Za darmo

El prestamo de la difunta

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III

La vieja, después de apoyar un dedo en el timbre de la verja, examinó su vestido de seda negra. Databa de los tiempos de su pobre hija. Ella misma lo había cortado é hilvanado; pero de la primera hechura quedaba muy poco, después de los retoques que se habían sucedido durante su larga existencia.

Reconoció que no estaba del todo mal. Algo pasado de moda; pero el género bueno siempre es apreciado por las personas inteligentes, y ahora ya no se fabrican sedas como las de antes. La cabeza la llevaba desnuda. Sentíase orgullosa de su pelo blanco, duro y abundante.

Admiró al otro lado de la verja el pequeño hotel rodeado de árboles. ¡Lo que una mujer puede ganar con sus pies!… Pero la proximidad de una jovenzuela con delantal y gorro blancos no le permitió continuar su examen. Esta doméstica elegante avanzaba atraída por el llamamiento del timbre. A la vieja le fué antipática por sus ademanes varoniles, por la mirada altiva con que la midió de pies á cabeza y por su voz áspera.

– Buena mujer, si es para pedir un socorro á la señora, venga otro día. La señora no está.

Balbuceó la vieja de indignación.

¡El puñetazo que se llevaría la tal, de no existir la verja entre las dos!… Empezaba á dirigir terribles alusiones al pecho plano de la doncella, á sus angulosidades de muchacho, subiendo rápidamente el diapasón de sus ofensas, cuando sintió que la cogían de los hombros.

Al volver la cabeza, vió junto á la acera un automóvil que acababa de detenerse. Una señora elegante salida de él la sonreía, intentando abrazarla.

– ¡Abuelita!… ¡abuelita!

Lo primero en que se fijó la vieja fué que la bailarina célebre iba vestida de luto: un luto vistoso y sobradamente llamativo, pero luto al fin, que sólo podía ser por su hermano Alberto.

Se sintió empujada cariñosamente al otro lado de la verja que acababa de abrir la doncella. Quiso anonadar con una mirada y un bufido á la insolente; pero ésta había bajado los ojos, no pudiendo resistirse á su confusión.

¡La que había tomado por una mendiga era la abuela de la señorita!…

Al mismo tiempo lamentaba en su interior las injusticias de la suerte. Ella había hecho estudios de bachillerato; tenía arriba en su habitación un cuaderno lleno de versos, y sin embargo, no venía ningún príncipe de leyenda á llevársela, regalándole un hotel igual al de la otra.

La vieja marchó de asombro en asombro al recorrer los salones de la bailarina. Ella se había imaginado el lujo de otra manera: grandes y ostentosas sillerías, muebles monumentales, y aquí apenas encontraba donde sentarse. Sólo veía divanes bajos y cojines en el suelo. Los muebles eran de aspecto tan frágil, que no osaba tocarlos; los colores de paredes y cortinas, tan raros y complicados, que daban el vértigo á sus ojos.

Apenas hubo nombrado á Alberto, la nieta se conmovió, perdiendo su alegría de pájaro.

– ¡Cómo he sentido su muerte! – dijo con los ojos húmedos – . Nos llevábamos mal; apenas nos veíamos. Él no podía comprender mi modo de vivir. Pero lo amaba de veras.

Tomó un retrato que estaba sobre una mesilla, en lugar preferente, y lo besó. Era el retrato de Alberto. Esta fidelidad en el recuerdo conmovió profundamente á la abuela. ¿Y aún decían que si Julieta era esto ó aquello, por su profesión y su manera de vivir?… ¡Un alma de oro!

Su entusiasmo fué enfriándose un poco al notar la serenidad con que escuchaba la bailarina el relato de su descubrimiento en el cinema.

– Es curioso – se limitó á decir – , verdaderamente curioso.

Y adivinó cuál era el deseo de su abuela.

– ¿Quieres llevarme á verlo? Bueno; te acompañaré esta noche, pero con una condición: la de que te quedarás á comer conmigo.

El recuerdo de su hermano había hecho surgir en ella otros recuerdos.

– ¡Ay, abuelita! No es el pobre Alberto el único que fué á la guerra. Otros hay que viven aún; y los que viven inspiran mayores preocupaciones que los muertos.

Pensaba en su amigo, un joven rico que la verdulera no había visto nunca, pero, según murmuraba la gente, acabaría casándose con Julieta.

