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El prestamo de la difunta

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IV

Mina se consideró la mujer más feliz de la tierra. El escándalo de unas amigas y los comentarios burlones de las otras fueron para ella un motivo de orgullo.

– ¡Envidiosas!… ¡De qué buena gana me quitarían mi «rey de las praderas»!

Gould era aún más dichoso. Los millones de su esposa suponían poco en esta felicidad. Él ganaba miles de dólares por semana.... Pero le enorgullecía haberse casado, siendo un simple cómico, con la hija única de Craven, llamado en vida «el Cristóbal Colón del petróleo».

Un gran contento físico vino á confundirse, además, con este amor admirativo.

Gould estaba harto de sus compañeras de trabajo. Un convencionalismo de la cinematografía americana, inventado no se sabe por quién, exige que todos los actores sean grandes, y las artistas, liliputienses. Lionel, que admiraba las hembras de su talla, tenía que trabajar con muñecas que apenas le pasaban del codo, mujeres «de bolsillo», que podía meter en cualquiera abertura de su traje.

A su esposa, la esbelta y fuerte Mina, la besaba de frente, sin necesidad de bajar la cabeza y doblar las vértebras. Además, las otras iban pintadas de blanco, como payasos; llevaban pegadas á los párpados unas tirillas erizadas de pelos, que fingían larguísimas pestañas, y en los momentos de emoción se colocaban unas gotitas de glicerina, que luego, en el film, resultaban lágrimas.... En cambio, la nueva mistress Gould era de una esplendidez corporal, fresca y firme, que parecía esparcir el perfume de los bosques cuando despiertan bajo el soplo de la primavera. ¡Oh, adorada Mina!

Se lanzaron á viajar por el mundo. Ella exigió que Lionel abandonase el arte cinematográfico. Más adelante, ¿quién sabe?… Un hombre célebre se debe á su celebridad. Pero, por el momento, «El rey de las praderas» debía ser para ella únicamente.

La vida conyugal no le trajo ninguna decepción. El célebre Gould fué, al mismo tiempo, un marido enamorado y un servidor respetuoso. Además, ¡cómo se sentía ella protegida al lado del héroe! ¡Qué impresión de orgullo y de seguridad cuando se abrazaba á él, percibiendo la fuerza almacenada en su vigoroso organismo!…

Muchas veces, al marchar apoyada en su brazo, tocaba amorosamente el bíceps contraído. Era fuerte, pero no de un vigor extraordinario. Ella había visto en los circos y en los pugilatos de boxeadores musculaturas más poderosas. Pero inmediatamente pensaba en las hazañas de «El rey de las praderas». La cinematografía tiene sus trucs y sus misterios, como todas las cosas teatrales; pero la verdad siempre es la verdad, y ella había visto á su Lionel levantar troncos enormes, agarrar á un enemigo y arrojarlo por la ventana como si fuese un pañuelo, echar puertas abajo....

«Y es que el músculo – pensaba Mina – no lo es todo; vale más la energía interior y misteriosa, que sólo poseen los héroes.» Su Lionel, indudablemente, era á modo de una batería eléctrica, que en ciertos momentos de excitación podía desenvolver una fuerza inmensa. Ella le había visto batiéndose con ocho á la vez, y sabía hasta dónde era capaz de llegar.

– ¡Oh, Lionel!… ¡Mi hércules adorado!

Una noche, estando en Marsella de paso para Egipto, Mina quiso pasear por el Puerto Viejo, á la luz de la luna. ¡Ver los buques antiguos del Mediterráneo dormidos sobre las aguas de plata! ¡Creerse en tiempos de la Odisea al contemplar las filas de pequeños veleros procedentes de Grecia!…

Los muelles desiertos resultaban peligrosos después de media noche. En las callejuelas cercanas bullían rameras de la más extremada abyección, juntas con negros, con marineros levantinos, con marroquíes é indostánicos, con vagabundos de todo el planeta. Pero la millonaria no conocía el miedo. Además, iba apoyada en el más fuerte de los brazos.

Su cabellera de aurora, su andar majestuoso, el perfume que iban sembrando sus pasos, el brillo de un diamante en su diestra desenguantada, hicieron detenerse á sus espaldas á cuatro hombres morenos, de robustez cuadrada y rostros inquietantes, que se consultaron con voces roncas de ebrio.

