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La araña negra, t. 2

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V
Mariposa

El período hermoso de su vida empezó para María el día en que su juventud fué declarada oficialmente, o sea aquél en que tomó la primera comunión.

Don Ricardo admiró su traje blanco y su velo de desposada, derramó copiosas lágrimas, producidas tanto por la alegría como por el recuerdo de su esposa, y lo mucho que ésta habría gozado viendo a su hija de tal modo, y no se le ocurrió acompañarla a San Sulpicio, dejando como siempre que cumplieran con este encargo su fiel amigo y la criada.

¡Con qué profunda unción recibió María, confundida entre un tropel de niñas con blancas vestiduras, aquel nuevo sacramento de la Iglesia!

Recordó lo que había dicho el señor García sobre tan importante acto, y pensando que era nada menos que Dios quien iba a alojarse en su cuerpo, procuró engullirse con la mayor delicadeza el pegajoso cuerpo de Cristo, que envuelto en saliva bajó con solemne parsimonia al fondo de su estómago.

Aquel acto resultó conmovedor para los fieles amigos de María.

Su segunda madre, la cariñosa Tomasa, lloraba ruidosamente, tapándose el rubicundo rostro con el blanco delantal, y en cuanto al señor García, creía que a falta de lágrimas era muy propio del caso suspirar angustiosamente, frotándose los ojos con las puntas de su pañuelo.

Desde aquel día todo varió en la vida de María.

Vistiéronla de largo y ya no le fué permitido el correr ni jugar en las alamedas del Luxemburgo, teniendo que resignarse a pasear con aire grave y los ojos bajos al lado de su padre o de su preceptor.

Se acabó para siempre el correr mezclada entre niños, con la cabellera suelta y ondeante bajo el mal seguro sombrerillo, pues en adelante tuvo que peinarse horriblemente e ir adquiriendo, por indicación de su preceptor, todo el aspecto rígido y antipático de una doncella que odia las pompas mundanas y sólo piensa en entrar en el cielo.

El señor García tenía sus planes acerca de su discípula. Era el buen hombre tan modesto que se juzgaba incapaz de continuar la educación de la niña y aconsejaba a su padre la pusiera a pensión en un convento de confianza, que ya se encargaría él de designar; pero Avellaneda, siempre tan complaciente con su amigo y administrador, sacudió su indiferencia al escuchar tal proposición y se negó enérgicamente a separarse de María, y menos a consentir que entrara en un convento, aun en calidad de educanda.

Aquello molestó mucho al virtuoso administrador, pero como su cualidad distintiva era la humildad, sufrió con paciencia el fiero arranque de su amigo y se conformó a que María no fuese al convento.

La niña no experimentó la menor contrariedad con la negativa de su padre.

La halagaba la idea de permanecer algunos años en el convento, llevando la misma vida espiritual y contemplativa de las religiosas, mas no por esto detestaba el mundo con la misma energía que algunos años antes.

María llevaba la misma vida que en un convento, y en verdad que con ella no resultaba muy simpática y alegre la existencia.

Para la niña, los teatros, las "soirés" y las innumerables diversiones de la juventud eran cosas desconocidas; pero con la edad había adquirido gran instinto de observación y en cuanto la rodeaba adivinaba que en el mundo existía una vida llena de placeres y de inesperadas impresiones, muy distintas a la monótona y triste que ella arrastraba.

Muchas veces, cuando cerrada ya la noche regresaba a su casa seguida de sus inseparables amigos, tenía que detenerse para dejar paso a veloces carruajes en cuyo interior se distinguían hermosas damas espléndidamente vestidas que se dirigían al teatro o al baile, aquellas dos diversiones desconocidas por la niña, pero que en su cerebro producían un cúmulo de aventuradas y fantásticas suposiciones.

Aquel vago deseo que en el corazón de la joven producían las pompas mundanas ocupaba su imaginación durante noches enteras, dejando tras sí amargos rastros, pues María juzgaba tales pensamientos obra del demonio, que quería apartarla de la senda del bien, y para conjurar al infernal enemigo, saltaba de la cama y ponía sus rodillas desnudas sobre el frío suelo, pidiendo a Dios que no la desamparase y que le diese fuerzas para desechar tan horribles seducciones.

