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La araña negra, t. 2

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– Veo que es usted un valiente a quien no intimidan las amenazas. Pero, sin embargo, la Orden aún cuenta con medios para obligarle a lo que ella quiera, sin necesitar valerse de la policía francesa.

– Quisiera saber qué medios son esos – contestó con sorna el emigrado.

– Conde, hace usted mal en burlarse. Tratándose de la Compañía de Jesús, sólo puede bromear un loco o un imprudente. Tal vez se arrepienta usted demasiado pronto de saber que tengo en mis manos una prueba terrible contra usted. De seguro que esto no le dejará conciliar el sueño con tranquilidad.

– Vuelvo a repetir que quisiera ver esa prueba. Ya sabe usted, reverendo padre, que no es muy fácil asustarme.

– Pues bien, sépalo usted. De España acaban de remitirme un documento firmado por usted, en el que confiesa claramente haber estrangulado a su esposa, la baronesa de Carrillo.

Baselga estaba lejos de esperar aquel golpe. Nunca se le había ocurrido que tal documento pudiera salir de la cartera del padre Claudio, al que consideraba como su mejor amigo; así es que quedó anonadado y no supo qué contestar.

El padre Fabián le miraba con ojos de águila, y como para gozarse mejor en su desgracia, le preguntó con sorna:

– ¡Vamos! ¿No contesta usted nada? ¿Cree ahora que la Compañía tiene poder para anonadar a los que le estorban? ¿No es usted ese señor asesino que firma el documento?

Transcurrieron algunos minutos, sin que Baselga contestase, y al fin repuso con balbuciente voz:

– ¡No, no es posible! El padre Claudio no puede haberme hecho tan tremenda traición.

– El padre Claudio es, como yo, un buen servidor de los intereses de Dios y un fiel agente de la Orden, y los documentos que se confían a nuestras manos no son nuestros, sino de la Compañía, y todos los jesuítas pueden hacer uso de ellos, siempre que así convenga a los negocios de la comunidad.

El conde se convenció. Era verdad: el padre Claudio no era más que un jesuíta, y resultaba estúpido buscar en aquel hermoso autómata, movido por los hilos de una inmensa trama, los humanos sentimientos de amistad y de honor.

La sorpresa que en Baselga produjo el anuncio de aquel documento, que ya casi había olvidado, fué poco a poco amortiguándose, pues el emigrado pensó en la inutilidad de aquella prueba acusadora, hallándose él en territorio extranjero.

Aquel crimen, del que él no era el único culpable, se había cometido en España, y por el momento no corría ningún peligro de que la policía francesa, a instigación de los jesuítas, lo redujese a prisión.

Pero el padre Fabián parecía leer en su pensamiento por cuanto, adivinando sus reflexiones, le dijo:

– Sé lo que usted piensa, y se engaña sobre el uso que la Compañía se propone hacer de tal documento. No ignoro que, por el momento, para nada serviría si yo lo presentase a los tribunales franceses.

– ¿Pues qué es lo que usted piensa hacer de él? – preguntó con acento de burla el emigrado.

– Ahora lo sabrá usted. Por última vez. ¿Accede usted buenamente a olvidar a la señorita Avellaneda?

– ¡No! Eso no lo conseguiría nadie; aunque me matasen.

– Pues bien; mañana mismo una persona de confianza se encargará de enseñar a esa mujer que tanto ama usted, el documento en que confiesa ser el asesino de su esposa.

Esta vez el golpe fué certero, pues llegó rectamente al corazón. Un verdadero golpe de jesuíta.

Baselga experimentó un estremecimiento de horror. Aquello nunca había llegado a imaginárselo; era el colmo del sufrimiento. ¡Cómo! ¿Revelar a María el espantoso drama con que terminó el matrimonio de su amante? ¿Hacer que ésta supiera que el hombre amado era un asesino que estrangulaba mujeres? No; imposible; antes rugir de pena al considerar imposible la realización de su amor, que pasar por la inmensa vergüenza de que María conociera aquella sucia página de su vida.