Gould sólo tuvo tiempo para abandonar el brazo de su mujer y girar sobre sus talones, avisado por las palabras confusas de estos vagabundos, que parecían ponerse de acuerdo.

Los cuatro cayeron sobre él, que los recibió gallardamente con sus puños poderosos.

Mina quedó á pocos pasos, más curiosa que asustada, saboreando de antemano la gran corrección que iban á recibir los bandidos. «El rey de las praderas» terminaría la pelea en unos segundos.

Pero el pobre «rey», después de defenderse con una arrogancia teatral, sin vacilación alguna, seguro de su triunfo, vino al suelo tristemente, como se derrumban al dar los primeros pasos en la existencia todos los que han vivido una vida de ilusión.

Tres de aquellos miserables siguieron golpeando al caído para rematarlo, mientras el otro avanzaba hacia Mina con cierta indecisión, al ver que no intentaba huir.

Miss Craven, á pesar de sus fantasías, había conservado mucho del espíritu práctico de su padre, y sabía todo lo que una persona previsora no debe olvidar en sus viajes. Brilló en su diestra, salido no se sabe de dónde, un juguete plateado, la última novedad para la defensa personal: nueve tiros. Sonó una detonación, y el hombre se hizo atrás, lanzando juramentos y llevándose una mano al pecho. Sonó un nuevo disparo, y empezó á dar traspiés otro de los que estaban inclinados, sobre Lionel dándole golpes. Siguió apretando el gatillo, y los tiros hicieron desaparecer á aquellos facinerosos, unos corriendo, otros balanceándose dolorosamente, mientras de las callejuelas cercanas empezaba á salir gente. Mina se arrodilló junto á su marido.

– ¡Oh, Lionel! ¡Mi rey!… ¿Te han matado?

Cuando, semanas después, pudieron salir de Marsella, la vida conyugal era otra. Gould, todavía convaleciente de sus heridas, parecía sentir vergüenza delante de su esposa. «¡No haber sabido defenderte!…», decían sus ojos. Y lanzaba á continuación su mirada suplicante.

Esta mirada devolvía á Mina un pálido recuerdo del antiguo afecto. Sólo esta mirada era verdad. Todo lo demás del héroe, pura mentira. Su marido resultaba un pobre muchacho, simple y bueno, necesitado de que lo protegiesen. Ella lo defendería, como en la noche de Marsella. ¡Adiós, amor! Sólo quedaba en la millonaria un afecto que tenía mucho de maternal.

Los dos, con la pesada tristeza del desengaño, se aburrieron en todas partes, y acortaron su viaje para volver á los Estados Unidos.

Creían adivinarse en los ojos sus respectivos pensamientos.

– Se divorciará apenas lleguemos á Nueva York.... Mejor: volveré á dedicarme á la cinematografía.

Pero esto representaba para Gould un suplicio. ¡Separarse de Mina, á la que amaba ahora más que antes, con la ternura de la gratitud y la amargura del remordimiento!…

Ella también pensaba en el divorcio.

– ¡Todo mentira!… Tendré que rehacer mi existencia con otro.

Y empezó á pensar en África y en los continuadores de las cacerías de Roosevelt.

Al llegar á Nueva York, los periódicos hablaron de Mina por ser la esposa del célebre Gould. Las amigas seguían envidiándole el «rey de las praderas» y encontraban muy interesante su matrimonio. ¿Era prudente, después de esto, abandonar á su buen mozo, para que lo agarrase otra mujer?…

La vida en intimidad resultaba triste y penosa. El recuerdo de aquella noche se interponía entre los dos. El pobre «rey» conoció una reina que no había sospechado nunca: injusta, rencorosa, sarcástica, propensa á encontrar malo todo lo de su marido.

Una mañana, á la hora del breakfast, por una discusión insignificante, la misma mano que había disparado varios tiros en el Puerto Viejo de Marsella agarró un plato y lo arrojó contra la cara del hombre célebre. La porcelana se hizo pedazos, hiriéndole. Lionel se limpió la sangre de una mejilla, y luego miró á su esposa con aquellos ojos de niño abandonado é implorante.

– ¡Oh, mi rey! – gritó ella, refugiándose en sus brazos – . ¡Pobrecito mío!… Perdóname; soy una loca. No te abandonaré nunca.

Y durante todo el día, Gould conoció la más amorosa y sumisa de las mujeres.

