Entre dos mundos

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Cuando tenía unos cinco años, sucedió algo muy extraño que aún hoy recuerdo y que no sé cómo explicar. Era la fiesta de Todos los Santos, dos de noviembre, y yo acompañé a mi mamá al rosario un día viernes, como a las cinco de la tarde. Ella estaba allí en la capilla rezando y cantando con las demás señoras los cantos a las ánimas benditas, mientras yo, al lado de ella, sentado y aburrido. Entonces, me levanté y salí corriendo a la puerta de entrada de la capilla. En ese momento, iba llegando por el lado derecho de la capilla y cerca de la entrada, una mujer vestida con un manto brillante y hermoso que me dejó maravillado. Vi a la mujer y quedé boquiabierto, pero luego me entró miedo porque nadie más estaba allí y ya estaba oscureciendo. Retrocedí y entré corriendo a decirle a mi mamá que una mujer o un “baile” estaba entrando a la capilla. Ella volteó hacia la puerta y no vio nada, yo tampoco la vi otra vez, y por eso pensé que se había quedado parada en el corredor de la capilla. Insistí en que mi mamá saliera conmigo para ver a esa mujer tan hermosa con su vestido y capa de brillantes; mi mamá me acompañó afuera, pero no había nadie, le di una vuelta a la pequeña capilla y ya no la volví a ver. Mi mamá se preocupó por mí, y dijo: “Este es el tiempo en que los espíritus están libres y pudo ser un espanto”. Así que me quedé prendido a ella hasta que terminó el rezo y regresamos a la casa. 3

A esa misma edad o a los seis años me sucedió algo similar. Estaba jugando cerca de mi casa y de pronto los cerdos que dormían al pie de un árbol de caulote se levantaron espantados y gruñendo de miedo sin saber a dónde ir, por lo que me erguí y vi hacía donde los cerdos dormían. Era como mediodía y no vi a nadie, pero sí vi cómo un listón dorado (como luz) que ondulaba en el aire, pasó cerca de los cerdos y aterrizó sobre una roca frente a mi casa. Se lo dije a mi mamá y ella no me prestó mucha atención en ese momento. Ya en la tarde, como a las cuatro, llegaron dos señores a avisar a mis papás que mi tío Juan se había ahogado en una poza del río, allá en el lugar llamado “El Encuentro”. Mi papá y otras personas fueron a rescatar el cadáver. Allá les dijeron que Juan había ido a almorzar como a mediodía a orillas del río. Luego, decidió bañarse en una poza; como no sabía nadar, pensó que la poza no era profunda y se ahogó.

Recuerdo cosas muy bonitas y agradables durante mi niñez, pero también me tocó vivir momentos de tristeza. Cuando tenía unos ocho años, recuerdo que mi papá sufrió un accidente y casi murió. Esa vez el río de Nentón había crecido mucho y arrastró muchos troncos de pino que quedaron atascados en la playa, en un lugar llamado Yul-tenam-sow. Dos amigos de mi papá le avisaron que eran de ocote aquellos trozos de pino que la corriente había arrastrado desde tierra fría. Mi papá llevó su hacha y se fue con ellos a rajar aquellos trozos para sacar ocote que era un elemento muy importante en la casa, pues con él se encendía el fuego y se iluminaban las casas en aquel entonces. Mientras él cortaba uno de los trozos, en un descuido el hacha golpeó un nudo del trozo y se desvió pegando exactamente sobe el pie de mi papá. Su guarache se partió en dos y el filo del hacha le cortó el pie a la mitad.

Él y sus compañeros tuvieron que regresar porque la hemorragia del pie cortado no se detenía. Por suerte, alguien llevaba un caballo, así que lo ayudaron a montar y le pusieron una horqueta amarrada en el arquillo para que mantuviera el pie en alto y con un torniquete. Así fue como mi papá logró llegar a casa, pero ya muy débil por haber perdido mucha sangre en todo el camino. Recuerdo que esa misma tarde varios vecinos lo ayudaron y lo llevaron en una camilla a Jacaltenango. Nadie en la aldea podía curarlo, por eso él pidió ser llevado a una clínica que los misioneros de Maryknoll habían abierto en Jacaltenango.

