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La araña negra, t. 4

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– Bueno, ¿y qué quiere usted decirme?

– Que de boca de la misma baronesa ha salido una noticia que apenas me atrevía a creer.

– Vamos a ver esa noticia estupenda.

– Que el conde ha sido declarado loco.

– Y que yo lo he enviado al manicomio, ¿no es eso? De seguro que así se lo habrá dicho la baronesa. ¿Y qué hay en todo esto para que usted venga con tanto azoramiento a comunicarme cosas que ya casi tengo olvidadas?

– ¡Oh!, reverendo padre: la impresión, lo inesperado de la noticia… Comprenda usted el efecto que en mí habrá causado.

– Déjese usted de pamplinas. Usted sabía tan bien como yo, hace ya mucho tiempo, que el conde estaba loco, y que su manía de conquistar Gibraltar, que comunicó a usted antes que a nadie, era un solemne disparate. ¿A qué extrañarse tanto ahora? Baselga estaba loco y lo hemos encerrado en un manicomio. Eso es todo.

– Perdone usted, padre Claudio. Yo esperaba que, como amigo de la familia, me hubiese usted llamado, al tratarse de un asunto tan importante. Tal vez hubiesen aprovechado para algo mis servicios.

– No hemos necesitado a usted para nada.

– Muchas gracias. Además debo manifestarle mi disgusto por la conducta que usted ha observado conmigo. Hace tiempo que comprendí que no le era muy grata mi presencia en casa de Baselga, y por eso he estado tanto tiempo sin ir por allí.

– Así es. No me gustaba mucho que fuese usted por aquella casa; pero ahora puede volver cuando guste.

– Sí, eso es – dijo con rudeza Quirós – . Puedo ya volver, ahora que no está el conde y que le han declarado loco, Dios sabe cómo.

Quirós, apenas dijo estas palabras, se arrepintió, al ver el gesto de indignación que hizo el padre Claudio.

– Joven – dijo el jesuíta con frialdad hostil – , la benevolencia que yo le he dispensado, sólo ha servido, según veo, para que usted se muestre sobradamente audaz y se atreva a hacer suposiciones que no puedo consentir. El conde ha sido declarado loco, porque realmente lo estaba, y yo no he influído para nada en tal declaración. ¿Qué interés podía yo tener en ello?

Quirós, a pesar de que temía al padre Claudio, no pudo evitar un gesto de incredulidad.

– ¿Duda usted de mis palabras? Pues pronto tendrá que convencerse forzosamente. ¿Qué médicos cree usted que han certificado la demencia del conde? ¿Se lo ha dicho a usted la baronesa?

– No, señor; pero, como si lo viera: el médico encargado de tal trabajo habrá sido, indudablemente, el doctor Peláez. Un amigo fiel y obediente.

– Pues se engaña usted. El que ha certificado la demencia del conde ha sido el doctor Zarzoso, ese sabio alienista, que es bien conocido por sus ideas antirreligiosas. ¿Dirá usted ahora que Zarzoso es de los nuestros y que yo puedo manejarle para hacer que declare cosas contrarias a la verdad?

El joven quedó moralmente aplastado por estas palabras, y el padre Claudio se gozó en mirarlo con desdeñosa compasión.

Quirós estaba perplejo. Comprendía que acababa de cometer una torpeza, mostrando antes de tiempo cierta aspiración de independencia ante el terrible jesuíta, que no consentía la emancipación de ninguna de las voluntades a él supeditadas. Por esto, deseoso de remediar su ligereza, se apresuró a decir con acento humilde:

– Perdón, reverendo padre. No había yo imaginado, ni remotamente, nada que fuese en perjuicio de la honradez y caridad de vuestra reverencia, pero el maldito amor propio, herido por el despego que hace algún tiempo me mostraba usted, ha sido la principal causa de que yo haya hablado de un modo irrespetuoso. Ruego a usted que me perdone. Ya sabe que le venero y que eternamente le seré fiel.

El jesuíta hizo como que creía en estas palabras, cuyo verdadero valor conocía.

