Secuestrados a medianoche

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En voz baja seguimos conversando para ponernos de acuerdo sobre lo que habríamos de responder si fuéramos interrogados. Pero todas las precauciones no parecían suficientes. Decidimos insistir en el hecho de que, como misioneros, éramos políticamente neutrales y que nuestro único objetivo era servir a los demás.

Nos dijeron que emprenderíamos la marcha al salir la luna. Debíamos tener nuestro equipaje preparado para el momento en que recibiéramos la orden de partir. Los Oliveira se durmieron nuevamente y Ferrán se retiró a su choza con su familia. Delante de la “vivienda” en la que estábamos, se instaló un grupo de hombres para montar guardia. Yo me acomodé en la silla de campaña que los guerrilleros habían traído de la casa de los Sabaté. El frío y la incómoda posición en la silla se mezclaron con mi tristeza, y no pude dormir. El miedo comenzó a cerrarme la garganta. Recordé que nos hallábamos no muy lejos de Longonjo, donde las tropas gubernamentales tenían una fuerte base militar. ¿Y si ellos venían a tratar de rescatarnos? Sin embargo, cuán fácilmente se podía originar un tiroteo... En medio de la noche, ¿cómo podrían saber en qué choza nos encontrábamos? Huir sería imposible.

Las horas pasaban lentamente y con ello aumentaba mi miedo. De pronto, escuché cómo roncaban los soldados que custodiaban nuestra puerta. “¡Pero qué bien nos cuidan!”, pensé. Me levanté y salí al exterior con sigilo. Los soldados dormían profundamente, abrazados a sus armas. Estábamos en la cima de una montaña. Pude ver un camino que descendía, perdiéndose en el bosque, y supe que si seguía ese camino pronto llegaría a territorio familiar. Una idea fugaz de escape cruzó por mi mente, pero negué con la cabeza como para ahuyentar esos pensamientos. Mis colegas me necesitaban.

Fui al baño, y al volver tuve que pasar por encima de uno de mis guardias, quien continuó durmiendo en completa paz.

Luego de algunos momentos, oí pasos que iban y venían alrededor de la choza, acompañados de voces apagadas. Temerosa, me preguntaba qué se propondrían. Me di cuenta de que estaban encendiendo un fuego. Se sentaron y continuaron conversando. Percibí que el nombre del doctor Sabaté era mencionado con frecuencia. Agucé mis oídos para captar al máximo lo que decían. Entre risas bajas, se contaban cómo habían capturado al doctor y el susto que le habían propinado. Seguí escuchando hasta que alguien apareció y los reprendió por el ruido que estaban haciendo. En el silencio que siguió, se escuchaban solo los ronquidos de algunos y el toser de otros. Al poco rato, nuevamente susurros. Pero estos eran más inquietantes que los anteriores. Sentí que el temor amenazaba con ahogarme. Estaba realmente oscuro; si fuésemos atacados, no tendríamos escapatoria. Traté de orar, pero no lograba concentrarme.

La luna llena apareció y comenzó a subir en el firmamento, iluminando la choza. Afuera se seguían escuchando pasos y susurros. A la medianoche fui nuevamente al baño.

Los minutos corrían, sin que nada sucediera. Inquieta, me preguntaba qué hacían. Súbitamente, las nubes cubrieron el cielo y todo quedó oscuro otra vez. En ese momento apareció una figura en la puerta y llamó: “Levántense, tenemos que seguir”. Saltamos de las camas y tratamos de vestirnos de forma adecuada. Rosmarie, que solo había podido calzar pantuflas al ser capturada, no tenía calzado conveniente. Las botas le habían ocasionado una herida en la pierna derecha y ya no podía usarlas. Se puso mis zuecos y salimos. Los Sabaté estaban colocando al niño en una cesta. Conchita tampoco tenía otro calzado que los zuecos blancos de enfermera. Sacó de su bolsa un conjunto azul de gimnasia que había rescatado y se lo puso sobre su ropa, porque hacía mucho frío. Todos estábamos sobrecogidos por el miedo, especulando sobre cómo seguiría la historia. Aun cuando no temiéramos lo peor, la incertidumbre sobre nuestro futuro nos oprimía.