Después de que le suturaron la herida, mi papá volvió a La Laguna y allí se quedó acostado mucho tiempo para curarse. Le habían dado alcohol, pomadas y esparadrapos para limpiar y secar la herida. Mientras tanto, mi mamá se encargó de nosotros, sus hijos. Afortunadamente, mi papá tenía la troje llena de maíz allá entre la milpa y yo iba con mi mamá a traer redes de maíz. Cierta vezque llegamos a la troje, ella se horrorizó al ver una gran culebra enroscada durmiendo sobre las mazorcas. Muy asustada me dijo que me retirara, mientras se arrancó unos pelos de la cabeza, los enrolló en un olote y los aventó sobre la culebra. En ese momento la culebra se movió, lentamente se deslizó fuera de la troje y se perdió entre la maleza. Rápidamente cargamos con nuestro maíz y regresamos a casa. Recuerdo bien esa temporada porque mi papá estuvo enfermo mucho tiempo y no podía regañarnos por nuestras travesuras. Como ya dije, yo era el hijo mayor y el que acompañaba a mi mamá a donde quiera que ella iba, ya sea a vender tomates o a traer maíz y leña.

Durante uno de estos viajes fue cuando mi mamá me dio la lección más interesante que jamás olvidaré. Yo había preparado mi honda para tirar piedra a los pájaros o culebras que se nos atravesaran por el camino, como cuando fuimos a traer maíz a la milpa. Mientras caminábamos una mañana, vi un colibrí que se paraba en el aire zumbando muy cerca de mí. Pasaba chupando el néctar de las flores a orillas del camino cuando yo alisté mi honda y le tiré una piedra. El pájaro voló rápido así que no di en el blanco. Entonces, mi mamá se detuvo en el camino y me dijo: “Usa tu honda solo para tirar piedras a los pájaros que se comen, no es conveniente matar a esta clase de pájaros, porque el niño que mata colibríes (tz’unun’), se quedará así de pequeño toda la vida y no crecerá”.

Este mito del tz’unun o colibrí me obligó a pensar mucho sobre el misterio del mundo y de la naturaleza. En ese momento me dije: “¡Qué afortunado soy por no haber matado al colibrí!” La verdad es que mis padres todavía recordaban esa forma de enseñanza a los niños, según la antigua tradición maya. El ropaje de misterio que envuelve el mito o historia es lo que me causó temor y así absorbí la lección a tan temprana edad. Este mito de matar colibríes y sus consecuencias quedó fijo en mi memoria. Era una forma de enseñar a los niños a no cometer abusos en contra de la naturaleza. El colibrí, como las abejas, son definitivamente animales que hay que cuidar porque sin ellos no habría frutos, productos, ni vida. Cada quien puede sacar la lección o analizar el cuento como quiera, pero en mi caso, nunca más volví a tirarle piedras a un colibrí.4

Durante esta etapa de mi niñez, me divertí mucho al pasear libremente por los bosques y bajar a nadar al río con mis amigos. Era lo más hermoso que alguien podría vivir estar en contacto con la naturaleza, aprender de cada cosa que hay allí y de cómo nos puede servir. Es maravilloso conocer la naturaleza de las cosas. Esa era la primera educación que todos adquiríamos al relacionarnos con la tierra, ya sea trabajando o jugando aprendíamos las primeras lecciones de nuestra vida. Ahora, que pienso en esos primeros años de mi niñez, recuerdo cuando acompañé a mi madre al río a lavar la ropa. De nuevo, por mis travesuras, mi mamá me volvió a regañar, dándome el susto más grande de mi vida. Ella tenía otra forma de educar y no era como mi padre, que se enojaba rápido y nos mostraba el cincho para tratar de corregirnos. No, mi madre parecía provenir de una línea especial de mujeres mayas que no solo amaba a sus hijos sino que buscaba compartir con ellos el misterio de sus antepasados.

