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El paraiso de las mujeres

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Tampoco en esta cuestión me decido ni por unos ni por otros. En realidad, no se sabe nada sobre el primer período de la vida de Eulame, que fué tan misterioso como la juventud de muchos fundadores de religiones. Todo lo que dicen mis compańeros de Universidad y lo que dijeron igualmente muchos sabios anteriores está fundado en hipótesis.

Lo único cierto es que Eulame volvió á Liliput, pero no en una simple barca, como la que le trajo á usted, Gentleman-Montańa. Al otro lado de la gran barrera de rocas y espumas levantada por nuestros dioses quedó, según cuentan los cronistas de aquella época, un buque de proporciones inmensas, un verdadero navío de gigantes. Un simple bote salvó el obstáculo de la muralla divina, trayendo hasta nuestras costas á Eulame y á un Hombre-Montańa viejo, seco de cuerpo, con barba blanca, que supongo debió ser su estudioso protector.

Éste tenía el propósito de ir trayendo en la lancha hasta nuestra tierra todos los inventos de su mundo, de que venía repleto el navío enorme; pero nuestros dioses, como aman poco á los gigantes, agitaron el mar sin límites con una furiosa tempestad, y el buque se estrelló contra la barrera de rocas y de espumas.

Quedó entre nosotros el gigante viejo tan desamparado y falto de medios cual se ve usted ahora. Además, como sus ańos no le permitían vivir en un mundo tan nuevo para él y tan falto de las comodidades que necesita la vejez, murió al poco tiempo. Yo sospecho que los emperadores de la última dinastía se sintieron inquietos tal vez por la frecuencia con que llegaban á nuestras costas huéspedes de la misma talla, y trataron al viejo con brusquedad, sin considerar que el pobre venía atraído por los relatos de Eulame para establecer generosamente su civilización entre nosotros.

Su cadáver dió poco trabajo para ser anulado. Era un esqueleto recubierto de piel nada más, y sus huesos se emplearon como ricos materiales en numerosas obras de arte. Todavía conservamos en la Universidad varios libros de él, que me sirvieron muchísimo para el estudio de la lengua que usted habla y para el conocimiento de las costumbres de los Hombres-Montańas.

Pero volvamos á Eulame. Al verse solo, se lanzó á predicar entre sus compatriotas las ventajas de la civilización de los gigantes. Los descontentos del Imperio, que eran muchos, vieron en él un jefe que podía sustituir á la dinastía reinante. Los sabios le escucharon como un maestro divino, y todas las universidades fueron declarándose discípulas suyas. De entonces data la introducción del inglés en este país como idioma secreto y sagrado, que sirvió para entenderse á las personas de clase superior.

ĄLas cosas que hizo Eulame en poco tiempo! Jamás se conoció en nuestra historia una actividad como la suya. El pueblo no pudo creer que fuese un hombre igual á los demás, y le tuvo por hijo de los dioses. Hasta la industria del país la modificó radicalmente en pocos meses. Implantó entre nosotros todos los progresos mecánicos que había visto en el mundo de los colosos. Nuestros ingenieros, que hasta entonces habían marchado á ciegas, moviéndose siempre dentro del mismo círculo, luego de escuchar las lecciones de Eulame vieron nuevos caminos abiertos ante sus ojos, y se lanzaron por ellos, haciendo descubrimientos con una rapidez vertiginosa, inventando casi instantáneamente lo que había costado tal vez largos ańos de meditación en el país de los gigantes.

El último emperador intentó asesinar al profeta; pero éste poseía la fuerza, y creyó llegado el momento de pasar de las palabras á la acción. Había traído del otro mundo los explosivos y las armas de fuego. Los ricos industriales partidarios del eulamelismo fabricaron secretamente un material de guerra igual al de los Hombres-Montańas, y bastó que mil discípulos con fusiles y cańones marchasen contra el palacio del emperador para que éste huyese, acabando en un momento la dinastía secular.

Las viejas tropas, armadas con arcos y lanzas, se desbandaron, dando vivas á Eulame, al recibir la primera granizada de balas de sus partidarios. El Regenerador fué elevado entonces á la dignidad imperial, y empezó el período más agitado, más sangriento é interesante de nuestra historia.

Debo advertir que como entonces dirigían los hombres la marcha del país, tuvieron el cinismo de dar el nombre de época gloriosa á un período en el que murieron millones de personas, siendo además incendiadas muchas ciudades, que aún no están reconstruidas, y devastadas provincias enteras.