No pudieron hablar más. Era la hora del té, y empezaron á llegar las amigas de la señora, todas vestidas con unos trajes elegantes, raros y vistosos, que hacían parpadear á la vieja, desorientándola en sus opiniones. Algunas, á pesar de sus extraordinarias vestimentas, envidiaban el luto de Julieta. Una de ellas fué más lejos en la manifestación de sus deseos:

– ¡Qué suerte tener un muerto en la familia! ¡El negro sienta tan bien!…

Todas fumaban. Se habían tendido en el suelo, sobre pieles de oso blanco ó redondos almohadones de seda, abullonados y con un botón hondo en el centro, semejantes á calabazas. Unas se estiraban lo mismo que fieras perezosas, sin reparar en lo que dejaban al descubierto; otras apoyaban la mandíbula en las rodillas, mientras mantenían éstas entre sus brazos cruzados.

El té estaba en el suelo, sobre una gran bandeja de plata, en la que movía la lámpara de alcohol su penacho azul casi invisible.

Julieta había hecho valientemente la presentación de la vieja á sus amigas.

– Mi abuelita, que vende hortalizas todas las mañanas en la rue Lepic. Yo estoy orgullosa de mis ascendientes, lo mismo que un nieto de los Cruzados.

Risa general de las señoras, que poco á poco olvidaron á la vieja. Ésta quiso irse. No gustaba de tales costumbres, pero al mismo tiempo temía ofender á su nieta.

Pasó cautelosamente de silla en silla, como una chicuela que desea escaparse, llegando de este modo hasta el comedor. Allí cobró ánimo, y poniéndose de pie, se aventuró francamente en un pasadizo inmediato.

Casi tropezó con la doncella, que volvía al salón llevando más agua caliente para el té. La vieja la saludó con un bufido implacable.

– ¡Presumida!… ¡Fea!

Después de este insulto supremo se sintió más ágil, y empezó á bajar unos peldaños, hasta dar con la cocina.

Aquí admiró más que en los salones el bienestar de su nieta. ¡Qué abundancia! ¡Qué de cacerolas brillantes como astros!…

La cocinera le hizo los honores de sus dominios, colocando sobre la mesa una botella y dos vasos. La bebieron entera, hablando de sus penas. Luego sacó un retrato y le dió un beso, mostrándolo á su visitante.

– Mi hijo es cazador alpino, lo que llaman «diablo azul», y está en los Vosgos.

La vieja, por no ser menos, sacó también del pecho un retrato de soldado.

– A mi nieto lo mataron; pero ahora trabaja en un cinema todas las noches.

La cocinera se movió nerviosamente en su asiento, abriendo mucho los ojos. Decididamente aquella vieja estaba loca, como le había dicho la doncella. Pero calló, por ser la abuela de la señora.

Hasta la hora de la comida se mantuvo la verdulera en este paraíso, admirando sus magnificencias. Luego sintió nostalgia y cierta cortedad al verse arriba, en el comedor, sentada á una mesa enorme, teniendo enfrente á su nieta, y más allá á un criado ceremonioso que tampoco le era simpático.

Admiraba los manjares, reconociendo que nunca había comido tan bien, pero sentía un vivo deseo de terminar cuanto antes.

Miró el reloj de la chimenea. Eran cerca de las ocho.

– No tengas prisa, abuelita. Hay tiempo. Mi automóvil nos llevará en un instante.

De pronto, una conmoción en todo el hotel: repiqueteo de timbres, alaridos de sorpresa de la doncella antipática, choque de puertas, voces de hombres.

La doncella entró corriendo:

– Señora.... ¡Es el señor!

No dijo más, pero la vieja lo adivinó todo. «El señor» sólo podía ser uno. Y vió á un buen mozo con uniforme de aviador, que entraba violentamente, como una tromba. No tuvo que avanzar mucho, pues la bailarina corrió á refugiarse en sus brazos.

Julieta hablaba de él, momentos antes, con tristeza. Hacía seis meses que no le veía. Era imposible obtener una licencia en estos momentos.

El aviador dió explicaciones, con voz entrecortada.

– Un permiso inesperado.... Una breve comisión en París.... Veinticuatro horas nada más....

No pudo seguir hablando. Los dos se habían abrazado, balanceándose con las explosiones de su alegría. Empezó á rasgarse el silencio con unos besos sonoros y escandalosos como los taponazos del champaña.

