Morirás por Cartagena

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2.- EL OBJETIVO

Cuando el teniente de navío don Jorge Juan y Santacilia llegó a Cartagena de Indias en 1735, a bordo del navío El Conquistador de don Francisco Liaño, caballero de la Orden de San Juan, la encontró no sólo la mejor bahía de aquellas costas, sino de todos los parajes y comarcas circundantes abiertos al mar Caribe. Aunque lejos del cauce y desembocadura del río Magdalena, Cartagena se halla enclavada en el extenso sistema deltaico y lacustre que forman las tierras bajas de la mencionada cuenca, un cúmulo de islas bajas protegidas por arrecifes de coral y rodeadas por mangas de arena, playas magníficas y abundante vegetación tropical. Un mundo visiblemente paradisíaco, pero de clima húmedo y pegajoso, implacable calor y pertinaces lluvias y vientos dentro de su estación o cuando se altera el habitual estado apacible.

En estos lugares, navegar a vela con frágiles buques de madera, que abaten por efecto del viento incapaces de remontarlo, puede ser práctica difícil, complicada y peligrosa; el peor peligro, tocar fondo, quedar varado en el arrecife sumergido, en un banco de arena o sobre la costa, al capricho de olas rompientes que quiebren la arboladura, desgajando y desmantelando el barco posteriormente. La mejor amiga resulta, pues, la sana prudencia, pericia náutica y sensatez, sin desechar la inestimable presencia del áncora siempre a la pendura, lista para hacer fondo y evitar en última instancia la catástrofe. Sólo la reiterada práctica, uso del escandallo e íntimo conocimiento de los vientos y regular establecimiento de canales balizados y rutas seguras de navegación permiten al piloto o al marino llevar finalmente indemne la nave a su destino, manteniendo a salvo carga y pasaje. En los difíciles comienzos, todo lo anterior resultaba especialmente cierto en el laberinto de la bahía, arrecife y archipiélago de Cartagena de Indias; pero cuando, al fin, quedaron bien trilladas y cartografiadas las aguas, a lo largo de cientos de años, por decenas de navegantes y las quillas de sus buques, a mediados del siglo XVIII en que nos encontramos los procedimientos eran tan rutinarios y habituales que podría decirse que llevar un velero del mar abierto al fondeadero de Las Ánimas de Cartagena de Indias era casi tarea fácil.

Fundada en 1533 por el madrileño Pedro de Heredia sobre la preexistente aldea de pescadores de Calamarí, Cartagena de Indias se asienta sobre un núcleo de cuatro islas: la principal y más importante, Calamarí, da a la fachada marítima incomparable del mar Caribe, protegida de sus mareas por una extensa barrera de arrecifes que la ponían también a salvo de cualquiera que quisiera incursionarla desde el exterior. Incluso si alguien pretendiera disparar cañones contra la ciudad, ésta disponía de murallas y artillería para darle su merecido. Dentro del recinto amurallado, el casco urbano, de amplias calles empedradas, casas de mampostería con grandes balcones y soportales para protegerse de la lluvia y el sol, se tenía por prácticamente inexpugnable con conceptos medievales. Sobre la isla contigua, del otro lado al arrecife, se asentaba el arrabal de Getsemaní, también amurallado y con varios baluartes para protegerse de posibles ataques. No obstante, ello no había librado a Cartagena, diez años después de su fundación, de los primeros asaltos de piratas, facinerosos y merodeadores que, como alimañas, campaban por el mar Caribe. Así que nada tiene de extrañar que la ciudad prosperara como un doble castillo amurallado, desconfiando del forastero y siempre dispuesta a repeler ataques.

