Secuestrados a medianoche

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Capítulo 4
“Póngase un buen calzado”

La voz de Henda, el jefe del grupo, me arrancó de mis pensamientos: “Póngase un buen calzado. ¿Dónde están sus zapatos?”

Horas atrás los había dejado en la sala para limpiarlos al día siguiente. Los busqué, se los entregué al jefe, quien los metió en una valija y me calcé un par de zuecos que encontré a mano. En medio de aquel estrés, pensé que ese calzado sería suficientemente cómodo para el viaje que estábamos a punto de emprender.

Los guerrilleros gritaban: “¡Vamos, vamos!”, y me presionaban a partir cuanto antes. Temía que aparecieran soldados gubernamentales y se originase un tiroteo.

Frente a la puerta, Henda se detuvo. Me miró y preguntó: “Menina” (una deformación de la expresión portuguesa para ‘señorita’), “¿quiere llevar alguna cosa más?”. Di media vuelta y tomé rápidamente mi libro de reflexiones matinales y el himnario. Justo antes de salir exclamé: “¡Esperen! Mi álbum, ¡quiero mi álbum!”, y me abrí paso corriendo. Lo tomé y se lo puse entre las manos a uno de los soldados, quien me miró sorprendido. De pronto, se me ocurrió que una lata de crema para las manos que tenía sobre el armario podría ser útil. “Rápido. Mande un hombre alto que busque ese pote”. Atónitos por el pedido y el tono autoritario de mi voz, uno se adelantó: “No, usted no es suficientemente grande”, le dije. Pero el hombre puesto en puntas de pie logró alcanzar la lata. Es evidente que el estado de confusión me llevó a insistir en una crema, y no tener en cuenta otros elementos que luego serían tan necesarios.

¡Vamos! ¡Vamos!”, continuaban gritando los soldados. En el puesto militar aún se oían los tiros. Al salir, vi a Paulo Filisberto, el administrador nativo de la Misión, y le pregunté:

¿Usted también va?

–No –respondió, temeroso.

Lo abracé en señal de despedida y le dije adiós. No me animé a avisarle sobre los chicos que estaban escondidos en la casa adyacente a la mía. Al día siguiente, ellos rompieron la puerta y escaparon.

Los hombres de la UNITA me rodearon y me obligaron a continuar. Fue cuando noté que tenía conmigo las llaves de todo el hospital. Retrocedí y se las arrojé a Paulo, pidiéndole que las entregara al personal del hospital. La idea de que jamás regresaría se negaba a tomar cabida en mi mente.

Pasamos frente a la casa de los Oliveira, que estaba abierta e iluminada; en cambio, las de los nativos permanecían en completa oscuridad y silencio. Al pasar frente al hogar de uno de los profesores más jóvenes del seminario, dije algunas palabras en voz alta y tono confiado, sabiendo que estaba despierto y oiría lo que sucedía. Este joven había perdido a sus padres en un secuestro similar al de aquella dramática noche y desde entonces solía sufrir depresiones. Pensando en lo que significaría para él nuestra desaparición, traté de dejar una última nota de confianza.

Ahora ya estábamos delante del hospital. Volviéndome hacia Henda, le pregunté:

–¿Puedo despedirme de los paciente y de los enfermeros?

–No. Claro que no –respondió secamente–. No puede. Si hace eso, pensarán que viene voluntariamente. Usted está siendo secuestrada y ellos deben saberlo.

Al rodear el hospital advertí que la farmacia estaba abierta y acababa de ser saqueada. Les pregunté qué significaba eso. Uno de los soldados notó mi expresión y con sarcasmo dijo: “Sí. Eso también lo hicimos nosotros”.

Seguimos avanzando hasta llegar a la zona de pastoreo del ganado de la vaquería, donde nos cruzamos con el guarda de la Misión. Corrí a su encuentro, lo abracé y le dije que a través de él quería despedirme de todo el personal de la Misión y que los amaba mucho.