Al verse Eulame en el poder, se creyó investido de una misión sobrehumana.

Esta misión consistía en llevar á todas las naciones próximas pobladas por seres de nuestra especie los beneficios de la civilización implantada por él. Además, como disponía de una fuerza superior, necesitaba usarla, lo mismo que el atleta, incapaz de vivir tranquilamente sin dar golpes contra algo para ejercitar sus músculos.

Las tropas irresistibles de Eulame marcharon contra Blefuscú, el pueblo que durante siglos había sido nuestro adversario. Resultó una guerra fácil por la gran desigualdad entre los respectivos armamentos; pero los de Blefuscú se defendieron con esa tenacidad irracional que la Historia llama heroísmo, dejándose matar en cantidades enormes.

Después de haber dominado á esta nación, el conquistador llevó sus armas á otra, y luego á otra, no quedando continente ni isla que dejase de reconocer su autoridad imperial. Pero la misma grandeza de su éxito pesó sobre él, acabando por aplastarle. Sus generales obedecieron á esa ley de los hombres según la cual todo discípulo, cuando se ve en lo alto, debe atacar á su maestro.

Llegó un día en que los belicosos caudillos que gobernaban por delegación las tierras conquistadas se sublevaron contra Eulame. Todo lo que éste había aprendido en el país de los gigantes lo comunicó confiadamente á sus allegados: los nuevos medios de destrucción eran ya del dominio común; sus adversarios sabían lo mismo que él; ya no era un semidiós, era un hombre como los otros. Y como sus enemigos resultaban mucho más numerosos, le vencieron en una batalla campal á las puertas de esta ciudad, que entonces se llamaba Mildendo, reuniéndose después en congreso diplomático para decidir su futura suerte.

No se atrevieron á matarle porque habían sido sus discípulos; pero como deseaban verse libres de su presencia, lo confinaron perpetuamente en una pequeńa isla, en un peńón solitario y malsano, lejos de toda vida, en las inmediaciones de la muralla de rocas y espumas que muy pocos osan pasar.

El emperador murió á los pocos ańos en este destierro de un modo obscuro. Aún vivían las familias de los catorce ó quince millones de seres que habían muerto á causa de sus guerras y sus ambiciones. Luego, con el transcurso de los ańos, el vulgo, que necesita para vivir el culto de los héroes y cuando no los tiene los inventa, ha glorificado á Eulame, convirtiendo sus matanzas en hazańas gloriosas y dando un carácter casi divino á su recuerdo.

Yo puedo enseńarle, gentleman, como unos cincuenta mil libros escritos para glorificar á Eulame y narrar sus hazańas. Sin embargo, su herencia no pudo resultar más fatal. Este fabricante de guerras hizo lo necesario antes de desaparecer para que nuestro mundo se viese condenado eternamente á la guerra.

El congreso reunido en Mildendo intentó un nuevo reparto de las naciones, dividiendo las antiguas conquistas de Eulame; pero este arreglo fué un semillero de futuras peleas. Todos los vencedores hablaban de la paz á gritos, pero cada uno procuraba vivir más armado que los otros, y al sentirse con mayores fuerzas exigía una porción más considerable en el reparto.

Abreviaré mi relato, gentleman, pues me duele recordar este período, el más vergonzoso de nuestra historia. Los pueblos vivían regidos por los hombres; las armas estaban en manos de los hombres; el trabajo lo organizaban y reglamentaban los hombres … żqué otra cosa podía ocurrir?…

Los herederos del emperador organizaron cada uno á su placer el pedazo de tierra que les tocó en el reparto. Algunas naciones se constituyeron en República; otras fueron monarquías; unas cuantas, con el título de Imperios, restauraron la autoridad despótica y terriblemente paternal de los antiguos soberanos.

Nuestra nación, al recobrar sus primitivos límites, creyó oportuno quedarse con dos provincias de Blefuscú, fundándose en confusos derechos históricos. Durante varios ańos los de Blefuscú sólo pensaron en recobrar estas provincias, como si les fuese imposible la vida sin ellas. Las recordaban en sus cantos patrióticos; no había ceremonia pública en que no las llorasen; los muchachos, al entrar en la escuela, lo primero que aprendían era la necesidad de morir algún día para que las provincias cautivas recobrasen su libertad; los hombres organizaban su existencia con el pensamiento fijo de que eran soldados de una guerra futura. Y al fin vino la guerra, y los de Blefuscú nos quitaron las dos provincias.