Ahora conocía lo terrible que era aquella Orden, a la que estaba ligado; ahora aparecían justificados para él los incesantes ataques que en todo el mundo se dirigían contra la Compañía de Jesús.

Se necesitaba la fuerza de un gigante para vencer aquella sombría y colosal institución, ante la cual resultaba un pigmeo obligado a transigir.

Era ya inútil la resistencia, y había que confesarse vencido, anonadado, y dar aún las gracias a aquella tiranía con sotana que no levantaba el pie para pulverizarlo de un golpe.

Como el hombre que después de luchar con una fiera siente agotadas sus fuerzas y al fin cae entre sus garras deseoso de terminar cuanto antes el terrible combate y de morir, así Baselga se resignó a ser devorado, y con voz fosca, murmuró:

– Estoy dispuesto.

– Lo celebro mucho, hijo mío – contestó el jesuíta con voz meliflua – . Ya sabe usted lo que la Orden desea. Procure usted olvidar que existe en el mundo la señorita Avellaneda.

– Lo olvidaré.

– En cambio, nosotros olvidaremos por nuestra parte ese documento, que tanto le compromete.

– Gracias.

– Y qué… ¿No está usted contento con la Compañía? ¿Cree usted que con estas dulces exigencias le causa algún daño?

El tonillo melifluo con que fueron dichas estas hipócritas palabras, produjo a Baselga un estremecimiento de cólera.

Temió dar de bofetadas a aquel canalla que tenía su reputación en sus manos, y lanzando una mirada de feroz odio sobre el jesuíta, salió de la habitación ciego de ira y tambaleándose como un borracho.

El padre Fabián seguía sonriendo.

XV
El jesuíta próximo a triunfar

En casa del señor Avellaneda reinaba gran confusión.

El orden que regulaba los actos todos de aquella familia había desaparecido, dejando paso a esa confusión propia de todo hogar donde la enfermedad penetra.

El señor Avellaneda estaba enfermo de gravedad.

Después de aquella crisis nerviosa que experimentó al terminar su tempestuosa conferencia con Baselga, había caído en un angustioso abatimiento que le convertía en un ser despojado de voluntad.

Los dolores de la enfermedad de gota que sufría habían desaparecido, y ni un solo estremecimiento agitaba su empobrecido y débil cuerpo; pero, en cambio, comenzaba a indicarse en él una dolencia extraña, que ponía en extremo pensativo y preocupado al médico de la casa.

La hinchazón que continuamente tenía su pie izquierdo, había subido hasta más allá del tobillo y crecía rápidamente, amenazando invadir el resto del cuerpo.

El médico examinaba aquel fenómeno con sorpresa, y movía la cabeza con aire de duda, mostrándose poco seguro de su ciencia.

Varias veces preguntó a María y a la vieja criada, si el señor sufría del corazón, y sólo pudo conseguir contestaciones vagas y contradictorias, decidiéndose, al fin, a recetar digital, haciendo caso omiso de la hinchazón, que consideraba únicamente como superficial manifestación de un mal muy grave.

Don Ricardo abandonó el sillón de su cuarto y tendido en la cama pasaba las noches, quejándose unas veces con resignación, y otras con furor sin límites, asegurando que tenía dentro del pecho algo que le quemaba y le oprimía el corazón.

María pasaba las noches en vela, sentada a la cabecera del lecho de su padre, y a pesar de las continuas fatigas experimentaba una inefable delicia al ver que aquél, olvidando la expresión ceñuda con que la miraba en los primeros momentos, comenzaba a tratarla con el mismo cariño que cuando era niña y la llevaba a pasear al Luxemburgo.