Mas, por desgracia para la joven devota, el mundo, que es muy pícaro, parecía complacerse en hacer desfilar ante sus ojos, cada vez con mayor magnificencia, todas sus seductoras grandezas, y su espíritu mujeril se conmovía profundamente con las hermosuras del arte, del lujo y de la vida elegante.

En el interior de María formábanse dos distintas personalidades que reñían empeñadas batallas. Los sentimientos de mujer vulgar y de devota iluminada desarrollábanse en ella en continua lucha.

Durante el día la grandeza mundana ejercía sobre ella seductora influencia, y contemplando en el paseo las elegantes damas que paseaban del brazo de sus maridos, sentía algo semejante a la envidia; pensaba con placer en que algún día podía llegar a ser una de ellas y se proponía no encerrarse en un convento, donde la vida resultaba aún más monótona que la que en la actualidad hacía; pero así que por la noche se encerraba en su cuarto y quedaba completamente sola, el silencio nocturno le causaba inmenso pavor, parecíale que el diablo iba a salir por debajo de la cama gritando entre dos estridentes carcajadas: "Eres mía", y miraba avergonzada, como solicitando auxilio, las estampas de vírgenes y santos que adornaban las paredes, acabando por llorar desesperadamente y pedir perdón por pecados tan horrendos como eran haber deseado un vestido elegante y un marido guapo, iguales a los que ostentaban las majestuosas señoras que paseaban por el Luxemburgo.

Aquella interminable lucha que libraban los naturales instintos y los temores pueriles y ridículos engendrados por una educación fanática, causaba gran quebranto a la naturaleza física de María, que vivía febril y sobreexcitada, con gran alarma de cuantos la rodeaban, los cuales no podían explicarse sus ratos de meditabunda melancolía y sus arranques de exagerada devoción.

Tomasa casi llegó a creer en algunos instantes que la hija se había contaminado del mal del padre y que aquella meditación tenaz y dolorosa a la que de vez en cuando se entregaba la conducía en línea recta a la locura.

El único remedio que la joven encontraba para librarse momentáneamente de lo que ella llamaba "pérfidas seducciones del diablo" era la lectura, y con el ansia del náufrago que encuentra un punto sólido al que asirse, leía aquellas obras devotas, de las que tenía gran provisión, gracias al cuidado del señor García.

Pero, ¡ay!, que aquellos libros al poco tiempo no produjeron el efecto apetecido por María, pues en vez de afirmar sus aficiones devotas, la empujaban al mundo y a sus seducciones.

A fuerza de leer comprendió que todas aquellas apasionadas declamaciones resultaban huecas por lo indefinido de su objeto y porque no lograban interesar a su corazón, y en los capítulos en que se hablaba del amor a Dios y se dirigían a éste frases como "¡dulce esposo mío!", "¡Señor de mi alma y de mi cuerpo!", la joven sentía que en su interior se despertaba algo nuevo y extraño y repetía distraída y automáticamente las apasionadas palabras con el pensamiento puesto, no en el hombre desnudo de miembros negruzcos, pecho sangriento y cabeza greñuda que pendía de la infamante cruz, sino en cualquiera de aquellos mozalbetes rizados, vestidos a la última moda, con el cigarrillo en la boca y el lente bailando sobre el chaleco que todas las tardes veía en el Luxemburgo.

Gustábanle mucho aquellas frases amorosas de los libros devotos; pero el demonio la tenía tan aprisionada entre sus garras a los catorce años, que le parecían mas hermosas si iban dirigidas a un hombre de vil materia que a una de aquellas imágenes de leño santificado.

El diablo hace caer a las débiles criaturas de la tierra en tan tremendos absurdos.

La afición a la lectura fué creciendo de tal modo en María, que llegó a alarmar al bueno del señor García.

Parecíanle ya fríos y monótonos los libros de devoción a aquella imaginación despierta, y un día, cansada de tan insípida lectura, se decidió a tomar en sus manos una de las obras que su preceptor llamaba profanas.

Las dos criadas francesas que estaban en la casa bajo la dirección de Tomasa eran el perfecto tipo de la doméstica en la nación vecina: sentimentales, fantásticas y grandes aficionadas a enterarse de las dramáticas aventuras de Alfredos y Arturos y a derramar lágrimas de ternura en vista de las grandes peripecias que éstos habían de sufrir en el curso de la novela.

