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El prestamo de la difunta

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II

El viejo Foster, que nunca tenía bastantes horas para los negocios, aprobó con alegre laconismo los propósitos de la hija de su amigo. Su cargo de tutor le había proporcionado muchas inquietudes, y celebraba librarse de Mina por algún tiempo.

Luego de salir de la Universidad, la joven había desaparecido, con gran espanto de Foster, que creyó en un secuestro ó un asesinato. Transcurrieron dos meses, y antes de que la policía hubiese averiguado su paradero, se presentó Mina tranquilamente en el despacho de su tutor. Quería conocer la vida de cerca, tal como es, y para esto había huído á Chicago, viviendo como una obrera. Pero las crueldades de la realidad le hicieron arrepentirse muy pronto de esta escapatoria, sugerida por ciertas lecturas, y volvió en busca de su tutor y de las comodidades que corresponden á una muchacha millonaria.

Una dama vieja y pobre fué la encargada por Foster de acompañar á Mina, dando cierta respetabilidad á su juventud independiente y poco miedosa de la opinión ajena. El millonario, después de ordenar esto, ya no supo qué otra cosa podía hacer. Por eso se alegró cuando su pupila le dijo que pensaba viajar por Europa, acompañada de su escudero femenino.

Mina Craven, atrevida de maneras como un muchacho, ganosa de desafiar la curiosidad de las gentes con sus audacias y excentricidades, fué una americana de las que pueden llamarse «de exportación». El viajero observador atraviesa los Estados Unidos, de Nueva York á San Francisco y de Chicago á Nueva Orleáns, viendo mujeres que son iguales á las de todas partes: buenas madres, buenas esposas, ó excelentes muchachas que aspiran á ser lo uno y lo otro. Sólo rodando por el viejo mundo, en París, en Londres ó en Roma, se encuentra la americana atrevida, arrolladoramente hermosa y de voluntad refractaria á los escrúpulos, la cual ha servido de modelo para tantos personajes de novela y de comedia.

Los condes y marqueses deseosos de una heredera rica se agolparon en torno de miss Craven en los grandes hoteles, en las playas de moda y las estaciones invernales de Suiza. ¡Diez y nueve años, y sesenta millones de dólares!…

– Miss, cásese usted – decía la dama acompañante, como si, á pesar del enorme sueldo que le había señalado el tutor, quisiera libertarse de la esclavitud que suponía aguantar el carácter desigual é imperioso de la joven.

– Yo sólo me casaré con un hombre que sea célebre.

Y Mina quedaba pensativa después de esta declaración. ¿Qué celebridad podía encontrar?…

En Londres había creído enamorarse de un duque que databa del tiempo de los Estuardo. Después olvidó este amor, adivinando que en el porvenir tendría celos de la cuadra de dicho personaje. El duque la olvidaría por sus caballos de carreras. En Francia puso sus ojos en varios escritores célebres. Pero todos eran casados ó arrastraban desde su primera juventud compromisos ineludibles. Además, ¡tan viejos vistos de cerca! ¡tan prosaicos en sus costumbres íntimas, á pesar de las raciones de idealismo y poesía que servían al público en forma de libros y piezas de teatro!…

En Italia se interesó por dos pintores, y anduvo como loca durante una semana por un tenor de fama universal. Pero le bastó invitar una noche á comer á este ruiseñor humano, para desprenderse de sus ilusiones. ¡Qué torrente de necedades cuando hablaba! ¡Qué feo y vulgar al despojarse de sus trajes escénicos y limpiarse los colores del rostro!…

Estando en Sevilla durante la Semana Santa, sintió interés por un torero joven al que adoraba España entera. El rey era su amigo; el presidente del Consejo de ministros preguntaba por su salud siempre que recibía una cornada. Era una gloria nacional, y Mina le siguió durante unas semanas de plaza en plaza. Pero, al fin, el héroe tuvo la misma suerte que los otros. No se atrevía á resistir la mirada de la millonada; balbuceaba al contestarle. Además, descubrió de pronto que este gladiador, que parecía un gigante en medio del circo, tendiendo la fiera cornuda muerta á sus plantas, apenas sobrepasaba con su cabeza los hombros de ella.

Pensó, después de esto, si su felicidad consistiría en casarse con un boxeador campeón del mundo; pero le bastó presenciar un encuentro entre dos hombres medio desnudos, que parecían dos fardos de músculos barnizados de sudor, para renunciar á tal idea.