Algunas veces, don Ricardo cesaba de quejarse, y extendía un brazo para acariciar aquella hermosa cabeza inclinada sobre él y atenta a la menor indicación para cumplirla inmediatamente. Había en aquella caricia tal expresión de melancólico dolor, y se retrataba tan claramente en los ojos del enfermo el convencimiento de que pronto iba a morir, que María, adivinando lo que pensaba su padre, volvía rápidamente el rostro para ocultar sus lágrimas.

Aquella casa, que de continuo estaba alegre con las carcajadas y las canciones de María y las palabrotas de Tomasa riñendo a las otras criadas, había quedado silenciosa y como envuelta en ese ambiente tétrico de los lugares donde la vida lucha con la enfermedad, y la muerte anuncia su próxima presencia. La luz del sol, filtrándose a través de los pesados cortinajes bañaba las habitaciones con una turbia claridad que dejaba los objetos en incierta penumbra, y el silencio monacal que imperaba en toda la casa sólo era turbado por los dolorosos lamentos del enfermo y la argentina vibración de la cucharilla, agitando el vaso del medicamento. Aquella atmósfera estaba impregnada de todos los olores de una botica.

El amable señor García faltaba muy pocas horas a aquella casa. ¿Cómo había él de abandonar a su amigo querido, a su protector, ahora que le veía tan gravemente enfermo?

Comía fuera de la casa, pues el cuidado del enfermo no permitía el regalo de tiempos pasados, pero así que quedaba libre de sus numerosas ocupaciones acudía inmediatamente, y su primer cuidado era preguntar a Tomasa, que le abría la puerta, cómo se encontraba el enfermo.

No había que hacerse ilusiones. Don Ricardo iba de mal en peor, y aquella terrible enfermedad que el médico no se atrevía a diagnosticar claramente y que le hacía mover la cabeza de un modo intranquilo, iba de mal en peor.

– Esa maldita hinchazón – decía Tomasa, indignada contra aquella dolencia traidora – , nos va a dar qué sentir. Sube y sube como si tuviera prisa en devorar a mi pobre señor. Ayer sólo estaba en la pantorrilla; ahora empieza a extenderse por la pierna, y no parará hasta que le llegue a la cabeza y ponga a don Ricardo hecho un monstruo. ¡Cuánto mejor era la gota que, aunque nos diera más que sentir, nos tenía más tranquilos! Le digo a usted, señor García, que es cosa de desesperarse y maldecir a esos médicos, que no tienen medios para combatir el mal.

 

Por lo regular, todas estas conferencias que comenzaban en el rellano de la escalera y terminaban en el comedor, tenían, por final, las lágrimas de Tomasa, que no podía conformarse con la idea de que don Ricardo iba a morir, y los consejos angelicales del señor García, que hablaba de Dios y de la resignación cristiana que debe mostrarse en la última hora.

Avellaneda ya no pasaba las veladas quejándose y en pleno dominio de su razón, pues a altas horas de la noche sentíase invadido por una terrible fiebre y deliraba de un modo alarmante, hasta el punto de que tenían que sujetarlo a viva fuerza, para que no se arrojara de la cama.

Su delirio era extraño y siempre estaba agitado por idénticas imágenes que le arrancaban palabras tan terribles que hacían llorar a María. El enfermo, en su delirio, creía hablar con Baselga, y le amenazaba con darle de palos acusándole de estar de acuerdo con su hija para envenenarlo con las medicinas que le daban. Aquella idea se había fijado tenazmente en el cerebro de Avellaneda.

Cuando estaba tranquilo y tenía clara la inteligencia, demostraba a su hija el mayor cariño y acogía todos sus cuidados y atenciones con sonrisas de gratitud; pero apenas la fiebre del delirio invadía su cerebro, volvía a gritar desaforadamente que le querían envenenar y acusaba a María de los más horrendos crímenes.

El señor García, que quedándose a velar al enfermo presenció algunas de aquellas locas agitaciones, sabía aprovecharlas hábilmente en favor de sus planes.

Llamaba aparte a María y la sermoneaba usando todos los tonos, lo mismo el paternal y benigno, que el de indignación propio de un hombre que ha sido engañado.