Entonces nosotros les imitamos, y durante varios ańos los nińos de nuestras escuelas aprendieron que había que morir para recobrar estos territorios, y hubo cánticos iguales á los del país enemigo, y los hombres fueron todos soldados, y surgió una segunda guerra, en cuyo transcurso recobramos las dos provincias….

Y los de Blefuscú se prepararon á su vez para una tercera guerra….

Al mismo tiempo había luchas sangrientas entre los demás países poblados por gentes de nuestra especie. Ninguna nación podía conformarse con sus límites actuales. A la adoración de los antiguos dioses había sucedido la idolatría de unos trapos de colores llamados banderas. Cada uno, con agresivo fetichismo, consideraba que el trapo de su nación era más hermoso que los otros y debía ondear triunfante sobre los países inmediatos. Las gentes separadas por un brazo de mar, un río, una montańa ó un bosque, llamados fronteras, se odiaban de un modo feroz, sin haberse visto nunca.

 

Cada país calumniaba al otro, inventando sobre él las más absurdas mentiras, y estas mentiras las aceptaban las generaciones siguientes sin tomarse el trabajo de comprobarlas. De padres á hijos se perpetuaba la degollina por la simple razón de que los abuelos también se habían degollado.

Nunca se realizaron inventos con tan asombrosa rapidez; pero todos ellos servían fatalmente para agrandar el arte de las matanzas. La ciencia se había hecho servidora de la guerra; los laboratorios temblaban de patriótico regocijo cuando un descubrimiento proporcionaba la seguridad de poder exterminar mayor número de hombres. Las fábricas más potentes eran las de materiales para la guerra. Todos los países rivalizaban en una carrera loca, buscando adelantarse los unos á los otros en los medios de destrucción. Los hombres se mataban sobre la tierra y sobre el mar, y hasta en el último momento llegaron á exterminarse en las silenciosas alturas de la atmósfera.

Las fortunas más grandes de cada país las poseían los fabricantes de armamento. La lucha industrial y los egoístas deseos de lucro tomaban un carácter de abnegación patriótica. Si un país inventaba un cańón enorme, al ańo siguiente el país adversario producía otro dos veces más grande. Sobre las olas todavía era más disparatada esta exageración de los medios ofensivos. Como Blefuscú y nosotros estamos separados por el mar, nos lanzamos á una rivalidad devoradora de nuestras riquezas y de nuestro trabajo.

Estudiábamos ansiosamente su flota para que nuestra flota resultase superior. Si ellos construían un navío grande, con numerosos cańones, nosotros al momento empezábamos en nuestros astilleros otros navíos más enormes, hasta llegar á proporciones inverosímiles, que parecían un reto al buen sentido y á todas las leyes físicas.

Baste decir, gentleman, que hemos tenido buques de guerra más grandes que la barca que le trajo á usted; navíos con cien piezas de artillería iguales al revólver que le sacamos del bolsillo, ó tal vez mucho más grandes, y llevando tres mil ó cuatro mil hombres de tripulación…. En fin, verdaderas islas flotantes.

Y lo peor fué que estas construcciones gigantescas y los gastos enormes que exigían, todo resultó inútil. El continuo invento de medios destructivos dió vida á nuevas embarcaciones no más grandes que algunos peces de nuestros mares, pero que, á semejanza de éstos, podían deslizarse por la profundidad submarina, atacando de lejos á los monstruos flotantes hechos de acero. A pesar de su humilde aspecto, muchas veces, en nuestros combates navales, echaron á pique á los navíos gigantescos, que representaban el valor de una ciudad.

Toda guerra resultaba más mortífera y costosa que la anterior. Las madres, al dar á luz á sus hijos, sabían que no fabricaban hombres, sino soldados.

No pretendo hacerle creer, gentleman, que la guerra era algo nuevo en nuestra historia y sólo la habíamos conocido después que Eulame trajo sus inventos del país de los gigantes. Habíamos tenido guerras desde las épocas más remotas, como creo que las tuvieron todos los grupos humanos. Pero eran guerras con pequeńos ejércitos, que no alteraban la vida del país; guerras sostenidas por tropas de combatientes voluntarios y profesionales; una especie de lujo sangriento, de elegancia mortífera, que se permitían nuestros viejos emperadores de tarde en tarde. Pero después de la demencia ambiciosa de Eulame y del perfeccionamiento de los medios de destrucción, las guerras fueron de pueblo á pueblo, y toda la juventud de un país, abandonando campos y talleres, corría á matar la juventud vigorosa del otro país que había hecho lo mismo.