También nos preguntábamos quién llevaría a los niños. El bebé no era un problema, puesto que dormía tranquilamente en su cestita y podía ser transportado fácilmente por uno de los cargadores. El pequeño André Oliveira, sin embargo, solo quería estar con su madre; cuando alguien más trataba de levantarlo, gritaba a todo pulmón. Era evidente que Rosmarie, pequeña y frágil como estaba, no podría transportarlo todo el tiempo. Después de varias tentativas, Ronaldo lo tomó y lo ató a sus espaldas, al estilo nativo. Sin embargo, André, impresionado, no dejaba de llorar.

Entre la penumbra, vimos a los soldados formarse en silencio y con precaución. La escena era impresionante. Finalmente, un grupo de ellos se puso en movimiento y desapareció en la oscuridad.

–¿Qué va a pasar ahora? –me susurró Conchita, asustada.

–¡Sobre esto habría que hacer un filme! ¿Qué se proponen hacer con nosotros? –se preguntó, y volviéndose hacia su marido, se quejó.

–¿Quién nos ha traído a este campamento? ¿Por qué tenemos que estar aquí?

No respondí, pero sentí que un escalofrío recorría mi cuerpo. En silencio me dije: “Vicky, tú no tienes hijos por los cuales preocuparte. Es tu responsabilidad guardar la calma para ayudar a los demás”.

Mas tarde apareció otro grupo de soldados. No comprendíamos de dónde salían tantos hombres, que se unían lentamente al grupo.

Una orden, con mezcla de idioma nativo y portugués, se escuchó: “¡Twendi! ¡Vamos, adelante! ¡Tenemos que irnos!”

Capítulo 5
Comienza la pesadilla

Al iniciar la marcha nos ubicaron en la mitad de la columna, uno detrás de otro, en fila india: los Sabaté delante, yo en el medio, Ronaldo y su esposa detrás. A pocos metros nos seguía el Capitán con algunos de sus hombres más importantes, entre los que vi al joven que me había preguntado sobre Argentina.

Caminábamos por un estrecho sendero atravesando el campamento, pasando entre la hilera de chozas. Quizás un kilómetro más adelante, nos vimos obligados a bajar a tientas por un abrupto precipicio. Con mucho cuidado, poníamos un pie después de otro, asiéndonos de ramas y raíces que sobresalían en aquel barranco. Tratamos de ayudarnos los unos a los otros, mientras los soldados que caminaban a nuestro lado también vigilaban atentamente, cuidando que nadie tropezara y se cayera.

La larga y silenciosa columna descendía lentamente la abrupta montaña formando extrañas figuras en la oscuridad.

Después de ese tramo tan difícil, llegamos a un valle cubierto de vegetación. De improvisto, apareció entre el pajonal frente a nosotros un enorme hombre aguerrido cubierto de municiones. Ferrán susurró: “Presten atención a este tipo; es el típico guerrillero. Nos vigila, pero sin hacerse notar”.

El guerrillero nos guió a un arroyo en el que un árbol caído servía de puente. Lo atravesamos balanceándonos y seguimos cerro abajo hasta llegar a una gran sabana despejada. El pajonal era alto como un hombre, y constantemente podíamos ver a soldados que aparecían allí por entre la maleza; era evidente que estábamos muy bien vigilados. Avanzábamos casi corriendo, pero en el mayor silencio posible. La tropa, tensa, escrutaba el horizonte constantemente.

Habremos andado más o menos cuatro horas a ese ritmo, cuando llegamos a un ancho valle que me resultó conocido. Analicé el lugar por un momento y pensé: “Sí, ese debe ser el valle que se encuentra junto a la montaña que puede verse desde la Misión”. Seguimos avanzando, y pronto reconocimos el cerro donde estaba la aldea de nuestro enfermero Lucas, y nuevamente sentimos una oleada de pena en nuestro corazón.

Apresuré el paso para acercarme a Conchita.

–¿Sabes dónde estamos? –le pregunté suavemente–. La Misión esta justo allí, abajo.

–Sí, me di cuenta. Pero no quiero mirar... –respondió con tristeza.

–Yo tampoco.

Ambas recordamos que hacía apenas tres semanas, con los padres de la familia Sabaté, habíamos visitado la región y asistido al culto en la pequeña capilla de barro del lugar. ¡Nunca hubiéramos imaginado que poco tiempo después, en circunstancias totalmente diferentes, volveríamos a ver este lugar!