Cruzamos el campo y llegamos al límite de los dominios de la Misión, donde comenzaba el bosque. “Ahora espere, menina”, ordenaron. Y soltaron unos alambres plantados por otros guerrilleros como señal de que ya habían pasado por allí. Ya todo estaba dado: “Somos oficialmente prisioneros de la UNITA”, pensé.

De pronto, me sentí tranquila. Era claro que todo estaba perdido, así que, por lo menos, trataría ahora de recoger el máximo de información posible. Quería saber cuáles eran sus intenciones.

–¿Por qué hicieron esto con nosotros? –le pregunté a Henda, quien estaba a mi lado a cada paso, como si fuese mi sombra.

Entendí, luego, que su función era la de guarda de los misioneros capturados.

–No queremos que trabajen para ese grupo minoritario de Luanda –me dijo con expresión seria.

–Nosotros no trabajamos para el Gobierno, sino para el pueblo –repliqué.

Y discutimos al respecto, pero decidió cerrar el tema:

–Esto es la guerra y nosotros debemos cumplir nuestro cometido: ganarla.

Al subir un poco la montaña, miré hacia atrás y distinguí llamas enormes que subían desde la Misión.

–¿Incendiaron la Misión? –exclamé en un grito de pavor.

–No. Es la EMPA, la Casa del Pueblo –me contestaron.

La Casa del Pueblo era una especie de cooperativa, donde los aldeanos llevaban sus productos de la chacra y los canjeaban por alimentos o ropa. Mirando las llamas subir hacia el cielo, pensé en Lot y su familia cuando huían de Sodoma, y en el pueblo de Israel, cuando miraba hacia atrás y veía a Jerusalén en llamas.

Recordé que había escuchado un tiroteo en el puesto de la policía y les pregunté qué había pasado. “Ah, también destruimos el puesto de la policía”, dijeron con satisfacción. Metros más adelante, de manera totalmente inesperada, surgió súbitamente entre los yuyos un buen número de soldados con armas listas para disparar. Me sobresalté y di un paso atrás. Pero mis captores me explicaron que estos eran soldados de UNITA que estaban protegiendo nuestra retirada. Entre ellos, había niños con cinturones cargados de municiones en el pecho.

Los “emboscados” –esos soldados que esperaban entre los pastizales– preguntaron cómo habían ocurrido las cosas.

–¡Excelente! ¡Guerra científica! –contestaron riendo sus compañeros, en alusión a que el plan había salido tal cual lo planificado.

–¿Sobre esto pueden ustedes reírse? –intervine furiosa.

–¿Solo esa?– preguntó otro emboscado a Henda, señalándome con el mentón e ignorando mis palabras.

–No, los otros ya avanzaron –contestó mi guarda.

–¿Y el niño? ¿Quién lleva al niño? –pregunté afligida.

–El niño está siendo transportado por nuestra gente, nosotros llevamos todas sus cosas –respondió Henda.

De nuevo volví a la carga:

–¿Porque hicieron esto? Siempre tratamos de ser lo más neutrales posible y hubiéramos tratado a sus soldados del mismo modo que a los otros.

–Algún día entenderá.

Continuamos trepando los cerros a paso acelerado. Como teníamos que caminar muy rápido, le pedí a un soldado que me “fabricara” un bastón. Se detuvieron, y el buscó una rama adecuada y la cortó; pero era muy pequeña, así que, buscó otra mejor y me la alcanzó. Me llamó la atención la forma casi delicada en la que se dirigían a mí.

Junto al sendero, vi a otro niño que esperaba.

–¿Qué están haciendo estos niños pequeños aquí? – exclamé asombrada.

–Están aquí porque conocen muy bien los motivos por los cuales combatimos –me respondió.

Continuamos cerro arriba y cerro abajo, cada vez más cerca de la cima. En un momento, pasamos cerca de una aldea donde moraban muchos adventistas; reconocí el lugar porque había estado muchas veces allí.

Nuevamente nos encontramos con un niño portador de municiones, aún más pequeño que los otros. Apoyé mi bastón sobre su cabecita y le sonreí. Uno de los soldados que observaba la escena me dijo: “Parece que está de buen humor. ¿Acaso no tiene miedo?”