¿No veía el triste estado en que se hallaba su padre? Pues ella era la verdadera culpable, puesto que aquella enfermedad era un castigo de Dios, justamente ofendido por la infidelidad de la joven que había prometido ser su esposa y que después se enamoraba del primer pisaverde que encontraba a su paso. Aquello no tenía remedio, pues la cólera de Dios no reconoce obstáculo, y la pecadora, la infiel, iba a sufrir muy pronto el más tremendo dolor, viendo morir a su padre.

María lloraba con el mayor desconsuelo oyendo las amenazas que el autor del Universo le dirigía por boca de aquel viejo mugriento. A la voz del anciano devoto, todas sus antiguas aficiones religiosas, comprimidas hasta poco antes por la pasión amorosa, volvían a desatarse y a dominar su inteligencia, y María volvía a ser la muchacha mística y visionaria de otros tiempos que leyendo "El Año Cristiano", de Croisset, se sentía dominada por romántica admiración ante las hazañas de los santos o lloraba desconsolada con los tormentos de los mártires.

Sí, era verdad; ella había olvidado sus sagrados juramentos y Dios la castigaba con sobrado motivo. ¡Oh!, si las cosas pudieran hacerse dos veces. ¡Si no fuera ya tarde, cómo sabría ella enmendar su falta!

Apenas decía esto entre suspiros y lágrimas, demostrando su arrepentimiento completo, el señor García cambiaba de entonación y de aspecto, y, con acento paternal, hablaba de la misericordia de Dios, que no tiene límites, y de que no quiere el castigo del pecador, sino que éste se arrepienta.

– Aun es tiempo, hija mía – decía el beato con benevolencia – . Aun puedes remediar la grave ofensa que has hecho a Dios. Todavía estás a tiempo para cumplir tus promesas; y si es que sientes la misma vocación por la vida religiosa que en otros tiempos, debes entrar en la santa casa que ya conoces. Verías, si esto llegabas a hacer, cuán pronto sanaba tu padre, si es que Dios, con su omnipotente voluntad, quiere que viva y se arrepienta.

A las pocas conferencias María estaba ya convencida. El romanticismo religioso había vuelto a manifestarse en ella y pensaba, con inefable delicia, en que merced a su sacrificio conseguiría devolver la vida a su padre. Dios se apiadaría de su nueva esposa y le concedería cuanto le pidiese.

Además, don Ricardo era un impío, según decía el señor García a sus espaldas, un hombre que no asistía a ningún acto religioso, que leía continuamente a Voltaire y que se burlaba graciosamente del catolicismo. ¡Qué gran gloria para su hija el lograr mediante oraciones que Dios se apiadara de él y al morir le reservara un puesto en la gloria!

María manifestó a su antiguo preceptor que estaba dispuesta a ir al convento así que él se lo ordenase, pero le suplicó que la permitiese estar en aquella casa al menos hasta que perdiera su gravedad la dolencia que sufría su padre. Estaba tan resignada María a ser de Dios, que hasta esta súplica la hizo en tono débil mostrándose dispuesta a cumplir todas las órdenes del señor García, aunque estas desgarrasen sus más íntimos afectos. ¿No acababa de matar aquella pasión que tan feliz la había hecho? ¿No había prometido olvidar al hombre amado? Después de tan inmensas concesiones bien podía sacrificar en holocausto a Dios sus afectos de buena hija.

Cuando en aquella tarde el señor García, después de hacer repetir a la joven varias veces su deseo de entrar en un convento, salió de la casa para comer en un modesto restaurante, iba muy alegre y caminaba con la viveza de un joven.

Tan contento estaba que murmuraba exclamaciones de gozo, y él, tan sesudo y circunspecto en la calle, tenía el aspecto de un loco o de un borracho. Tenía motivos sobrados para bailar en medio de la acera, y hasta para entonar un himno en loor de la santa Compañía de Jesús, que iba a vencer y a hacer suyos quince millones de pesetas metiendo a María en un convento.

