguinolento que produce la indignación en ciertos hombres de carácter pronto para la violencia.

A pesar de esto, logró contenerse aún, y con voz ronca preguntó al criado:

– ¿Pero tú me crees loco?

– ¡Yo! ¡Jé, jé!

Y el criado, por toda contestación, reía maliciosamente.

– ¿De qué te ríes? Quiero saberlo; lo exijo. No creo que esta situación sea cosa de risa.

– Me río, señor conde, de que todos cuantos vienen aquí hacen la misma pregunta.

– ¡Pero contesta, con mil demonios! ¿Tú crees que estoy loco, sí o no?

– En este momento no lo está usted; pero si sigue así, no tardará en darle el acceso. Lo conozco en sus ojos, y le ruego que procure calmarse.

El conde se estremeció. ¿Si estaría realmente loco? Esto es difícil que pueda apreciarlo el mismo paciente, y, además, él se sentía en un estado anormal, a causa de la indignación. Debía tener en el rostro una expresión terrible, a juzgar por el aspecto alarmado del sirviente.

Baselga había comprendido todo el horrible carácter de aquella trama, que se había urdido en torno de su persona, para conducirlo a tan mísera situación. Sentía la necesidad imperiosa de salir de allí; ansiaba destrozar a aquellos miserables enemigos que tan rastreramente habían preparado su ruina. Anhelaba procurarse el divino gozo de despedazar entre sus manos de hierro al repugnante padre Claudio.

Por esto hizo un gesto de imponente autoridad, como si aun estuviese en el Norte, al frente de su regimiento de lanceros carlistas, y dirigiéndose al criado, dijo con voz breve e imperiosa:

– Abre la puerta. Necesito salir al momento.

El mocetón puso el mismo gesto del que oye una cosa ridículamente absurda.

– ¿Quién, yo? Tiene gracia.

– Que abras, te digo, o si no, ¡por Cristo vivo!, que…

Y el conde comenzó a dar patadas en la puerta, vomitando por el ventanillo un tropel de juramentos y maldiciones.

El criado permanecía impasible ante aquella rociada de insultos. Veíase que estaba acostumbrado a tales desahogos de los huéspedes de la casa.

– ¡Cobarde! Abre, u os echo la puerta abajo y le pego fuego a la casa. Abrid, canallas. ¡Es así como se procede con un hombre honrado! ¡Ah, miserables jesuítas! Abrid, esbirros del padre Claudio. Dejad salir a un padre infeliz. Dios sabe qué será a estas horas de mi hija. Quieren hacerla monja, para robarle su dinero; quieren meter fraile a mi hijo, para robarlo igualmente, y a mí me encierran para que no lo estorbe. Abrid, o lo rompo todo… Pero tú, cara de palo, ¿qué haces ahí tan quieto? Abre y no repares en pedirme gratificación. Te daré cuatro mil duros, diez mil… ¡los que quieras! Pero abre en seguida. Abre esa puerta, o, ¡por Cristo!, que me como tus hígados y los de todos los doctores canallas.

Y el conde se destrozaba las rodillas y se quebrantaba los pies, golpeando aquella puerta, que permanecía tan inmóvil como el flemático criado.

Apuró Baselga en su balbuciente y furiosa indignación todas las maldiciones y blasfemias aprendidas en los campamentos, sin conseguir alterar aquella estatua de carne, que permanecía rígida e indiferente en el pasillo. Su calma le desesperaba. ¡Oh, cuánto hubiese dado él por poder salir y destrozar a puñetazos la "cara de palo"! Era el primer hombre que se burlaba impunemente de él, que era el terror de cuantos intentaban ofenderle.

La frialdad con que acogía sus palabras era lo que aumentaba su indignación. Hubiese preferido Baselga que el criado contestara a sus insultos, que se enfureciera, que le dirigiese injurias insufribles; pero verse acogido con un silencio compasivo, propio para seres irresponsables, para niños o para viejos, excitaba aún más su terrible rabia. Era ya un loco, no podía dudar. Sus palabras no tenían valor; le habían despojado de su condición viril, y, en adelante, a sus más injuriosas palabras contestarían todos con una sonrisa de conmiseración.