Las otras dos islas eran Santa Cruz y La Manga; la primera no era más que prolongación coralina y arenosa en un amplio brazo natural desde el asentamiento de la ciudad, verdadero regalo de la naturaleza pues constituía un magnífico dique de abrigo para el fondeadero del puerto, el ya mentado de Las Ánimas. Por último, isla Manga cerraba aquél, constituyendo atalaya sobre éste y conectada con Getsemaní y la cercana tierra firme mediante un intrincado sistema de pasarelas y puentes levadizos que se podían retirar en caso de asedio. La concepción de las defensas de Cartagena por marinos se revelaba en el nombre de esta última isla, puede que por dar “arqueo” a la ciudad, y también en la toponimia de los cerros próximos, uno de los cuales, como el castillo de un galeón, se conocía con el sobrenombre de “La Popa”. Más cercano a la ciudad, en enclave estratégico, se alzaba el que llegaría a ser formidable castillo de San Felipe de Barajas, centro neurálgico del sistema defensivo y dramático escenario bélico en el transcurso de los diferentes asedios que Cartagena habría de sufrir, separado de Getsemaní por el foso del Caño de Gracia. San Felipe era, pues, el talón de Aquiles que era preciso tomar para violentar la integridad defensiva de Cartagena. Esta vulnerabilidad provenía del cerro de La Popa predominando sobre él, donde había un convento susceptible de ser fortificado, desde el cual podía batirse San Felipe con artillería; por lo que, si para defender Cartagena hubo de erigirse San Felipe, para completar el dispositivo defensivo y no ceder éste último había que conservar a cualquier precio el convento de La Popa. Todo ello no hacía sino evidenciar la vulnerabilidad de una ciudad presumiblemente inexpugnable con conceptos de otras épocas.

La estrella, la auténtica perla de Cartagena de Indias, es, sin duda alguna, su magnífica bahía, que se extiende de la ciudad hacia el oeste una decena de millas, a resguardo del arrecife; una espléndida rada muy hondable según el propio Jorge Juan, es decir, apta para navíos de gran porte, en la que abundaba el pescado, pulpos y sábalo (pez parecido a la sardina) y los tiburones, que los marineros pescaban en ratos de ocio por diversión, pues no se consideraban aprovechables. El arrecife, como suele suceder, dejaba algunos pasos naturales a la bahía, que, convenientemente balizados, servían de acceso; el más notable, siguiendo la ribera de la isla de Santa Cruz –dique de abrigo natural del puerto, como ya se ha dicho– era el paso de Bocagrande. Este amplio acceso, que habría debido prestar largos y beneficiosos servicios a Cartagena, se cegó en 1641 hundiendo en él dos viejos galeones, para que no volviera a repetirse la impune entrada por allí de algún facineroso como el pirata inglés Francis Drake, que, por vía tan fácil, atacó Cartagena de Indias en 1586 procedente de Santo Domingo, ciudad que había reducido a escombros. Rindiendo el fuerte del Boquerón sobre la isla de Manga, una desbandada de milicias indias locales dejó la ciudad a su merced, saqueándola durante 53 días de torturas, horror y sangrientas barbaridades. La arena y la dinámica litoral dejaron finalmente inútil –o cerrada– la Bocagrande, que no volvió a chistar en muchos años.

Sólo quedó otro paso más pequeño y lejano, hacia el oeste, conocido como la Bocachica; los navíos se veían precisados a entrar por él de uno en uno, en fila india y con mucho cuidado. Desde ambas orillas se podían cruzar fuegos para impedir el paso a los intrusos. La Bocachica se abría entre dos apartadas islas, Barú y Cárex, también conocida esta última como la Tierra Bomba, que se extendía por el centro de la bahía. La adopción de Bocachica como acceso estratégico obligó a ocupar la Tierra Bomba, erigiendo sobre ella el castillo de San Luis, mientras enfrente, en la isla Barú, se alzaba el fuerte de San José, ambos rasos y modernos, aptos para el uso de artillería. De este modo, la bahía quedaba convertida en un excelente fondeadero exterior, quedando el puerto final de Las Ánimas con otros dos fuertes, el castillo de Santa Cruz en la isla de su nombre y Manzanillo al otro lado. Dada la inaccesibilidad del arrecife, la defensa de todo este complejo defensivo tenía como puntos clave la Bocachica y el cerro de La Popa, pues tomando la primera la bahía quedaba en manos del invasor, e, instalando artillería en La Popa sólo el fuerte de San Felipe de Barajas se interpondría entre los asaltantes y las arcaicas murallas de Cartagena y Getsemaní. Inevitablemente, dar cobertura a dos puntos tan distantes, especialmente disponiendo de pocos medios como sucedía en cualquier enclave de la América hispana, obligaba a adivinar el punto en que el enemigo daría el golpe decisivo, Bocachica o La Popa. Si el defensor se equivocaba en esta arriesgadísima apuesta, Cartagena se perdería.