¡Ay, el hombre célebre! ¿Dónde encontrarlo?… ¿En qué debía consistir su celebridad?…

Mientras tanto, James Foster (hijo) le salía al encuentro en los lugares donde menos podía sospecharse su presencia. Se presentaba ruboroso, balbuciente, tímido, como un señor que desea pedir algo importante y asegura que ha venido á visitar á un amigo, por casualidad, aprovechando el haber pasado por cerca de la casa.

– Estoy de paso para Australia; y al enterarme de que vivimos en el mismo hotel....

Y la entrevista ocurría, por ejemplo, en Madrid. Según el joven Foster, todo el mundo era camino para ir adonde él deseaba. Otras veces, al encontrar á su compañera de infancia en Bucarest, decía ruborizándose:

– Vengo de América, con dirección al Transvaal, y al pasar por aquí la encuentro. ¡Qué feliz casualidad!

Foster (hijo) podía justificar con un motivo glorioso estos viajes incesantes que le hacían cruzar la tierra en todas direcciones. Mientras Foster (padre) reunía nuevos millones y defendía la integridad de los antiguos, él se dedicaba á la tarea de hacer su nombre célebre. Tal vez sentía este deseo á impulsos de una antigua rivalidad con Mina; tal vez aspiraba á la celebridad únicamente por serle grato.

Buscaba la gloria siguiendo el camino de sus aficiones, y por esto se había dedicado á cazador, persiguiendo y matando animales peligrosos en todas las latitudes del planeta. La señorita Craven recibía con frecuencia periódicos deportivos con el retrato de James carabina en mano, vestido de viajero ártico ó cubierto con un gran fieltro de cazador del centro de África. Los artículos contaban sus hazañas, las heridas que llevaba recibidas, las aventuras tenebrosas de las que había salido con vida milagrosamente.

Los ojos de ella pasaban sobre todo esto con fría curiosidad.

– ¡Pobre James! ¡Tan insignificante!… Será un buen marido para una mujer de inteligencia corta.

Otras veces recibía regalos del cazador, que continuaba sus hazañas en el otro hemisferio del planeta: colmillos de elefante, astas de antílopes rarísimos, pieles de animales gigantescos. Y Mina, que admiraba estos envíos en el primer instante, acababa por despreciarlos al recordar á James.

– ¡Infeliz muchacho!… Si yo me dedicase á cazar, haría, seguramente, más que él.... Todo lo que cuentan los periódicos de sus hazañas debe pagarlo á tanto la palabra.

Una primavera, encontrándose en Florencia, cambió instantáneamente la orientación de su vida. Vió su verdadero camino; se enteró de dónde estaba la celebridad.

En aquel momento solicitaba su mano un conde del país, de una palidez aceitunada y ojos de brasa, el cual permanecía días enteros en el salón de espera del hotel, lo mismo que un empleado de agencia de viajes, para acompañarla en todas sus salidas.

Mina era la vigésima millonaria americana á la que pretendía elevar, ofreciéndole su corona condal. Diez y nueve antes que ella habían renunciado á tan alto honor. Este heredero de un gran nombre histórico le enseñaba las fotografías de los diversos palacios de su familia, hermosos y venerables edificios, en los que no quedaba ni un cuadro ni un mueble, pues todo lo habían vendido sus antecesores. La aspiración suprema del nieto de tantos condottieri era establecer el comfort moderno en sus palacios. Con calefacción central, con baños y con water-closets, ¡qué vida tan dulce podía pasarse en estos edificios creados por los grandes artistas del Renacimiento! La millonaria venida del otro lado del Atlántico podía realizar este milagro sólo con cederle su mano.

Para conmoverla, enseñaba cartas de Maquiavelo, de Miguel Ángel, de Benvenuto Cellini y otros florentinos célebres, dirigidas á sus remotos ascendientes, únicos recuerdos de familia que se habían salvado, no se sabe cómo, de la rapacidad de los anticuarios. Mina reía de sus juramentos de amor acompañados de gestos trágicos, y lo convidaba á comer, exigiéndole que no faltase á sus costumbres y siguiera fumando entre plato y plato un largo cigarro atravesado por una paja, que esparcía un olor pestilente.

Una noche, el conde, para agradecer sin duda estas amabilidades, la invitó á un cinematógrafo. Un verdadero dispendio: una lira por persona; ¡pero cuando se aspira á casarse con una millonaria!…

Mina tuvo que aguardar en la puerta unos minutos, mientras su enamorado tomaba los billetes, parlamentando largamente con el empleado de la taquilla. Llegó á sospechar si estaría pidiendo una reducción en el precio, por ser dos los billetes comprados.