Uno de los niños que integraban la columna. En general, eran hijos de soldados o cargadores.

–¿Espera que me ponga a llorar? ¿De qué me serviría? Ustedes destruyeron en una hora el trabajo paciente de varios años. Llorar no cambia la situación.

–Pues... tienes coraje –comentó otro.

“Tengo que aprovechar esto”, pensé. Dios me había dado las fuerzas necesarias para mantener el control de mis nervios y mi actitud los había impresionado. Percibí que tenía en mis manos un arma que podría ayudarnos mucho en la travesía.

Llegamos a un arroyuelo. Me detuve mirando a mi alrededor, buscando alguna piedra o algo que me permitiera pasar en seco al otro lado, pero antes de que pudiera reaccionar un soldado me levantó en sus brazos al mismo tiempo que yo pegaba un grito de susto y me posó en la otra orilla.

El camino se volvía escarpado. Trepábamos la montaña internándonos más y más en la selva. Era un cuadro surrealista. La luz de la luna se abría paso entre los árboles e iluminaba a los soldados que, como sombras sin rostro, se movían silenciosamente por la estrecha picada. Nos detuvimos al lado de un viejo edificio dentro del cual crecían arbustos de gran tamaño. Oímos ruidos. Alguien que se estaba escondiendo dejó su bicicleta a la vista. Los soldados llevaron consigo la bicicleta y seguimos avanzando.

Poco a poco la marcha comenzó a resultarme complicada: los zuecos me apretaban y los pies me dolían. Henda se dio cuenta y me volvió a decir: “¿No le dije que se pusiera un buen calzado? Así no podrá caminar mucho tiempo. En su casa recogimos un buen par de zapatillas suyas, ¿por qué no se las pone?”. Y mandó a uno de sus subordinados que buscara la valija. Después de ponerme el “buen calzado”, la marcha me resultó más fácil.

 

Henda no se apartaba ni por un instante de mi lado. Mientras caminábamos, traté de saber un poco sobre su vida, de dónde venía y por qué estaba allí. De pronto, un grupo de guerrilleros que portaba grandes bultos blancos sobre sus cabezas apareció delante de nosotros. Me acerqué y toqué uno de aquellos rollos, que imaginé que serían las sábanas del hospital, pero eran rollos de papel de la imprenta de la Misión.

–¿Entraron a la tipográfica y se llevaron todo?

–Sí –respondieron orgullosos–. Lo hacemos para colaborar con la revolución.

Mis pensamientos volvieron a la triste escena de unos pocos meses antes, en la que seis jóvenes habían pagado con sus vidas por traer ese precioso papel. Era doloroso pensar que los frutos de semejante sacrificio estaban siendo robados para ser usados con fines bélicos.

Les pregunté si ellos habían colocado las minas productoras de tal desgracia.

Sí –respondió Henda–, pero no las ponemos para los civiles. La gente debe ser cuidadosa; ellos saben que no deben viajar por las rutas. Después de todo, estamos en guerra.

Su respuesta me incitó a relatarle sobre la enorme cantidad de víctimas inocentes que tratábamos en el hospital y cómo la mayoría moría a consecuencia de las heridas. Le hablé de nuestros seis obreros muertos, de sus viudas e hijos...

–Ya le dije, nosotros no podemos hacer nada. Usted ve todo lo que esta guerra origina –se limitó a responder.

Porque ustedes la generan”, pensé.

Luego pasó un buen tiempo contándome sobre las incuestionables victorias de la UNITA.

Después de algunos minutos en silencio, le pregunté cuánto quedaba de camino para el campamento.

–Ya no está muy lejos, está cerca... –me aseguró.

–¿Cuánto tiempo deberemos caminar aún? –insistí.

–No mucho, realmente no mucho. Muy pronto llegaremos adonde están los camiones que los transportarán el resto del camino.