De estos y otros términos se ocupó el ilustrado teniente de navío junto con su compañero Antonio de Ulloa, llegado también a Cartagena a bordo de la fragata Incendio. Con el correr de los días, ambos jóvenes marinos acabaron siendo conocidos por el sobrenombre de “los caballeros del punto fijo”, pues siempre andaban enfrascados en mediciones de la ciudad y sus contornos con sus extraños aparatos, annulos, sextantes y teodolitos. Poco a poco se corrió por los mentideros la especie cierta de que ambos señores habían sido enviados por su majestad el rey Felipe V dentro de la comisión francesa para el cálculo de la longitud del meridiano, en unión de los eruditos de la Academia Real de las Ciencias de París señores Godin, Bouguer y La Condamine, que pretendían así averiguar la forma y tamaño de la Tierra. Menos conocido, como militares y al cuidado de la inteligencia, desarrollaban también labores de descripción y evaluación del enclave como establecimiento militar y administrativo de la corona, suministrando a la metrópoli cuanta información de interés incumbiera al soberano y sus ministros. Convertidos así en supervisores del más alto rango, debían asistir a cuentas reuniones, juntas y consejos se celebraran para extraer información.

No obstante, en los ratos libres, ambos tenientes gustaban de visitar a un veterano capitán de la Armada retirado en su mansión de Cartagena por haber padecido melancolía incapacitante: don Celso del Villar. Don Celso había participado en el último asedio a Gibraltar de 1727 a cargo del conde de Las Torres y en la toma de Orán con don José Carrillo de Albornoz, conde de Montemar, el verano de 1732. A Jorge Juan y a Ulloa les resultaba familiar su austero trato castrense y la humilde narración de sus andanzas y servicios a la sombra del patio de la sencilla pero notable mansión de los Villar en la calle de La Soledad, entre la Universidad y el Cuartel, no lejos del convento de San Agustín. Don Celso descendía de la rancia nobleza chapetona –esto es, española– de los primeros fundadores de la villa por parte de su madre, doña Petronila. Su padre, coronel don Eustaquio del Villar, había muerto heroicamente defendiendo el baluarte de la Media Luna, entrada principal del barrio de Getsemaní, durante el asalto de los franceses del barón de Pointis, en 1697. Encinta, doña Petronila fue una de las valientes mujeres que tuvo que hacer frente a lo que vino después, la toma de Cartagena por los soldados de Luis XIV y luego, tras la cobarde desbandada de éstos a causa de las enfermedades, el saqueo a manos de los piratas “aliados” de Pointis, Ducasse y el bestial Godefray. Doña Petro, recién viuda, se entregó sin desmayo a su trabajo en el Hospital de San Juan, donde se atendió por igual a españoles y franceses, criollos e indios, sin hacer diferencias y con la piedad de Dios in mente que el santo padre Claver habría exigido. Se decía que hasta el propio Godefray, habiendo encontrado aquella joven grávida cubierta de sangre por una amputación reciente, ordenó a sus secuaces respetarla bajo pena de muerte; pero las malas lenguas concluían que se trataba tan sólo de una leyenda, pues todo el mundo sabía que, tras la entrada de Ducasse y Godefray en Cartagena, nada ni nadie había sido respetado.

 

Seducidos por las habituales costumbres de sus anfitriones cartageneros, a Jorge Juan y a Ulloa les agradaban los sobrios y saludables atardeceres en casa de los Villar para desempalagarse de ocasionales excesos como la colación de aguardiente de caña a media mañana o el almuerzo seguido de chocolate caliente. La mente del primero, ilustrado, inquisitivo y despierto, gustaba de comparar con el personaje auténtico lo que el vulgo y sus convecinos decían del heredero de los Villar, llegando Juan a la conclusión de que sus allegados no conocían en profundidad a don Celso, que permanecía allí, en medio de Cartagena, cuan buque a la deriva, huraño, solitario y a merced de lo que se quisiera murmurar de él. Doña Petronila, devota viuda cristiana, había dedicado su completa existencia a la crianza de su hijo, un verdadero regalo de Dios; hasta que, cumplidos los dieciséis años, el muchacho decidió alistarse en la Marina. Cuánto debió reprocharse entonces doña Petro no haber supervisado cuidadosamente aquellas lecturas de la infancia que, como a don Quijote las caballerías, sembraron la mente de su vástago de pasión por la aventura, la gloria y el honor, en vez de la firme entrega a Dios y al prójimo como ella hubiera preferido. Mas ya, como bien es sabido por otros casos similares, no había remedio; hubo que dejar partir a Celso, casi un niño, camino de la guerra en compañía de aristócratas y gentilhombres, pero también mercenarios, hidalgos sin patria, ladrones miserables y terribles hampones con los que el primer ministro Alberoni, con toda precipitación, hizo tripular barcos reclutados para la invasión de Sicilia.