Cuando llegamos al Río Azul cerca de la aldea, mi mamá me aconsejó no meterme en la parte más profunda, ni nadar en las corrientes rápidas porque podría ahogarme. Yo tendría unos cinco años, por eso mi mamá me cuidaba mucho todavía. Mientras ella lavaba la ropa a la orilla de aquel río junto con otras señoras, yo me quité la ropa y me metí a nadar desnudo como todos los niños de mi edad que ya estaban chapoteando. Busqué un lugar donde el agua corría mansamente y donde la corriente me llegaba a la rodilla. Allí estuve jugando y aprendiendo a nadar, pues nadie se ocupaba de enseñar a nadie. Cada quien aprendía por su cuenta y era necesario lograrlo porque el río desde siempre ha sido parte de nuestra comunidad. Yo recordaba a mi tío Juan que había muerto ahogado por no haber aprendido a nadar.

Después de una hora de nadar cerca de mi mamá, me dieron ganas de orinar y en vez de salir del río e ir a la playa o entre los matorrales, yo me paré donde estaba y allí mismo comencé a orinar entre la corriente. Cuando mi mamá se dio cuenta de lo que yo hacía, se metió al agua, me levantó de los hombros y me puso en la orilla: Wunin, machach hatxulwi yul ha niman… “Hijo, no se debe orinar en el río, porque los niños que hacen eso tendrán problemas en el futuro. Una persona que orina en el río queda marcada por komam Jahaw, nuestro Creador y, cuando muere, no se le permitirá entrar al cielo. Los que reciben las almas allá le dirán que regrese a la Tierra y que vaya al mar a sacar esa orina que echó al agua, desobedeciendo las leyes de la naturaleza. No debes, pues, orinar en los ríos ni ensuciarlos para que en la vida no tengas problemas como esa gente abusiva que orina o ensucia los ríos”.5

¡Aquellas palabras de mi mamá me asustaron mucho! Me puse a pensar en infinidad de cosas que no lograba entender a esa edad. El río entonces era azul y limpio, y se podía nadar en él. Había ramales donde las mujeres lavaban la ropa sobre grandes piedras y todos se divertían al llegar allí porque, incluso, el agua se podía tomar. Pero desde que mi mamá me sacó del río regañándome por orinar en él, me puse a pensar en los misterios del río, del mar y del cielo. Yo era un niño de aldea que no había salido de su comunidad, por eso el mar era un misterio para mí. ¿Cómo encontrar y sacar esa orina que yo había puesto en el río y no tener problemas en el futuro, especialmente cuando quisiera entrar al cielo? Me quedé muy pensativo sobre lo que mi madre había dicho; más aún cuando me imaginaba el mar como algo inmenso que me provocaba temor.

 

El halo de misterio que envolvía el mensaje de mi madre me había dejado profundamente pensativo. Por eso, cuando yo bajaba con mis amigos a nadar al río, me aseguraba de que eso no volviera a suceder. Cuando veía a otros niños orinando en el río, yo mismo les decía que no lo hicieran porque el niño que orina en los ríos no será recibido en el cielo cuando muera, hasta que haya sacado esa orina del mar.

Como lo he mencionado antes, me gustaba acompañar a mi madre, pues ella era muy buena conmigo y me enseñaba muchas cosas que debía aprender como niño. Pienso que así también enseñaron los antiguos mayas a sus hijos durante los primeros años de vida, y luego iban a las escuelas kuyum donde aprendían artes, ciencias, filosofía, religión, matemáticas, el uso del calendario y todo lo que hizo extraordinaria a esta gran civilización.