Cada guerra significaba un largo alto en el desenvolvimiento humano, y luego un retroceso. En la capital de cada país había un arco de triunfo para que desfilasen bajo su bóveda unas veces el ejército que volvía victorioso y otras los invasores triunfantes.

Después de toda guerra, el suelo abandonado parecía vengarse del olvido y de la bestialidad de los hombres restringiendo su producción. Las grandes empresas militares iban seguidas por el hambre y las epidemias. Los hombres se mostraban peores al volver á sus casas durante una paz momentánea. Habían olvidado el valor de la vida humana. Reńían con el menor pretexto; se encolerizaban fácilmente, matándose entre ellos; pegaban á sus mujeres. Además, todos eran alcohólicos. Durante sus campańas, los gobernantes les facilitaban en abundancia el vino y los licores fuertes, sabiendo que un hombre en la inconsciencia de la embriaguez teme menos á la muerte.

La riqueza pública ahorrada durante muchos ańos se derrochaba en unos meses, convirtiéndose en humo de pólvora, en acero hecho fragmentos, en escombros de poblaciones y de fábricas.

Cuando, al fin, llegaba la paz, era para que empezase una nueva miseria….

Los períodos tranquilos resultaban tan peligrosos como los tiempos de guerra. Siempre han existido descontentos de la organización social; siempre los que no tienen mirarán con odio á los que poseen. Pero después de las guerras la falta de concordia social aún era más violenta. La envidia que siente el de abajo resultaba más amarga. Como los pobres habían sido soldados á la fuerza, se consideraban con nuevos derechos á poseerlo todo. Cuando cesaban las guerras, los hombres se resistían al trabajo y hablaban de un nuevo reparto de la riqueza….

Esta situación absurda no podía durar.

Yo reconozco, como he dicho antes, que existen entre los hombres almas generosas y superiores, aunque con menos abundancia que entre las mujeres. Los crímenes originados por los hombres no podían menos de conmover á algunas de estas almas masculinas, y un gobernante de aquella época dió una especie de reglamento para la paz humana, dividido en catorce artículos.

Pero entre los hombres las mejores ideas se transforman y se corrompen. Hay en ellos un fondo de egoísmo que desfigura toda idea generosa apenas se encargan de implantarla.

No había un país que dejase de alabar la paz, pero esta paz debía hacerse de acuerdo con sus gustos y ambiciones. Todos querían que las cosas fuesen no como deben ser, sino con arreglo á sus conveniencias. Y los catorce artículos ó puntos se vieron retorcidos y desfigurados de tal modo, que acabaron por convertirse prácticamente en otras tantas calamidades. Así ocurre siempre con las leyes hechas por los hombres y aplicadas por los hombres.

Los pueblos sintieron la necesidad de poner remedio á esta demencia general. Era preciso suprimir las guerras, resolver las cuestiones entre los países por medio de tribunales, como se resuelven las diferencias entre los individuos. Y cada Estado designó varios representantes, que se reunieron en esta ciudad, formando un organismo llamado Sociedad de las Naciones.

Mientras los oradores se limitaron á pronunciar elocuentes arengas en nombre de los más sublimes principios todo marchó bien; pero cuando la asamblea tuvo que hacer algo práctico, su trabajo resultó infructuoso y tan temible como el de los gobernantes guiados por la ambición.

Los congresistas, al rehacer el mapa, dieron más terrenos á unos países y se lo quitaron á otros, fundándose en antecedentes históricos, geográficos y étnicos. Fué un trabajo de gabinete semejante á los que hacemos en la Universidad, é inspirado por la mejor buena fe. Pero los pueblos fuertes y rapaces se reían de sus consejos cuando los consideraban perjudiciales para su egoísmo, y en cambio los exhibían como obras maestras siempre que eran favorables á sus intereses. Por su parte, los pueblos adolescentes, ganosos de crecimiento, cuando tenían un vecino débil olvidaban á la Sociedad de las Naciones, apelando al eterno recurso de las armas.

Este período sirvió para demostrar que los hombres ya habían dado de sí todo lo que podía esperarse de ellos. El mundo estaba condenado á una guerra eterna. El egoísmo, la acometividad y la astucia se habían convertido en virtudes políticas, y los pueblos eran tanto más ilustres y gloriosos cuanto más cínicamente las ponían en práctica.