– Es usted un niño, amigo Quirós – dijo con paternal benevolencia – , y si no estuviera convencido de esa ligereza, que le ha de producir muchos disgustos, tomaría en serio sus palabras, en cuyo caso mi enojo sería terrible. Usted tiene un defecto, que consiste en querer subir demasiado aprisa a las alturas donde le arrastra su exagerada ambición. Yo no critico que usted sea ambicioso: todos lo somos en este mundo, y yo el primero: pero hay que pensar bien que aquello que todo hombre ha de procurar para subir, es escoger bien los medios que han de servirle para su elevación. Usted, mientras suba apoyado por nuestra Orden, hará carrera, y el día que intente emanciparse de nosotros, su ruina será completa.

– Reverendo padre, yo no intento separarme de usted, al que tanto venero; yo…

– Menos protestas de adhesión, amigo Quirós. Dios, que lee en el corazón de todos los humanos, es quien sabe mejor la verdad y puede apreciar los sentimientos de cada uno. Aunque no estoy muy seguro de la adhesión de usted, le quiero, a pesar de todo, y buena prueba del ello es que hace un momento pensaba en usted y le procuraba un medio seguro para engrandecerse.

– ¡A mí! – exclamó Quirós con codicia – . ¡Oh, cuánto le agradecería que hiciese algo por mi suerte! Mi situación es cada vez más difícil; mis compañeros ascienden todos, hacen fortuna, y yo permanezco inmóvil en mi miserable medianía, sin adelantar un paso. Necesito un protector poderoso, como vuestra paternidad, y que no me abandone en ninguna ocasión.

– Mi protección dependerá del modo como usted se porte en adelante conmigo. Por de pronto, sepa que tengo un medio seguro e inmediato para que el Gobierno agradezca a usted un servicio importantísimo y le premie con largueza.

Quirós hizo un gesto de impaciencia; estaba ansioso por conocer aquel medio, tan seguro, de engrandecerse.

– Se trata – dijo el jesuíta con gran calma – de descubrir al Gobierno una conspiración revolucionaria, verdaderamente terrible, por las personas que de ella forman parte.

Quirós mostró cierta extrañeza al escuchar estas palabras. Notábase en él que acababa de sufrir una profunda decepción.

– ¡Oh! – exclamó – . ¡Si no es más que eso!.. Todos los días recibe el Gobierno delaciones de esa clase, y apenas si las premia con unas cuantas onzas de oro. Los ministros hacen ya poco caso de tales revelaciones, pues las más de las veces resultan falsas o inútiles, ya que no pueden encontrarse las pruebas.

– Es que aquí las hay, señor Quirós: pruebas claras y concluyentes, papeles de tanta importancia, que con ellos el Gobierno puede ponerse al tanto de una terrible conspiración militar, y conocer a todas las personas que están comprometidas en ella.

– ¡Ah! – exclamó el joven, cuyos ojos brillaron con terrible llamarada de alegría – . Eso es otra cosa. Si vuestra paternidad me facilita tan importante delación, mi ascenso está ya asegurado.

– Pues cuente usted con que le apoyaré. Irá usted a ver al ministro de la Gobernación. ¿No lo conoce usted?

– Sí, reverendo padre. He hablado varias veces con él en las reuniones del gran mundo.

– Perfectamente. Pues puede usted decirle que en Madrid funciona una Junta revolucionaria militar, de la cual es secretario un capitán llamado don Esteban Alvarez.

– Eso no basta, reverendo padre.

– No sea usted impaciente, y escuche. Dicho capitán tiene en su casa la mayor parte de los papeles de la conspiración, y registrando su domicilio, el Gobierno puede dar un buen golpe a los revolucionarios.

– ¿Está usted seguro, reverendo padre, de que los papeles están en casa de ese capitán?

– ¡Oh!, segurísimo. Ya sabe usted que estoy siempre bien informado de todo. Tengo buenos amigos.

– ¡Diablo!, pues la cosa resulta grave para ese capitán, si le pillan en su domicilio los papeles. ¿Es algún joven ese capitán?

– Creo que sí. Según me han dicho es una cabeza ligera, un exaltado muy peligroso.

– ¿No le conoce vuestra reverencia?

– No. Nunca lo he visto.