Desde entonces la vida de los dos se desarrolló con violentas alternativas: primeramente discusiones buscadas por ella, que terminaban con golpes, y luego, tras la mirada implorante del esposo, la feliz reconciliación. Hasta le permitió que volviese al arte cinematográfico, siendo protagonista de varios films, cuyos argumentos se hacía relatar ella anticipadamente. Su Lionel sólo debía aparecer en el círculo luminoso realizando hazañas nunca vistas.

Jamás había hablado con tanto entusiasmo de su esposo. Lo mismo en presencia de él que estando á solas con sus amigas, hacía elogios del héroe, ensalzando su fuerza irresistible, su valor temerario.

Lionel Gould era siempre el mismo. Estaba orgullosa de llevar su nombre.

Después de esto sonreía con verdadera satisfacción, halagada por orgullosos pensamientos que nadie podía adivinar.

Sí; su marido continuaba siendo el invencible, el único, «El rey de las praderas», y con esto quedaba dicho todo.

Pero ella, en su casa, le pegaba al «rey de las praderas».

NOCHE SERVIA

I

Las once de la noche. Es el momento en que cierran sus puertas los teatros de París. Media hora antes, cafés y restaurants han echado igualmente su público á la calle.

Nuestro grupo queda indeciso en una acera del bulevar, mientras se desliza en la penumbra la muchedumbre que sale de los espectáculos. Los faroles, escasos y encapuchados, derraman una luz fúnebre, rápidamente absorbida por la sombra. El cielo negro, con parpadeos de fulgor sideral, atrae las miradas inquietas. Antes, la noche sólo tenía estrellas; ahora puede ofrecer de pronto teatrales mangas de luz en cuyo extremo amarillea el zepelín como un cigarro de ámbar.

 

Sentimos el deseo de prolongar nuestra velada. Somos cuatro: un escritor francés, dos capitanes servios y yo. ¿Adonde ir en este París obscuro, que tiene cerradas todas sus puertas?… Uno de los servios nos habla del bar de cierto hotel elegante, que continúa abierto para los huéspedes del establecimiento. Todos los oficiales que quieren trasnochar se deslizan en él como si fuesen de la casa. Es un secreto que se comunican los hermanos de armas de diversas naciones cuando pasan unos días en París.

Entramos cautelosamente en el salón, profusamente iluminado. El tránsito es brusco de la calle obscura á este hall, que parece el interior de un enorme fanal, con sus innumerables espejos reflejando racimos de ampollas eléctricas. Creemos haber saltado en el tiempo, cayendo dos años atrás. Mujeres elegantes y pintadas, champaña, violines que gimen las notas de una danza de negros con el temblor sentimental de las romanzas desgarradoras. Es un espectáculo de antes de la guerra. Pero en la concurrencia masculina no se ve un solo frac.

Todos los hombres llevan uniformes – oficiales franceses, belgas, ingleses, rusos, servios – , y estos uniformes son polvorientos y sombríos. Los violines los tocan unos militares británicos, que contestan con sonrisas de brillante marfil á los aplausos y aclamaciones del público. Sustituyen á los antiguos ziganos de casaca roja. Las mujeres señalan á uno de ellos, repitiéndose el nombre del padre, lord célebre por su nobleza y sus millones. «Gocemos locamente, hermanos, que mañana hemos de morir.»

Y todos estos hombres, que han colgado su vida como ofrenda en el altar de la diosa pálida, beben la existencia á grandes tragos, ríen, copean, cantan y besan con el entusiasmo exasperado de los marinos que pasan una noche en tierra y al romper el alba deben volver al encuentro de la tempestad.

II

Los dos servios son jóvenes y parecen satisfechos de que las aventuras de su patria les hayan arrastrado hasta París, ciudad de ensueño que tantas veces ocupó su pensamiento en la bárbara monotonía de una guarnición del interior.

Ambos «saben relatar», habilidad ordinaria en un país donde casi todos son poetas. Lamartine, al recorrer hace tres cuartos de siglo la Servia feudataria de los turcos, quedó asombrado de la importancia de la poesía en este pueblo de pastores y guerreros. Como muy pocos conocían el abecedario, emplearon el verso para guardar más estrechamente las ideas de su memoria. Los «guzleros» fueron los historiadores nacionales, y todos prolongaron la Ilíada servia improvisando nuevos cantos.