No quiero insistir en las miserias de aquel período. La humanidad estaba en una especie de callejón sin salida. Se realizaban grandes progresos materiales; pero el alma humana, merced á la enseńanza dada por los hombres, continuaba siendo un alma primitiva, un alma brutal, semejante á la de las fieras, y tal vez peor, ya que las fieras no conocen la hipocresía ni saben llorar sobre el cuerpo de sus víctimas.

Afortunadamente había en nuestro mundo algo más que hombres. Las guerras, con sus grandes matanzas y sus dolores colectivos, venían indignando á las mujeres.

No necesita usted de grandes esfuerzos mentales para formarse una idea aproximada de lo que éramos las mujeres en este país antes de que ocurriese la Verdadera Revolución. Por lo que he leído en algunos libros que trajo el viejo sabio compańero de Eulame, sé que las mujeres han llevado en la tierra de los gigantes, y tal vez llevan todavía, una existencia deplorable. Las rodean de grandes muestras de respeto y carińo, como si fuesen unos animales hermosos desprovistos de alma; los poetas cantan sus virtudes; pero los hombres se indignan y protestan en masa siempre que las mujeres piden una participación directa en el desarrollo y la dirección del país que habitan. ĄMucho besar su mano y quedar ante ellas con la cabeza descubierta y acoger sus palabras con gestos galantes de protección ó admiración!… Pero apenas representan un obstáculo para el egoísmo del hombre, éste las repele ó las atropella, resucitando su animalidad de las épocas remotas.

Así, poco más ó menos, éramos nosotras en el tiempo de los emperadores. Los hombres, para sostener su despotismo, ensalzaban los méritos de la mujer recluida en la casa, llevando una existencia de esclava y administrando con economía la fortuna del marido. Las mujeres con el alma sońolienta, sin iniciativas, sin voluntad, y que apenas sabían leer y escribir, resultaban el tipo perfecto de la dama honesta.

Indudablemente serían así las que vió á través de los ventanales del palacio imperial el primer Hombre-Montańa que vino á nuestro país. Pero el progreso, que transformó fulminantemente en los tiempos de Eulame la vida de los hombres, también cambió con no menos rapidez la mentalidad de las mujeres. Leyeron, salieron á la calle, se interesaron por los asuntos públicos, frecuentaron las universidades. Las que eran pobres quisieron ganar su vida y no deberla á la gratitud amorosa de un hombre, considerando el trabajo como un medio de libertad é independencia. No vieron ya un misterio en los estudios científicos, que habían sido patrimonio hasta entonces de los hombres, y se asociaron lentamente para una acción común todavía no bien determinada.

Conozco los trabajos de las mujeres en este período de gestación revolucionaria. Los conozco no solamente por los libros, sino por algo más directo y viviente. Mi abuela fué una de las agitadoras en este período difícil y glorioso.

Le confesaré, gentleman, que no todas las mujeres tenían una idea exacta del papel que les tocaba desempeńar. Las había tímidas, contemporizadoras, sentimentales, de las que necesitan al hombre para vivir y consideran que el amor es la principal ocupación femenina.

No las critico ni las excuso; nadie puede decir con certeza quién tiene razón y quién no la tiene. ĄCambiamos de creencias con tanta facilidad los seres humanos!… Antes de que usted viniese á este país yo pensaba de un modo, y ahora reconozco que veo las cosas de distinta manera…. Pero no nos salgamos de la lección.

Digo que eran muchísimas las mujeres convencidas de que los hombres gobernaban mal, pero que únicamente pretendían colaborar con ellos, participando de dicho gobierno. Se daban por contentas con que el tirano les dejase un hueco á su lado, cediéndoles una pequeńa parte de su soberanía. Pero otras (y entre ellas mi valerosa abuela) odiaban al hombre, estaban convencidas de que éste había hecho todo lo que podía hacer, dando pruebas indudables de su incapacidad y su barbarie, y era inútil esperar que se corrigiese, empezando una nueva existencia. Mientras el hombre gobernase, las leyes serían injustas, la vida ordinaria una batalla de hipocresías y egoísmos, y la guerra la única solución de todas las cuestiones. Había que vencer al hombre, había que dominarlo, obligándole á bajar del pedestal que él mismo se había erigido. La única solución era tenerle en un estado dependiente é inferior, igual al de la mujer durante siglos y siglos.

Adivino en su rostro la curiosidad. Se pregunta usted cómo pudo realizarse esta maravillosa reversión en la preeminencia de los sexos.

Era empresa difícil … pero al fin triunfamos, como va usted á ver.