Para dar pasto abundante a sus aficiones de impertérritas lectoras, tenían siempre sobre la mesa de la cocina abundante provisión de novelas económicas y folletines poéticos, cuyos fragmentos más interesantes declamaban en alta voz acompañadas del hervor de los pucheros y del estrépito de la loza en el fregadero.

A aquella biblioteca acudió María, y excusado es decir el efecto que en su imaginación romancesca causarían tales obras, que eran brillantes apologías del amor y en las cuales se pintaban con colorido exagerado las innumerables pasiones que encrespan tempestuosas el océano de la vida.

Ocurría esto en 1832, justamente cuando la revolución de julio, derribando la estúpida tiranía de los Borbones y creando una monarquía ciudadana sobre las ensangrentadas barricadas, quitaba toda traba al pensamiento humano, que corría con el atolondramiento y el ciego impulso de un niño a quien abren las puertas de un triste colegio.

El gusto romántico vencía al frío clasicismo, y la imaginación se enseñoreaba del mundo dominando en el cerebro humano a las demás facultades.

Dos jóvenes que entonces hacían gran ruido y que habían de pasar a ser inmortales, eran los dueños de la situación, y Francia entera se entusiasmaba leyendo las "Orientales" y las "Odas y baladas", del hijo de un antiguo general bonapartista llamado Víctor Hugo, o se conmovía repitiendo las melodiosas "Contemplaciones" de un provinciano llamado Lamartine.

 

Chateaubriand, el cantor del realismo y de las glorias de los hijos de San Luis, veía pateadas con desprecio sus obras por la triunfante Revolución, que levantaba con sus robustos brazos para exponerlos a la pública adoración a aquellos jóvenes bardos amamantados en la férrea leche de sus pechos.

Los primeros libros que cayeron en manos de María fueron las obras de aquellos dos poetas.

¡Cómo describir la grandiosa impresión, la tremenda revuelta que causaron en ella tan seductoras obras!

Anhelos hasta entonces no explicados adquirieron forma completa en su imaginación; comprendió, por fin, lo que era el amor y lo que esto significa, y experimentó idéntica impresión que el pájaro que, al fin, puede volar, y abandonando por primera vez el nido, se lanza a los campos embellecidos y caldeados por la vivificante primavera.

Leía y releía con una avidez sin límites los inmortales cantos de aquellos genios, hasta que las estrofas quedaban grabadas en su memoria, y por la noche dormíase repitiéndolas con entonación melancólica, mezclando muchas veces los versos con los suspiros.

Los crepusculares cantos de Lamartine conmovían su alma y le producían idéntica impresión que si una mano poderosa la levantara del suelo para mecerla entre los dorados celajes de la caída de la tarde, y muchas veces tenía que suspender la lectura para llorar sin motivo alguno y únicamente por dar salida a la dulce melancolía que se acumulaba en su pecho.

Víctor Hugo producía en su ánimo un efecto aún más radical y abría ante su imaginación nuevos e infinitos horizontes. Aquellas odas apasionadas le hablaban del amor como de una cosa santificada a la que se debía la existencia del mundo y la suprema felicidad de la vida, y Dios no aparecía en ellas como un ser irascible, vengativo y envidioso a quien le producen accesos de rabia la dicha de sus criaturas, sino como un viejo filósofo, bondadoso y dulcemente jovial, que sonríe plácidamente al contemplar las inocentes travesuras de la apasionada juventud.

Aquella manera de representar al autor del Universo agradaba a María, que no podía menos de estremecerse al recordar el Dios descrito a cada momento por su preceptor, ser omnipotente que sólo admitía en su presencia a las criaturas que renegaban de la naturaleza humana, que despreciaban los puros goces de la vida, que modificaban sus sentimientos y que aceleraban la llegada de la muerte, encerrándose en la tumba del claustro, cuando más exuberantes estaban de salud y fuerza.

Las poesías orientales despertaban en María otra clase de pensamientos, y sin darse cuenta de ello, iba convirtiéndose en una joven romántica y de pasiones fantásticas, como la mayor parte de las de aquella época.

El poeta la hablaba de España, de aquella patria querida que adoraba sin conocer; y con atención mezclada de asombro iba leyendo aquellas musicales estrofas que describían a los nobles abencerrajes y a las españolas sultanas; las serenatas entonadas en voz queda frente a los afiligranados ventanales de la Alhambra, los vistosos y dramáticos torneos, las citas en frondosos jardines y a la luz de la luna, y las empresas heroicas que horripilaban, pero que llevaban a cabo los paladines con el nombre de su amada en los labios.