La marcha se hacía cada vez más difícil y nuestras piernas empezaban a acalambrarse, y los pies de Conchita estaban sangrando. Con los Oliveira nos turnábamos para cargar a André, quien cada vez que lo separábamos de su madre lloraba desconsoladamente hasta que, agotado, se dormía entre sollozos. El cansancio era desmedido y el hambre nos retorcía el estómago. Pero parecía que los soldados no tenían planes de detenerse todavía. Justo en esos momentos, Ronaldo vio algo de caña de azúcar junto al camino. Recogimos varias y con alivio comenzamos a comerlas. Su jugo refrescante y dulce dio fuerza a nuestras piernas y nos sentimos mejor.

Luego “Ferrancito” comenzó a llorar, entonces los soldados accedieron a que nos detuviéramos y nos sentáramos para que Conchita pudiera alimentarlo.

El día anterior, entre la montaña de cosas que habían traído de nuestras casas, yo había encontrado una botella de suero, la cual luego llenamos de agua para tener de reserva para el viaje.

Aprovechamos la parada para tomar cada uno un trago del precioso líquido. Teníamos que racionarlo cuidadosamente, porque solo contenía medio litro, que debía alcanzar para todos.

La conversación volvió a girar en torno a nuestra situación y sobre todo lo que aún nos esperaba. “¿Quién podía imaginarlo?... Si lo hubiésemos sabido, habríamos huido a tiempo...”. Las conjeturas iban y venían. Tratábamos de consolarnos con la idea de que, probablemente, ellos nos habían capturado para protegernos del peligro ante la inminencia de un combate en la zona. Pero, entonces, ¿qué pasaría con los pacientes, los estudiantes y el personal que quedaron atrás?

Tratamos de cambiar de tema. Ronaldo nos contó sobre las variedades de caña de azúcar de su país, y propuso que hablemos de las comidas preferidas y lo que habríamos de comer al regresar a nuestra tierra. Su idea, a la postre, fue el tema predilecto a lo largo de los meses de cautiverio, puesto que la mayoría del tiempo estábamos con hambre.

 

Nos preguntábamos si la noticia de nuestra desaparición habría llegado a Europa y si habrían comenzado a movilizarse en nuestro favor. Todos estábamos seguros de que alguien del personal de la Misión había telefoneado inmediatamente a Berna, dando el comunicado. Por suerte, no sabíamos cuán equivocados estábamos.

Una vez que el niño terminó de amamantarse, continuamos la marcha. Después de cierto tiempo, tomé a André sobre mis hombros y caminé tan rápido como me daban las piernas para ganar distancia y luego descansar un poco. Al llegar a la punta de la columna, bien adelante, me di cuenta de que los Oliveira no aparecían. Me senté sobre una piedra a la vera del camino y traté de entretener al niño y conversar con él. De pronto, un soldado se abrió paso en la columna, se me acercó y me dijo: “¡Tiene que volver y consolar a su amiga, la brasileña! Ella está sentada junto al arroyo y llora porque no puede caminar más”.

–Yo tampoco puedo más. Transporté al niño hasta aquí y no puedo llevarlo de vuelta. Si el pequeño ve a su madre llora, y solo quiere estar con ella. No es momento para ponerse a llorar. Ella tiene que caminar ahora –respondí, cansada.

Enseguida me di cuenta de cuán dura había sido mi reacción, pero no podía evitar el sentimiento de que no quedaba otra alternativa que apretar los dientes y continuar, si queríamos sobrevivir.

Después de cierto tiempo, volvimos a estar todos juntos y continuamos la marcha. Caminamos cerca de media hora más, hasta llegar a un bosque, donde los soldados decidieron detenerse. Los cargadores fueron a buscar agua para cocinar algún alimento. El agua del arroyuelo estaba bastante sucia. Les pregunté a los Oliveira si se habían vacunado contra la fiebre tifoidea y me dijeron que no, por lo que sentí mucho miedo por ellos. ¡Cuán fácilmente podrían contraer esa enfermedad en estas circunstancias!

El cuidado de nuestra salud, estaba claro, no sería sencillo. Al menos, mientras buscábamos nuestras pertenencias entre la pila de cosas en el primer día de nuestro cautiverio, habíamos encontrado bastantes medicamentos que pertenecían a nuestra farmacia. En ese momento, Conchita y yo casi nos largamos a llorar al ver todos esos preciosos materiales desparramados por el suelo. Con pena en el alma recordamos lo difícil que era conseguir medicamentos y ahora los veíamos allí, sucios y pisoteados como si nada valiesen. Algunas cosas solo podían ser usadas en el medio hospitalario, pero otras, pensamos, podrían sernos de gran ayuda en esos momentos. Con cuidado, recogimos lo que podría ser útil: había algo de antibióticos, aspirinas para niños, unas cajas de cloroquina para la malaria, comprimidos contra la diarrea y algunas tabletas de vitamina C; además de una pomada para heridas, que buena falta nos hacía porque, aparte de mí, todos tenían los pies sangrantes y doloridos.