La suerte, o las oraciones de doña Petro, ampararon al joven Del Villar, que embarcó en el navío San Pedro de la división de don Jorge Cammock, uno de los escasos barcos que logró ponerse a salvo, en Malta, de la masacre de cabo Passero. Al regreso al hogar, en Cartagena, su madre notó lo mucho que había afectado a la moral juvenil de su hijo aquella derrota sin paliativo ni posibilidad de revancha. No tardó en partir de nuevo, aunque siempre regresaba, infalible, tras largos períodos de servicio, a la casa de la calle de La Soledad, correspondiendo así al amor de su madre con devoción. La vida de doña Petro transcurría así en una lánguida melancolía, esperando ansiosa el regreso de su hijo o la noticia fatal de su muerte con preocupación tan excesiva e incluso enfermiza que terminó por afectar su salud. A la sazón, el alférez Del Villar, con 30 años, comparecía a las órdenes del conde de Las Torres en el asedio de Gibraltar, campaña de la que regresó maltrecho por la insana vida en las trincheras, dolencia de la que tardó en mejorar. Por fin, en 1734, tras la exitosa campaña de Orán, regresó el ya teniente Del Villar a Cartagena con honores para encontrar que su madre, en edad aún no muy avanzada, había sucumbido a tanta zozobra abandonando el valle de lágrimas en el que vivimos.

Don Celso pareció no reaccionar; se recluyó en casa a puerta cerrada, rechazando volver al servicio en la metrópoli. Pareció quedar anonadado, cuan si un inmenso vacío se hubiera apoderado de su alma. Aceptó, no obstante, el mando de algún pequeño bajel en el Caribe, buscando distraerse con otras ocupaciones, lo que trajo con el tiempo su oportuna promoción a capitán. Pero, a partir de entonces, sintiéndose enfermo de pena y melancolía, decidió retirarse de nuevo a su refugio de Cartagena:

–La mansión de los Villar –se decía en mentideros y soportales de Cartagena La Vieja– siempre ha de tener alma en pena. Cuando no fue el padre fue la madre y, al faltar ella, acudió el hijo chapetón para cubrir el puesto.

En efecto, así aparecía don Celso, vagando por los pasillos de su mansión como alma errante entregada a la absoluta tristeza. De madrugada, muy temprano, los pulperos de la bahía señalaban haberle visto con su criado negro como un tizón, al que llamaban Tracio, y su perro Cañamón, vagando como perdidos por el arrecife de la Santa Cruz, con la mirada fija en la Tierra Bomba. Luego –comentaban por lo bajo–, cuando Del Villar creía no ser visto se arrancaba en largos soliloquios y declamaciones cuyo contenido nadie había escuchado jamás. ¿Creería dirigir su perturbada mente un navío imaginario desde el extremo del dique? Durante estos monólogos, Tracio, haciendo caso omiso de su amo, se dedicaba a tirar piedras al agua o perseguir renacuajos, mientras Cañamón, sentado y con las orejas tiesas y alerta, contemplaba a su dueño con la arrobada atención que produce en los canes una excesiva lealtad. Por fin, el ponente, agotado, cesaba en su discurso, y los tres, abriendo paso el alto y desgarbado marino tocado con su sombrero de paja, seguido del encorvado y servil criado y cerrando la marcha el insobornable Cañamón, emprendían el largo regreso a casa, ignorando la tentadora hora del aguardiente, pues don Celso no bebía y, además, ponía excusas peregrinas como irse a dormir la siesta para obviar también el suculento chocolate. Un solo vicio conocido tenía el marino, y era fumar de continuo desde después del almuerzo hasta que se iba a la cama; mas lo hacía no con el lado candente del cigarro hacia dentro, como las damas cartageneras, sino hacia afuera, con lo que, muchas veces, olvidado de que la punta de las hojas enrolladas estaba aún encendida, se quemaba insensible los dedos. Tales eran las cosas, y otras muchas, que se cotilleaban de los Villar en Cartagena, apodándosele a don Celso, entre el vecindario criollo, con el título de Alma en pena.

–Alma en pena no va a misa –decían unos–, pues debe de estar enfadado con la Iglesia y con el Papa, desde que el cardenal Alberoni los mandó a conquistar el reino de Sicilia. Muchos de sus amigos perdieron allí la vida.

–Alma en pena no va en barcos –decía otro– porque puede vivir de las rentas, y las fincas de la familia en La Gloria. Dicen que la Santa Inquisición no se fija en él, porque le tienen por loco; pero el servicio cuenta que, por la noche, se despierta para cazar murciélagos, que le encantan de comer.