Ante aquel mundo nuevo que surgía de los armoniosos versos, María experimentaba idéntica impresión que el niño que ve por primera vez en la noche obscura una quema de fuegos de artificio.

Su único pensamiento, la idea que con más fuerza se fijaba en su cerebro, era que ella quería ser una de aquellas heroínas e inspirar una loca pasión a un héroe que por su amada fuera capaz de los mayores sacrificios.

Quería ser la amada de un paladín moderno y hasta morir por él si fuera preciso.

La idea del convento no por esto se apartaba de su memoria, pero se había modificado mucho con la continua lectura.

Ella no iría inmediatamente a un monasterio a llorar faltas que no había cometido ni a odiar a un mundo que no conocía. Antes de renunciar a la vida quería saber por sí propia lo que ésta era, gozar sus dichas y sufrir sus desengaños y aspirar el intenso perfume de un amor novelesco. Después entraría en un convento, pero sería para llorar paseando por los claustros desiertos, y con todo el aspecto de una heroína de poema, el recuerdo del amante muerto en el campo de batalla a manos de una venganza inspirada por los celos.

En aquella linda cabecita se encerraba una imaginación propiamente española, que, una vez se echaba a galopar por el dilatado campo de lo desconocido, no respetaba obstáculo ni traba y recorría con complacencia el terreno de lo absurdo.

Un amante, un héroe, agonizante de amor, que sobreviviera después de la terrible catástrofe como en el último acto de una tragedia, y al final, el convento con toda su monotonía y esa calma sepulcral que sirve de dulce bálsamo a las almas despedazadas.

Esto era en todas sus partes el deseo constante de María, aspiración en la que tropezaba el señor García siempre que apuntaba a su discípula la antigua idea de la clausura religiosa.

El preceptor veía con tranquilidad que María no se manifestaba contraria a tomar el velo; pero no dejaba de producirle cierta alarma el notar que la joven no mostraba tan fogoso entusiasmo como algún tiempo antes, y tenía cierto empeño en reducir las pláticas de devoción, dejando siempre para más adelante el hablar a su padre seriamente de su vocación religiosa.

La transfiguración moral de aquella joven pasaba desapercibida para cuantos la rodeaban.

El señor García, con ser tan listo, no llegaba ni aun a sospechar lo que ocurría en el ánimo de su discípula, y en cuanto a Tomasa, como no sabía leer ni creía que en el mundo hubiese otros libros que los dedicados a la devoción, al ver a su señorita entregada a todas horas a la lectura con una extrema avidez, sentíase conmovida por aquello que ella creía amor a las doctrinas religiosas.

La juvenil mariposa, al llegar a los dieciocho años, estaba totalmente transfigurada.

Por la noche, cuando el cansancio comenzaba a cerrar sus ojos, ya no soñaba en ángeles deslumbrantes ni en demonios horribles. Otras eran las imágenes creadas por su fantasía.

Muchas veces extendía sus brazos, pues le parecía ver a la cabecera de su cama un apuesto paladín de ojos melancólicos y de negra cabellera que, cubierto de limpia armadura, como aquellos héroes de las leyendas, estaba en actitud de velar su sueño.

VI
Mentor y Telémaco

En el mes de enero de 1840, el invierno, por no perder su anual costumbre y ser tenido como inconsecuente y caprichoso por los buenos vecinos de París, hacía que éstos anduvieran por las calles soplándose las manos o frotándose la nariz, so pena de sufrir graves deterioros en partes tan integrantes de la belleza física.

Hacía un frío de dos mil demonios, según la elocuente expresión de la criada del señor Avellaneda.

Cuando no soplaba un viento huracanado y punzante, caía una lluvia torrencial con estrépito escandaloso; y si ambas explosiones de la ira de la naturaleza cesaban de azotar la gran ciudad y parecía restablecerse la calma en el espacio, comenzaba a descender desde los plomizos celajes del cielo una inmensa sábana de nieve que se enseñoreaba de todo: lo mismo de los tejados y sus aleros que del pavimento de las calles, llegando a filtrarse al fondo de las cuevas por los angostos respiraderos.

Los copos de nieve parecían un infinito enjambre de blancas moscas deseosas de devorar la gran metrópoli, y los transeúntes mostrábanse molestados por la picadura fría, pegajosa y espeluznante de aquellos insectos de invierno.