Pero el viejo jesuíta, a pesar de todo su entusiasmo, no perdía el instinto receloso y escudriñador propio de los suyos; así es, que no pasó desapercibido para él el movimiento de sorpresa y la precipitada fuga de un hombre que estaba en la plaza de San Sulpicio apoyado en la esquina de la calle Ferou y mirando de lejos las ventanas de la casa del señor Avellaneda.

El vejete sólo pudo verlo un instante; pero a pesar de la distancia y de su mirada cansada, lo reconoció inmediatamente. Era Baselga, que, sin duda, espiaba en aquel sitio, esperando una ocasión para enviar una carta a María, o tal vez para subir a la casa aprovechando la enfermedad del padre.

Aquello puso de mal humor al señor García.

¿Conque tales atrevimientos se permitía el señor conde? Había que vigilar muy atentamente para impedir que Baselga volviera a avistarse con María. ¡Quién sabe los inmensos perjuicios que a la Orden podía causar una nueva entrevista de los amantes! Las mujeres son caprichosas, con facilidad mudan de pensamiento, y era muy posible que las aficiones monásticas creadas por continuas y convincentes explicaciones se desvanecieran rápidamente al más leve arrullo del amante. Era necesario, pues, impedir que Baselga rondase la casa de su amada, tanto más cuanto que así se lo había prometido tres días antes al padre Fabián.

Mientras en el cerebro del señor García se agitaban estos pensamientos, el vejete habíase detenido y, al fin, como quien toma una resolución definitiva, volvió sobre sus pasos y, atravesando la rué Ferou por su parte alta, se dirigió a la de Vaugirard.

– Vamos a contárselo todo al padre Fabián – murmuraba el devoto.

A las nueve de la noche ya estaba el señor García sentado junto a la cama de su amigo Avellaneda.

La enfermedad se agravaba por momentos. La hinchazón había deformado por completo la pierna, y se extendía sobre el abdomen amenazando con invadir el pecho.

Don Ricardo respiraba trabajosamente, y sufría un delirio sin tregua. Con la mirada extraviada y los brazos agitados por un temblor convulso, agitábase en el lecho, y varias veces el señor García tuvo que abandonar su asiento para sujetar al enfermo y evitarle una caída.

El devoto se daba a todos los diablos al ver el estado en que se hallaba su amigo, no porque sintiera gran interés por éste, sino porque aquel delirio le hacía perder lastimosamente un tiempo precioso y le impedía la realización de sus planes.

Acababa de hablar largamente con el padre Fabián y necesitaba cuanto antes poner en ejecución los consejos que éste le había dado. ¡Y aquel condenado cerebro, que no se equilibraba y no sabía más que crear imágenes de envenenamientos!

Por fin transcurrida una hora, el delirio comenzó a calmarse, y el señor García fué ya acariciando la esperanza de que pronto podría hablar a su amigo.

La ocasión era propicia, pues María y Tomasa dormían en sus habitaciones, esperando la hora en que el vejete se retiraba y entraban ellas al cuidado del enfermo.

Hizo Avellaneda un rápido movimiento, cesó de suspirar y quedó mirando fijamente a su amigo, con cierta expresión de asombro.

El delirio había pasado y era preciso aprovechar aquel corto espacio de lucidez.

– ¡Eh, don Ricardo!, ¿me oye usted? – preguntó el vejete con cierta angustia, como si temiese que su amigo volviera otra vez a delirar.

– Sí, amigo mío, me siento algo aliviado. ¿Cómo me encuentra usted?

– No está usted mal. Me parece que el caso no es grave.

– Eso creo yo algunos ratos; pero en otros… El médico dice que la cosa no va mal, pero creo que esto es tan sólo por no asustarme.

– Cree usted mal. El médico dice la verdad, pues usted no morirá de ésta.