Seguimos conversando. Yo tenía el firme objetivo de saber qué se proponían con nosotros. Estaba demasiado preocupada para sentir cansancio. Me pareció que no tenían la intención de hacernos daño, pero quería averiguarlo para estar segura. Me propuse ser con ellos tan amable como fuese posible, pensando que así ellos también lo serían con nosotros.

Después de cierto tiempo, llegamos a un lugar donde un numeroso grupo de la UNITA nos estaba esperando. Me sorprendió ver muchas mujeres. Más tarde supe que realizaban trabajos como cargadoras y cocineras, pero también habían sido entrenadas militarmente (de todas formas, solo en ocasiones especiales participaban abiertamente en combate). Estas mujeres transportaban grandes tejidos sobre sus cabezas con elementos que, evidentemente, habían sido robados de la Casa del Pueblo. Con rollos, paquetes, cajas y atados, parecían hormigas gigantes caminando en una desigual y extraña columna.

Un gran soldado cubierto de municiones descendió, y cuando estuvo frente a mí me dijo:

–Allí adelante va el médico, y quiere saber cómo está la menina.

–Yo estoy bien. Por favor, regrese y haga saber al médico que estoy bien. Y... ¡dígale también que no se desanime!

Fue tranquilizador saber que pronto vería a mis amigos. Imaginaba que estarían preocupados por mí, sabiendo que yo estaba sola en medio de esos hombres.

Reiniciamos la marcha y después de una hora llegamos a un claro en el bosque, donde me encontré con las familias Oliveira y Sabaté. Nos abrazamos, llenos de alivio de volver a vernos.

–No te desanimes –le dije a Ferrán, una frase que repetía frecuentemente durante nuestro trabajo en el Bongo y con la que a veces lo irritaba.

–No me desanimo –respondió Ferrán con voz cansada–. De todas maneras, ya todo está perdido.

En su rostro se reflejaban, claramente, angustia y tristeza. Al mirarlo sentí ganas de llorar.

–¿Sabías que pillaron también nuestra farmacia? Se lo pregunté a uno de ellos porque entre los bultos que llevaban las cargadoras había reconocido los medicamentos de nuestra reserva.

–Sí, lo sé. De todas maneras, ya está todo perdido –dijo otra vez Sabaté.

En ese momento noté que Rosmarie vestía su camisón largo y apenas una manta liviana sobre los hombros. En su rostro se reflejaban desesperación, desánimo y mucho miedo. A su lado estaba Ronaldo con el pequeño en brazos. Le pregunté si podía ayudarlo a llevar al niño.

–No, gracias. Pero, por favor, ayude a mi esposa. Tiene mucha dificultad para caminar.

Rosmarie calzaba botas de goma. Me contó que, al despertar, su cuarto estaba repleto de soldados. Debido al shock del momento no atinó más que a ponerse pantuflas y salir de la casa. Después los guerrilleros le dieron botas como las que llevaba puestas, que le dificultaban terriblemente la marcha. Le ofrecí mi brazo y seguimos andando juntas.

Eran más o menos las 5 de la madrugada y ya se distinguía perfectamente lo que los soldados transportaban: máquinas de escribir, cajas con medicamentos; hasta la balanza del consultorio de Ferrán. La escena nos causaba dolor. Todas esas cosas habían costado mucho dinero y esfuerzo para conseguirlas, y ahora estaban allí, siendo llevadas por gente que nada sabía de su valor.

Escuché cómo Ronaldo trataba de conversar con uno de los guerrilleros. Imaginando el miedo que sentía, me acerqué y le dije suavemente que se quedara tranquilo, que ellos no tenían intenciones de hacernos daño. De hecho, los combatientes se dirigían a él con amabilidad.

De pronto, Henda se dirigió a Ronaldo y dijo: “Ahora me quedo con mi amigo el brasileño”. Y le preguntó si podía llevar al niño. Pero tanto el pequeño André como su padre se negaron. El guarda de nuestro grupo permaneció junto a ellos, preguntando sobre Brasil y sobre cómo es la vida en el país.

