El pacto de las viudas

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F., N., O., E., R., M. fueron volando sin alharacas o sustos, sin gritos, sin siquiera cambiar un ápice el guion establecido. Todos saltaban y abrían los brazos para inaugurar el vuelo y ninguno improvisó por ejemplo saltar de espaldas o haciendo una figura diferente. No. Saltaban y abrían los brazos cual águilas o ángeles y en silencio se precipitaban al mar. A. pensó que era hermoso, un hermoso vuelo, pero esto tampoco tendría relevancia alguna porque, a fuerza de ser sinceros, ninguno de ellos, ninguna de esas personas a las que no hemos puesto nombre porque solo las veremos volar, pensó lo contrario. Unanimidad absoluta en la belleza angelical de verse volar, jamás tan seguros de haberse cobrado su tiempo.

Nunca habría pactado con las viudas si no llega a ser por el odio. Un odio feroz que me nació en la sangre el día en que el Estado filipino, esa panda de desagradecidos, sacó a subasta todo lo que era mío, todos los regalos que me había hecho mi marido, mi pobre Ferdinand. Esa humillación de proporciones internacionales no la perdonaré nunca. Nunca. Imelda solo hay una. Imelda soy yo.

¿Disfrutar de la venganza? Por supuesto. La venganza es un plato que se sirve frío, pero que sabe dulce. Subastaron mi hermosa colección de 1220 pares de zapatos cuando aún estaba inconclusa. Me quitaron mis joyas y los cuadros de Picasso, Gauguin y Pisarro que tenía en casa, porque la pintura es una de mis debilidades y no es lo mismo levantarse cada día sin ver Mujeres de Tahití o Las señoritas de Aviñón. Destartalaron mi vestidor, el corazón de mi hogar, y ese día pude oír estremecerse de cólera, allá en su tumba, a mi esposo Ferdinand, en paz descanse. Lo que el mundo le estaba haciendo a su santa esposa merecería venganza.

Pasé toda una vida forjando mi colección de zapatos como para aguantar que unos justicieros de poca monta la subastaran con la excusa del dinero del pueblo. Mi proyecto era acumular siete mil pares de zapatos, como siete mil islas tiene mi país, mi Filipinas del alma. Truncaron de mala manera mis ilusiones y desvalijaron mi vestidor y eso para mí fue lo mismo que si me hubieran violado en una plaza pública. Incluso peor. No me dieron tiempo de explicar siquiera las mágicas conexiones entre pares de zapatos. Nunca fue una colección azarosa, sino que cada pareja de zapatos estaba revestida de un simbolismo valioso. No era un simple montón de calzado caro. No. Había en mi colección cierta precisión museística, y si había pares de grandes diseñadores no era solo por su exclusividad, precio prohibitivo para mortales y belleza, sino por las secretas conexiones artísticas que establecían entre ellos al ponerlos juntos, al exponerlos en mi vestidor. Un museo reúne belleza. La belleza es sagrada. Mi zapatera era un museo y, consiguientemente, un lugar inviolable.

Mi extravagancia ostentosa es un ismo más, una vanguardia artística. Por eso ordené incluir en los diccionarios la palabra imeldífica, sinónimo de esa ostentación que ya marca tendencias, porque a mí lo que de veras me interesó siempre fue la moda. Y aunque mis compañeras del Pacto no acaben de entender mi frenética actividad como mecenas, es lo que de verdad me hace feliz. Becar a los artistas del siglo XXI a través de mi fundación para que me ayuden a inmortalizar el imeldismo como movimiento artístico surgido a partir de Imelda, viuda de Ferdinand Marcos, dictador filipino, es mi razón de ser. Impresionismo, Cubismo y pronto, tiempo al tiempo, el Imeldismo, principal corriente artística desde el Postmodernismo.

Me resulta fácil corromper artistas para que promocionen sus propuestas, en cualquiera de los campos del arte, como imeldistas o imeldíficas, término este último que prefiero porque denota, además, cualidad de magnífico. Es facilísimo, cuando se tiene tanto dinero y poder, manejar el mercado del arte. Gracias a mi billetera pongo de moda, por ejemplo, una calavera humana hecha de diamantes, orquesto una buena campaña de comunicación en los suplementos culturales de los principales diarios europeos y americanos y después organizo una buena subasta mediática previo pago de alguna cifra astronómica y ya está, semanas después comienza el goteo de peticiones de museos y galerías de arte de todo el mundo solicitando alguna obra imeldífica.