Al poco tiempo de haber parado, nos trajeron un recipiente con agua sucia y con un gusto horrible. Pero no teníamos alternativas, así que, obligados por la necesidad, la tragamos como mejor pudimos. Ferrán nos puso una medida de vitamina c en cada jarro, tratando con esto de enmascarar un poco el gusto y, quién sabe, quizá disminuir el riesgo de contaminación al que nos sometíamos.

De pronto, un grupo de soldados desapareció entre el matorral, y cuando volvieron, traían en atados hechos con sus camisas muchas naranjas bien maduras, las cuales comimos con enorme placer. Para entonces, ya nos preguntábamos a cada rato qué iríamos a comer. Nuestra última comida la habíamos recibido el día anterior al mediodía, y no salían de nuestro pensamiento las sabrosas papas que habíamos comido en ese momento.

Finalmente, el almuerzo estuvo listo y nos trajeron carne de gallina asada con pirão, una especie de polenta hecha con harina de maíz muy fina. El menú no sonaba nada mal, salvo por la ausencia de sal, y sin considerar que de la carne colgaban algunas plumas y que estaba parcialmente cruda. Masticamos con dificultad la carne dura, pero el pobre André no consiguió comer casi nada.

“¿Cuánto tiempo más tendríamos que soportar aquello?”, nos preguntamos mientras suspirábamos deprimidos. Ferrán se volvió hacia mí al ver la expresión de mi rostro y me dijo:

–Alégrate de que, por lo menos, tenemos pirão. Quizá dentro de algunos días terminemos comiendo hasta la paja de las chozas.

–¡Miren! –exclamó Conchita–. Antes de que partiéramos por la mañana, una mujer me regaló esta lata. Dijo que tenía miel.

Al levantar la tapa, se nos dio vuelta el estómago. En el interior de la vieja lata había cabezas de abejas, alas, larvas y cera. Asqueados, la tapamos nuevamente. Nos acostamos debajo de un árbol, intentando descansar. Sobre nosotros, el cielo azul brillante y los cálidos rayos del sol se combinaban idealmente con el canto de los pájaros que saltaban de rama en rama. Parecía que la naturaleza se esforzaba por apartarnos de nuestros tristes pensamientos. Pasado un tiempo, Ferrán se levantó, quebró una ramita, abrió nuevamente la lata y con el palito apretó la masa hacia abajo, de manera que la miel subiera a la superficie. Lamió el contenido y nos invitó a hacer lo mismo. Con el tiempo perdimos la repulsión, y terminamos comiendo con los dedos, chupando la miel y escupiendo el resto.

El descanso duró más o menos una hora. Mientras tanto, los soldados hablaban por radio con la base central. Luego nos informaron que su presidente estaba interesado en conocer nuestro estado y deseaba saber si las cosas iban bien.

Acostada en el suelo, mientras contemplaba el cielo azul, yo estiraba mi oído para tratar de escuchar la conversación de los soldados entre ellos. Algunos de sus comentarios me levantaron el ánimo: “Eh, la menina camina muy bien, ¡hasta es capaz de cargar al niño!”, decían admirados.

Uno de los milicianos se acercó y me preguntó: “¿Usted está acostumbrada a marchas semejantes? ¿Realizó alguna vez caminatas así? ¿Cómo consigue caminar tan bien, aun cargando al niño?”

En silencio, me dije para mí misma: “Gracias a Dios que ellos tienen esa opinión de mí. Qué bien que yo haya podido aguantar todo esto sin desmoronarme”.

–Esperen un poco... Veremos cuánto más podré soportar... – dije, finalmente, en voz alta.

Mi infancia pasada en la selva misionera resultaba ser ahora una gran bendición. Las enormes distancias que había tenido que atravesar a pie fueron un excelente entrenamiento. Sin embargo, esto no explicaba todo: durante toda aquella peregrinación sentí una fuerza inexplicable, que ciertamente no procedía de mí. Estoy convencida de que Dios nos proveyó una dosis especial de coraje para habilitarnos para soportar aquella difícil situación.