Mientras beben champaña, los dos capitanes evocan las miserias de su retirada hace unos meses; la lucha con él hambre y el frío; las batallas en la nieve, uno contra diez; el éxodo de las multitudes, personas y animales en pavorosa confusión, al mismo tiempo que á la cola de la columna crepitan incesantemente fusiles y ametralladoras; los pueblos que arden; los heridos y rezagados aullando entre llamas; las mujeres con el vientre abierto, viendo en su agonía una espiral de cuervos que descienden ávidos; la marcha del octogenario rey Pedro, sin más apoyo que una rama nudosa, agarrotado por el reumatismo, y continuando su calvario á través de los blancos desfiladeros, encorvado, silencioso, desafiando al destino como un monarca shakespiriano.

Examino á mis dos servios mientras hablan. Son mocetones carnosos, esbeltos, duros, con la nariz extremadamente aguileña, un verdadero pico de ave de combate. Llevan erguidos bigotes. Por debajo de la gorra, que tiene la forma de una casita con doble tejado de vertiente interior, se escapa una media melena de peluquero heroico. Son el hombre ideal, el «artista», tal como lo veían las señoritas sentimentales de hace cuarenta años, pero con uniforme color de mostaza y el aire tranquilo y audaz de los que viven en continuo roce con la muerte.

Siguen hablando. Relatan cosas ocurridas hace unos meses, y parece que recitan las remotas hazañas de Marko Kralievitch, el Cid servio, que peleaba con las wilas, vampiros de los bosques, armadas de una serpiente á guisa de lanza. Estos hombres que evocan sus recuerdos en un bar de París han vivido hace unas semanas la existencia bárbara é implacable de la humanidad en su más cruel infancia.

El amigo francés se ha marchado. Uno de los capitanes interrumpe su relato para lanzar ojeadas á una mesa próxima. Le interesan, sin duda, dos pupilas circundadas de negro que se fijan en él, entre el ala de un gran sombrero empenachado y la pluma sedosa de un boa blanco. Al fin, con irresistible atracción, se traslada de nuestra mesa á la otra. Poco después desaparece, y con él se borran el sombrero y el boa.

Me veo á solas con el capitán más joven, que es el que menos ha hablado. Bebe; mira el reloj que está sobre el mostrador. Vuelve á beber. Me examina un momento con esa mirada que precede siempre á una confidencia grave. Adivino su necesidad de comunicar algo penoso que le atormentaba memoria con una gravitación de suplicio. Mira otra vez el reloj. La una.

– Fué á esta misma hora – dice sin preámbulo, saltando del pensamiento á la palabra para continuar un monólogo mudo – . Hoy hace cuatro meses.

Y mientras él sigue hablando, yo veo la noche obscura, el valle cubierto de nieve, las montañas blancas, de las que emergen hayas y pinos sacudiendo al viento las vedijas algodonadas de su ramaje. Veo también las ruinas de un caserío, y en estas ruinas el extremo de la retaguardia de una división servia que se retira hacia la costa del Adriático.

III

Mi amigo manda el extremo de esta retaguardia, una masa de hombres que fué una compañía y ahora es una muchedumbre. A la unidad militar se han adherido campesinos embrutecidos por la persecución y la desgracia, que se mueven como autómatas y á los que hay que arrear á golpes; mujeres que aullan arrastrando rosarios de pequeñuelos; otras mujeres, morenas, altas y huesudas, que callan con trágico silencio, é inclinándose sobre los muertos les toman el fusil y la cartuchera.

La sombra se colora con la pincelada roja y fugaz del disparo surgiendo de las ruinas. De las profundidades lóbregas contestan otros fulgores mortales. En el ambiente negro zumban los proyectiles, invisibles insectos de la noche.

Al amanecer será el ataque arrollador, irresistible. Ignoran quién es el enemigo que se va amasando en la sombra. ¿Alemanes, austríacos, búlgaros, turcos?… ¡Son tantos contra ellos!

– Debíamos retroceder – continúa el servio – , abandonando lo que nos estorbase. Necesitábamos ganar la montaña antes de que viniese el día.

Los largos cordones de mujeres, niños y viejos se habían sumido ya en la noche, revueltos con las bestias portadoras de fardos. Sólo quedaban en la aldea los hombres útiles, que hacían fuego al amparo de los escombros. Una parte de ellos emprendió á su vez la retirada. De pronto, el capitán sufrió la angustia de un mal recuerdo.