Papá estuvo mucho tiempo en casa luego de su accidente y era mi mamá la que debía trabajar duramente para que pudiéramos subsistir. Cuando mi papá se recuperó del accidente, comenzó a sembrar en el campo que tuvo que abandonar durante tres meses. De nuevo volví a acompañarlo a Pajb’a, el lugar donde él tenía su terreno con siembra de frijol, maíz y tomates. El mes de octubre era especial porque no había mucho calor y mi papá se dedicaba a sembrar tomates y limpiar la caña de azúcar. Él quería que aprendiera a trabajar como los campesinos, pues me decía que no tenía nada de malo saber defenderse en la vida con cualquier tipo de trabajo. Me compró un machete pequeño para que aprendiera a limpiar las matas de tomate. Me sentí muy contento, pues mi papá afiló muy bien el machete y me dije: “Hoy sí voy a ir a traer buena leña porque ya tengo mi propio machete”.

Cierto día, cuando acompañé a mi papá a limpiar el tomatal, yo iba adelante de él muy contento. Cortaba la punta del monte a orillas del camino, probando el filo de mi machete. Entonces, vi un poco más retirado un arbolito de tronco recto y me entraron las ganas de probar mi machete con él. Avancé por el monte y comencé a cortarlo. Era de un palo suave con el que pensaba hacer mis trompos. Ya le había dado dos o tres machetazos cuando mi papá me gritó: “¿Por qué estás cortando ese árbol, no te das cuenta de que es un arbolito recto y si crece dará un buen servicio a la gente que va a construir su casa con él? Además, ni sabés qué árbol es. Este es un árbol tiyox te’ o cedro y no se deben cortar, pues son finos”. Dejé de cortarlo porque no quería hacer enojar a mi papá. Entonces, al regresar donde él estaba parado, me volvió a decir, no con regaños, sino de una forma suave que me quedó bien grabada en la mente:

“Hijo, yo sé que te gusta tu machete y que quisieras utilizarlo para saber si corta bien o no, pero te digo una cosa, y quiero que no te olvidés de esto. Nunca cortés árboles pequeños o grandes por gusto, porque el que esto hace, acorta su propia vida y muere lentamente”. Al terminar mi papá de decir esto, le respondí: “Sí, ya no lo voy a volver a hacer”. Ciertamente, cuando mi papá dijo las palabras: “El que corta árboles por gusto, acorta su propia vida y muere lentamente”, comencé a sentir preocupación, pues me preguntaba qué significaba eso. Ahora sé que se refiere a que los árboles ayudan a la humanidad para mantener la vida sobre la Tierra. Los incendios, las deforestaciones y la destrucción masiva de los bosques causan otros males que poco a poco afectan a la humanidad. Definitivamente, la violencia ecológica acorta la vida y su consecuencia es una muerte lenta y dolorosa.6

Este pensamiento estuvo fijo en mi mente todo el día. Cuando llegamos al tomatal, mi papá me enseñó a limpiar las matas con mucho cuidado, pues eran muy delicadas. Él hacía su almaciguero de tomates y cuando las plantitas estaban fuertes, las trasplantaba y les echaba agua. A veces, cuando le ayudaba, se me pasaba la mano y más de alguna vez corté con mi machete algunas plantitas por descuido. Con el miedo de recibir sus regaños, inmediatamente abría un hoyo en la tierra y sepultaba las matas cortadas para que él no se diera cuenta. Pero era difícil engañar a mi papá, pues él sabía exactamente la distancia que daba a cada mata y cuando veía que faltaba una, escarbaba la tierra y descubría el tronquito sobre el que yo amontonaba tierra y hojas. Entonces, yo corría o me escondía, y desde lejos escuchaba sus regaños.

Mis hermanos y yo teníamos que estar siempre atentos y no cometer errores o “pendejadas”, como él decía. Mi papá quería que nos fijáramos en todo y que hiciéramos bien las cosas, pero su método para enseñar era muy rígido. Recuerdo una vez que yo lo estaba siguiendo en el camino y de repente tropecé con una piedra; me fui de cabeza, cayendo en el suelo detrás de él. Mi papá se volteó de inmediato e hizo como que se quitaba el cincho y me gritó: “¡Mirá tu camino, cabrón!” Él no era como esos papás que al caer el hijo por torpeza, llegaban a levantarlo con cariño. No, mi padre tenía un carácter fuerte y no aceptaba errores. Eso provocó que nos mantuviéramos muy atentos y fuéramos muy precavidos, además de buscar cómo solucionar los problemas sin acudir a él.