Una muestra de la columna en marcha, en los irregulares territorios de Angola.

Nos pusimos en marcha otra vez, atravesando una zona de sierras. Al atardecer, llegamos a un lugar desde donde teníamos una magnifica vista del valle. A la distancia, plantaciones de papas cuidadosamente ordenadas en terrazas llamaron nuestra atención. Nunca antes habíamos visto tierras tan bien cultivadas en Angola. Ante nuestra pregunta, ellos comentaron orgullosos: “Quienes trabajan la tierra y la gente que vive aquí pertenecen a la UNITA”.

Nosotros pensamos que, si la cosa era así, habría suficiente alimento durante el camino. Fueran papas o cualquier otro cultivo, no teníamos que temer pasar hambre. Pero la alegre expectativa nos duró poco.

En el lugar corría una vertiente de agua limpia, donde bebimos hasta quedar satisfechos. Nos esperaba una escarpada montaña. Ferrán cargó al pequeño André durante un buen trecho. Luego lo tomé yo, y de a poco nos aproximamos a la cima. En ese punto, el sendero era tan empinado que teníamos que asirnos de las ramas y las raíces de los árboles para no resbalar hacia abajo. Al mismo tiempo, yo trataba de cantar para entretener al niño, quien continuamente volvía su mirada angustiada hacia el sitio desde donde debían venir sus padres. Cuando yo cantaba, él cantaba conmigo, y así, poco a poco, fuimos llegando a la cima.

Los Oliveira subían con mucho esfuerzo detrás de mí. Llegamos juntos arriba. Sin embargo, los Sabaté no aparecían. Como era viernes y el sol se iba ocultando en el horizonte, pensamos cantar algunos himnos mientras esperábamos. Pero el agotamiento no nos permitió emitir sonido alguno. Luego de un buen rato asomó por el sendero Conchita, quien, a pocos metros de nosotros, se apoyó en un árbol y se puso a vomitar. Probablemente había tomado demasiada agua previamente al ascenso. La pobre estaba al límite de sus fuerzas. Pero, al menos por ese día, habíamos llegado a la meta. Una vez todos arriba, nos mostraron el lugar donde habríamos de descansar.

¡Qué miserables eran las condiciones de vida de la gente en ese sitio! Sus chozas colgaban frágilmente de la montaña, y sus habitantes no poseían ni los mínimos utensilios para la vida diaria. Preguntamos por una vasija para lavarnos, pero no tenían ninguna. Ni siquiera había un plato en el cual preparar algo de comida para André. El pequeño lloraba a los gritos de hambre. Como no teníamos otra solución, comenzamos a darle el alimento para niños en polvo que quedaba con la mano. En el saco que había rescatado de lo que los guerrilleros habían tomado de mi casa, guardaba el resto de una bolsita de granola que se había reventado. Con esfuerzo, logramos raspar el fondo y juntar un poco, lo que sirvió para incrementar la comida del pequeño. Al mirarlo así, sentadito delante de nosotros, con el rostro surcado por el sufrimiento, nos dolía en lo profundo del alma y no podíamos contener las lágrimas.

Dos miembros de la tropa trajeron agua de dudosa procedencia. El color blanquecino turbio y el gusto horrible nos imposibilitaron disfrutar del líquido. La choza en la que paramos junto con los Oliveira –los Sabaté se quedaron en otra– tenía dos ambientes: uno pequeño, donde brillaba el fuego, y otro más grande, en el que habríamos de dormir. Había rastros de visitas previas: estaba sucia y en el suelo polvoriento pululaban pulgas. Me envolví en unas mantas y me acomodé en un rincón. Mientras trataba de ordenar mis pensamientos, escuché que Ronaldo decía: “Es muy triste tener que escuchar un hijo llorar de hambre y no poder hacer nada para aliviarlo”. La pena que sentí al escuchar sus palabras se sumó al cansancio y al desánimo, que me quitaban las fuerzas. No sentía ganas de orar.

Un ruidito hizo que me volviera hacia la luz del fuego: un perro flaco y macilento bebía de nuestra preciada agua. Decidí dejar que siguiera haciéndolo... ¿qué más daba?

Jamás conté aquel incidente a mis compañeros. Sabía bien que al día siguiente no tendríamos otra cosa para beber. Al fin y al cabo, pensé: “Ojos que no ven, corazón que no siente”.

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