Y otras sandeces semejantes.

Pero cuando, al atardecer, Jorge Juan y Ulloa se encontraban con aquel fumador empedernido en su patio solariego, sólo veían un hombre triste, apartado y retirado de la vida, pero, aún así, sereno, estricto y perito en su trabajo, además de moderado en sus convicciones. La religión y la Iglesia, eso sí, parecían no agradarle demasiado. No llegarían a ser capaces, ni don Antonio ni don Jorge, de sonsacarle cosa alguna del desgraciado combate de cabo Passero; largas eran, sin embargo, las disertaciones en que podía extenderse acerca de la jornada de Orán con el conde de Montemar, frías como partes de guerra, exactas como cuentas de administrador. Sólo después de mucho conocimiento y largas horas de conversación se dignaría don Celso a abrir una pequeña celda de su alma, llenándoles de asombro como se verá inmediatamente. Tendría don Celso unos cuarenta años no muy largos, la tez, demacrada, los ojos, torvos y pardos, era raro que te miraran directamente a la cara, tal vez por timidez o candor; el cabello, crespo y corto, como si nadie se lo cuidase, las manos, recias y rápidas, siempre ocupadas. Era rasgo en él botar siempre la pierna, arriba y abajo, como si quisiera salir corriendo estando sentado, o algo, espina invisible, le azuzara el alma. Su criado Cuchi estaba siempre de él pendiente, ya fuera para enrollarle tabaco, ponerle una casaca limpia, prepararle la mesa o traer una limonada fresca para los tres congregados, mientras el fiel Cañamón sesteaba beatíficamente bajo la silla de su amo. En esos momentos, un observador fino y sagaz como don Jorge Juan apreciaba el especial talento y cordura de don Celso, y qué gran distancia mediaba entre él y la mayoría de sus conciudadanos. En una ocasión, hablando acerca de las defensas de Cartagena con sensato criterio profesional, apreció el teniente cómo la pierna del capitán retirado comenzaba su pulsión más veloz y agresivamente de lo acostumbrado, preguntándose qué mosca podría haberle picado. Don Celso, antes de soltar prenda, quiso cerciorarse de que Jacinta no andaba por las inmediaciones; la vieja y fosca ama de llaves, aun cuando sintiera como sentía evidente cariño y aprecio por el señorito –pues en su seno, junto con el de su madre, muy probablemente se habría criado– se mostraba en exceso autoritaria, agobiante y preocupada por él, censurándole de soslayo todas sus iniciativas. Don Celso, seguramente, la soportaba por respeto a su difunta madre, sin cuyo apremio es posible que ya de ella se hubiera librado.

– Tracio: ¿se ha ido? –inquirió al criado.

–Sí, mi amo –replicó éste–. No volverá en un buen rato.

–Bien, señores: esto es lo que yo quería exponerles, que es idea que llevo rumiando largo tiempo, desde que llegué a Cartagena. Es mi modesto parecer –aun cuando discutible– que las líneas de defensa de Cartagena son vulnerables por excesivamente largas. Ya lo hemos hablado otras veces y es cosa en la que tenemos acuerdo.

Se interrumpió de pronto, llevado de su nerviosismo. Sobre la pequeña mesa de mármol desplegó un pequeño pliego antes de continuar:

–Pero, antes, vean cosa curiosa y singular: éste es el plano de Cartagena y la bahía, representado, como debe ser, de norte a sur ¿lo ven?

Ulloa y Jorge Juan se miraron sorprendidos antes de responder afirmativamente.

–Quiero decir… vean que la costa se extiende de noroeste a sureste; el Caribe queda arriba, el continente abajo.

Jorge Juan afinó la mirada; su instinto le decía que algo importante podía estar a punto de ser revelado. Del Villar prosiguió:

–Incluso… incluso hay planos españoles en los que la costa se representa verticalmente, con la bahía a la izquierda.

–Perdón, caballero –interrumpió Ulloa, agobiado por la ansiedad de su anfitrión–. No entiendo qué nos trata de explicar.

–Don Antonio, dejad que don Celso prosiga –afeó Jorge Juan, alentando a Del Villar:

–¿Decía usted, capitán?

Alma en pena pareció al fin reunir valor:

–Miren cómo cambia; todo cambia si lo ponemos con el sur arriba y el norte abajo, como hacen los ingleses. La perspectiva. ¿Entienden? Es como se vería si se llega en barco a Cartagena.

