Za darmo

El prestamo de la difunta

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

IV

Transcurrieron dos años. Hasta en París se habló muchas veces del heroísmo del poeta Simoulin, que quiso morir insultando á los invasores. ¡Viejo heroico!…

En la ciudad todos conocían su grito. Ya no era sólo «nuestro poeta»; era el hombre que había gritado: «¡Abajo Guillermo! ¡Mueran los verdugos!» Hasta los niños de las escuelas sabían esto, por haberlo oído á sus profesores, y al encontrar al señor Simoulin se descubrían con veneración, como si viesen pasar la bandera de la patria.

El comandante Pierrefonds vivía desorientado, dudando de sus sentidos, creyéndose algunas veces juguete de «la loca de la casa» que también llevaba en lo más alto de su cuerpo, como todos los seres humanos, pero que hasta entonces había vivido dormitando y ahora empezaba á atormentarle con sus jugarretas.

Tenía la seguridad de que el maestro había hablado de él en su discurso. Es cierto que se atribuyó, por un exceso imaginativo, la mitad del acto de su discípulo, pero concediéndole generosamente la otra mitad. De eso estaba seguro Pierrefonds. Recordaba con orgullo los aplausos del público dirigidos á su persona....

Pero este público ya no se acordaba de él. La muchedumbre parecía haber perdido la memoria. Nadie se imaginaba ya al grande hombre abrazándose al comandante para morir. Las masas no aman la gloria colectiva, á causa de su vaguedad; quieren algo preciso é individual, les gusta el héroe aislado y bien á la vista. Y por esto hablaban todos del grito del señor Simoulin, del heroico reto del señor Simoulin á los enemigos, sin mencionar para nada al comandante.

El grande hombre, contagiado por el olvido general, tampoco recordaba su invención del abrazo y la hazaña en común. Veía las cosas como quería verlas «la loca de la casa»; se contemplaba elevando la diestra – tal vez como le iba á representar en lo futuro una estatua de bronce en el mejor paseo de la ciudad – y lanzando el grito famoso. Hasta podía describir exactamente, con su gran poder imaginativo, cómo ocurrió el hecho. Y al transcurrir el tiempo, iba encontrando en su memoria nuevos detalles que añadir á la primitiva visión, todos de indiscutible veracidad.

El comandante empezó á aborrecer de un modo definitivo todo lo que le rodeaba. Muchas veces dudó de sí mismo. ¿Lo que él creía la verdad no sería un sueño, y los otros, al olvidarse de él, estarían verdaderamente en lo cierto?…

Luego, recobrando la fe en sí mismo, despreciaba á sus conciudadanos y no quería salir de su casa.

¿Para qué ver gentes? ¿Para oírles alabar al señor Simoulin y su grito histórico?…

Ya no veía al maestro. Le resultaba intolerable la inocente seguridad con que describía su hazaña. «La loca de la casa» se mostraba en él como una desvergonzada, indigna del trato con personas decentes. Además, los alemanes le habían robado sus monedas y sus medallas, y le era doloroso volver á conversar con el maestro sobre cuestiones numismáticas.

Su única ocupación fué bostezar leyendo libros viejos, regar su pequeño jardín y hacer comparaciones entre su vejez y la de su ama de llaves.

Un día, vió turbada esta soledad. Le visitaron los organizadores de un banquete en honor de «nuestro poeta», con motivo de la nueva condecoración que le había concedido el gobierno.

Iba á ser la fiesta más importante de todas las que se habían tributado al grande hombre. Tal vez la última. ¡El pobre estaba tan viejo!… Vendrían de París diputados y senadores; hasta el ministro de Instrucción pública había prometido su asistencia.

– Y el maestro – continuaron los organizadores – ha preguntado por usted. Se extraña de no verle. ¡Le gustaría tanto tenerlo cerca, en la mesa!…

El enfurruñado comandante se negó á asistir á la fiesta, pero su vieja compañera le aconsejó lo contrario. Le convenía ver á sus antiguos amigos; necesitaba distraerse....

Al fin, accedió. Le había conmovido la suposición de que esta fiesta en honor de su antiguo maestro podía ser la última. Deseaba verle. ¡Quién sabe si no le vería más!…

La noche del banquete, el poeta le recibió con los brazos abiertos.

– ¡Ah, Pierrefonds!… ¡Valeroso compañero de miserias y de esclavitud!…

Y lo presentó al ministro y á todos los personajes llegados de París.