No puedo decir que mi papá fue malo. Solo reaccionaba enojado cuando cometíamos ciertos errores, pero cuando todo andaba bien, era interesante andar con mi papá, porque él sabía muchas cosas por haber sufrido desde niño y como adulto. Cuando era joven, fue a las fincas muchas veces para trabajar y conseguir dinero para su propia ropa y demás necesidades. Él nos decía que había que ser chispudos para sobrevivir, pues la gente pendeja y sin disciplina, fácilmente comete errores. Decía: “Yo aprendí a ser adulto desde que era muy joven. Nadie le enseña a uno a sobrevivir, son los problemas y las necesidades los que nos obligan a ponernos firmes y luchar para no ser víctimas de tanta injusticia”.

Entonces me contó que a los diecisiete años fue a las fincas acompañado de gente más adulta y logró hacer los trabajos que ellos también hacían. Así todos los hombres de su edad y generación fueron a las fincas a trabajar, porque era la única forma de obtener un poco de efectivo para comprar ropa, medicina y otras necesidades de la familia. Esa vez, ellos fueron a las fincas de Chiapas, allá en las costas del Pacífico, en Tapachula. Quedaba más cerca ir allá que a las costas de Guatemala, pues su aldea estaba cerca de la frontera mexicana. Ahí, el mayor problema era defenderse de los ladrones y de los agentes de migración mexicana, llamados celadores de línea. En ese entonces, mi papá contó esta anécdota de uno de sus viajes:

“Escuché a varios señores hablar y hacer planes para ir a las fincas, entonces decidí irme con ellos. Yo tenía mis diecisiete años y pensé que ya podría trabajar como cualquier adulto. Ellos dijeron que era mejor ir a las fincas de la costa cerca de Tapachula, pues era el corte de café y podríamos ganar lo suficiente en dos meses y regresar para la fiesta de Candelaria. Mis padres no querían que yo fuera, pero necesitaba el dinero para comprarme ropa; así que me alisté y salimos de viaje como a las cuatro de la mañana. No había carros ni carreteras; tuvimos que caminar desde Jacaltenango, luego cruzar la frontera y pasar varios pueblos hasta llegar a Amatenango de la Frontera, donde había un puesto de migración. La caseta de migración estaba al otro lado del puente, tuvimos que bajar al río y cruzarlo para no ser vistos por ellos, pues tenían fama de ser malos.

“Así continuamos nuestro viaje, pasando Motozintla y otros pueblos hasta llegar a Tapachula. Luego, buscamos la finca Santa Isabel donde íbamos a trabajar, pues ya muchos habían ido allí. Llegamos a la finca y trabajamos dos meses en la limpia y corte de café. Después de que nos pagaron la última quincena dispusimos nuestro regreso para llegar a tiempo para la fiesta de Jacaltenango. Había mucho control en la frontera y los celadores de línea capturaban a la gente y a veces les disparaban para que se entregaran y les quitaban lo que llevaban para su familia. Comenzamos a hacer planes en el camino porque no queríamos que nos robaran lo poco que habíamos ganado. Pensamos que era mejor vestirnos como chamulas, la etnia que vive en Chiapas; entonces compramos nuestro traje en una tienda allá en Motozintla. Cada quien se probó el suyo y quedamos satisfechos. Esos indígenas mexicanos transitaban con su traje sin que nadie les molestara. Solo mi tío Antonio fue el que se sintió incómodo con el traje, pues era demasiado alto y el pantalón corto de los chamulas le llegaba exactamente a las rodillas, muy apretado.