– ¿Lo cree usted así? ¡Si supiera cuán duro es pensar que la muerte se aproxima! Ya le llegará su mal rato, y pronto, porque usted es ya muy viejo.

– Espero tranquilo, confiando en la misericordia de Dios.

– ¡Bah!.. No haga usted esas muecas de beato, si no, me pongo más enfermo.

Calló el vejete, como arrepentido de haber causado enfado a su protector y sólo transcurridos algunos minutos, se atrevió a decir, dando la mayor expresión de veracidad a sus palabras:

– Esté usted seguro de que no morirá de esta enfermedad. Su convalecencia, según dice el médico, será larga y penosa, pero la salvación de la vida es segura.

– ¡Viviré! ¡Oh, viviré! – y aquel hombre, casi moribundo, decía estas palabras con una alegría sin límites agarrándose con las esperanzas del desesperado a aquellas palabras de su amigo.

– Sí, vivirá usted, don Ricardo, porque Dios, que todo lo puede, no querrá que usted muera.

– Yo no temo la muerte por mí. Es verdad que la idea de morir me agrada muy poco, pero pienso que, al fin, todos hemos de pasar por tal trance, y esto me consuela. Lo que más pavor me produce es el pensar que a mi muerte María quedará completamente sola en el mundo.

– ¿Y yo, amigo mío? ¿No soy nadie para ella?

– Usted, pobre señor García, aunque esté todavía sano y ágil el día que menos lo espere saldrá también de este mundo.

– Fácil es; pero esto no impide que mientras viva proteja a María, tanto más cuanto que ésta se halla amenazada por serios peligros.

– ¡Eh!, ¿qué dice usted? – preguntó con sorpresa Avellaneda.

– Esta tarde, al salir de aquí, he visto al conde de Baselga apostado en la esquina, espiando esta casa. Desconfíe usted, señor don Ricardo, pues ese hombre es muy audaz y lo creo lo bastante atrevido para subir aquí sin que usted lo sepa.

Aquello desvaneció la débil tranquilidad de Avellaneda, y por unos instantes creyó el devoto que el delirio iba a reaparecer. ¿Conque aquel aventurero que se le aparecía en las visiones de su loca fiebre como un miserable envenenador, se atrevía a intentar el entrar en la casa de donde él le había arrojado? La idea de que Baselga, burlándose de todas sus prohibiciones, volviera a avistarse con María, le causaba un gran furor, y en su cerebro debilitado buscaba un medio para evitar el peligro.

– ¡Qué hacer, Dios mío! ¡Qué hacer! – murmuraba el enfermo.

El señor García miró dulcemente a su amigo y, creyendo que había ya llegado la oportunidad para dar un golpe decisivo, dijo con calma:

– Realmente, es un peligro tener aquí a María. Tomasa tiene ocupaciones sobradas para poder ocuparse de ella, y yo sólo estoy aquí á ciertas horas. No es fácil, pues, evitar que un día u otro hable con ese hombre al que ama.

– ¿Qué haría usted en mi situación, señor García?

– Pues yo comenzaría por sacar a María de esta casa.

– ¡Separarme de mi hija! Eso jamás lo consentiré, y más, hallándome en un estado tan grave. ¿Quién me cuidaría?

– ¡Bah!, señor don Ricardo: el miedo a la muerte le hace a usted exagerar. No está usted tan grave como se imagina, y además, Tomasa y yo nos sobramos para cuidarle en su convalecencia.

Avellaneda pareció reflexionar. Tan grande era el odio que profesaba a Baselga, que, a pesar del inmenso cariño que sentía por su hija, no rechazaba con la misma indignación que otras veces aquella idea de hacerla abandonar la casa por algún tiempo. Bien considerado, ¿qué mal había en ello? María gozaría de mayores ventajas yendo a vivir durante algún tiempo lejos de la rue Ferou y su salud, no muy fuerte, dejaría de sufrir el continuo quebranto que ocasiona el cuidado de un enfermo. La idea comenzaba ya a gustarle, y únicamente le detenía a dar su consentimiento un importante detalle que se apresuró a exponer.