Los parisienses sabían que cruzaba diariamente el espacio una cosa llamada sol, pero hacía ya algunos meses que no aparecía sobre los tejados de la gran ciudad, pues pasaba de largo, embozado en la densa capa de nubes, y se hablaba de él con el mismo acento de incertidumbre que si se tratara de un ser mitológico engendrado por la imaginación.

En una de aquellas mañanas que París despertaba al contacto de las sábanas de nieve que cubrían su lecho, y cuando el reloj de San Germán de los Prados daba las siete, el señor García, que parecía inalterable por los años y que conservaba su eterno aspecto humilde, bondadoso y sonriente, desperezóse en su pobre cama allá arriba en el último piso de una casucha de la calle de los Santos Padres, y después de algunas vacilaciones, se decidió a abandonar el camastro.

Se vistió y lavó con gran detenimiento; después de haberse persignado devotamente, tomando agua bendita de una pililla que tenía a la cabecera, le rezó tres padrenuestros a una estampa de Jesús que adornaba su cuarto y que era una obra maestra del arte religioso, pues representaba al Hijo de Dios, acicalado y rizado como si saliese de una peluquería y en actitud como de desabrocharse el chaleco para mostrar su corazón flamante, de color de hígado fresco, y así que terminó la oración, sacó de un armario un panecillo y una pastilla de chocolate, que comió junto a la ventana, estremeciéndose de frío, pues por las rendijas de la vieja vidriera se filtraba el helado resuello del invierno.

Cuando el anciano terminó de masticar el desayuno y se hubo convencido de que no quedaba sobre su raído traje la más leve migaja, púsose una larga hopalanda, que tenía mucho de sotana, y el viejo sombrero, cuya figura se confundía en la memoria de María con los primeros recuerdos de la niñez. Después, salió a la calle, llevando bajo el brazo un paraguas rojo.

El señor García, a pesar de sus años, andaba con cierta viveza juvenil y evitaba que sus gruesos zapatos claveteados resbalasen sobre la nieve de las aceras, próxima a solidificarse.

Atravesó el barrio de San Germán y el de San Sulpicio, pasó por la desembocadura de la rue Ferou, dirigiendo una mirada distraída a la casa del señor Avellaneda, y llegó a la larga calle Vaugirard, deteniéndose a poco menos de su mitad junto a la puerta de una negruzca y larga tapia, sobre la cual y a alguna profundidad, veíase el cuerpo superior de un pequeño palacio construído con arreglo a la arquitectura frívola y seductora del pasado siglo; pero al cual, la furia destructora del tiempo había dado un aspecto vetusto. Los apuntados tejados de pizarra habían perdido su primitiva brillantez: los moldeados tragaluces de las buhardillas estaban algo destrozados por la lluvia y la nieve, y en los huecos de las molduras que adornaban los muros, así como en las hornacinas, que en otro tiempo debieron de contener estatuas, crecían verdes cabelleras de plantas silvestres, que el viento agitaba acompasadamente.

Aquel edificio, aunque viejo, de perfiles seductores, asomando su faz sobre una tapia negruzca, y que por tener sobre la puerta una gran cruz de madera parecía la cerca de un cementerio del campo, causaba el mismo efecto que un puñado de rosas marchitas puestas en las vacías cuencas de una calavera.

El señor García tiró rudamente de una cadenilla que pendía junto a la puerta, y allá dentro sonó el repiqueteo de una campana. Le abrió un viejo de aspecto igual al suyo, y el señor García, contestando con una inclinación de cabeza al saludo que le dirigió el fámulo, atravesó el vasto patio existente entre la tapia y el edificio, y en el cual crecían algunas plantas raquíticas alrededor de una fuentecilla que tenía en el centro una imagen de la Virgen, cubierta de moho verde, así como la parte exterior de la taza de mármol.

El vejete, subiendo algunos peldaños, penetró en el piso bajo, atravesó algunas antesalas, contestando con genuflexiones a los saludos que le dirigieron varios curas que estaban sentados esperando; entreabrió una mampara negra, y por el resquicio pasó parte de la cabeza, preguntando con humildad si se podía pasar.

– ¡Entrad! Adelante, querido hermano – contestó una voz varonil.