“Al siguiente día nos vestimos y allí mismo en Motozintla compramos lo que necesitábamos traer a nuestras familias. Mientras comprábamos en la tienda, Gaspar, el más chaparro y chistoso del grupo, estaba en la calle bailando con la música de marimba que provenía de una radio desde la ventana de una casa. Para la gente, eso fue muy divertido y se amontonaron a verlo bailar pensando que en verdad éramos chamulas. Por ahí pasaban muchos indígenas tzotziles que también iban a las fincas, de manera que la gente ya estaba acostumbrada a verlos. Incluso, algunas personas tuvieron lástima de nosotros y se decían entre ellos: 'Pobres chamulas, estos siempre se emborrachan y pierden sus cosas’. Tuvimos que regañar a Gaspar por haber llamado la atención de mucha gente, pero por lo visto, podíamos pasar muy bien como verdaderos chamulas.

“Así seguimos el viaje vestidos de chamulas, con nuestras cargas en la espalda. De pronto, vimos a la distancia que se acercaba un grupo de verdaderos chamulas vestidos como nosotros. Nos vieron desde lejos y caminaron directo hacía nosotros para preguntarnos a qué finca habíamos ido. Nosotros sabíamos que no podríamos responderles y se darían cuenta de que no éramos chamulas, por lo que decidimos correr hacía la ribera del río y caminar entre el monte para evitar que nos hablaran. Ellos se extrañaron de nuestra huída y desde lejos gritaron: ¡Batu pinkail makex betik kerey! ‘¡A que finca fueron, compañeros!’ A lo que respondimos también a los gritos: ‘¡Santa Isabel!’

“Seguimos trotando con nuestra carga a cuestas, con ese paso rápido que los chamulas tienen. Fue así como evitamos que descubrieran que éramos impostores intentando babosear a los de migración. Seguimos caminando y le dijimos a Gaspar que no se le ocurriera hacer otra travesura porque los celadores podrían reconocer que éramos indígenas guatemaltecos. Así llegamos al puesto de control en Amatenango de la Frontera. Teníamos que pasar por fuerza ante los de migración porque llevábamos nuestros bultos cargados y no queríamos bajar y cruzar el río. Además, ya habíamos visto que nadie nos había reconocido todavía y la gente que nos veía creía que éramos puros chamulas. Acordamos solo saludar a los que estarían apostados en el puente. Si nos preguntaban algo, haríamos como que no podíamos hablar el castellano. Eso fue lo que hicimos. Los cinco íbamos en fila; el primero saludó: ‘Wenas tartes’ y, luego, todos al mismo tiempo. Los agentes de migración ni siquiera voltearon a vernos, ¡nos ignoraron completamente! Y nos dejaron pasar como que si no hubiesen visto a nadie. Pocas horas después, alcanzamos la frontera de Guatemala y cruzamos el río. Allí descansamos y comimos, mientras nos reíamos de nuestra aventura. Eso me hizo pensar que los celadores de línea, así como todos los ladinos, de veras discriminan y odian ver a los indígenas. Aquellos agentes de migración, ni siquiera levantaron los ojos para vernos, pues desde lejos habían visto que los que venían cruzando el puente eran ‘indios chamulas’”.

Mi padre era un hombre alto y fuerte como todos mis tíos. Él me recuerda a los mayas antiguos que supieron vivir, sobrevivir y salir victoriosos de las situaciones más difíciles. ¿Cómo es posible que después de más de quinientos años, hayan podido mantener su cultura en medio de tanta opresión y la violación de sus derechos? Creo que la severa disciplina con la que nos educó mi padre responde a todo lo difícil que vivió, pues tuvo que luchar para liberarse del abuso sistemático que los oprimía. Esa disciplina me ayudó a ser precavido, buscar soluciones a los problemas y mantener alerta mis cinco sentidos.

Mi niñez fue como la de todos en el pueblo. Mis amigos y yo nos divertíamos inventando nuestros propios juegos. Uno de nuestros preferidos era maxhtik’a no’, “¿dónde está tal animal?” Los niños se ponían nombres de animales y formaban una fila detrás del que se designaba como líder. Otro niño era el buscador, quien gritaba algún nombre: jaguar, perro, venado, etc. Entonces, el que llevaba el nombre mencionado salía corriendo hasta que el dueño lo capturaba y lo metía en un corral imaginario.