 

– Y diga, usted, señor García. ¿Dónde iba a vivir la niña durante el tiempo de mi enfermedad?

– ¡Oh!, descuide usted, amigo mío. Tengo un punto de la mayor confianza, y usted puede descansar en la firme seguridad de que María no corre ningún peligro, ni es fácil que el conde logre encontrarla. La llevaré, si usted quiere, al convento de Santa Isabel; una santa casa en la que se educan las hijas de las primeras familias de Francia. Es el convento que goza de mayor fama entre la noble sociedad del barrio de San Germán.

Este detalle, propio para deslumbrar a un tendero enriquecido, no causó gran impresión en Avellaneda. ¡Valiente cosa le importaba a él que se educaran en el tal establecimiento religioso las señoritas nobles! Al fin, un convento como todos, y él antes prefería entregar su hija, no a Baselga, sino al primer perdido harapiento que se le presentase, que consentir fuese a encerrarse en uno de aquellos "serrallos espirituales", que era el calificativo que le merecían los monasterios.

No estaba conforme; desechaba la idea, y bien claro lo dió a entender a su devoto amigo, con marcados gestos de desagrado.

El jesuíta comprendió que su presa iba a escapársele si no extremaba sus medios de persuasión, y abrumó a don Ricardo bajo una tremenda avalancha de palabras. Hacía mal en no adoptar el plan propuesto por él. Se exponía con ello a que su hija no olvidase aquel amor tan odioso para el padre, y hasta a que, aprovechando la enfermedad, la deshonra penetrase en aquel modesto hogar, mientras que, accediendo a lo propuesto, podía entregarse tranquilo a la convalecencia de su enfermedad, sin tener que preocuparse de la seguridad de María.

Además, ¿por qué había de indignarse de tal modo ante la idea de que su hija fuese a pasar una corta temporada a un convento? ¿Es que las casas religiosas eran un lugar de perversión donde ninguna joven podía penetrar sin peligro para su honor? El padre no creía en la religión, pero estaba cierto de que existía Dios, y seguramente que la hija, al entrar en un convento y dedicarse a la oración, conseguiría que el Ser Omnipotente se apiadase de don Ricardo y le concediera la necesaria salud.

Avellaneda seguía sin conmoverse, y toda la elocuencia del señor García se estrellaba ante su inflexible terquedad. Había dicho que no, y estaba lejos de retractarse. Su hija seguiría en casa y a su lado, pues era una verdadera locura separarse de aquel ser que constituía toda su familia y enviarlo al convento.

Pero el jesuíta no era menos tenaz, y abusaba de su superioridad sobre el abatido enfermo, martirizándolo con el incesante martilleo de un chorro interminable de palabras.

Pronto se resintió el cuerpo enfermo y debilitado de aquel tormento moral.

Abrumado Avellaneda por la charla de su amigo y sus exhortaciones, dichas en tono sibilítico, volvió la cabeza a la pared, procurando esconderla bajo la sábana; pero a pesar de esto, todavía la voz del señor García siguió estrellándose en sus oídos monótona y majestuosa.

Los peligros que corría María permaneciendo en aquella casa, cien veces repetidos, y expuestos hasta en sus menores detalles, llegaron a impresionar a Avellaneda, que, por otra parte, comenzaba a experimentar cierto embotamiento en sus sentidos, y otros síntomas que anunciaban la reaparición de la fiebre.

La idea del convento le parecía más tolerable. Bien considerado, aquella vida monástica de María sería muy breve, pues él no moriría de aquella enfermedad, según le aseguraban todos, y apenas se encontrase repuesto, sacaría del convento a la joven, que además estaría ya curada de su pasión.

Casi estaba convencido, pero le faltaba hacer la última objeción.

– ¿Y cree usted que mi hija estará conforme en entrar en un convento, aunque sólo sea por una corta temporada?