Al conde de Baselga le cegaba la rabia, como si para aliviarla y desahogarse necesitara algo más que proferir insultos, apretó su rostro cuanto más pudo contra el estrecho ventanillo, y escupió furiosamente al rostro del criado.

– Toma, cara de palo; esto, para ti. A ver si abres la puerta y entras a reñir conmigo.

Baselga recibió en el rostro un rudo golpe, que le hizo retroceder al centro de la habitación.

Era que el criado le había arrojado la hoja del ventanillo en las narices, y después de cerrarlo se retiraba con lentos pasos.

El golpe, a pesar de ser fuerte, apenas si causó efecto en Baselga. Pronto se repuso del aturdimiento que le produjo el choque de la recia madera contra su rostro, y dando un salto prodigioso que tenía algo de la ligereza flexible y elegante del tigre, cayó con todo el peso de su corpulento cuerpo sobre aquella puerta, a la que combatía e injuriaba lo mismo que si fuese un ser viviente.

Nada. Gimieron las maderas sordamente, pero ni una sola se movió. Eran previsores en aquella casa y la puerta estaba a prueba de locos, aun de los más furiosos y forzudos.

Varias veces repitió el conde aquel asalto, sin conseguir abrir brecha en la puerta.

Su rostro estaba congestionado; gruesas gotas de sudor surcaban sus facciones; respiraba fatigosamente, con la entonación del rugido; sus ojos estaban veteados de sangre; las venas de su cuello, hinchadas por furiosas contracciones, parecían querer estallar, y, a pesar de esto, no se sentía fatigado.

La rabiosa indignación centuplicaba su fuerza de Hércules, y él, al tropezar con aquel implacable obstáculo, inmóvil y firme, se creía un niño, y le faltaba poco para llorar su debilidad.

Excitado por su misma impotencia, y dominado por loca tenacidad, volvió varias veces a caer en prodigioso salto desde el centro de la estancia sobre la pesada puerta, y aquellos choques que le magullaban hacían crecer su furor sin límites.

Fuera de la estancia, la espeluznante gritería de los locos contestaba a cada uno de los quejidos de la madera, combatida por aquel ariete humano.

Los médicos y los criados del establecimiento, agrupados en el fondo del corredor, escuchaban el estrépito producido por Baselga, y se prometían tratarlo en adelante con grandes precauciones, pues sus violentos accesos le hacían temible.

El conde, después de golpear inútilmente la puerta, dirigióse a las rejas, y poseído de vertiginosa movilidad, iba de una a otra, agarrando los barrotes con sus nervudas manos y haciendo esfuerzos poderosos por romper el hierro.

Desollose sus manos, tirando de los robustos barrotes, y… nada; no consiguió que las rejas hicieran el menor movimiento.

Estaba vencido, le era imposible libertarse, y aquella casa había de ser el sepulcro de su razón calumniada.

El sol, que en oleadas de oro entraba en la habitación, marcando en el suelo dos cuadriláteros de luz; las verdes capas de los árboles del jardín, en las que piaban algunos gorriones; el cielo azul y esplendoroso que se veía a través de las rejas, todo constituía un sarcasmo para el infeliz prisionero. La naturaleza sonreía y mostraba a Baselga la inmensa libertad que en ella existe justamente cuando el desgraciado reconocía que había perdido ya para siempre la suya.

El conde se sentía poseído de tal furor, que en su cerebro surgió este pensamiento:

– ¡Si estaré yo loco!

Y experimentó un tremendo dolor de cabeza. ¿Qué era aquello? Hizo un esfuerzo Baselga para volver en sí, y cuando adquirió cierta serenidad, encontróse que estaba golpeándose furiosamente la cabeza contra las paredes.

Otra vez volvió el mismo pensamiento a surgir en su cerebro, dándole razonables consejos.