– ¡Los heridos! ¿Qué hacer de ellos?…

En un granero de techo agujereado, tendidos en la paja, había más de cincuenta cuerpos humanos sumidos en doloroso sopor ó revolviéndose entre lamentos. Eran heridos de los días anteriores que hablan logrado arrastrarse hasta allí; heridos de la misma noche, que restañaban la sangre fresca con vendajes improvisados; mujeres alcanzadas por las salpicaduras del combate.

El capitán entró en este refugio, que olía á carne descompuesta, sangre seca, ropas sucias y alientos agrios. A sus primeras palabras, todos los que conservaban alguna energía se agitaron bajo la luz humosa del único farol. Cesaron los quejidos. Se hizo un silencio de sorpresa, de pavor, como si estos moribundos pudiesen temer algo más grave que la muerte.

Al oír que iban á quedar abandonados á la clemencia del enemigo, todos intentaron un movimiento para incorporarse; pero los más volvieron á caer.

Un coro de súplicas desesperadas, de ruegos dolorosos, llegó hasta el capitán y los soldados que le seguían....

– ¡Hermanos, no nos dejéis!… ¡Hermanos, por Jesús!

Luego reconocieron lentamente la necesidad del abandono, aceptando su suerte con resignación. ¿Pero caer en manos de los adversarios? ¿Quedar á merced del búlgaro ó el turco, enemigos de largos siglos?… Los ojos completaron lo que las bocas no se atrevían á proferir. Ser servio equivale á una maldición cuando se cae prisionero. Muchos que estaban próximos á morir temblaban ante la idea de perder su libertad.

La venganza balkánica es algo más temible que la muerte.

– ¡Hermano!… ¡hermano!…

El capitán, adivinando los deseos ocultos en estas súplicas, evitaba el mirarles.

– ¿Lo queréis? – preguntó varias veces.

Todos movieron la cabeza afirmativamente. Ya que era preciso este abandono, no debía alejarse la retaguardia dejando á sus espaldas un servio con vida.

¿No hubiera suplicado el capitán lo mismo al verse en idéntica situación?…

La retirada, con sus dificultades de aprovisionamiento, hacía escasear las municiones. Los combatientes guardaban avaramente sus cartuchos.

El capitán desenvainó el sable. Algunos soldados habían empezado ya el trabajo empleando las bayonetas, pero su labor era torpe, desmañada, ruidosa: cuchilladas á ciegas, agonías interminables, arroyos de sangre. Todos los heridos se arrastraban hacia el capitán, atraídos por su categoría, que representaba un honor, y admirados de su hábil prontitud.

– ¡A mí, hermano!… ¡A mi!

Teniendo hacia fuera el filo del sable, los hería con la punta en el cuello, buscando partir la yugular del primer golpe.

– ¡Tac!… ¡tac!… – marcaba el capitán, evocando ante mi esta escena de horror.

Acudían arrastrándose sobre manos y pies; surgían como larvas de las sombras de los rincones; se apelotonaban contra sus piernas. Él había intentado volver la cara para no presenciar su obra; los ojos se le llenaban de lágrimas.... Pero este desfallecimiento sólo servía para herir torpemente, repitiendo los golpes y prolongando el dolor. ¡Serenidad! ¡Mano fuerte y corazón duro!… ¡Tac!… ¡tac!…

– ¡Hermano, á mi!… ¡A mí!

Se disputaban el sitio, como si temieran la llegada del enemigo antes de que el fraternal sacrificador finalizase su tarea. Habían aprendido instintivamente la postura favorable. Ladeaban la cabeza para que el cuello en tensión ofreciese la arteria rígida y visible á la picadura mortal. «¡Hermano, á mí!» Y expeliendo un caño de sangre se recostaban sobre los otros cuerpos, que iban vaciándose lo mismo que odres rojos.

El bar empieza á despoblarse. Salen mujeres apoyadas en brazos con galones, dejando detrás de ellas una estela de perfumes y polvos de arroz. Los violines de los ingleses lanzan sus últimos lamentos, entre risas de alegría infantil.

El servio tiene en la mano un pequeño cuchillo sucio de crema, y con el gesto de un hombre que no puede olvidar, que no olvidará, nunca, sigue golpeando maquinalmente la mesa.... ¡Tac!… ¡tac!…