El señor García entró en aquella pieza, que era un vasto despacho, casi igual al del padre Claudio en Madrid, sin que faltasen los colosales estantes repletos de legajos y carpetas rotuladas.

Sentado en un gran sillón, juntó al hueco de una ventana, estaba el padre Fabián Renard, superior de los jesuítas de Francia, o más bien dicho, vicario en dicha nación del general de la Compañía, que residía en Roma.

El estar el buen padre encogido en su asiento, no impedía que fuese apreciada su estatura y robustez de granadero, completadas por una cabezota rubicunda, de rostro granujiento, hinchado y velloso en demasía. Unos ojillos vivos, audaces y escudriñadores, que brillaban con cierto reflejo metálico bajo la espesa almohadilla de grasa que formaba la frente, completaban el retrato físico de aquel hombre, que había prestado grandes servicios a la Compañía, pero que en el registro secreto que para su uso especial llevaba el general de la Orden, estaba anotado del modo siguiente:

 

"Fabián Renard.– Perfecto instrumento de la Orden. Ha hecho buenos negocios. Buen jefe de pelea, mal director. Vivo y arrebatado de sobra. Falta de constancia, de paciencia y de cautela. Prefiere el valor y la audacia a la astucia. Ha sido soldado. Quisiera arreglar las cosas más difíciles en media hora. ¡Es un verdadero francés!"

El padre Renard era uno de tantos aventureros que sin otra guía que la audacia ruedan de un punto a otro, agitados por la ambición, sin ninguna idea fija, y dispuestos a venderse lo mismo a Dios que al diablo.

En su juventud había pertenecido al ejército de Napoleón, y fué soldado porque entonces estaba en moda serlo, y las armas eran el único medio para hacer carrera.

Se batió con valor y ascendió lentamente hasta capitán, pero llegó la restauración de los Borbones con todas sus inevitables consecuencias. La Iglesia volvió a dominar, los curas fueron los héroes de la situación, y el joven capitán entró en la Compañía de Jesús, donde se hizo más justicia a sus facultades de hombre audaz y de ancha conciencia, llegando, después de realizar varios "negocios" de importancia, a ser encargado de la Orden en su patria.

Su carácter estaba descrito con tanta concisión como verdad en las anotaciones del general, pues en la Compañía se estudiaba imparcialmente la naturaleza moral de cada individuo y se archivaban después los apuntes sin temor a equivocaciones.

No estaba solo el padre Fabián cuando entró en su despacho el señor García.

Frente a él, y ocupando otro sillón, se encontraba un caballero vestido con cierta marcial elegancia y cuyo rostro bronceado y varonil le delataba como perteneciente a una raza meridional.

Este desconocido, al entrar el viejo, se levantó para saludarle, pero el padre Fabián le empujó cariñosamente para que volviera a sentarse, y le dijo en español, dificultosamente pronunciado:

– Sentaos, señor conde. Este señor es un amigo, un hermano de gran confianza. Es don José García, hombre virtuoso y de gran religiosidad, que en 1820 se vió obligado a huir de España, por no sufrir las persecuciones de los malditos revolucionarios. Después, ha querido volver a su patria, especialmente cuando en el 24 quedó restablecido el orden y el respeto a la religión; pero asuntos muy graves y de gran interés para la Compañía, le retienen aquí, y el buen hermano se sacrifica. ¿No es así, señor García?

– Así es, reverendo padre – contestó el vejete, muy satisfecho del tono amable y jovial con que le hablaba tan elevado personaje.

– Sentaos, señor García, sentaos. Justamente hace un momento os recordaba y hablaba de vos al señor conde. A propósito: sabed que este señor es un compatriota vuestro, el conde de Baselga, coronel de un regimiento de caballería carlista, que no ha imitado a esos traidores, que con Maroto se entregaron en Vergara, y que a vivir en la opulencia, reconociendo a la ilegítima Isabel II, ha preferido seguir al verdadero y desgraciado soberano Carlos V, pasando la frontera y viniendo a París a sufrir las tristezas de la emigración. Es un héroe de la buena causa.

El señor García saludó con una sonrisa al héroe, y con una respetuosa reverencia al conde, y después se sentó modestamente y a alguna distancia de los dos personajes, como si quisiera demostrar que no era de los que deseaban la supresión de castas.