– Si sigues entregándote a tu desesperación, si te golpeas, creerán fundadamente que estás loco. Modérate, ten calma.

Había en aquellos instantes en el interior de Baselga dos seres distintos. Uno, sensato, que aconsejaba y veía claramente la situación; otro, irascible, indignado, furioso, que ansiaba sangre y destrucción.

Los músculos, la sangre, los nervios, el organismo entero, se iba detrás del último, y obedecía todos sus mandatos.

– Detente, espera, no pierdas la calma – gritaba la eterna idea en el interior del cerebro del conde. Y, sin embargo, el desgraciado gritaba, aullaba de furor, daba puñetazos en las paredes, se arrojaba con la cabeza baja a embestir la puerta, se destrozaba la ropa, se arañaba la cara, se mordía las manos, y, al fin, se arrojó en el centro de la habitación, revolcándose, agitado por terribles convulsiones.

Su ronca voz no cesaba de gritar, alternando las palabras con aullidos de fiera. Pedía por centésima vez a los canallas de afuera que le abrieran la puerta, y en algunos momentos se creía estar luchando con el padre Claudio, y como si le asestara terribles puñetazos, se golpeaba el rostro, hasta hacerse sangre.

 

Su cuerpo rodaba sobre el pavimento, como una informe y gigantesca masa, derribando las sillas y dejando tras sí pedazos de su traje, rasgado por terribles zarpadas, y si alguna vez se incorporaba era para dejarse caer con mayor furia, golpeando con rabiosa saña su magullado rostro contra los fríos baldosines.

Esta terrible escena duró más de diez minutos, y al fin las fuerzas de Baselga, con ser tan grandes, se agotaron, y dejó caer su cuerpo inerte.

Una saludable reacción comenzó a operarse en él. Su respiración era semejante al estertor del moribundo, y así, tendido de espaldas, con la vaga mirada fija en el techo y agitándose de pies a cabeza por un nervioso estremecimiento, permaneció mucho tiempo.

Por fin movió la cabeza a uno y otro lado; su mirada, vaga hasta entonces, contempló fijamente cuanto le rodeaba con marcada expresión de extrañeza, y se incorporó, como si volviera en sí después de un terrible ensueño.

Sus ojos fueron fijándose en las desgarradas ropas y en las sillas caídas, y comenzó a sentir al mismo tiempo el punzante dolor que en todos sus miembros producían las contusiones y magullamientos.

Otra vez el buen sentido volvió a hablar bajo su cráneo, y una sonrisa contrajo los labios del conde.

– Bravo, Fernando – se dijo con terrible ironía – . Ya han logrado tus enemigos lo que querían. Te has entregado a la desesperación neciamente, has dejado libre de toda traba tu carácter violento, has hecho locuras, y ahora nadie dudará que eres un demente furioso. Ya no saldrás de aquí, y tal vez dentro de poco te pongan la camisa de fuerza.

Mientras que estas ideas se agitaban en su cerebro, el conde permanecía sentado en el suelo, con los codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos y mirando con estúpida fijeza su sombrero, que, pisoteado y roto, estaba en un rincón.

Cuando Baselga salió de su abstracción, se encontró derecho, paseando apresuradamente por la sala, de un extremo a otro.

El conde había experimentado una reacción. Sentía una calma absoluta; todo lo veía de diverso modo, sentía una tranquilidad sobrenatural y hasta le parecía que durante la anterior crisis había muerto, y ahora se encontraba en otra vida, libre de las miserias y de las desgracias de este mundo.

Había en el interior de su cerebro alguien que le seguía hablando, y cuyos consejos aceptaba sin protesta.

– Resignación, Fernando. Ya estás loco; ¿y qué? Piensa en permanecer tranquilo; tu salud es antes que nada. No te golpees, no te maltrates. ¿Qué vas ganando con desesperarte? Olvídate del mundo, de esos miserables, que te han engañado; de tu familia, que te ha traído aquí.

