Estás En Mis Manos

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Capítulo 2




Alekséi





Habían pasado cuarenta y ocho horas desde el episodio de locura que tuvo lugar en mi casa. Había estado horas reprochándome a mí mismo no haberme dado cuenta de la doblez de Danielle Stenton, alias Kendra Palmer. ¿Cómo había podido ser tan ingenuo? ¿Cómo no había podido darme cuenta de su auténtica naturaleza? ¡Y eso que había tenido algunas sospechas! ¿Era posible que la belleza de esa mujer me hubiera enceguecido hasta perder la cabeza y volverme estúpido y ciego?



Yo que siempre me las había dado de tener un sexto sentido para descubrir a los timadores y mentirosos. Dios mío, no me lo podía creer: había tenido a una persona como ella a mi lado durante ocho largos meses sin darme cuenta.



En realidad me había dejado llevar por esas ganas furiosas de acostarme con ella y de domar su carácter rebelde y arrogante. Me había cegado tanto el deseo y sus maneras esquivas y a la vez provocadoras de estar a mi lado que había perdido el juicio. Temía que tanta proximidad pudiera resultar peligrosa, pero Kendra era siempre tan excitante que sólo podía retenerla a mi lado.



Me repetía sin cesar que había sido un idiota, ya que desde el principio había visto algo turbio en ella. Desde nuestro primer encuentro, cuando se echó bajo las ruedas de mi coche mientras el chófer salía lentamente del aparcamiento, entendí que ese accidente había sido un montaje. Me bajé del vehículo enfurecido para hacerle pagar la bromita a la víctima, dispuesto a amenazarla si se le ocurría decir que quería denunciarme.



Y de repente la vi. A ella. En el suelo. Con la rodilla magullada por el golpe contra el coche, y el brazo rasguñado por protegerse el rostro al caer sobre el asfalto. A pesar de la situación, casi me quedé sin aliento de tanto que me fascinaba su cuerpo, envuelto en un vestido negro y muy cortito que no dejaba lugar a la imaginación.



Mi chófer la ayudó a levantarse mientras ella lo insultaba por haberla atropellado. Luego, acercándome a ella, le pregunté si estaba bien. En un abrir y cerrar de ojos me vi prisionero de sus ojos grises magníficos, cargados de amenazas como un cielo nublado anunciando tormenta.



Su rostro delicado y su pelo largo y castaño que le cubría enteramente la espalda descubierta avivaron mi deseo de tocarla, de que fuera mía. Por eso le propuse llevarla al hospital; pero enseguida se puso nerviosa y se asustó, afirmando que estaba plenamente en forma, aunque le costaba disimularlo. Me tiré a la piscina y la invité al hotel donde me hospedaba.



Ella aceptó, pero lo que yo creía que iba a ser el preludio de una noche de locuras en la cama resultó ser exactamente lo contrario.



Estuvo un poco reticente a darme su nombre, Danielle Stenton, y cuando me atreví un poco más, me paró de inmediato, diciendo que no había aceptado seguirme para que la llevase a la cama, sino simplemente para que la curase, ponerle hielo en la rodilla adolorida y descansar en una cama caliente donde pasar la noche, únicamente.



No logré entender la razón por la cual una mujer tan amable podía necesitar un lugar donde pasar la noche, pero entendí enseguida que aquel accidente no era más que un pretexto para sacarme dinero.



A la mañana siguiente, cuando me pidió un préstamo no me sorprendí. Naturalmente me negué, pero me sorprendió cuando me propuso trabajar para mí. No era una petición por su parte, y por la mía, no podía negarme. Fue una debilidad que iba a pagar muy caro ya que Kendra había descubierto muchas cosas sobre mi cuenta. Además, el haberla llevado a mi casa era el apogeo de esa historia delirante, pues allí era donde guardaba mis bienes y mis objetos más preciados.



En aquel preciso instante entendí que, jugando con los sentimientos, Kendra había obtenido lo que necesitaba: entrar en la mansión y aprovecharse de la libertad que le concedía para traicionarme y usar todo lo que podía en mi contra. ¡Y todo eso por echar un polvo! ¡Menudo idiota!



Todavía estaba dándole vueltas a mis errores cuando Kendra abrió los ojos. Después de que los médicos me hubieran anunciado que se iba a despertar en breves, corrí a la clínica privada para enfrentarme a ella y hacerle pagar las mentiras y las artimañas que había usado contra mí.



En ese momento cogí un revólver, porque tras la discusión animada con Ryan sobre la verdadera identidad de esa mujer ya no confiaba en ella, y no iba a dudar en vengarme.



Me senté tranquilamente en el borde de la cama, a su lado, esperando a que se despertase del todo, los medicamentos que le habían dado la habían dejado adormilada.