El sol comenzaba a asomarse sobre las montañas. A nuestra izquierda nacía una sabana, en la que bellos bananeros salvajes se mecían con la brisa matinal. Bajé la cabeza para no ver la hermosura del paisaje, que contrastaba cruelmente con nuestra suerte incierta. Henda explicó que allí su gente cultivaba maíz para su consumo. Ronaldo trataba de mantener la conversación sobre diferentes asuntos, con el mismo propósito que teníamos todos: saber cuáles eran sus intenciones para con nosotros.

Noté que Ronaldo ya casi no podía soportar el peso de su hijo. Sin muchas preguntas, tomé al pequeño y lo puse sobre mis hombros. De inmediato, comenzó a gritar y a moverse con desesperación. Avancé decidida y velozmente hacia el frente. Los guerrilleros se sorprendieron de que pudiera caminar tan rápido; cualidad que adopté en la infancia, en Misiones, donde frecuentemente me tocaba caminar muchos kilómetros para ir a la escuela. Pronto me di cuenta de que para mí era mejor caminar rápidamente hacia el frente y luego sentarme y descansar un poco mientras esperaba a los otros.

Devolví a André a su padre y nos turnamos para llevarlo el resto del camino. De pronto, llegamos a una encrucijada. “¡Por aquí!”, nos indicaron los soldados. Pero después de andar por poco tiempo se dieron cuenta de que estaban equivocados y tuvimos que desandar el camino. Después de ascender una cuesta muy empinada, vimos un conjunto de chozas muy provisorias; la sola idea de dormir allí asustaba. Fue un alivio presenciar que la larga columna en la que marchábamos pasaba de largo.

Hacía mucho frío y soplaba un viento helado. En Angola era invierno, y si bien durante el día puede hacer un poco de calor, durante las noches el frío se hace sentir vivamente.

Finalmente, paramos en una aldea. Un centenar de mujeres y niños semidesnudos, dispuestos en media ronda, esperaban a los soldados que iban cerrando el círculo a medida que llegaban. Los niños temblaban de frío y excitación. Los cargadores fueron tirando en el suelo los objetos que traían hasta formar un enorme montón y se unieron a la concentración. De nosotros, aparentemente, nadie se ocupaba. Nos quedamos apoyados contra un árbol, temblando de frío y de ansiedad. Mirábamos la escena y nos preguntábamos qué pasaría. El viento frío nos helaba hasta los huesos y estábamos con hambre. “Estamos en la otra Angola”, comentó Conchita.

La ronda se cerraba más y más. De pronto, una mujer comenzó a cantar en tono melancólico mientras bailaba rítmicamente; los demás se unieron y el furor se hizo presente. Uno de ellos se puso en medio: era el Comandante.

Conchita y yo nos miramos. Ambas teníamos la impresión de haber visto a aquel hombre. Su figura, el rostro, incluso la manera en la que hablaba nos parecían conocidos. Frecuentemente, miembros de la UNITA vestidos de civil se mezclaban entre la gente para recabar información. Sin duda, ese hombre había estado en la Misión sin que nadie sospechara quién era realmente. Levantando el puño exclamó: “¡Ye, Ye, Ye!”. La gente respondía a coro: “¡Ye, Ye, Ye!”.

–Camaradas, ¡Ye, Ye, Ye! –gritó nuevamente.

–¡Ye, ye, ye! –venía la respuesta.

Así continuó unas cuantas veces, moviéndose de un lado a otro. “¡Viva África, viva Angola, viva la UNITA!”. Ante cada exclamación, la multitud respondía con frenético entusiasmo. Hasta que, incorporándose y con una firme actitud de respeto militar, gritó: “¡Viva el presidente Savimbi! ¡Estratega, político y militar!” La gente, en señal de respeto por su presidente, repitió al unísono con un saludo militar. Luego continuaron danzando y cantando.