Las ideas del conde giraban invariablemente dentro del mismo círculo, y después de una vuelta vertiginosa, venían a parar al punto de partida: a la necesidad de permanecer tranquilo. Pero en una de las vueltas de su cerebro, salió al paso, y se introdujo en la incesante ronda de sus ideas, el recuerdo de sus hijos, de Enriqueta y de Ricardo, de aquellos seres inocentes y desgraciados, a quienes él veía ahora acechados por la negra traición, tímidos e incautos insectos, que iban a caer en la red de la sombría araña, en aquella red que había aprisionado a su razón, y que de un hombre fuerte e independiente había hecho un guiñapo humano, arrojándolo, sin compasión, al fondo de un manicomio.

La figura del padre Claudio apareció en la imaginación de Baselga, irónica, sonriente y como complaciéndose en burlarse de su desesperación.

¡Oh, rabia! Estar encerrado… no poder vengarse… Y el conde se llevó la crispada mano a la frente. Necesitaba arañar algo.

Iba, sin duda, a reproducirse la crisis de furor. Pero la voz misteriosa debió hablar otra vez bajo el cráneo, y la mano cayó desmayada a lo largo del tronco, chocando con un objeto duro.

Baselga palpó instintivamente el objeto que había detenido su mano, y sacó del bolsillo derecho del chaleco la pequeña y brillante pistola que había tomado en su casa, a ruegos del padre Claudio.

Como si el brillo de los niquelados cañones le produjeran un principio de hipnotismo, estuvo mirándola fijamente bastante tiempo. Su frente se contraía como si en el interior le punzara algún terrible pensamiento; sonrió dos o tres veces con frialdad, y su voz murmuró muy quedamente:

– ¿Y por qué no…?

Movió la pistola, levantó el gatillo, miró las dos negras bocas de sus cañones, siempre con la misma sonrisa de frialdad; pero de repente hizo un movimiento de sorpresa horrible, como el que despierta al borde de un precipicio, y se apresuró a dejar la terrible arma sobre la mesa.

Había hablado otra vez su buen sentido, y comprendía la terrible revelación que encerraba aquel hallazgo.

– Quieren mi muerte – pensaba – , por eso el padre Claudio mostraba tanto empeño en que me llevara la pistola. El sabía bien adónde me conducían.

Y el conde se prometía mentalmente no dar gusto a sus enemigos. ¿Querían su muerte? Pues bien, él viviría, él haría esfuerzos por conservarse sano y recobrar su libertad, él probaría que su razón no estaba enferma y que tenía derecho a salir de allí, y en cuanto saliera… El conde miraba otra vez fijamente la pistola; pero era apreciando lo bien alojadas que estarían sus dos balas en la cabeza del padre Claudio.

La esperanza de vengarse algún día de su miserable enemigo, tranquilizó al conde, devolviéndole su perdida calma; pero una mirada que lanzó a las robustas rejas y a la puerta, le hizo caer bruscamente en la terrible realidad.

¿Cuándo saldría él de allí? Los médicos serían tan duros e inexorables como aquel hierro y aquella madera; en vano pugnaría él por hacerles comprender que su razón estaba sana, y que era víctima de una maquinación infame; los médicos estaban prevenidos contra él, tenían el prejuicio de que él se hallaba privado de razón, y cuantos esfuerzos intentase para convencerlos de su verdadero estado, serían tan infructuosos como las tremendas acometidas que había dado a la robusta puerta. Además, ¿los encargados de aquel establecimiento, aquel doctor Zarzoso que tan antipático le resultaba, no podían ser agentes del terrible jesuíta, que despreciarían sus alardes de razón y eternamente le tendrían por loco?

– ¡Dios mío! – seguía diciéndose el conde – , ¡qué infierno en el porvenir! Hay para volverse loco de veras.

No había salvación. Dentro de un momento llegaría el antipático sabio, ¿y qué? Le escucharía con atención, sonreiría, como lo había hecho el loquero al oír que le era necesario salir de allí, y después lo enviaría a una miserable celda, donde agonizaría años y años, acompañado siempre por aquel diabólico griterío de la locura, que le crispaba los nervios.