Quirós se quedó pensativo unos minutos.

– ¡Vamos! – dijo el jesuíta – . ¿Qué piensa usted? ¿No se atreve a dar el golpe?

– Pienso que si le pillan los papeles a ese pobre muchacho, pronto le olerá la cabeza a pólvora. El Gobierno está hoy más irritado que nunca contra los revolucionarios, y será inexorable con aquel que pille.

– Así lo creo yo también. Pero veo que me he equivocado al pensar en usted y ofrecerle un medio tan rápido de elevación. ¿Tiene usted reparo en delatar tan peligrosa conspiración? No hablemos, pues, del asunto. Olvídese usted de todo lo dicho, que otro se encargará de hacer el trabajo. No falta gente que quiera ser premiada por el Gobierno.

Quirós se estremeció, como si acabara de recibir un rudo golpe.

– ¡Eh! ¿Qué es eso, reverendo padre?.. El negocio es para mí, y yo no puedo consentir que otro me lo arrebate. ¿He dicho yo acaso que no quiero encargarme de la delación? Lo que hay es que me inspiraba algo de compasión ese pobre muchacho, que es un joven como yo y que no aguarda seguramente el terrible cataclismo que le va a caer encima. Un poco de simpatía, y nada más. Pero se acabó ya el escrúpulo; no soy tan imbécil que dé un puntapié a la Fortuna, cuando ésta se me presenta. Se acabó la compasión. ¡Vaya, padre Claudio!, siga usted dándome órdenes, que yo las cumpliré inmediatamente.

– Celebro verle tan animoso y dispuesto a aprovecharse de mi cariñosa benevolencia. Para alcanzar la gratitud del Gobierno, no tiene usted más que hacer esa delación. Yo me encargaré después de recomendarlo y hacer que la recompensa oficial sea lo más alta posible.

– Pero, padre Claudio, con lo dicho no basta para que la delación sea completa. Falta saber, el domicilio del capitán Alvarez, el punto donde los conspiradores se reúnen y todos los demás detalles que vuestra paternidad juzgue importantes.

– Es verdad. Tiene usted mejor memoria que yo. Pase usted a mi despacho y mi secretario le dará una nota exacta de todo cuanto pide.

Quirós hizo un gesto de alegría, como si ya tuviera en sus manos el importante ascenso que tanto deseaba.

 

Ansioso por realizar cuanto antes aquel negocio, y sin el menor rastro del escrúpulo que momentos antes había sentido, se dispuso a salir del gabinete para dirigirse al despacho.

– Aguarde usted, impaciente joven – dijo el jesuíta sonriendo con amabilidad – . Supongo que todo esto quedará en el más absoluto misterio, y que el Gobierno no traslucirá quién ha proporcionado tan importantes datos.

– ¡Oh! De eso no hay que hablar, padre Claudio. Bueno soy yo para que se me escape una palabra indiscreta. Yo sólo digo lo que quiero.

– Buena condición es ésa. Con ella irá usted muy lejos. Lo importante es que usted no se arrepienta nunca de lo hecho, y quiera perder a sus amigos algún día, sabiendo perfectamente lo que dice.

El joven comprendió que el padre Claudio seguía dudando de su adhesión.

– No recele vuestra reverencia de mi fidelidad – dijo Quirós – . Ya que no por cariño, por egoísmo, debo seguir siempre al lado del padre Claudio. Tratándome como hoy, nunca podré quejarme de su protección. Yo, al que me da, nunca le falto.

– ¡Magnífico! Es usted adorable por su, franqueza, Joaquinito. Usted irá lejos y nunca le faltará mi protección. Unicamente – continuó el jesuíta sonriendo con cierto aire de superioridad – , le falta a usted el no dejarse dominar por la compasión en momentos supremos.

– ¡Oh! La indecisión de antes ha sido momentánea, como usted ha visto.