– Un héroe, señores; un verdadero soldado y un gran patriota.

Pierrefonds gruñió dulcemente, y su bigote se contrajo con algo que parecía una sonrisa. Se sintió arrepentido interiormente de sus cóleras. El maestro era bueno; su fama la repartía con los humildes. Todo lo anterior había sido, indudablemente, obra de los envidiosos, que deseaban separarlos.

Durante el banquete, Simoulin no le perdió de vista. El comandante no podía estar a su lado; aspirar á esto hubiera sido un disparate. El maestro tenía por vecinos de mesa á los grandes personajes venidos de la capital. Pero lo había hecho sentar al alcance de su voz y de sus ojos, y hasta levantó su copa una vez mirando a Pierrefonds.

– ¡A la salud de mi heroico compañero!…

¡Simpático maestro! ¿Cómo no quererle?… Su alma desconocía la injusticia.

Al llegar la hora de los brindis, hablaron como una docena de señores. Luego, el poeta pronunció su discurso de gracias.

Fué una hermosa pieza oratoria; y como Simoulin, á pesar de su lirismo, gustaba de tener siempre un tema fijo, en torno del cual podía enroscar caprichosamente sus improvisaciones, escogió uno: «el valor cívico y el valor guerrero».

Inútil es decir que, desde los primeros párrafos, el pobre valor guerrero quedó muy por debajo del valor cívico.

Tal vez por esto, Pierrefonds, que era militar, empezó a sentir cierta inquietud. Le daban miedo los ojos brillantes del maestro, unos ojos juveniles, detrás de cuyos cristales empezaba á danzar «la loca de la casa». Adivinó que el alma del poeta no estaba allí. Volaba por un mundo fantástico, y volvería dentro de unos instantes, derramando sobre la mesa, como flores reales, todas las rosas quiméricas recogidas en su viaje. ¿Qué iba á decir?… Su palabra continuaba fluyendo, sonora, fácil, entusiástica.

– Y para terminar, señores, puedo citaros un ejemplo, que hará ver, mejor que todas mis palabras, lo que son los dos valores.

»Aquí está mi amigo el comandante Pierrefonds, mi compañero de cautiverio, un verdadero héroe, un soldado cubierto de condecoraciones y de heridas, que realizó las mayores hazañas en nuestras guerras coloniales. Su valor guerrero es indiscutible. Yo no soy mas que un pobre poeta, capaz, en determinados momentos, de mostrar cierto valor cívico.

»Ya conocéis la escena de nuestra salida de esta ciudad como prisioneros de los alemanes. La prensa, el libro y hasta el grabado han reproducido esta escena, tributándome con ello una gloria que no merezco. Yo grité.... lo que grité; fué algo superior á mi voluntad, que tal vez me aconsejaba ser prudente. Pero el valor cívico, cuando despierta, no conoce el peligro.

»Y apenas grité «¡Abajo Guillermo! ¡Mueran los verdugos!» este hombre de guerra, héroe de cien campañas, tal vez porque tiene un sentido de la realidad más exacto que yo, que no soy mas que un pobre poeta, me agarró las manos, suplicándome: «¡Por Dios, maestro! ¡Nada de locuras! ¡Nos va usted a hacer matar a todos!…» Esto no lo habrá olvidado seguramente mi querido camarada de infortunio. Y como es un soldado de valor indiscutible, podrá reconocer también sin rubor alguno que tal vez en aquella ocasión sintió cierto miedo, el primer miedo de toda su vida.

El comandante no pudo protestar. Una aclamación ensordecedora había interrumpido la elocuencia del orador. Todos le tendían las manos, conmovidos por la sinceridad y la sencillez de sus palabras. Y el poeta heroico se sentó, jadeando de emoción y de fatiga. Su discurso había terminado.

Pierrefonds optó por marcharse, sin que el público reparase en su fuga, ni en sus gestos coléricos, ni en las palabras de indignación que iba barboteando.

Después de aquella noche, nadie le ha visto más.

Tal vez no quiere salir á la calle; tal vez ha renunciado para siempre á vivir en la misma ciudad que el poeta y su «loca de la casa».

LA SUBLEVACIÓN DE MARTÍNEZ

I

Después que triunfó la revolución, y sus caudillos, instalados definitivamente en la capital de Méjico, se repartieron los principales cargos – desde presidente de la República hasta rector de la Universidad – , el valeroso Doroteo Martínez empezó á sentirse aburrido, sin atinar con la causa.