A pesar del hematoma morado en el pómulo derecho y la palidez mortal de su rostro, todavía estaba muy guapa, tenía una belleza que ahora ya me era indiferente, hasta me repugnaba.



Esperé a que posara sus ojos en mí. Su mirada plateada parecía ahogada en el vacío a causa de los analgésicos, pero abrió los ojos como platos al verme.



Le sonreí satisfecho y me acerqué lentamente a su rostro, saboreando aquella pizca de miedo y de sorpresa que leía en su mirada.



—Dime, mentirosilla, ¿estás lista para pagar las consecuencias de tus mentiras? —le susurré en voz baja.



Vi que entreabría los labios carnosos y perfectamente delineados, pero no produjo ningún sonido.



—Me tomo tu silencio como una afirmación —dije, sacándome la pistola del bolsillo.



—¿Quién eres? —me preguntó ella débilmente, mientras me disponía a empuñar el arma.



Me reí con una risa gutural y fría, casi como una amenaza. Me habría gustado cogerla por el cuello y sacarla de la cama de tan furioso que estaba.



—¿En serio todavía quieres jugar conmigo? ¿Tan segura estás? —le espeté, decidido a no dejarme engatusar de nuevo.



—Yo… Yo no sé… Yo… —balbuceaba incómoda, mirando a su alrededor con la mirada perdida.



—Cuidado con lo que dices, Kendra, no te daré una segunda oportunidad. ¿He sido lo bastante claro? —dije deteniéndola, pero mi amenaza pareció desencadenar la reacción inversa.



—¿Quién es Kendra? —preguntó, empezando a temblar agitada.



Parecía aterrorizada.



—¿Dónde estoy? —balbuceó, intentando levantarse para sentarse, pero eso sólo le provocó más dolor, lo cual la hizo gemir— ¡Me duele! —dijo suspirando, llevándose la mano al pecho, al lugar donde le había impactado la bala— ¿Qué me ha pasado? —dijo estremeciéndose por el dolor, mirándose el brazo vendado y tocándose los moratones del rostro y de las piernas cuando se quitó las sábanas.



Aquello duró tan solo un instante. De repente, toda aquella calma aparente desapareció, dejando lugar al miedo de Kendra que se debatía como un animal enjaulado. Temblorosa y conmocionada, se arrancó el gotero e intentó levantarse.



—Es inútil que intentes huir —cogiéndola por los brazos la postré en la cama cuando intentó levantarse otra vez.



Fue bastante complicado inmovilizarla, de tanto que forcejeaba de manera frenética y alocada a causa del dolor. Intentaba ponerse de pie, a pesar de todo, apoyándose en las piernas, y vi que se tambaleaba. Estaba pálida como la cera y tuve que sujetarla por la cintura para que no se cayera al suelo. Kendra se dejó caer contra mí.



—Me da vueltas la cabeza —murmuró rodeándome el cuello con los brazos.



La levanté y ella se aferró fuerte contra mí, como si temiese desplomarse. La acompañé de vuelta a la cama, y poco a poco me soltó el cuello, me pasó las manos por los hombros y por todo el brazo.



Si no hubiese estado tan conmocionada y temblorosa, habría creído que me estaba provocando para seducirme. Su tacto ligero y delicado tenía algo íntimo y tierno, pero yo no dejaba que me excitara.



Iba a recular cuando de repente su mano derecha se apoderó de la mía. Su tembleque cesó de inmediato. La miré.



Ella me miraba desde su lado. Tenía una expresión perturbada, pero sus ojos me miraban fijamente como si esperase encontrar en mí una respuesta.



—¿Y ahora, te acuerdas de mí? —pregunté.



De nuevo me enfrenté a su silencio, me separé de ella, pero apenas mi mano se soltó de la suya, Kendra, asustada, se sobresaltó y se levantó bruscamente para volver a cogerla. Fue un gesto que le provocó dolor en el pecho otra vez. Gritó de dolor y eso le impidió que se abalanzase sobre mí.







Kendra





Me palpitaba la cabeza sordamente y no entendía nada. No tenía ni un solo recuerdo en mi cerebro y ni una sombra del porqué, sólo había dolor y confusión.



Ese hombre ante mí me daba miedo, pero a la vez me tranquilizaba un poco. ¿Era porque parecía conocerme? Pero su mirada y su actitud, severas e implacables, resonaban como una sirena de alarma para mí.



Una parte de mí quería huir, mientras que otra me suplicaba que me quedase y le pidiese ayuda. No sabía qué hacer, y cuando una nueva ola de miedo y de dolor me embistió, sólo sentí vagamente algo familiar cuando me encontré entre sus brazos.



¿Quizá era el perfume de su piel? Una esencia a madera, fresca y cargada de aromas. Intensa y viril. Me recordaba confusamente a algo… ¿pero al qué?