Pero mi venganza no ha sido siempre tan artística. No. Confesemos la verdad. El Imeldismo es un divertimento, aunque también un invento a mi medida para continuar haciendo dinero fácil, pero es incapaz de saciar todos los huecos de aquella humillación. Quiero que mueran los flacos de espíritu, los mediocres. Quiero que mueran los débiles y quiero que mueran todas esas gentes comunistas, ecologistas y yo qué sé qué más, pero que hacen siempre un mundo peor. Y hay que decirlo claro. A mis compañeras del Pacto no les gusta que hable así. Yo les digo que es mi forma de ser y que si una vez dije que sería la madre del mundo es porque sabía que sería verdad. ¿Qué otra cosa hacemos las que estamos en el Pacto? Parir, como mujeres que somos. Parir. Pero parir un mundo nuevo. Un mundo mejor. Un mundo diferente.

–Todos estos años le han dado la razón a Armando. Nadie habría pensado que esto pudiera ir tan rápido. Calibán es la isla de los demonios— le dijo Catalina Prieto a Danilo Porter.

Observó su casa, al menos el pequeño salón donde lo había agasajado con café y unas galletitas danesas de mantequilla que extrajo de una lata redonda y azul. Nada, en todo lo que vio desde que Catalina le abriera la puerta y lo condujera por un largo pasillo hacia el fondo de la vivienda, donde se hallaba el acogedor salón, le había parecido raro o sospechoso a Danilo Porter. Pensó encontrar numerosa imaginería religiosa, altares, santos, cirios gruesos y velas envueltas en plástico rojo, colores cardenalicios, rosarios, cuentas, en fin, ese tipo de decoración propia de los hogares de personas beatas. Sin embargo, los objetos que contemplaba eran normales. La austeridad se imponía en el mobiliario, en su mayoría piezas forjadas en madera de pino y barnizadas después en marrón oscuro, pero brillante. Había algunos libros y reconoció algunos títulos del escritorzuelo local, Alameda del Rosario, mezclados con novelas románticas, a juzgar por los habituales diseños de tapas rosas. Había pequeños mantelillos bordados en tela blanca con pespuntes de motivos florales, dos o tres figuritas de porcelana, unos elefantes, unos cisnes, un adonis con un violín y tres cuadros: dos marinas y una acuarela que representaba con realismo el bosque de sabinas, el emblemático árbol autóctono de la isla. Al fondo del salón, en penumbras, la silueta de un piano.

—Me lo regaló don Daniel, el cura que sustituyó a Armando después de saber que él me había enseñado a tocar. En su día fue propiedad del famoso tenor Luisón Montoto— dijo Catalina en cuanto se percató de que Danilo Porter había detenido su vista en el instrumento.

—Ya no lo toco casi nunca. No es lo mismo. Armando era un gran profesor— añadió Catalina, y suspiró, como quien se acuerda de los buenos tiempos que ya pasaron.

—¿Usted le creyó? —preguntó de sopetón Danilo Porter.

—No, en aquellos momentos no. Pero han pasado veinte años y, en cierto sentido, todos estos años le han venido dando la razón. Esta isla es la isla de los demonios. Como habrá comprobado, la isla está cada vez más deshabitada. Entre los suicidas y la gente que se ha ido marchando, solo quedan los viejos, viejos sordos. Esa es la verdad.

Danilo Porter escuchaba con atención, pero, al mismo tiempo, no podía dejar de estudiar la belleza intemporal de Catalina. Si le hubieran preguntado, no habría sabido decir siquiera una cifra aproximada que retratara la edad de aquella mujer.

—¿Pero usted no creerá esos cuentos?

—No es cuestión de creer. Yo solo digo que desde que Armando murió esta isla ha caído en picado, como si estuviera maldita, como si, efectivamente, fuera el laboratorio experimental del Mal, como Armando decía. Como si Calibán fuera el ejemplo de lo que poco a poco habría de pasarle al mundo todo. En veinte años ha desaparecido más de la mitad de la población. Unos se suicidaron, otros simplemente se marcharon con toda su familia y otros huyeron, desesperados, acaso para después suicidarse en otros lugares. Ahora sé que todo el mundo está igual, solo que en un mundo pequeño, un mundo pequeño como es la isla, estos estragos se notan más. Es el fin del mundo. Y sé que en esta isla, como vaticinó Armando, es donde comenzó todo. Si no fuera así, ¿a qué habría de venir usted aquí, a esta isla ausente en tantos mapas?

—Es cierto. Estoy buscando respuestas a mis preguntas. Quiero saber por qué el mundo se está yendo a pique tan de repente.

—¿Y ha encontrado respuestas?

—Todavía no. Solo indicios, pistas.

—En mi opinión lo que debería buscar son soluciones. Soluciones y no respuestas.