No; un hombre como él, un Baselga, no había nacido para morir de tal modo. Sabía salir del mundo más dignamente. Y dentro de su cráneo seguía bailoteando el mismo pensamiento:

– ¡Y por qué no!.. ¡Y por qué no!

El conde avanzó hacia la mesa, poniendo su mano sobre la pistola. El frío del brillante acero le produjo el efecto de una ducha.

El siniestro pensamiento se desvaneció, su inteligencia pareció despejarse y nuevas ideas vinieron a tocar su cerebro, con consoladora caricia.

El no podía morir. Tenía en el mundo dos seres que necesitaban de su apoyo, y estaba en el deber de luchar para recobrar la libertad y correr a su lado.

Además, un arranque de altivez le daba fuerza. Matarse era dar gusto a sus enemigos, a aquel diabólico padre Claudio, que casi había puesto la pistola en su mano, y él no quería pasar por un imbécil capaz de vivir o perecer a capricho de la voluntad ajena.

Viviría; así se lo exigía su altivez y su instinto de padre: tendría fuerzas para resistir el infortunio. Y halagado por estas decisiones que le fortalecían, permaneció derecho, inmóvil y con la mano puesta en la pistola, sin pensar en nada, invadido por una dulce somnolencia.

El silencio que le rodeaba quedó turbado repentinamente. Otra vez el griterío irritante de los locos, pero en esta ocasión había uno cuyos rugidos, que parecían imposibles para una garganta humana, sobresalían sobre las voces y las carcajadas de los demás.

Baselga sonrióse tristemente. Otro que estaba como él mismo momentos antes, y con curiosidad oía aquel rugido, tan atentamente como si se mirara a un espejo, para apreciar su rostro.

Aquello trastornaba al conde, le producía honda pena. ¡A cuán bajo nivel puede la desgracia hacer descender a un hombre! ¡Y pensar que él hacía poco rato había gritado así, y que tal vez, a la menor contrariedad, o apreciando todo su infortunio, volviera a caer en la brutal irracionalidad!

El conde sentía miedo, y como si la imaginación se complaciera en asustarle, le desarrollaba el porvenir con toda su horripilante lobreguez.

Pronto tendría él por vecinos a aquellos infelices. Como ellos, gritaría, golpearía su cuerpo, por más cuidadosos que con él fueran los guardianes, iría siempre cubierto de andrajos, como ahora estaba, pues su traje aparecía ya despedazado por varias partes, las plagas de una miseria irracional se cebarían en él, languidecería e iría muriendo lentamente, y la razón se anularía del mismo modo, gradualmente, extinguiéndose hasta en su última chispa.

No, aquello no llegaría a sucederle; él sabría evitar tanta degradación, tan horrible miseria.

Y aquella idea, persistente y diabólica, que parecía estar clavada en su cerebro, seguía gritando dentro del cráneo:

– ¡Cobarde! Atrévete… ¡Y por qué no! ¿Por qué no?

¿Por qué? Porque no quería proporcionar a sus enemigos el placer de su muerte; porque tenía en el mundo dos seres inocentes por quienes velar… Pero, ¡Dios mío! ¡Qué lucha tan terrible!

Apenas pensaba esto, la funesta idea se revolvía indignada, echándose en cara su cobardía, y pintándole el porvenir con los más sombríos colores. ¡Y qué! Si vivía, ¿evitaría con esto el permanecer hasta el instante de su muerte encerrado en aquella casa, sumido en una horrible degradación, y convirtiéndose en loco lentamente, por el contagio moral con los otros enajenados? ¿Acaso conservando su vida podría acudir en auxilio de sus hijos?

Sus enemigos habían sido más hábiles que él, y le habían muerto moralmente. Ya que su razón había muerto, ¿por qué no anular aquella mísera envoltura, aquel cuerpo destinado a rugir, poseído de delirante indignación, y a agitarse con las más violentas convulsiones?

El diabólico pensamiento seguía aconsejándole, al par que le inspiraba tales reflexiones.