En verdad, no podía quejarse de su suerte. Seis años antes era segundo capataz en la hacienda de un gran señor que pasaba la mayor parte del tiempo en París.

Un día montó a caballo para seguir á los vengadores de Madero y derribar a su asesino Huerta. ¿Por qué no había de ser revolucionario, á semejanza de otros mejicanos de tan humilde origen como él, que llegaban á ministros y hasta presidentes?… Guadalupe su mujer, carácter despótico, opuesto sistemáticamente á todas sus decisiones, aceptó esta vez con entusiasmo el proyecto de dedicarse á la guerra.

– A ver si llegas a general – le dijo – . ¡Está una tan cansada de ver generalas que empezaron siendo criadas!…

El miedo a la mujer, una buena suerte incansable y el afán de que su nombre apareciese en letras de imprenta y fuese cantado en verso con acompañamiento de guitarra, le empujaron en su ascensión gloriosa. A los treinta años se vió general de brigada, sin haber tropezado con grandes obstáculos. Su astucia de campesino le hizo saltar oportunamente de un grupo á otro en las contiendas civiles que surgieron al final de la revolución, adivinando quién iba á triunfar y quién iba á sumirse para siempre en la desgracia y el olvido.

Su primer jefe y maestro fué Pancho Villa. A sus órdenes hizo la mayor parte de la guerra; pero al verlo en lucha con Carranza, presintió que este antiguo «ranchero», de porte solemne y aseñorado, al que llamaban «el viejo barbón», tenía más aspecto de presidente que el antiguo bandido, y se fué con él.

 

Por segunda vez Guadalupe reconoció que su esposo era á veces capaz de resoluciones acertadas.

El guerrillero, durante la presidencia de Carranza, conoció todas las dulzuras del poder. De la capital de Méjico le llegaban grandes sobres con el sello del gobierno llevando esta inscripción: «Al ciudadano general Doroteo Martínez, comandante de las tropas en operaciones.»

Su autoridad se extendía nominalmente sobre un territorio más grande que algunas naciones de Europa, pero sólo era efectiva en la población donde había establecido su Estado Mayor y en otros grupos urbanos ocupados por sus tropas.

La importancia de estas tropas también era más ilusoria que real. Vistas desde las oficinas ministeriales de Méjico, constaban de una docena de miles de hombres, con casi igual número de caballos. Sobre el terreno de las operaciones los regimientos se achicaban hasta convertirse en partidas; los miles de combatientes bajaban á ser centenares; y los caballos, que debían estar próximos á morir de un reventón, según las montañas de forraje que llevaban consumidas – a juzgar por las cuentas pagadas por el Ministerio de la Guerra – , eran escuálidos jamelgos que pastaban en los campos de los particulares, alimentándose á la ventura con lo que podían encontrar.

El general, siguiendo una respetable tradición, se guardaba tranquilamente los sueldos de los combatientes que no existían y el valor de los piensos que jamás habían olido sus caballos. De algún modo debía pagar la patria los servicios pretéritos de sus héroes y los que le seguirían prestando en el resto de sus días.

Continuaba en guerra el país. En vano el gobierno de la capital hacía decir á los periódicos que sólo se mantenían en armas algunos bandidos, á los que pensaba exterminar de un momento á otro. Lo de que fuesen bandidos ó no lo fuesen quedaba reservado á la apreciación siempre divergente de los gobernantes y de sus enemigos; pero lo cierto era que los que corrían montes y campos, haciendo saltar trenes con dinamita, quemando poblaciones, fusilando prisioneros y llevándose mujeres, habían convivido como camaradas de armas con los mismos que marchaban ahora en su persecución.

Martínez se tuteaba con todos los insurrectos que tenía encargo de fusilar así que cayesen en sus manos. Meses antes eran todavía tan generales como él. Hasta le obligaban á marchar contra su antiguo ídolo el temible Villa, y procuraba hacerlo con la mayor discreción, como un esgrimista novel que se bate con su maestro.

Perseguidos y perseguidores parecían evitar los golpes decisivos. Los adversarios de Martínez propalaban en la capital que éste tenía más empeño en eternizar la guerra que los mismos insurrectos. La paz significaba para él, como para los otros jefes de operaciones, la supresión de los regimientos fantasmas y de los piensos de la caballada no menos irreales.

Pero el valeroso Doroteo despreciaba estas invenciones de la malevolencia. ¡Qué hombre ilustre carece de envidiosos!