Un cartel de colores distrajo su atención. Un hombre aparecía en él á caballo, con la cara afeitada, gran sombrero, un pañuelo rojo sobre los hombros y dos revólveres en la cintura. Era una reproducción algo teatral de los jinetes que ella había conocido en su infancia. Encima de esta figura vió un nombre: «Lionel Gould». No era nuevo para ella; lo había oído alguna vez. Al pie del cartel encontró otro nombre: «El rey de las praderas». ¡Ah, sí! Este era el apodo de un artista americano llamado Gould, que había obtenido una celebridad universal interpretando el papel de cow-boy vengador y caballeresco en un sinnúmero de dramas cinematográficos cuya acción se desarrollaba, invariablemente, á través de las llanuras del Sur de los Estados Unidos.

Por primera vez miró Mina con atención al célebre artista de la tragedia silenciosa. Estaba segura de haberle visto en films de los que sólo guardaba un vago recuerdo; pero ahora «El rey de las praderas» ofrecía para ella el encanto de una novedad.

 

Le siguió con palpitaciones de verdadero interés mientras se batía, solo y á puñetazos, con un grupo de bandidos. Luego mató á un tigre; después los indios lo amarraron á un poste para quemarle vivo. ¡Cómo respiró al verle en salvo milagrosamente!… No había poder, en el cielo ni en la tierra, capaz de acabar con este buen mozo. Y por la atracción del contraste, miró un momento con ojos compasivos al conde de los palacios desamueblados, al nieto del protector de Miguel Ángel, que la hablaba de amor, pretendiendo separar su atención de las cosas interesantes que se desarrollaban sobre la blanca pantalla.

Hubo un momento en que creyó que un alfiler olvidado sobre su pecho se le metía carne adentro. «El rey de las praderas» quedaba visible únicamente de busto, con una cabeza enorme, y anonadado por lo angustioso de su situación, bajaba la mirada. Luego iba elevando sus ojos, para fijarlos directamente en el público con una expresión de dolor pueril. Era un héroe, indudablemente; pero un héroe bueno y simple, lo mismo que un niño, y Mina sintió un deseo de consolarle, de protegerle, como si acabase de despertar la confusa maternidad que toda mujer lleva dormida en su interior. Después tuvo la intuición de que la tal mirada iba á significar mucho en su vida futura.

A partir de esta noche, Lionel Gould le salió al encuentro en todas las ciudades de Italia que fué visitando y en las de otras naciones de Europa. De día, si se inmovilizaba su automóvil por una aglomeración de vehículos en una calle, era siempre frente á un cinematógrafo, y en la puerta figuraba «El rey de las praderas» á caballo, con su gran sombrero, sus revólveres y su pañuelo rojo. Si entraba en una sala de espectáculos, tenía la seguridad de que se apagarían inmediatamente las bombillas eléctricas, para que galopase por el lienzo iluminado el intrépido Lionel.

Sus hazañas resultaban interminables. Jamás caballero andante ni héroe de novela moderna pasó por tantas aventuras. Le vió en peligro de muerte un sinnúmero de veces. Además, mataba gente como si matase moscas. Llevaba exterminadas muchas fieras, especialmente tigres, y á él nunca le ocurría un contratiempo que fuese irremediable. Le herían frecuentemente, le sometían á tormentos atroces; pero sanaba, al fin, con una rapidez portentosa. Y en casi todas las representaciones, ¡su mirada, aquella mirada de héroe niño, que hacía sentir á Mina el pinchazo de un alfiler olvidado!…

Algunas damas encontradas en sus viajes contribuían, sin saberlo, á aumentar su preocupación:

– Usted, que es americana, ¿ha visto alguna vez personalmente á Lionel Gould?…

Una noche, Mina se convenció de que su acompañante era una vieja estúpida. La había llevado á ver una aventura sorprendente de «El rey de las praderas», y cuando el héroe lanzaba su mirada de angustia, miss Craven le preguntó en voz baja, con temblores de emoción:

– ¿Qué le parece?… ¿Verdad que es muy guapo?…

La acompañante movió la cabeza. Sí, guapo; pero muy ordinario. Ella no amaba los cow-boys. Prefería los films en que aparecen señoras elegantes y todos los hombres van vestidos de frac.

De pronto, Mina mostró un patriotismo rabioso. ¿Qué hacía en Europa?… Sólo los snobs podían perder su tiempo y su dinero en un continente viejo y aburrido. Ella era americana, y debía vivir en América.