Había que apresurarse, si quería aprovechar la ocasión. No tardaría en llegar el doctor Zarzoso; le someterían entonces a un registro antes de llevarlo a la nueva celda; le quitarían su pistola, y con ella toda esperanza de eterna emancipación: si quería matarse, tendría que estrellar su cabeza contra la pared.

Baselga pensaba en la muerte con una calma sobrehumana. El mismo sentía asombro ante aquella tranquilidad absoluta que le poseía.

– Atrévete; éste es el momento. No vaciles, porque después, será tarde.

El conde se sorprendió, hablando en alta voz:

– Acabemos – murmuraba – , sufro mucho.

Y su imaginación se recreaba en considerar la calma absoluta, el descanso eterno que le aguardaba en la tumba. Un supremo egoísmo le embargaba, y el recuerdo de sus hijos era ya para él un grupo de pálidas figuras, sin contorno ni expresión, que no lograba conmoverle.

A morir; a sumirse para siempre en la densa sombra de la nada. Allí no había repugnantes traiciones, ni padre Claudio alguno.

El conde, como si despertara de un sueño, se vió con la pistola en la mano, y el índice en el gatillo.

Experimentó una ligera sorpresa. ¡Qué iba a hacer!.. ¡Ah, sí! Iba a matarse y no se arrepentía de su decisión.

Lanzó una mirada a su traje desgarrado, y le pareció contemplarse, demacrado, miserable y roto, tal como estaría al poco tiempo de permanecer en aquella casa. El pasado acudió a su memoria y recordó a aquel conde de Baselga, elegante y palaciego y adorado de las damas. ¿Podría tal hombre morir de un modo tan miserable? Seguramente que no. A librarse, pues, del peligro; a demostrar que en el trance supremo sabía salir del mundo con toda la maestría de un actor que conoce el medio de desaparecer dignamente de la escena.

Baselga miró a una de las rejas. Sufría ya alucinaciones, y le parecía que algo negro había cruzado volando por delante de ella. Tal vez la sotana del padre Claudio.

– ¡Adiós, canalla! Hiciste bien en darme la pistola. Es el último favor que te debo.

El conde apoyó la pistola en el pecho, buscando el sitio del corazón. Oprimió el gatillo, y recibió un golpe violento que le hizo caer; aunque con gran extrañeza, no oyó detonación alguna.

 

Había quedado de rodillas, agarrado con una mano al borde de la mesa, y miraba a su alrededor, con ojos asombrados, pareciéndole que toda la habitación tenía otro aspecto.

La pistola había caído al suelo, y él murmuraba con rabia:

– ¡Maldita pistola! ¡Ha fallado el tiro!

Pero su pecho y su mano derecha estaban cubiertos de sangre caliente, que, escurriéndose a lo largo del cuerpo, caía sobre el pavimento.

A sus oídos llegaban un tropel de apresurados pasos y el chirrido de una cerradura.

– ¡Vienen, vienen!

Y Baselga, alarmado, buscó a tientas la pistola que estaba en el suelo, e hizo un esfuerzo supremo para montar el gatillo.

Apoyó el segundo cañón en la sien, en el mismo instante que la puerta se abría y entraban en la sala muchos hombres, alarmados por la detonación.

El conde apretó el gatillo, y le pareció reconocer entre los que avanzaban sobre él despavoridos al sabio, que tan antipático le era, el doctor Zarzoso, cuya visita esperaban en el manicomio.

Esta vez tampoco oyó el infeliz ruido alguno, pero recibió en la cabeza un golpe tan anonadador como si la casa entera hubiese caído sobre su cráneo.

Sintió lo mismo que si le arrebatasen, arrojándolo en una inmensidad de negrura vibrante, en la que danzaban como chispas de una colosal fragua, millones de millones de puntos luminosos.

Pero aún tuvo fuerzas para hacer subir a sus labios una sonrisa de amarga ironía y murmurar de modo que lo oyeran todos aquellos hombres consternados que le rodeaban:

– Ya tengo bastante.