Había perdido su timidez de los primeros tiempos de la revolución, cuando rondaba en torno de los caudillos principales como un oficial de lealtad perruna, siempre dispuesto á encargarse de las misiones peligrosas. Empezaba a creer que había nacido para cumplir una misión histórica, según afirmaban sus aduladores. Al marcharse á la guerra, sólo sabía trazar su firma como un jeroglífico, y aun esto lo había aprendido durante unos meses que pasó en la cárcel á causa de ciertas puñaladas recibidas por alguien que pretendía casarse con la que ahora era su mujer. Durante la guerra se familiarizó con la literatura declamatoria de las proclamas y los artículos revolucionarios, y pudo llegar á leer de corrido estos impresos, siempre que fuesen de letra gruesa.

Ahora tenía como secretario á un periodista traído de la capital, joven poeta, que redactaba todos los decretos que el comandante de operaciones dirigía á los pobladores de su territorio, tratando en ellos muchas veces sobre los destinos de la humanidad futura y la revolución universal, como si fuesen dedicados á los habitantes del planeta entero.

Al verse tan bien servido por la pluma del secretario, Martínez, cuando no estaba de operaciones, sentía la necesidad de convertir en leyes todas las ideas simples y nuevas para él que hervían en su cerebro.

– Sandoval, vamos á escribir media docena de decretos – decía después de las comidas, como si esto suavizase su digestión.

Y á un mismo tiempo legislaba sobre la limpieza de las calles de la ciudad, sobre el amor libre, sobre la hora de empezar el espectáculo en los cinematógrafos y sobre un nuevo reparto de la propiedad rural. Los decretos siempre terminaban condenando á ser pasados por las armas á todos los que desobedeciesen las órdenes de su autor. La gente, familiarizada con el peligro y la muerte, no hacía gran caso de ellos. ¡Eran tantos los decretos, y por otra parte tan poco numerosas las personas del distrito que sabían leer!

Pero si rara vez llegaban á ser una realidad positiva, estos documentos servían de un modo maravilloso al general cuando deseaba suprimir á alguien. Siempre ocurría que este importuno había desobedecido alguna de sus leyes tan minuciosas y tan diversas, y el Consejo de guerra que se reunía en el foyer del teatro de la ciudad no necesitaba discutir mucho para enviar al acusado al cementerio, lugar donde se verificaban los fusilamientos de rebeldes, evitándose de este modo las molestias de una larga conducción de los cadáveres.

Estos castigos extremados apenas alteraban la popularidad de Martínez. ¡Qué general no había hecho otro tanto! En el populacho, medio indio, persistía el alma de sus crueles ascendientes, los cuales veneraban á sus dioses cuanto más sedientos se mostraban de sangre y según el número de víctimas á las que se extraía el corazón en sus altares.

Además, Martínez casi gozaba honores de gloria nacional. Su secretario rara vez lo designaba por su apellido. Era por antonomasia «el héroe de Cerro Pardo», lugar donde había batido á los «soldados de la tiranía» durante la revolución. Otros generales se veían venerados como semidioses por haber perdido un brazo ó una pierna. Martínez había perdido una oreja en Cerro Pardo, y mostraba con orgullo su sien mocha en las ceremonias oficiales. Pero con una guedeja de su largo cabello procuraba ocultar la falta del pabellón auditivo, siempre que, abusando de la adormecida fiereza de la generala, se atrevía á visitar á ciertas señoras admiradoras de su heroísmo.

Muchas de las comunicaciones que enviaba Sandoval al gobierno de Méjico eran devueltas con una nota pidiendo un estilo más claro, por considerar el texto incomprensible. El héroe se indignaba.

– ¿Para esto hemos hecho la revolución? En el Ministerio de la Guerra no hay mas que gente atrasada; reaccionarios que no pueden entender lo que es el simbolismo.

Como todos los simples que sólo han recibido una instrucción primaria y tardía, amaba con entusiasmo el estilo complicado y los neologismos que exigen largas explicaciones.

El libro más interesante de la época presente iba á ser la Historia del general Doroteo Martines, obra voluminosa que estaba escribiendo su secretario. De ella, lo más apreciado por el autor y por el protagonista era el «Capítulo ochenta y dos», titulado así: «De cómo el general, a pesar de ser antimilitarista, comunista y ácrata, se vió obligado á fusilar á doscientos cincuenta compañeros de armas que se rebelaron contra el gobierno, faltando á la disciplina.»