– Cuando yo le aconseje una cosa, no dude usted nunca. Yo no puedo aconsejar a nadie que peque y pierda su alma, y las acciones que yo recomiendo, aunque a primera vista parezcan censurables, seguramente no lo son por venir de boca de un sacerdote del Altísimo. Dios saca el bien del mal, no olvide usted esto, y para hacer bien a nuestros semejantes, es preciso que antes les hagamos daño. Al delatar a ese joven capitán, tal vez le sentenciemos a muerte; pero, ¡cuán inmenso caudal de bienes no producirá nuestra delación! Con su prisión y la incautación de sus papeles, la Sociedad permanecerá tranquila, la revolución quedará desbaratada, perecerán esas ideas diabólicas y disolventes que propagan los enemigos de la Monarquía y de la Iglesia, y quedarán tranquilas en el poderío de que hoy gozan, por la voluntad de Dios, Doña Isabel II, esa reina modelo de virtudes, y la Compañía de Jesús, santa institución que trabaja por la salvación del mundo. Si quiere usted ser grande y poderoso en la tierra, y después feliz y bienaventurado en el cielo, no vacile usted nunca en obedecer mis indicaciones. Todo cuanto yo ordene es…

– "Para mayor gloria de Dios" – interrumpió el joven – . Si ya lo sé, reverendo padre, y juro obedecerle inmediatamente. Ahora, si le parece bien, vamos al despacho a por la nota, pues siento verdadera impaciencia por servir a Dios haciendo la delación.

El jesuíta sonrió bruscamente al oír estas palabras. Sabía él a qué Dios servía el joven egoísta, al mostrarse tan impaciente por cumplir sus órdenes.

– Sobre todo, amigo Quirós, no cometa usted ninguna imprudencia, ni deje que la cometa el Gobierno. Si hace usted la delación ahora mismo, nos exponemos a que el ministro dé inmediatamente órdenes a la Policía, en cuyo caso es posible que armándose estruendo extemporáneamente, se nos escape la liebre. Vaya usted al Ministerio al anochecer, y haga la delación. La noche es favorable para esta clase de asuntos.

Quirós se conformó a esperar algunas horas para dar el golpe que aseguraba su porvenir, y con aire de humildad hipócrita, siguió al poderoso jesuíta a su despacho.

XXVI
La última buena obra del padre Claudio

A Baselga comenzaba a parecerle demasiado extraño el aparato misterioso con que el capitán O’Conell había revestido su cita.

Pasaba el conde por alto que le hubiese hecho salir a una legua de Madrid para ir a aquel caserón de grandes y desiertos patios, rodeado de un vasto jardín con solitarias alamedas, a cuyo extremo había entrevisto algunos hombres que al notar su presencia habían desaparecido; hacía caso omiso igualmente de que el doctor Peláez lo hubiese abandonado diciendo que así lo exigía el secreto de la entrevista, dejándolo bajo la dirección de un criado, soberbio mocetón de grandes patillas que orlaban una cara cuadrada y sin expresión alguna; pero no le parecía ya indiferente, pues le causaba cierta molestia próxima a la irritación, que le tuvieran más de una hora en aquella sala, grande, fría y de elevado techo, cuya desnudez aún hacía más antipática el torrente de sol que entraba por las dos rejas situadas sobre el vasto jardín que él había atravesado.

La aventura iba ya resultando para el conde demasiado extraña. Aquellas rejas eran demasiado robustas y tenían todo el aspecto de las de presidio. Mirándolas fijamente, el conde llegó a sonreírse.

– En esta casa – pensaba – debe ser la gente muy miedosa. Según leo a veces en los periódicos, hay bastantes ladrones en los alrededores de Madrid; pero la cosa no creo que sea para tomar tantas precauciones. ¡Cuidado si han empleado hierro en las tales rejas!

Y Baselga, que para buscar distracción al tedio que comenzaba a dominarle, se había entretenido en contar varias veces los barrotes de las rejas, pasó a fijarse en otros detalles de la habitación.

– Pues aquí dentro – continuó pensando el conde – no han sido tan pródigos en muebles como en el hierro de las rejas. ¡Vaya un menaje! Parece que sólo hayan puesto lo estrictamente necesario para que la pieza no sea inhabitable.

Así era. La sala era muy espaciosa, y a pesar de esto, sólo había en ella cuatro sillas de paja, muy ligeras por cierto, y una mesilla colocada entre las dos rejas.