No había señales de que los festejos terminaran pronto. Miré cuidadosamente la enorme pila de atados en las que se amontonaban nuestras cosas. Tenía la esperanza de encontrar la bolsa del pan que habían sacado de la heladera de mi casa. Pero solamente encontré una manta y la bolsa con mis zapatos; la valija con mi ropa había desaparecido. Yo necesitaba cambiarme porque todavía seguía con el piyama y el jean que me había puesto en el momento de la captura. Y tenía mucha hambre.

“No se preocupe” habían dicho los guerrilleros, “con la UNITA no se pierde nada. Todo le será entregado nuevamente”.

De golpe, mis ojos divisaron algo. Fue una bendición ver, en las manos de una de las mujeres, la lata de alimento para bebé que había preparado para André el día anterior. Con osadía, me atreví a pedírselo. De lo contrario, el pequeño no tendría qué comer en los próximos días.

El capitán Chimuco era quien estaba a cargo del grupo. En un momento vino hacia nosotros y nos guió al centro de la base. Nos mostró dos chozas maltrechas y afirmó, dirigiéndose a Sabaté: “Aquí podrán descansar. Disculpe, doctor, pero nosotros, como guerrilleros, no tenemos otra cosa que ofrecerles”. Y aunque me sorprendió su amabilidad, no pude dejar de pensar que nosotros estábamos bien en nuestras casas hasta que ellos llegaron.

Mientras examinaba la choza que nos habían designado a mí y a los Oliveira, pensé: “¡Cuántos piojos y pulgas recogeremos aquí, por favor!”.

Nos trajeron una vasija con agua y jabón para que pudiéramos refrescarnos, pero no había señales de comida.

Mientras esperábamos, nos sentamos enfrente de la choza y nos percatamos de la presencia de un niño de no más de doce años que nos vigilaba. Sin mover un solo músculo de la cara, sostenía un fusil demasiado grande para él. Nos miraba fijo, sentado en una piedra. Pensamos que debería ser un recluta en aprendizaje, ya que era imposible imaginar que un niño fuera ya un verdadero guardia.

Efectivamente, poco después apareció ante nosotros un joven soldado que se presentó como “el guardia”. No había estado presente en nuestra captura, pero conocía cada detalle. Me preguntó si estaba al tanto de la guerra de Malvinas, un conflicto bélico entre Argentina y Gran Bretaña por la soberanía sobre unas islas situadas a quinientos kilómetros de la costa de mi país. Le conteste que sí.

–Para su familia no debe ser fácil –opinó–, su país en plena guerra y usted aquí, en esta situación.

Por un momento no supe qué responder. Sorprendida, atiné a decir: “Seguro que es difícil. Me temo que mi madre no lo podrá soportar. En los últimos tiempos ella ha estado un poco enferma y la noticia de mi secuestro será una dura prueba para ella”.

Seguimos conversando un buen rato sobre su vida en la UNITA. Sin embargo, él evitaba celosamente hablar sobre ciertos aspectos que podrían ser comprometedores.

De pronto, corrió la noticia de que había llegado nuestro equipaje. El Capitán con sus subalternos estaba reunido en un yango –una pequeña choza redonda en la que se reunían para discutir los asuntos del día. Me llamaron y me entregaron una bolsa de plástico en la que, según decían, estaban mis pertenencias. Un grabador dejaba escuchar música que me resultaba familiar. Henda, que formaba parte de la rueda, comentó: “Usted tiene buena música; lástima que en su casa uedaran tantos casetes”. Cuando miré, vi que la música ¡venía nada menos que de mi aparato de música! Tomé la bolsa y volví a nuestra choza. Adentro, encontramos algunos vestidos de Rosmarie y dos blusas mías. Volví al yango y, dirigiéndome al Capitán, dije:

 

–¿Es esto todo lo que me entregarán? Hay muchísimas cosas más que salieron de mi casa. No veo mi valija por ninguna parte.

–Sí, sí. Pronto va a recibir todo lo que es suyo.

Fue cuando comencé a sospechar lo que luego terminó siendo realidad: los cargadores habían vaciado las valijas para no tener que llevar tanto peso y se habían repartido las cosas.