En la vida ordinaria era una buena persona, que hablaba con voz tímida, ceceando lo mismo que un niño, y si su interlocutor le miraba fijamente, apartaba los ojos como avergonzado. Los efectos de su bondad y su sencillez se extendían hasta Europa. Como ejercía una autoridad de procónsul sobre su comarca natal, una de sus primeras disposiciones fué apoderarse de la gran propiedad en la que había trabajado como humilde capataz.

El propietario, residente en París, recibió de él una carta dulce y respetuosa: «Venga usted por aquí, patroncito; tendré un verdadero gusto en verle. Arreglaremos cuentas sobre su hacienda. Le manifestaré mi agradecimiento por sus bondades con este su antiguo servidor.»

Pero el propietario, que era mejicano y conocía á su gente, no pensó un momento en volver á un país donde los capataces se convierten en generales. Se sentía mejor cerca de los Campos Elíseos, aunque tuviera que recurrir á préstamos y trampas para compensar las rentas que ya no llegaban del otro lado del Océano. Prefería ver el Arco de Triunfo con hambre, antes que la sonrisa melosa y los ojos terriblemente dulces del héroe de Cerro Pardo.

Los comerciantes de la ciudad, extranjeros todos ellos que daban parte á Martínez en sus negocios y no se atrevían á acometer empresa alguna sin tenerle por consocio, le habían regalado por suscripción una espada «artística» y un uniforme de general.

Este uniforme, mezcla de japonés y de alemán, quedó en una silla, bajo la mirada pensativa del héroe. La gorra con entorchados deslumbrantes y un águila de oro enorme, los bordados de las mangas y las hombreras, parecían herir su vista.

– Yo soy un ciudadano – dijo á su secretario – . (No olvide usted, Sandoval, de repetirlo en el libro.) Yo soy un ciudadano, y estos uniformes son los que perdieron á muchos de mis camaradas que han muerto fusilados por traidores.

Y como él prefería ser ciudadano, siguió usando sus trajes civiles, una indumentaria soñada sin duda en sus tiempos de pobreza como algo magnífico y quimérico: trajes de paño azul celeste ó verde esmeralda, corbatas y pañuelos con las tintas del arco iris, productos de fábricas misteriosas de Inglaterra ó los Estados Unidos, cuya existencia ignora el común de los mortales y que parecen trabajar únicamente para la elegancia masculina de los trópicos. Una placa de esmalte con un águila, fija en una de sus solapas, revelaba á los demás mortales su condición de general.

Pero un día se mostró en los salones del antiguo palacio del obispo, convertido en comandancia de armas, vistiendo el deslumbrante uniforme.

– Somos débiles, Sandoval – dijo melancólicamente – . Me lo he puesto para dar gusto á la generala.

Un viejo tendero español – el iniciador de la suscripción – se entusiasmó al verle.

– Estás más hermoso que el sol. Pareces Bismarck…pareces Hindenburg. Así deberías ir todos los días, Doroteíto.

Y le acariciaba el vientre con suaves palmadas. Era el único que podía tutearle, como un privilegio de la época en que el general frecuentaba la tienda del gachupín como simple peón, llevándose al fiado de comer y de beber. Además, este personaje opulento y respetable era el que se encargaba de figurar como único contratista en todos los servicios de las tropas.

Para darle gusto, así como á su Guadalupe, se sacrificó al fin el general, vistiendo su uniforme de gala siempre que estaba en la ciudad. Al salir de operaciones volvía á cubrirse con el enorme sombrero mejicano, poco menor que un paraguas, única prenda uniforme de sus soldados en tiempo ordinario.

Su gloria y su poder no encontraban obstáculo alguno en el rincón de la República sometido á su autoridad. Los jóvenes empleados en los ministerios de la capital se agrupaban para reir, leyendo en voz alta las comunicaciones enviadas por el héroe de Cerro Pardo.

Los grandes periódicos comentaban con una ironía algo miedosa las sublimidades laberínticas de su estilo. Pero el presidente y los ministros restablecían el prestigio del héroe:

«¿Martínez?… Algo tonto y vanidoso, pero un hombre leal, un soldado fiel, y además un héroe.»

Era tan común en la historia del país la traición, el sublevarse los generales contra el gobierno con las mismas tropas facilitadas por éste, que Doroteo resultaba un personaje excepcional.

Todo cuanto hiciese se lo tolerarían los gobernantes. Firmemente asegurado en su situación, no temía á Dios ni á los hombres.

Únicamente una persona le infundía miedo: su mujer.