Baselga se levantó, fué tocando uno por uno los escasos muebles, y después siguió paseando de un extremo a otro de la habitación.

Sacó su reloj de oro y miró la hora. Las diez y media. Estaba ya allí más de una hora y comenzaba a parecerle la espera más que pesada.

En uno de sus paseos, al pasar junto a la puerta, que creía entornada, se fijó en ella. También notó, como en las rejas, gran lujo de precauciones. Vaya una puerta sólida. Los tableros estaban tan ajustados, que no dejaban la menor rendija, y toda ella parecía hecha de una sola pieza. En el centro tenía un ventanillo cerrado.

El conde, al pasar, la golpeó distraídamente con el pie, como para apreciar su robustez, y la puerta no se movió.

Baselga hizo un gesto de inmensa extrañeza. ¿Qué era aquello? ¿Acaso estaba la puerta cerrada? ¿Era él un preso?

Esta consideración sublevó al conde, quien, para convencerse de si la puerta estaba cerrada, dejó caer sobre ella sus robustos puños. Conmovióse la recia madera produciendo un sonido sordo, pero la puerta no se movió.

Ya no podía dudar el conde. Estaba encerrado, prisionero en aquella destartalada habitación tan inaccesible a la fuga como un calabozo. Las rejas le impedían saltar al jardín.

Apoderóse de Baselga una terrible indignación al verse tratado de un modo tan inicuo. ¿Por qué le recibían de tal modo? ¿Dónde estaba aquel O’Conell, que no llegaba nunca?

De repente cruzó por la imaginación del conde una absurda idea, propia de su continua preocupación. Sin duda, el Gobierno inglés conocía su plan, temía al audaz patriota, y se atrevía a secuestrarlo casi a las puertas de Madrid. Esta presunción fatua y loca consolaba al conde y le daba cierto valor para sobrellevar tan extraña aventura; pero a pesar de esto, seguía golpeando con sus vigorosos puños la fuerte puerta, sin lograr que hiciera el menor movimiento.

El más absoluto silencio contestaba a aquellos golpes, y Baselga se decidió por fin a gritar:

– ¡Eh! Los de la casa. ¿Qué es esto? Venid a abrir esta puerta.

Varias veces gritó y no vino nadie. Pero los gritos no fueron acogidos con el mismo silencio que los golpes.

A los oídos de Baselga llegaron confusas y amortiguadas voces estentóreas, chillidos y cánticos monótonos, que formaban un extraño concierto y que se repetían cada vez que él llamaba.

– No – dijo el conde en alta voz, como si tuviera a sus espaldas quien lo oyera – , pues la broma resulta bastante pesada. ¿Y qué grita toda esa gente?.. Juro a Dios, que en cuanto salga de aquí aprenderán cómo nadie se burla impunemente de un hombre como yo.

Transcurrieron algunos minutos sin que el conde se cansara de golpear la puerta. Antes bien, parecía que sus puños, al maltratar a la madera, adquirían nuevo vigor.

Cuando comenzó a llamar, habíale parecido oír unas pisadas que ligeramente se alejaban, y éstas volvieron a escucharse pasado un buen rato, aunque aproximándose con gran rapidez.

El conde vió abrirse el estrecho ventanillo de la puerta, a través del cual apenas si podían mirar a la vez con ambos ojos.

En el pasillo estaban dos hombres; el criadote de las patillas y de rostro inmóvil, que, según se decía el conde, tenía cara de palo, y un joven también fornido y barbudo, que llamaba la atención por su gesto inteligente.

Baselga se dirigió a él lanzándole por el ventanillo una mirada iracunda.

– Caballero, ¿es ésta manera de recibir una persona decente? ¿Soy algún criminal terrible para tenerme cerrado? Soy el conde de Baselga, sépalo usted.

– Lo sé, señor conde – dijo el joven con sonrisa amable – ; y ruego dispense esta falta de atención. El tenerle cerrado, comprendo que le será a usted tan enojoso como molesto para mí; pero tengo que cumplir forzosamente las órdenes que me dan. A usted mismo le conviene permanecer ahí.