 

Nosotros jugábamos todas las tardes hasta que entraba la noche. Entre todos los juegos, el más común era el fútbol. Hacíamos nuestras pelotas con trapos viejos y las amarrábamos con pita de manera que quedaran bien redondas y seguras para jugar. Recuerdo que todos andábamos descalzos y más de alguno terminaba con los dedos de los pies lastimados al patear una raíz o piedra. Durante la época de los mundiales, todos querían ser como el rey Pelé. En la aldea no había radio ni televisión, pero de alguna forma nos enterábamos quiénes eran las estrellas brasileñas, los mejores del mundo. No teníamos ni la menor idea de qué sucedía en los campeonatos, pero sí sabíamos los nombres del rey Pelé y el de Garrincha, dos jugadores que todo el mundo conocía desde el mundial de Chile de 1962.

También jugábamos tzak’ o cera y fabricábamos nuestros trompos con madera de los palos de guayaba. Nos entreteníamos con tejos y canicas, y volábamos barriletes durante noviembre y diciembre. Después, bajábamos al Río Azul a nadar. Aprendíamos a nadar cuando éramos muy chiquitos porque el río estaba muy cerca y era muy limpio. Ahora ya nadie se atreve a meterse al río que está muy contaminado.

Jugar, nadar, pasear libremente por los bosques con los amigos era lo más hermoso que alguien podría vivir. Ese contacto con la naturaleza nos enriquecía la vida, nos daba sabiduría y alegría. Esa era la primera educación que recibíamos, las lecciones directamente de la Tierra.


Río Azul, Jacaltenango.

Capítulo 4

Misioneros en la comunidad

El mundo mágico en el que crecía me perseguía de día y de noche. En sueños iba al bosque, me bañaba en el río como cuando estaba despierto y recordaba todo claramente al siguiente día. Me gustaba mucho salir al campo con mi papá, aunque siempre con cuidado de no hacer travesuras, pues si hacía algo que lo molestaba, las regañadas eran de esperarse.

Cierto día, cuando mi papá estuvo totalmente recuperado del accidente, fuimos con mis tíos a traer chicozapote a los bosques cerca del río Lagartero, en la frontera con México. Allí había tantos árboles de esos muy rectos y altos que daba gusto. Se requería de gente experta para treparse y bajar las frutas, por eso iban con nosotros un par de buenos trepadores, por si nadie se atrevía a trepar a los árboles.

Yo era un niño, pero me gustaba seguir a los adultos y aunque era cansado caminar tanto, siempre lograba llegar a donde ellos iban. En la tarde llegamos a la orilla del río junto a los grandes árboles y buscamos dónde acampar. Mi papá buscó la sombra de uno de esos árboles de chicozapote que no había crecido recto, sino algo arqueado sobre el suelo. Hizo fuego y calentó las tortillas con frijol y chipilín que llevaba en un morral. Aquel árbol nos hizo buena sombra y pudimos ver que arriba, entre sus ramas, tenía muchas frutas. Después de cenar, mi papá salió a inspeccionar los árboles para ver cuál tendría más frutos y que no fuera tan difícil de trepar. Para su sorpresa, el árbol inclinado bajo cuya sombra teníamos que pasar la noche era el más cargado y se contentó, pues era un árbol joven no muy difícil de trepar.

Al día siguiente nos levantamos como a las seis de la mañana a cocer el café y preparar el desayuno. Habíamos recogido jutes en la orilla de aquel río, pues abundaban esos caracoles. Mi papá preparó un caldo de jutes con tomate y mamón que quedó delicioso, aunque era difícil sacar la carnita del caparazón de los caracoles. De todos modos, la tradición era recoger frutas, buscar jutes y llevarlos a casa para toda la familia. Después de desayunar, todos salieron a buscar su árbol para trepar, en cambio mi papá ya tenía el suyo ahí mismo. Se puso un morral debajo del brazo y trepó el árbol. Cuando el morral se llenaba, lo deslizaba hacia abajo con un lazo, yo lo vaciaba y él lo volvía a jalar. No nos llevó mucho tiempo juntar lo que necesitábamos y nos quedamos esperando a los otros que habían ido un poco más lejos para trepar en árboles muy gruesos y altos.