Y ese rostro…



Ya lo había visto, pero todo era tan confuso en mi mente, al menos hasta que su mirada llamó la atención de la mía. Percibía algo en esos ojos de un negro ébano. Era algo salvaje y a la vez conocido; poderoso y magnético, pero también elegante, al igual que la ropa que llevaba.



De repente, sentí una cierta timidez frente a esa mirada que me observaba, como si soliera recular para evitar desencadenar su lado agresivo, el cual estaba listo para salir de él y destruir a cualquiera que se encontrara cerca.

 



Por fin esa voz… Sí, la reconocía. Estaba segura. Era esa voz que me había desconcertado tanto porque estaba segura de haberla oído antes; pero fue ese tono grave, rudo y con un acento extranjero, lo que me puso nerviosa.



Hasta sus palabras me asustaban. Busqué su significado, la razón por la cual estaba tan enfadado conmigo, pero no la encontré. Ese pensamiento hizo que perdiera la calma y estaba dispuesta a huir de ese peligro que sentía planear por encima de mí cual espada de Damocles.



Estaba aterrorizada y a la vez debilitada, tanto que mis piernas no podían mantenerme, pero, a punto de desmayarme, pude retomar el aliento entre sus brazos, tranquilizada por el olor de su piel.



Sin embargo, me dejó, y mientras con mis manos le recorría los brazos hasta la punta de los dedos, sentí sin previo aviso el pánico que me embargaba y me ahogaba. Cuando vi que su mano se separaba de la mía, me invadió un miedo inexplicable.



Me veía como desde fuera, como una espectadora, mientras que mi cuerpo se iba hacia lo que parecía ser la única salida antes de caer definitivamente al vacío.



Me incliné hacia delante cuando, de repente, sentí una punzada de dolor en el pecho, un poco por debajo del hombro izquierdo, como si me apuñalasen. Sólo duró un breve momento, y un instante después el mundo real se oscureció a mi alrededor.



Me sentí desconectada de la realidad, como si hubiera aterrizado en otro universo. Estaba en lo alto de una gran escalera, ancha y elegante. Tenía delante de mí la mano de ese hombre. La tenía tendida frente a mí y podía sentir que mi cuerpo se iba hacia ella, pero el dolor en el pecho me vino de nuevo con más fuerza que antes.



Se me quedó el aliento en la garganta mientras el cuerpo se me iba hacia atrás, cayendo al vacío. Me esforcé en contrastar esa fuerza invisible que me arrastraba al abismo, en vano.



Ante mí sólo había ese hombre inclinado hacia adelante para cogerme. Vi su mano tendida hacia mí, pero solamente pude rozarla durante un segundo fugaz. Levanté los ojos brevemente antes de caer. Mi mirada se cruzó con la de ese hombre. Percibí en ella una sombra de miedo y de incredulidad.



Murmuré: “Alekséi”, en una búsqueda desesperada de ayuda, mientras su mano se alejaba cada vez más y el dolor se hacía más grande hasta resultar intolerable. Luego todo desapareció en la nada.



Era una oscuridad únicamente desgarrada por mis gritos mezclados con los de ese hombre que llamaba a un médico. Me latía el corazón a toda máquina y, sacudida por el miedo, abrí de nuevo los ojos para darme cuenta de que estaba llorando.



Estaba totalmente enroscada en mí misma, como una hoja muerta antes de que acabara en la papelera. Parpadeé con los ojos para liberarme de las lágrimas y por fin la vi: la mano de ese hombre estaba entre las mías. Se la cogí fuerte hasta que le hinqué las uñas en la piel. Esa imagen fue como un dulce despertar para mí.



—Lo he conseguido… Te he atrapado… —balbuceé, sacudida a la vez por los llantos de alivio y de lo que parecía ser una alucinación dado que había vuelto a la habitación blanca donde me había despertado.



—¿Qué dices? —me preguntó él confundido, con la respiración agitada.



—Yo... me iba a caer. Alekséi… —intenté explicar, pero sin lograr expresarme. Estaba tan alelada que no era capaz ni de construir una sola frase con sentido.



—Ahora ya te acuerdas de mí —me susurró él con un deje de sarcasmo en la voz que me perturbó.



Alekséi. Sí, me acordaba de él, aunque sólo se tratase de un nombre y de un cuerpo físico sin ninguna identidad por ahora.



Era un pequeño destello de esperanza y los recuerdos de un pasado lejano y todavía confuso. Esbocé una sonrisa de alivio. Justo entonces llegó el médico, acompañado de dos enfermeras. Luego oí al hombre enfadarse y gritar algo. Necesité algo de tiempo para entender que estaba hablando en otra lengua: una lengua que, poco a poco, recordé haber oído.