– ¿Esas órdenes son de O’Conell? A ver, ¿dónde está O’Conell?

El joven médico no sabía quién era aquel extranjero que nombraba el conde; pero con el aplomo que le daba su continuo trato con los enajenados, respondió:

– Sí; O’Conell me ha dado la orden. No tardará en venir, puede usted esperar tranquilo. Es cuestión de una hora a lo más. Le ruego, sobre todo, que no se incomode ni se exalte. Piense usted en que le conviene estar así.

El conde seguía no comprendiendo aquel extraño aparato; pero se tranquilizaba contemplando aquellos dos hombres.

No; aquella gente no podía ser mala. Tenía buen aspecto y no parecía que se propusieran causarle el menor daño. Esperaría, ya que tan cortésmente se lo suplicaban, y cuando llegara O’Conell, éste le explicaría la razón de tan extraña conducta.

El joven hizo una cortesía, disponiéndose a retirarse.

– Ya lo sabe usted, señor conde. Permanezca usted tranquilo, que así que llegue el que usted espera, entrará a verle inmediatamente. Mientras tanto, el ventanillo quedará abierto, y si algo se le ocurre, no tiene usted más que llamar a este señor, que acudirá inmediatamente.

Los dos hombres se retiraron, y el conde volvió a pasearse por la habitación.

En los primeros momentos estaba tranquilizado por la conferencia; pero así que estuvo solo un buen rato, comenzaron a renacer las antiguas sospechas. ¿No podían ser terribles enemigos aquellos hombres que tan amables se mostraban?

Todo inducía a esperar algo malo, porque un misterio tan absurdo, rara vez puede ser precursor de felices acontecimientos.

Y el conde, al pensar esto, se dirigía a sí mismo preguntas de imposible contestación.

– Vamos a ver, ¿dónde está O’Conell? ¿Por qué ordena estas precauciones irritantes? ¿Será acaso un traidor que nos habrá engañado al padre Claudio y a mí? ¿Y qué casa es ésta? Se me ha olvidado preguntarlo a ese joven, así como por qué chillaban tan desaforadamente hace poco rato.

Justamente cuando el conde se decía esto, volvió a estallar aquel extraño y espeluznante concierto de gritos, rugidos e incoherentes canciones.

Esta vez se oía mejor, y parecía más próximo el griterío, sin duda por estar abierto el ventanillo.

A Baselga le ponía nervioso aquel estruendo, que parecía arañarle los oídos. Además, creía que era una burla; el regocijo de ocultos enemigos, que celebraban con risotadas extravagantes verle a él encerrado, y por esto, dando en el suelo una furiosa patada, murmuró iracundo:

– ¡Dios! Esto parece una casa de locos.

Después, como si tomara una resolución, se dirigió al ventanillo:

– ¡Buen hombre! – gritó – . ¡Eh, buen hombre!

Sonaron las pisadas del criado, que a pesar de su robustez, andaba con una ligereza juvenil.

– ¿Qué se le ofrece? – dijo apareciendo y con acento rudo, que pugnaba por dulcificar.

– ¿Qué ruido es ése? ¿Por qué chilla esa gente de un modo tan extravagante? Diga usted que callen. Me incomoda esa música rara.

– No haga usted caso, señor. Son huéspedes que tenemos aquí hace algún tiempo, y que nos dan bastante trabajo.

– ¿Y qué clase de casa es ésta? ¿Qué hacen aquí?

Por fin, la cara de palo del criado perdió su expresión estúpida para animarse con una sonrisa extrañamente irónica.

 

– ¡Oh! Ya lo sabrá usted, ya se encargará de decírselo la persona a quien espera.

– ¡Ya lo creo que me lo dirá! Tengo deseos de saber el por qué del aparato de esta cita, que me va resultando pesada. Alguna extravagancia tal vez. ¡Esos ingleses son tan excéntricos!

Baselga notó en la inanimada cara del criado cierta expresión de extrañeza. ¡Si él lograra hacerle hablar!

– Qué, ¿te extrañas de lo que digo? ¿No conoces tú al capitán O’Conell?

– Yo, no, señor. Es decir… ese capitán, ¿no es la persona que usted espera?