Al mediodía nos entregaron lo que quedaba de nuestro equipaje. Formaron un cúmulo delante de las chozas, donde hurgamos largo rato hasta encontrar algunas pocas cosas que nos pertenecían. Aparecieron las valijas de los Oliveira con la carga por la mitad; algunas maletas pequeñas de los Sabaté; bolsos y valijas vacías de unos y de otros; una pequeña maleta mía con dos faldas y un vestido celeste, que no me servirían para mucho en ese lugar, y dos o tres toallas. No encontré mi ropa interior ni la ropa de cama que habían sacado de mi cuarto.

–Mire, falta ropa y tampoco están mis mantas. Cuando llegue la noche las voy a necesitar –le dije al Capitán.

–Ah, eso ya llegará.

–Si mis mantas no aparecen, usted tendrá que darme algo.

–Oh, ningún problema. Podemos compartir... yo también soy soltero.

Simulando no haber oído, me quedé callada. Había sido imprudente antes y en mi interior prometí ser más cuidadosa al dirigirme a ellos.

Era una imagen realmente triste la que teníamos delante. Todas las cosas que hasta entonces nos habían parecido preciosas yacían tiradas en el suelo, llenas de suciedad. Encontré un mantel bordado de rosas, que había traído de Argentina y que lo usaba solamente en momentos muy especiales. Los cargadores habían hecho un bulto con él, llenándolo de toda clase de cosas, y al llegar simplemente lo habían tirado allí, en el suelo barroso, sin ningún cuidado. Sentí ganas de llorar. Pero no había tiempo para eso; lo esencial era ahora reunir lo que podía sernos útil, como ropas y mantas, para una travesía de la cual no teníamos idea cuánto podría durar.

No pude encontrar ropa interior, salvo un par de cosas viejas que había metido en una bolsa para regalar. De alguna manera me hizo gracia que ahora eran esas ropas lo único que me quedaba y que podía servirme.

De pronto distinguí, debajo de toda esa montaña de cosas, mi cámara fotográfica. Era una máquina nueva que había comprado en Europa durante las vacaciones. “Esta no se las dejo”, me dije. La tomé y la guardé rápidamente.

A los demás misioneros tampoco les quedó mucho. El doctor Sabaté solo tenía lo puesto. Conchita nos contó con amargura en el alma cómo los guerrilleros habían robado en su casa en el momento del secuestro. Hasta habían arrancado las cortinas del cuarto del bebé, que ella había decorado con tanto cariño.

A los Oliveira, quienes ni siquiera habían abierto sus valijas, les faltaba más de la mitad del contenido; entre este, su cámara fotográfica nueva. Por suerte, pudieron salvar lo suficiente para el bebé. Lo peor de la situación era que tanto los Sabaté como los Oliveira no pudieron encontrar, en toda aquella montaña de cosas, ningún calzado conveniente. Esto, en poco tiempo sería la causa de muchos problemas.

Una vez que terminamos, nos retiramos a las chozas y tratamos de tener una meditación. Nos sentíamos deprimidos y nos preguntábamos por qué Dios había permitido que nos sucediera una cosa semejante.

–No pudimos trabajar ni siquiera un día –se lamentaron los Oliveira.

–Y nosotros hemos perdido todo aquello que tanto amábamos –dijimos los demás.

–Quién sabe cómo irá a acabar esto –expresó tristemente Conchita–. En una situación semejante, con niños tan pequeños, vaya a saber todo lo que tendremos que afrontar todavía... Por eso yo no había querido tener hijos, los tiempos son muy difíciles.

Tomé mi libro de reflexiones matinales y leí la meditación correspondiente al 10 de junio. Cuando terminé, mis ojos cayeron sobre la lectura del día anterior, el 9 de junio, y leí el texto que se encuentra en Deuteronomio 33:27: “El eterno Dios es tu refugio, Y acá abajo los brazos eternos; Él echó de delante de ti al enemigo”. Sentí que era un texto muy importante en ese momento. Lo releí mientras las lágrimas corrían por mis mejillas. La meditación de ese día parecía escrita para nosotros. Entre otras cosas, citaba Éxodo 19:4: “Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí”.