La vieja se levantó, ceñuda y grave. Allí estaba de sobra una persona; no necesitaba que se lo dijesen.

Al verla salir, Julieta se desasió de los brazos amorosos, corriendo hacia ella para dar explicaciones.

– Ya ves.... Sólo viene por veinticuatro horas.... Imposible hoy.... Otro día. Es preciso atender á los vivos.

Se vió la vieja en la soledad de la calle helada y negra. Los reverberos, encapuchonados á causa de los ataques aéreos, sólo servían, con su breve radio de luz, para dar mayor intensidad á la lobreguez general.

Mientras marchaba, acompañó su paso repitiendo las mismas palabras, como si fuesen una letanía:

– La vida quiere vivir. Los vivos necesitan vivir.... ¡Ay del que muere! Los muertos huyen más aprisa que los vivos....

Todos abandonaban á los muertos. Hasta en la sala del cinema notó la misma ingratitud. Aquella noche sólo había una veintena de personas. El público de este cinematógrafo de barrio estaba ya cansado de las aventuras de la perseguida alsaciana. Todos conocían su historia.

La vieja ocupó su asiento con la majestad de un monarca que se hace dar una representación para él solo. Al aparecer su nieto, le habló en voz baja, con dulzura.

– Buenas noches, pequeño mío. Todos te abandonan, todos te olvidan. La vida es así.... Pero no temas; tu abuela no te dejará nunca. Aquí me tendrás todas las noches.... ¡todas las noches!

IV

La noticia empezó á circular después de mediodía, vaga é indecisa.

«¡La paz! ¡Acaba de ajustarse la paz!»

 

Pero tantas veces se había dicho esto mismo, sin verlo realizado luego, que la vieja no creyó la noticia.

A media tarde todos se convencieron de que era verdad. El gobierno anunciaba un armisticio, solicitado por los enemigos.

La verdulera se encontró de pronto envuelta y arrastrada por una avalancha de gente que parecía rodar hacia el centro de París. Se mostraba frenética de alegría como todos; gritaba como todos.

Hasta la llegada de la noche vivió una existencia de ensueño; creyó seguir las inverosímiles aventuras de una pesadilla. Pero esta pesadilla era agradable y sus delirios no los inspiraba el terror, sino el entusiasmo.

Se vió en la plaza de la Concordia. La muchedumbre, rugiendo cantos patrióticos, hacía rodar los cañones cogidos á los alemanes que estaban expuestos en la gran plaza.

Un grupo de mozalbetes hizo montar á la vieja sobre uno de estos cañones, como si fuese un carro triunfal, arrastrando la pieza de artillería por las calles inmediatas.

Ella, con los blancos cabellos en desorden, elevaba los brazos cantando la Marsellesa. La muchedumbre la saludaba con aplausos. Nadie sabía quién era, pero su paso iba despertando la veneración instintiva que infunde la ancianidad. Algunos creían contemplar la vieja gloria de la Revolución, que despertaba triunfante después de un siglo de letargo.

De pronto se vió á pie y sola. Había desaparecido el cañón y los jóvenes que tiraban de él. Ahora estaban en la rue Royale, frente á los restoranes más elegantes. Los parroquianos de Maxim – gentes ricas que podían permitirse este lujo – regalaban botellas de champaña á la muchedumbre para solemnizar el suceso.

Sin saber cómo, se encontró hablando con un grupo de soldados americanos. Ella adoraba á los americanos. Los reconocía únicamente por su sombrero de fieltro con cuatro hoyos simétricos y terminado en punta. ¡Hermosos muchachos, sanos, fuertes y con aire de buenos! A algunos les encontraba cierto parecido con Alberto.

– ¡Vivan los Estados Unidos!

Se entendía con estos soldados por medio de gestos y de guiños, más que por palabras. Pero esto importaba poco.... ¡Cuando hay simpatía y buena voluntad!…

Y ellos, regocijados por la alegría de la vieja, reían como niños grandes, con una carcajada sonora que marcaba bajo la piel la fuerte osamenta de las mandíbulas y dejaba al descubierto el luminoso marfil de unas dentaduras envidiables.

La vieja se levantó la falda para rebuscar en una bolsa de lienzo pendiente sobre las enaguas, donde guardaba el capital de su comercio. Estaba en fondos y podía convidar á sus nuevos amigos.