El jesuíta se estremeció de alegría comprendiendo que tenía ya en el bolsillo la voluntad de aquel hombre. No le habló de las aficiones monásticas de María, pues esto hubiera agrandado ciertos recelos en Avellaneda, siempre temeroso de la influencia que la religión ejerce sobre los jóvenes; pero afirmó sobre su palabra de honor que por haber educado a la niña, conocía perfectamente su carácter y sabía que no consideraba desagradable pasar una corta temporada en un convento pidiendo a Dios que devolviese la salud a su padre. Había más aún: él la había consultado antes de hablar con don Ricardo, y la niña se conformaba a todo cuanto la mandasen.

Avellaneda suspiró angustiosamente. Convencido por su amigo, todavía acariciaba un resto de esperanza, y ésta era que María se negase a ir al convento; pero en vista de lo dicho por el devoto, tuvo que conformarse y decir, con acento doloroso:

– Puesto que ella consiente, sea. El culpable de todo es ese canalla de conde, que me persigue y asedia viéndome enfermo.

El enfermo hizo un brusco movimiento, como si buscase en su cama a Baselga para desahogar su indignación, y tras un largo silencio dijo con desfallecimiento:

– Puede usted llevarse a María cuando guste.

– Para eso se necesitaría una pequeña formalidad.

– ¡Oh! ¿Un esfuerzo todavía, después que tanto sufro?

– No es nada. Sólo se trata de que firme usted un consentimiento que ahora mismo escribiré.

El señor García se dirigió a una mesa que estaba, en un ángulo de la habitación, y en la cual escribía el médico sus recetas.

Con rapidez nerviosa escribió en un pliego unas pocas líneas, en las cuales Avellaneda manifestaba su consentimiento para que su hija entrase en el convento de Santa Isabel.

La tarea de firmar fué muy trabajosa para don Ricardo. Incorporado en el lecho, hacía esfuerzos para que la pluma no se escapase de sus dedos embotados, y al fin, ayudado por su amigo, pudo trazar un garabato tembloroso, que tenía cierto aire de familia con la firma que hacía en tiempos normales.

Cuando el señor García metió en un bolsillo de su levitón aquel papel tan codiciado, experimentó una alegría sin límites. El negocio estaba ya terminado. La niña quedaría al día siguiente encerrada en el convento, el padre no tardaría en morirse, y María, cediendo a los consejos de su protector, cedería sus millones a la Compañía de Jesús.

Había para volverse loco de alegría, y el jesuíta saboreaba con placer el horrible crimen, dando gracias a Dios, que protege siempre a sus servidores y representantes en la tierra.

Aquel triunfo dió aún mayor locuacidad al señor García, el cual entretuvo agradablemente a su amigo haciéndole los mayores ofrecimientos y jurándole que nunca le abandonaría, siendo para él como un hermano mayor, dulce y cariñoso.

Aquella charla agravó el estado del enfermo, y la fiebre volvió a aparecer.

A media noche, cuando María, fortalecida por algunas horas de sueño, entró a cuidar a su padre, éste deliraba y se movía furiosamente en su lecho, como si quisiera huir de las terribles imágenes que le perseguían.

El jesuíta dijo a la joven que al día siguiente tenía que hablar con ella de asuntos muy graves, y después abandonó la casa.

Por la calle, y a aquellas horas en que eran escasos los transeúntes, marchaba erguido y majestuoso, con la expresión de un caudillo victorioso.

Engreído con su triunfo, miraba las casas obscuras y silenciosas, como si tuviera un poder absoluto sobre los miles de seres que las habitaban, y se conmovía pensando los elogios que la Compañía de Jesús le dedicaría al conocer el buen término de su negocio. Nada le enorgullecía tanto como el pensar lo que diría el padre Fabián, aquel superior violento y malhumorado que había llegado a compararle a un perro viejo sin olfato. Ahora vería él si era todavía el agente listo y astuto de otros tiempos.