Y se embarcó, pensando que es necedad rodar por el mundo cuando, las más de las veces, lo que buscamos lo tenemos en la propia casa.

III

Al saber, en Nueva York, que Foster (padre) estaba en San Francisco, atravesó inmediatamente los Estados Unidos.

Se había vuelto de repente mujer de orden; deseaba enterarse del estado de sus negocios; creía necesario conferenciar con su tutor. No sabía ciertamente qué podría decirle; pero consideraba urgente el verle, por el solo hecho de que vivía en California.

Cuando llegó á San Francisco, supo que Foster se hallaba en una propiedad suya, á dos horas de ferrocarril, y desistió de su visita. Ya le vería más adelante; estaba cansada; le asustaba estas dos horas de tren, después de haber pasado una semana entera en vagón. Y, á pesar del tal cansancio, salió inmediatamente para Los Ángeles, un viaje cinco veces mayor.

Pero tampoco en Los Ángeles estaba su reposo, y no paró hasta tres cuartos de hora más allá, en el pueblo de Hollywood, donde se fabrican la mayor parte de los films que entretienen á la humanidad presente.

Admiró la fresca hermosura de una población creada en pocos años, por la necesidad de sol y de cielo límpido que tiene la cinematografía. Vió avenidas formadas solamente de jardines y de estudios. Varios miles de artistas de ambos sexos, de maquinistas escénicos y de fotógrafos constituyen su único vecindario. En las calles, á la hora del lunch, se encuentran odaliscas arrastrando sus velos, españolas con mantilla, ó pieles rojas con penachos de plumas, según es el film que está en ejecución. Las figurantas van á sus casas á almorzar sin quitarse el traje, por no perder tiempo.

Sobre las vallas de los estudios se elevan, unas veces, la torre Eiffel, si la obra transcurre en París, y otras, el palacio de los Dogas venecianos ó los agudos minaretes de una mezquita oriental. Cuando el fotógrafo termina de dar vueltas á la última película, los albañiles demuelen estas sólidas construcciones de cemento para levantar otras inmediatamente, cambiando el aspecto de la «ciudad-camaleón».

Mina fué rectamente en busca de lo que le había atraído cuando estaba al otro lado de la tierra. Avanzó con resolución, por lo mismo que estaba segura de que le esperaba un cruel desengaño. Esta celebridad sería, seguramente, como las otras.

Una agencia de informes había puesto en movimiento sus detectives para hacer conocer á la millonaria todo el pasado de «El rey de las praderas».

Lionel Gould – un nombre de teatro – había sido estudiante; pero su afición á la vida intensa y á las novelas de aventuras le hicieron abandonar la casa de sus padres á los diez y siete años, yéndose á Texas para llevar la existencia ruda de los cow-boys que tantas veces había admirado en los libros. A los veintidós años, otro cambio de aficiones. El jinete de las llanuras, cansado de guardar vacas, se había hecho actor, sufriendo la vida errante y no menos aventurera que llevan en los Estados Unidos las gentes de teatro mediocres, saltando de pueblo en pueblo para trabajar una noche nada más.

El éxito universal de la cinematografía le sacó de pronto de esta miserable situación. Todo lo que había aprendido en las praderas de Texas le sirvió para su gloria artística. Ningún actor supo como él montar á caballo, echar el lazo, batirse á puñetazos, manejar las armas. Allá, entre vaqueros de verdad, había sido un discípulo mediocre, un muchacho de la burguesía empeñado en hacerse cow-boy bajo la obsesión de ciertas lecturas. En el cinematógrafo no tuvo rival, y fué al poco tiempo «El rey de las praderas».

Antes de los treinta años había juntado una fortuna considerable y su nombre era famoso en la tierra entera.

Un ayuda de cámara irlandés se encargaba de contestar, imitando su firma, los centenares de cartas femeniles que llegaban semanalmente de todos los extremos del planeta pidiendo á Gould un autógrafo sentimental.

Mina vió su casa, elegante edificio de madera, verde y blanco, entre jardines siempre primaverales. Después lo vió á él, una tarde que trabajaba en el interior del estudio cinematográfico, bajo una luz lívida. «El rey de las praderas» se batía en aquellos momentos á silletazos y tiros de revólver con todos los parroquianos de una taberna del desierto.

La primera impresión no fué buena. Miss Craven le vió alto, fornido, de arrogantes movimientos, tal como lo había contemplado muchas veces en los films, pero con la cara pintada de blanco, lo mismo que un Pierrot. La luz lívida y sepulcral de los tubos de mercurio exigía esta pintura de artista de circo.