Los soldados protestaron, riendo. «¿Admitir convites de una mujer?»

El único que hablaba bien el francés de todos ellos replicó con alegre protesta:

– Nosotros somos más ricos que usted. Nosotros cobramos en dólares.

Ella miró el puñado de monedas de cobre que tenía en una mano. Céntimos, nada más; pero ¿qué importaba?…

– Estáis en mi casa, y os invito. Si me decís que no, soy capaz de llorar.

Entraron en un café, y durante media hora los robustos soldados del sombrero puntiagudo bebieron, riendo á carcajadas de las palabras y los gestos de la alegre vieja.

Luego se vió bebiendo con hombres de otros países que vestían distintos uniformes, y hasta con soldados franceses, que, á pesar de la locura general, conservaban un gesto sombrío, como hombres que aún no hubiesen acabado de despertar de una pesadilla horrorosa prolongada durante años y años.

Al anochecer, la vieja se sintió fatigada. Parecía que toda aquella muchedumbre hubiese marchado sobre ella; creía haber recibido millones de golpes.

El instinto la llevó hacia su barrio, caminando con lentitud, arrastrando casi los pies. Pero á pesar de esta fatiga, juntó su voz á las aclamaciones de todos los grupos que encontraba al paso.

La necesidad de descansar y la costumbre la hicieron meterse en la taberna.

Allí estaba Crainqueville, solitario y silencioso, sentado ante un vaso vacío, cuyo fondo contemplaba tristemente.

– También te convido á ti – dijo la vieja – . Hoy es un gran día. ¡La paz! ¿Qué dices tú de la paz?

Crainqueville levantó los hombros. Luego, animado por la vista del nuevo vaso que le ofrecía su amiga, se dignó hablar.

– Tal vez la humanidad procure ser mejor después de esta prueba terrible; tal vez se regenere y aprenda á vivir por primera vez con un poco de lógica.

Luego sonrió irónicamente, como su maestro. Se sentía invadido por la eterna duda, y continuó:

– Aunque nadie puede afirmar si esta pobre humanidad merece la pena de ser regenerada y que alguien se ocupe de su porvenir....

Mucho más tarde, la vieja sintió la atracción de un nuevo deseo. Se acordó con delicia de la obscura sala del cinema y de sus vistas, que ella consideraba como algo celestial. ¡Qué felicidad estar allá dos horas, en un asiento cómodo, conversando mentalmente con su nieto! El pobre Alberto no debía conocer aún la gran noticia que conmovía á París y al mundo entero. Ella iba á comunicársela.

– Adiós, Crainqueville; mi nieto me espera. Para el pobre no hay fiestas. Esta noche trabajará como todas.

El filósofo ambulante, que había terminado por aceptar la vida ilusoria de su compañera, creyó del caso darle algunos consejos.

– Te estás matando. Apenas comes; bebes demasiado. Gastas tu dinero exageradamente; vas á perder tu capital. Ayer tuviste que tomar la mitad de tu género al fiado.... Además, en una semana parece que hayas vivido varios años.

Pero después de la cuerda reprimenda, volvió á sonreir con su eterna sonrisa de duda.

– En fin, ¡si eso te divierte!… ¡Si encuentras en ello tu felicidad!…

La vieja marchó apresuradamente hacia el cinema, á pesar de sus piernas entumecidas que casi se negaban á sostenerla. Allá, en la sala agradable, descansaría cómodamente.

Las calles estaban obscuras aún, como en las noches de la guerra preñadas de amenazas aéreas. Pero la muchedumbre formaba grupos. Sonaban instrumentos de música y se improvisaban bailes en las encrucijadas.

Al penetrar en el atrio del cinema, el empleado que guardaba la puerta salió á su encuentro alegremente.

– ¡Viva la paz, abuela!

Luego añadió, como si recordase algo de escasa importancia:

– Esta noche ya no «trabaja» su nieto.... ¡Se acabó! Todo es nuevo. Pero la representación vale la pena.

–¿Qué?…

La vieja había apoyado la espalda en el muro, intensamente pálida, con los ojos desmesuradamente abiertos. El empleado fué dando explicaciones para contestar á su exclamación angustiosa.

– Han transcurrido siete días. ¡Cambio completo de programa! El público estaba fatigado ya de la historia de la muchacha de Alsacia y del alemán. Ahora, con la paz, habrá que dar otras cosas. ¡Nada de guerra!… Hay que olvidar, hay que alegrarse.... Entre.... Tenemos esta noche una película americana que hace rugir de risa.