– Sí, hombre. Al que espero, y por el que he venido aquí.

– Pues a ése sí que lo conozco; sólo que no sabía que usted lo llamaba por tal nombre, ni que era capitán.

– ¿Pues, cómo llamáis aquí al que yo espero?

– Aquí se le llama el doctor Zarzoso, y todas las mañanas, a las once, viene a hacer su visita. Por lo regular, sólo inspecciona a algunos de los huéspedes y se pasa más de dos horas hablando con ellos. Hoy tendrá con usted una conferencia larga.

El conde quedó profundamente desconcertado por tales palabras. ¿Qué enredo era aquél? ¿Había otro que al capitán irlandés quería convertirlo en doctor? Baselga comprendía la necesidad de hacer hablar a aquel hombre, y recordando sus antiguas prácticas de hombre de mundo, que hace apreciar el dinero como el mejor medio de desatar lenguas, sacó del bolsillo del chaleco dos piezas de a duro, y sacó la mano por el ventanillo.

– Toma, esto para ti. Por la molestia que te tomas al entretenerme con tu conversación, hasta que llegue ese señor a quien espero.

– Gracias, señor conde – dijo el criado mirando con codicia las relucientes monedas – ; pero me es imposible aceptar la “fineza”. El reglamento de la casa lo prohibe terminantemente.

– Tómalos sin cuidado. Guardaré el secreto, pues tengo el gusto de hacerte este regalo.

La manaza del criado no tardó en apoderarse de las dos monedas.

– Y dime – continuó el conde – ; ¿ese señor doctor que tú nombras, es el mismo a quien yo espero?

– ¡Vaya una pregunta! ¿Usted no espera al doctor Zarzoso? ¿No es él quien lo ha enviado aquí para su curación?

– ¿Para mi curación?.. ¡Ah!, sí. Por eso me encuentro en este sitio y le espero con tanta impaciencia. Mira lo que son las cosas. Conozco mucho a ese señor médico, y, sin embargo, en este momento no me acuerdo de su cara.

– No es extraño; a muchos les sucede igual aquí. Vea usted si recuerda. Es un señor gordo, de bigote cano, gasta gafas y mira muy fijamente cuando habla. Todo el mundo le conoce. Pues dicen que es un gran sabio.

Al conde no le cabía ya duda alguna. Se trataba de aquel caballero, que en la mañana del día anterior había ido a su casa a revolverle la bilis con sus objeciones. ¿Qué venganza era aquella?

Baselga sentía verdadera ansia de penetrar en lo más hondo ce aquel misterio, que comenzaba a asustarle. Sospechaba algo que le causaba escalofríos de terror, y al mismo tiempo, empezaba a hacer hervir su impetuoso carácter.

– Habla, querido, habla – dijo al criado – . ¿Y crees tú que el doctor me curará?

– Bien puede ser. Yo, por mi parte, lo creo segurísimo, si usted ayuda. Debe usted hacer esfuerzos, y, sobre todo, no atolondrarse y conservar su serenidad. Una desgracia a cualquiera le sucede, y nadie puede asegurar que está libre de vivir aquí o en presidio.

Aquel mocetón hablaba con tono de filósofo. Al conde le causaba cierto pavor su filosofía; pero a pesar de todo tuvo serenidad para preguntar con marcada impaciencia:

– ¿Y qué enfermedad es la mía? ¿Lo sabes tú, acaso?

– No es gran cosa. Hace poco rato me la contaba don César, el médico de guardia, ese joven tan simpático que antes ha hablado con usted. Se halla usted tan bueno y sano como yo u otro cualquiera; sólo que en ciertos momentos le domina una manía, que le hace muy peligroso.

El conde temblaba de pavor. El, tan animoso, tan enérgico, se sentía dominado por el miedo ante el sesgo que tomaba la aventura, que momentos antes creía una broma de mal gusto, pero sin consecuencias.

Adivinaba ya dónde estaba, para qué servía el edificio, y qué clase de hombre era el que con él hablaba: ¡Horror! Convertido de pronto en un demente, y teniendo que hablar con fingida tranquilidad con un loquero.