Pero Gould, impresionado por la presencia de la millonaria que era hija del difunto Craven y tenía por tutor á Foster (padre), dos nombres ilustres del Oeste, la saludó con una torpeza conmovedora. En su confusión, lanzó la mirada, la famosa mirada de héroe niño que parecía pedir auxilio, y Mina dejó de ver la cara cubierta de almidón, para fijarse únicamente en sus ojos implorantes.

Desde este día, el gran artista terminó más pronto sus trabajos, para ir á Los Ángeles, donde miss Craven le había invitado á comer, ó para acompañarla en sus interesantes paseos á la hora en que muere el sol.

Lionel recitaba versos, estaba más enterado que Mina de las cosas literarias, y ella acabó por admirarle como un espíritu delicado, como un «alma romántica», capaz de llenar de poesía la existencia de una mujer. Además, era «El rey de las praderas», el atleta irresistible que ningún hombre podía domeñar.

Una visita inesperada perturbó esta existencia idílica.

Se presentó en el lujoso hotel de Los Ángeles Foster (hijo), con todo su equipaje de escopetas y demás aparatos para la caza de bestias feroces.

– ¡Mi querida Mina! ¡Qué casualidad encontrarnos!… Vengo de Nueva York, para embarcarme en San Francisco. Voy al Congo....

Y ruborizándose por este absurdo rodeo geográfico, se apresuró á añadir:

– Quiero cazar donde no cazó el coronel Roosevelt. Voy á correr los países que él no visitó nunca.

Un secreto instinto le avisaba, sin duda, el peligro, y venciendo esta vez la cortedad de su carácter, manifestó sus deseos. Mina Craven y James Foster (hijo) podían hacer una linda pareja. ¿Por qué no se casaban?…

El gesto de lástima simpática que puso ella fué para acobardar al más valeroso cazador.

– Yo sólo me casaré con un hombre célebre.

Foster quiso protestar. Él no tenía la celebridad de un boxeador ó de un cantante de ópera; pero era alguien. Los periódicos hablaban de él.

– Yo sólo me casaré con un héroe – añadió Mina.

James creyó necesario insistir en sus méritos. Hizo memoria de los regalos enviados á Mina, especialmente de dos pieles de oso, enormes, con unas cabezas que metían espanto. Él, completamente solo, los había matado en Alaska.

– ¡Unos osos! – dijo ella, levantando los hombros – . Eso lo mata cualquiera.... ¿Cuántos tigres ha cazado usted, James?…

El hijo de Foster inclinó la cabeza. Apenas quedaban tigres en el mundo. Él había pasado varios meses en la India, y, después de largas esperas, gastos y penalidades, sólo había conseguido matar uno.

– ¡Un tigre nada más!…

Mina sonrió otra vez de lástima. Ella conocía á un cazador que llevaba matados más de treinta ante sus propios ojos, y no con largos intervalos, sino todas las noches.

Foster (hijo), como hombre práctico, abandonó inmediatamente sus pretensiones, juzgándolas imposibles. «¡Adiós, Mina!» Ya no pensó en sobrepasar las hazañas africanas de Roosevelt. Lo que deseaba era tropezar en el Congo con un hipopótamo, un león ó cualquiera otra bestia misericordiosa, que, al desgarrarlo en pequeños pedazos, le librase del recuerdo de miss Craven la ingrata.

Después de esta entrevista, la millonaria creyó necesario acelerar los acontecimientos. Ella fué la que tomó la iniciativa, sabiendo que «El rey de las praderas» se mostraba tímido en su presencia, quedando como adormecido bajo el poder de sus ojos.

– Ya estoy cansada de ser miss Craven. Ahora deseo ser mistress Gould. ¿Está usted conforme, Lionel?

Aunque él hubiese dicho que no, Mina habría preparado lo mismo el matrimonio.

Llevando tras de ella al célebre Lionel, como si lo raptase, se marchó á San Francisco para visitar á su tutor. Esta vez Foster (padre) estaba en su despacho.

– Le presento á mi futuro esposo. Me caso esta misma semana con «El rey de las praderas».

El millonario abrió la boca á impulsos de la sorpresa, mostrando todo el oro y el marfil de su interior. Luego pensó que un hombre de negocios no debe asombrarse nunca, y acabó por reír, con una carcajada ruidosa que dejó visible otra vez toda la riqueza de su dentadura.

– ¡Original!… ¡Verdaderamente original!