Hablaban del shock postraumático, de la hemorragia cerebral en proceso de reabsorción, de ansiolíticos, mientras que el hombre a mi lado estaba furioso por no haber sido informado de lo que acababa de pasar: gritaba que les pagaba lo bastante para obtener respuestas sobre mi salud y para que me curasen.



—No sabemos cuánto tiempo va a estar así, la verdad, por lo menos una semana —intentó decir el médico en la misma lengua.



—¡¿Una semana?! —se enfadó el hombre.



—Dejarla salir antes sería arriesgado. Necesita tiempo para que la micro fractura en el cráneo cicatrice y la hemorragia todavía no está del todo reabsorbida. Vistas las circunstancias, tiene que estar internada al menos dos semanas.



—¡No puedo quedarme aquí! —dije metiéndome en la conversación, apretando fuerte esa mano que no quería soltar más.



—Tú también hablas ruso… ¿Por qué no me sorprende? —resopló nerviosamente el hombre, y me dirigió una mirada tan afilada que me dejó sin respiración.



Dando un fuerte estirón, liberó su mano que yo tenía asida.



—No… —susurré débilmente, como si no tuviera más aire en los pulmones.



—Inténtelo todo lo que quiera, pero quiero que esta farsa acabe pronto —gruñó el hombre, y levantándose de la cama, se dirigió a la puerta—. En cuanto a ti, Kendra, tienes hasta mañana para… recobrar la memoria. Hace un siglo que se terminó el juego.



—Alekséi… —murmuré yo, de nuevo angustiada.



Pero se marchó, dejándome sola conmigo misma y con esos médicos que me auscultaron inmediatamente y me avasallaron a preguntas.



Me asusté porque a medida que me preguntaban, iba viendo claro que tenía un enorme agujero negro en el cerebro. La pregunta que me atormentaba era mi identidad: ¿quién soy?



Alekséi era la última cosa de la que había conservado un recuerdo. Era el único punto de apoyo para evitar que cayera otra vez en la angustia. Me preguntaba quién era y me acordé que él me había llamado Kendra, pero ese nombre no me decía nada.



Pedí varias veces información sobre Alekséi a las enfermeras, pero daba la impresión de que no me escuchaban.



Sentía que me embargaba el pánico, pero antes de que pudiera reaccionar y correr hacia la única persona de la que me acordaba, el médico me puso una inyección y me dormí poco después.








Capítulo 3




Kendra





—Kendra, ¿estás preparada para volverte a concentrar para visualizar tus recuerdos?



Me preguntó amablemente la psicóloga a la que me había enviado el neurólogo, después de dos días de cuidados para aplacar los ataques de pánico y las crisis nerviosas que padecía desde que supe que había perdido la memoria.



Por desgracia, a pesar de la psicóloga, mi estado no mejoraba nada. Cada vez que cerraba los ojos revivía la misma escena: yo cayendo por las escaleras mientras intentaba coger la mano de Alekséi.



La doctora me explicó que no se trataba de una alucinación, sino de una reminiscencia de lo que me había pasado, las circunstancias que me habían llevado al hospital, gravemente herida, con una fractura en la caja craneal, un tobillo dislocado, una fisura en el menisco, una lesión en el brazo derecho, un moratón en el rostro y una herida muy fea en el pecho cuya causa ignoraba.



Para los médicos yo era un milagro, porque tras aquella caída podría haberme quedado en el sitio o bien quedarme paralítica para el resto de mis días. Durante los dos últimos días me hicieron un montón de exámenes y finalmente la hemorragia cerebral desapareció, para satisfacción de todos.



Alekséi, sin embargo, no volvió a venir, y contra más pasaba el tiempo más me ponía nerviosa. Pedí noticias sobre él varias veces, si alguien conocía por qué estaba enfadado conmigo; pero todos eludieron mis preguntas con cierto malestar.



—¿Kendra? —me recordó la psicóloga, devolviéndome a la realidad.



—Ya se lo he dicho mil veces. No me acuerdo de nada. No sé ni mi nombre, ni dónde vivo, ni cómo he podido acabar aquí; y aunque ese hombre se llame Alekséi, en realidad no me acuerdo de él. Todo lo que sé de él es que me conoce y parece realmente enfadado conmigo… ¿Qué le he hecho? ¿Por qué me conoce?



—Volvamos a ti.



—No aguanto más todas estas preguntas a las que no puedo dar respuesta —estallé mientras sentía una fuerte migraña, como me ocurría cada vez que me ofuscaba o intentaba acordarme de algo.



—Sólo intento ayudarte.



—Pues si quiere ayudarme, llame a Alekséi. Estoy segura de que será capaz de responder a sus preguntas y yo podré…



—¿Tú podrás qué?



Susurré un “nada” un poco molesta. No quería confesarle lo sola que me sentía con mis miedos y mis interrogantes en esa cama de hosp

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