La seguridad que tenía el conde de que su razón estaba sana, aún hacía más horrible su situación.

– Conque decías – continuó el conde esforzándose en sonreir – que mi manía es muy peligrosa.

– Así lo he oído. ¿Usted no piensa en algunos ratos ir a hacerle la guerra a los ingleses, y tenía preparados muchos hombres y armas para tal negocio?

Baselga aún experimentó mayor impresión de terror. ¡Cómo era aquello! ¿Su secreto era ya del dominio público? ¿Lo conocía hasta un criado de manicomio?..

Sentía el infeliz una creciente curiosidad, y por esto, a pesar de su terrible angustia, siguió preguntando:

– ¿Cómo sabéis aquí lo que yo pienso?

– ¡Bah! Aquí se sabe la historia y la manía de cada enfermo. Ese señor médico que le ha acompañado a usted aquí, ha estado examinándolo con detención durante mucho tiempo, hasta que se ha convencido de su enfermedad.

– ¡El doctor Peláez! – exclamó con extrañeza el conde.

– Sí, ese creo que es su nombre. Hasta hace poco ha estado abajo en el gabinete de consultas explicando la enfermedad de usted a don César y recomendándole que lo trate muy atentamente.

Baselga no se pudo contener.

– ¡Pero eso es una infame traición!..

El criado volvió a sonreir irónicamente.

– ¡Bah! Todos dicen lo mismo cuando vienen aquí, y después, si es que salen completamente sanos, dan las gracias por haberlos tenido tanto tiempo en esta casa atendiendo a su curación.

Reinó un largo silencio. El conde, con la cabeza baja, reflexionaba sin llegar a creer completamente en su horrible situación. Tan absurdo le parecía.

Al fin, como quien pregunta una cosa que tiene por axiomática, dijo al criado:

– Pero mi familia no sabrá que yo estoy aquí; no tendrá noticia de este miserable secuestro.

– ¡Toma! ¡Hermosa pregunta! ¿Le parece a usted, señor conde, que sin consentimiento de su familia le hubieran traído a usted aquí? ¿Tenemos acaso ganas de ir a presidio? A usted le han traído aquí después que ayer verificaron en su casa una consulta el doctor Zarzoso, el doctor Peláez y otros dos médicos. Así he oído que aquel señor se lo decía a don César. Qué, ¿no se acuerda usted ya? Pues dicen que usted estaba presente, y que hablaron largamente en su despacho. También estaba un cura que ha trabajado para que usted, a quien quiere mucho, quede aquí, en seguridad, sin emprender peligrosas aventuras. ¿No se acuerda usted de eso?

– Sí, lo recuerdo; lo recuerdo perfectamente – dijo el conde con voz desfallecida.

Y, efectivamente, recordaba con todos sus detalles la conferencia de la mañana anterior en su despacho, y ahora comprendía la significación de las miradas del sabio doctor y aquellas preguntas que tanto le habían irritado. Pero, ¡Dios mío!, ¡cuán infame era aquello!, ¡qué traición tan terrible! Había para volverse loco, pero de verdad; no con aquella demencia fingida, que él comenzaba a comprender de quién era obra.

Su mano crispada apretaba convulsamente el borde del ventanillo, y con la cabeza baja permanecía silencioso y meditando, sin comprender muchas de las palabras que le dirigía el criado.

– Debe usted tranquilizarse, señor conde, y tomar con calma lo que le sucede. Estos son percances de la vida, de los que nadie se halla libre. Si usted tiene serenidad y pone de su parte para ayudar a la ciencia es posible que pronto se encuentre bueno. Calma, mucha calma. Aquí no se pasa del todo mal. Le hemos alojado en esta pieza hasta que venga el doctor Zarzoso y hable con usted. Después, lo trasladaremos a una celda donde tendrá usted vecinos; gente divertida, que en los primeros días le incomodará; pero que al fin le hará reir. Son los que usted oía antes. Además, yo seré el encargado de cuidarle, y no tendrá queja alguna. Me es usted muy simpático, y más desde que veo que es persona razonable. Ratos de sobra tendremos para charlar de nuestras cosas, como ahora lo hacemos.