Las palabras de la meditación eran más que apropiadas para nuestra situación:

El mismo Dios que en tiempos antiguos llevó a su pueblo, vela por ti y por mí. Así como un débil aguilucho, con recelo de caer, se apega a la fuerza y protección de su madre, también el hijo de Dios débil e indefenso en su propia fuerza confía en el poder y la protección de su Padre celestial. Él sabe que todo cuanto Dios permite para probarlo tiene como única finalidad conducirlo más cerca del cielo.

El texto terminaba diciendo:

Así como Dios condujo a su pueblo como en alas de águila, de vuelta a la Tierra Prometida, así también lo hará con nosotros.

Esa última parte la tengo subrayada. Dios conocía nuestra situación y seguramente la había permitido, teniendo como única meta acercarnos más a él.

Concluimos la reflexión leyendo el texto bíblico inicial y oramos pidiéndole al Señor que nos diera fuerzas y que no permitiera que nuestra fe fallara. Entretanto, eran las 14 y aún no habíamos probado bocado. El doctor Sabaté se acercó al Capitán y le dijo:

–Sus huéspedes están listos para comer alguna cosa...

–Sí, sí. Pronto recibirán algo.

Ese tipo de respuesta comenzaba a generarme desconfianza, pero luego de algunos minutos aparecieron dos mujeres con platos y cubiertos limpios. En sus manos traían dos fuentes llenas de papas fritas, carne y puré. Nos quedamos asombrados de la calidad y lo bien preparado que estaba el alimento. Aquella fue la única comida realmente consistente durante nuestros tres meses de cautiverio.

El Capitán vino a comer a nuestra choza. Yo me senté sobre la cama de paja, detrás de Rosmarie. Desde allí podía observarlo detenidamente sin ser vista. Serio y en silencio, sostenía su plato en la mano y comía sin levantar la vista. A diferencia de otros soldados, su uniforme se veía limpio y en orden. En su cabeza portaba un sombrero blanco con una insignia militar. Era un hombrecillo pequeño, de modales finos. En sus ojos fríos se reflejaba una mirada sombría e inquisidora. Evitaba mirarnos directamente a la cara, pero cuando lo hacía, uno no podía evitar esa extraña sensación de miedo e inseguridad.

Cuando acabó de comer, se despidió cortésmente y salió.

Restablecidas nuestras fuerzas, tratamos de acomodarnos para descansar un poco. Extendí un paño sobre la paja de la cama y nos recostamos. Los Oliveira estaban muy agotados debido al largo viaje desde su tierra natal y los terribles momentos vividos. En pocos minutos se encontraban durmiendo profundamente. Yo, por el contrario, no podía conciliar el sueño.

Ahora, en el silencio, comprendí que mis miedos se habían hecho realidad y que éramos prisioneros de la UNITA. Uno tras otro se agolpaban recuerdos del año y medio de vida pasados entre los nativos en el Bongo, y me llenaba de tristeza. Lamenté amargamente no poder volver nunca más a ver ese lugar amado, y comencé a llorar en silencio, tratando de que nadie se diera cuenta de mi debilidad.

Así pasó la tarde, y pronto comenzó a anochecer. Los Oliveira se despertaron y juntos hicimos un fuego en la chocita. La familia Sabaté se unió para conversar y recoger impresiones. Ronaldo se interesó en saber más detalles sobre el grupo guerrillero y lo que perseguían al capturarnos. Les contamos sobre aquellos casos de personas que habían sido secuestradas y luego liberadas sin que nada les sucediera. Él se encontraba sumamente nervioso, porque por la mañana había sido llamado dos veces para responder a interrogatorios en los que los guerrilleros trataban de saber la postura de Brasil con respecto al Gobierno de Angola y de la UNITA. Ronaldo había tratado de responder de la manera más cuidadosa posible. De todas formas, en realidad, él realmente no conocía mucho al respecto.