Jorge Juan tomó el plano en sus manos; era cierto. La bahía, vista de aquel modo, aparecía completamente diferente, un gran foso perimetral en cuyo centro se hallaba la Tierra Bomba. Cartagena y Getsemaní parecían extrañamente desplazadas, hacia la izquierda. Del tirón, don Celso logró al fin explicar:

–Esto, y algunas notas tomadas de las notas de mi padre que he ido estudiando, me han convencido de algo: si la edificación y fortificación, es decir, el reducto defensivo de esta villa, estuviera en la Tierra Bomba, la ciudad, La Popa y la Bocachica quedarían convertidas en posiciones perimetrales. Sería un baluarte inconquistable, una isla con suministro de agua y un foso defensivo alrededor de entre cuatro y cinco millas en torno a él, es decir, muy difícil de batir con artillería, dejando sitio para que una escuadra evolucione en la bahía para defenderlo. Por otra parte, el perímetro estaría bien defendido por los diferentes fuertes, habiendo espacio suficiente para ubicar almacenes y depósitos con los que soportar un largo asedio. Además, acudir desde la Tierra Bomba hasta cualquier punto requiere la mitad de tiempo que actualmente, con lo que las líneas de auxilio y suministro mejoran considerablemente. Del lado de la mar, está el arrecife y, por el interior, podría convertirse en una base naval llena de muelles donde acoderar navíos para sumarse a la defensa de los fuertes…

 

Don Jorge Juan alzó sus espesas cejas:

–En otras palabras, lo que usted propone es el traslado de Cartagena de la isla de Calamarí a la de la Tierra Bomba, pues no se podría dejar al margen de semejante proyecto la población.

Por un momento, don Celso pareció abrumado por la trascendencia de sus propias ideas, enmudeciendo completamente. Cuando volvió a argumentar, lo hizo casi disculpándose:

–Llevo mucho tiempo dando vueltas a la cuestión de las fortificaciones y los muelles. La obra a realizar se contempla inmejorablemente desde el dique de Santa Cruz o San Pedro Mártir.

Para sus adentros, Jorge Juan disfrutó complacido, habiendo hallado explicación para aquellos solitarios monólogos de perturbado mental en el dique de abrigo del fondeadero de Las Animas: don Celso sólo “proyectaba” su gran idea en voz alta sobre el terreno, como si se la explicara al fiel Cañamón, único interesado. Maravillado por la imaginación del incomprendido Alma en pena, no previó que el escepticismo de Antonio de Ulloa fuera ahora a pasar fríamente al ataque:

–Sin duda se trata de proyecto interesante, capitán Del Villar, pero estimo que su coste sería exorbitado. Tenemos lo que tenemos: si el fuerte de San Felipe puede dominarse desde La Popa, todo lo que hay que hacer es mejorar la fortificación de ésta última. Y si la entrada de Bocachica es la clave de la bahía, San Luis es el punto donde aplicar el máximo esfuerzo defensivo. Al fin y al cabo, es lo que se aprendió con el ataque del barón de Pointis en el 97. ¿No es cierto?

–Sí… supongo que sí –reconoció don Celso, desalentado; por un instante, Jorge Juan sintió el impulso de correr en su auxilio. Pero todo había terminado: Jacinta hacía acto de aparición atravesando solemne el portón de entrada. Anochecía…

–En fin, caballero –concluyó–. Nos vamos. Por cierto: me veo en la obligación de anunciarle que don Antonio y yo partiremos para Portobelo antes de fin de año. Desde allí, el camino a Quito es más sencillo.

Don Celso pareció francamente afectado:

–¡Oh! Cuánto lo siento. Echaré mucho de menos estos agradables encuentros. No dejen ustedes de venir a despedirse; Jacinta preparará algo especial para ese día. ¿No es cierto?

Tal como fue anunciado, la Comisión para la Medición del Meridiano partió para el Istmo en noviembre de 1736. Antes de embarcar, Jorge Juan y Ulloa tuvieron noticias de que, últimamente, se había visto a Alma en pena merodeando por el cerro de San Lázaro, en La Popa, de mañana muy temprano, dando extraños paseos y yendo de acá para allá inquieto, mientras Cañamón trotaba a su lado. Y el teniente de navío don Jorge Juan y Santacilia no pudo menos que sentir profundo afecto por su amigo Del Villar, a la vez que una extraña inquietud por el destino de Cartagena de Indias.

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