La vieja vaciló sobre las piernas, á pesar de que se había desvanecido instantáneamente la dulce turbación de su mansa embriaguez.

– ¡No verle más!… ¡no verle más! – gemía.

Luego resumió su desesperación en una frase:

– Me lo han matado por segunda vez.

El público que iba á entrar en el cinema se agolpó en torno de esta mujer desfalleciente, próxima á caer al suelo. El empleado, por conmiseración y por evitar aglomeraciones en la puerta, intentó alegrar á la vieja.

– ¡Ánimo, abuela!… No va usted á morirse hoy, un día de tanta felicidad, porque hemos cambiado el programa.... Además…además....

Había pedido á la mujer de la taquilla un periódico, y empezó á examinarlo con precipitación, empinándose sobre la punta de los pies para recibir mejor la luz de una lámpara pendiente del techo. Al mismo tiempo hablaba entre dientes.

– Veamos.... Esta estúpida historia de la alsaciana deben darla en alguna parte. Un mal film de ocasión, hecho de recortes. Estará, seguramente, en los cinemas de quinta clase.... Eso es; helo aquí.

Y dirigiéndose á la vieja, le dió el nombre de una calle y el título de un cinematógrafo.

– Un poco lejos, abuela; en Grenelle, al otro lado de París; ¡pero tomando el Metro!… Allí encontrará á su nieto durante una semana.

No se acordó más de ella, para seguir ocupándose del público que entraba y entraba, atraído por el programa nuevo.

La vieja se vió otra vez en la calle. No tenía mas que una idea.

«¡Me lo han matado! – pensaba – . En este día en que todos ríen, me lo han matado por segunda vez.»

Reapareció su enérgica voluntad de luchadora obscura y humilde. Se lo habían matado allí; pero iba á resucitar en otra parte. Debía ir á su encuentro.

Buscó bajo su falda aquella bolsa de tela que contenía sus capitales. Su diestra sólo encontró el vacío. Después de tenaces exploraciones, salieron á luz unas cuantas monedas de cobre sosteniéndose entre sus dedos. Cincuenta céntimos en total.

Sólo disponía de lo preciso para comprar una entrada en aquel cinema desconocido de Grenelle.

No le quedaba dinero para tomar un billete del Metro. Todo lo había gastado en sus ruidosas aventuras de la tarde. Tendría que ir á pie; y era tan lejos.... ¡tan lejos!

Un mal pensamiento contrajo su frente.

– ¡Si pidiese limosna!… Hoy es un día de regocijo general. Se apiadarán de mí al verme tan vieja, tan cansada....

Pero á pesar de su cansancio se irguió, con un gesto de altivez ofendida. No había mendigado nunca, y á los setenta años era tarde para empezar.

– Debo verle…necesito verle.

La fatiga le hizo caer en un banco entre dos árboles del bulevar. Brillaban en la penumbra las puertas de cafés y tabernas como bocas de horno. Se confundían en alegre discordancia las diversas músicas. Pasaban parejas amorosas, perdiéndose en la obscuridad; guerreros de remotos países que abarcaban con un brazo el talle de una mujer.

– ¡Tan lejos!… ¡tan lejos! – seguía suspirando la vieja.

Vió de pronto un soldado que le sonreía, un soldado todo blanco desde el casco de trinchera hasta los gruesos zapatos. A través de su cuerpo se veían los árboles, el banco cercano, las gentes que pasaban. Parecía de cristal, de humo sutil, de espuma impalpable.

La hizo señas para que la siguiese, y echó á andar al ver que la vieja le obedecía.

– ¡Ay, mis piernas!… No podré seguir. Son varios kilómetros. ¡No llegaré nunca!…

Se dejó caer en otro banco y el soldado transparente se detuvo, volviendo hacia ella un rostro sombrío, desesperadamente sombrío.

– No te pongas triste. ¡Si supieras cuán cansada estoy! Pero tu abuela no te abandonará nunca.... Alberto, espérame. ¡Allá voy, pequeño mío!

Y haciendo un esfuerzo supremo, se levantó y siguió marchando en pos del fantasma por las calles interminables, negras, heladas....

Como marchamos todos á través de las asperezas de la vida, guiados por nuestros recuerdos, al encuentro de la Ilusión.