Cuando todos estuvieron listos, prepararon sus cargas y caminamos un poco para llegar a otro pequeño ramal del río Lagartero donde sacábamos los jutes para llevar a vender a las aldeas. Aprovechando que estábamos allí, mi papá y mis tíos se metieron al agua a buscar más de esos caracoles para llevar suficiente a la familia. Esa era una de las comidas más comunes entre los mayas.

Mientras mi papá buscaba jutes en el río, de lejos vi un panal y me dediqué a bajarlo a hondazos. El panal tenía mucha miel y yo me sentí feliz porque nunca había encontrado uno tan lleno como ese. Así que comí de lo lindo. Como a las dos de la tarde, después de que todos juntaron sus jutes, dispusimos regresar a casa. Caminando detrás de mi papá, comencé a sentir un gran dolor en el estómago. Bajé dos limones de un árbol a orilla del camino y me fui chupándolos, pero mi dolor se intensificaba. Entonces le dije a mi papá que ya no podía caminar por el gran dolor de estómago, y él, muy preocupado, me preguntó: “¿Qué comiste?” Le tuve que decir que había comido la miel de un panal. Afligido me dijo que me apretara la panza mientras llegábamos a casa. Los demás seguían avanzando, pero yo no aguantaba. “Papá, voy a ir al monte”. Él sabía que eso significaba que iba a intentar defecar, pero no pude. Todo me dolía y sentía mucha sed.

Ya todos estaban algo lejos cuando los alcancé. “Papá, ya no aguanto el estómago. Me voy a acostar en el camino”, le grité. Cuando mi papá se dio cuenta de que yo realmente necesitaba ayuda, le dijo a mis tíos: “Adelántense, yo tendré que pasar a mi milpa un rato”. Afortunadamente ya estábamos cerca de la milpa de mi papá donde yo iba a traer maíz con mi mamá. Al llegar a la troje, mi papá barrió el lugar y me acostó en el suelo, mientras me decía: “Quedate quieto y ahorita te preparo una medicina”.

Encendió el fuego y puso agua a calentar en una ollita que mantenía en la troje. Luego, ahí cerca comenzó a arrancar las raíces de una planta como bejuco y de hojas redondas. Después de lavar los trocitos de raíz, los machacó y los metió en el agua para que hirviera. Cuando estuvo listo, quitó la ollita del fuego y comenzó a entibiar el agua que me sirvió en una jícara. Me tomé la medicina. ¡Estaba muy amarga! “Esta es muy buena medicina”, dijo mi papá mientras yo seguía allí acostado. “Esta planta se llama sut’ut’ en nuestro idioma y en español se llama curarina”, me explicó.

Ciertamente, aquella planta era muy buena para el dolor de estómago, pues pronto me relajó y comencé a sentirme mejor. Me dolía un poco el estómago todavía, pero ya lo podía aguantar. Así fue como continuamos nuestro camino a la casa, donde él le contó a mi mamá lo sucedido. Llegaron al acuerdo de que yo no debía comer cosas dulces, pues siempre me dolía el estómago cuando comía miel. Ellos no lo sabían, pero años después, ya de joven, estuve hospitalizado; en ese momento me di cuenta de que era alérgico a la miel.

Los niños de mi edad conocíamos bien el bosque y sabíamos defendernos de los peligros. Lo que aprendemos cuando somos niños siempre nos sirve cuando somos adultos, especialmente lo que aprendemos haciendo. El bosque era un lugar de muchos misterios y yo nunca quise encontrarme con Witz, el dueño del cerro. Evitábamos ir muy lejos o hacia lugares donde nuestros padres nos decían que la gente había tenido problemas y accidentes. Y eso de los accidentes para los niños era común, pues éramos demasiado aventureros y nos arriesgábamos. Varias veces me caí de los árboles y mi papá, a pesar de ser muy estricto, me llevaba cargado donde los curanderos o hueseros para tratarme algún hueso roto.

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