– Yo – continuó diciendo el jesuíta francés, que entre sus defectos tenía el de ser excesivamente charlatán cuando estaba entre los suyos – me encuentro perfectamente cuando hablo con españoles. Conservo muy buenos recuerdos de aquel país donde el cielo es eternamente azul y tan hermosas son las mujeres. ¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Torcéis el gesto, señor García? Comprendo que a un santo, como vos lo sois, os causan mal efecto estas palabras, pero… ¡qué queréis!, antes de sacerdote he sido soldado y la sotana no borra nunca las huellas que dejan las costuras del uniforme. Aquí está un bravo militar, que por el mero hecho de serlo, sabrá dispensarme mejor mis faltas y comprenderá más bien mi carácter.

Baselga sonreía encantado por la franqueza de aquel jesuíta, y comparándolo con el simpático, pero misterioso padre Claudio, le encontraba muy superior a éste.

– ¡Qué tiempos aquéllos! – continuaba diciendo el padre Fabián – Aún veo como si ocurriera en este instante, cuando yo era sargento en la columna del general Hugo, el padre de ese coplero impío y revolucionario, que tanto ruido mete ahora, y perseguíamos a aquel diabólico "Empecinado", que tan pronto se nos desvanecía entre las manos, como nos atacaba inesperadamente. Reconozco que los españoles no tienen rival en esas guerras de montaña, y tanta es la simpatía que me inspiran, que desde aquí he ido siguiendo con interés todos los incidentes de esa contienda, civil, en la que tanto os habéis lucido, señor conde, al frente de vuestro regimiento de lanceros.

Baselga saludó con aire satisfecho, y el señor García creyó del caso agradecer con una amable sonrisa aquellas lisonjas dirigidas a sus compatriotas.

– Vuestra llegada, señor García – continuó el jesuíta – , no puede ser más oportuna. El señor conde visita París por primera vez; apenas si conoce el idioma y necesita un hombre de confianza, un buen amigo que le acompañe a todas partes y le sirva de guía en esta Babel. Nadie mejor que vos puede hacer este favor, y yo os estaba nombrando momentos antes de que entraseis.

– Reverendo padre – contestó el viejo – , estoy muy agradecido por la bondad que me dispensáis, y en cuanto al señor conde, prometo servirle tan bien como pueda. Baselga tendio su mano al vejete en muestra de agradecimiento.

– ¿Dónde vive usted, señor conde? – preguntó García, con solícita curiosidad.

– Estoy alojado en la fonda de "El León de Oro", en la rue Saint-Honoré. Vivimos aquí algunos jefes emigrados, en amistosa comunidad, pero deseo mudar de domicilio e instalarme en una habitación que, aunque decente, no me cueste tan cara.

– A usted le convendría vivir en un barrio retirado y serio como el de San Germán, o el de San Sulpicio. En aquella parte de París, donde usted habita, el escándalo y la corrupción tienen su asiento, y ninguna persona católica puede vivir con tranquilidad. Si usted me lo permite, le buscaré nueva habitación.

– Apreciaré mucho ese favor.

– Vivirá usted en la misma casa que yo. Soy pobre y no tengo otro remedio que vivir en una buhardilla que basta para mis necesidades; pero en el piso primero hay desalquilada una habitación de soltero, bastante aceptable, en la que el señor conde podrá vivir con comodidad. Es en la calle de los Santos Padres. ¿Le conviene a usted mi proposición?

– Aceptada. Además, viviendo cerca de usted, tendré la ventaja de poder utilizar a todas horas sus amables servicios.

– Todo está corriente – dijo el padre Fabián – . Telémaco y Mentor vivirán unidos, y así se complementarán mejor. Y ahora, que ya están ustedes convenidos, les suplico que me dejen solo. Crean que tengo un verdadero placer en conversar con ustedes, pero mis obligaciones son muchas y tengo la seguridad de que en la antesala me esperan un buen número de amigos y solicitantes. ¿Eran muchos cuando habéis entrado, señor García?

– Reverendo padre, pasaban de diez los sacerdotes que estaban en la antesala.

– Ya lo veis, señor conde. Esto es insufrible. No tengo un momento mío; pero esto no impedirá, indudablemente, que me honréis a menudo con vuestra visita. Siempre encontraremos tiempo suficiente para conversar con buenos amigos; vos, recordando vuestras antiguas glorias, y yo pensando en los tiempos que arrastraba sable. Un recomendado del padre Claudio es para mí una persona digna de las mayores atenciones.