—Cuando empezaron a registrarse esas pavorosas cifras de suicidios en la isla las autoridades españolas comenzaron a buscar las razones…

—Sí, claro, pero no encontraron explicaciones plausibles y en cuanto la cosa comenzó a complicarse abandonaron el asunto. Mutis por el foro, si te he visto no me acuerdo— zanjó Catalina con frases hechas aquella larga conversación que había incluido el detallado relato de los hechos acaecidos en el pasado con don Armando.

Se levantó y trajo la lata de galletas danesas. Puso algunas sobre un plato y volvió a servirle café a Danilo Porter. Cuando se movía, parecía que el silencio envolvía sus pasos, sus ademanes, todos sus movimientos, como si toda ella estuviera hecha de aire.

—Pregúnteme— dijo de pronto.

—¿El qué? — respondió con sorpresa Danilo Porter.

—Vamos, pregúnteme.

—Está bien. ¿Y esa oreja? Perdone que me haya fijado. No querría molestarla con mi pregunta un poco impertinente.

 

—Perteneció a una jovencita que no pudo soportar su repentina sordera. Como sabe, la ley actual habilita a los médicos para hacer trasplantes de cualquier órgano o parte del cuerpo en caso de muerte accidental o suicidio. Ya no es como antiguamente, que la persona debía dar su consentimiento en vida y hacerse donante, o que la decisión debía recaer sobre algún familiar.

—Pues permítame que le diga que fue un trasplante muy bien hecho.

—Es cierto.

—Muchas gracias, doña Catalina. No le quito más tiempo. Gracias por el café y las explicaciones.

—Una cosa más.

—Usted dirá.

—Me gustaría que me tutearas. Esa fórmula de respeto me hace sentir vieja.

—Está bien, nos tutearemos entonces. Gracias Catalina.

—¿Estarás aún un tiempo en la isla?

—Sí. No sé cuánto, pero me gustaría volver a hablar contigo, si no tienes inconveniente.

—Cuando quieras. Casi siempre estoy en casa.

—Gracias otra vez.

—De nada.

—Hasta pronto.

—Hasta pronto.

Pensó en darle un beso en la mejilla, a modo de despedida, pero extendió la mano para estrechársela. No supo por qué, pero se quedó con las ganas de haberse acercado a Catalina con aquella fórmula educada. Salió de la penumbra de la vivienda de Catalina al sol del mediodía. Casi le dolieron los ojos. Tuvo la impresión de que salía de la atmósfera de un sueño, pero, curiosamente, no lo ataban a la realidad sus pasos por la calle, ni el calor del sol, ni el sudor que le corría hacia la barbilla ni las pocas gentes que se fue cruzando en su camino hacia su apartamento. No. Lo que de veras le ataba a la realidad era el furioso hormigueo de excitación que sentía en su sexo. Aquella mujer de edad impredecible, su propio misterio, lo excitaban de una manera desconocida e inesperada para él. No como lo excitaba el energúmeno enamoramiento de Eleonore. No. Era un deseo distinto, extremadamente abstracto y, al mismo tiempo, golosamente carnal. Pensó que pronto compraría una botella de vino y volvería a visitar a Catalina.

Hay hombres que se sienten encerrados en un destino. Hombres que saben que nada ni nadie podrá distraerlos de su cometido en el mundo. Danilo Porter era uno de ellos. Estaba seguro de que no se engañaba. Estaba más que seguro de que dentro de él latía un destino de verdad, que no había venido a parar a este mundo para morir en el lodazal de la mediocridad. No sabía por qué ni para qué, pero su afilado instinto le dictaba ese proceder: tenía una misión. Como los héroes de las antiguas novelas de caballería. Levantarse al alba, en cuanto el gallo saludara la madrugada, subirse a la montura, corcel de raza, conquistar villas y castillos y salvar princesas y derrotar ogros y demonios panzudos y verdes y ganar la batalla al mal.

Hace unos años, cuando se casó con Eleonore, creyó que pronto sería padre y que se acomodaría a una vida familiar, en su piso de la calle de María de Molina, en el centro noble de Madrid. Que su dignamente remunerado trabajo como detective privado para la Seguridad Social del Estado español le aseguraría una vida plana, feliz padre de familia con vacaciones de invierno en alguna estación de esquí como Baqueira y vacaciones de verano con pulsera de todo incluido y playa privada en alguna isla canaria. Que se haría socio de algún club de postín y jugaría al pádel. Que envejecería junto a Eleonore y sus hijos y que un día moriría de golpe de cualquier achaque más o menos imprevisto.

Pero los hijos no llegaron, aunque con Eleonore lo intentara solo unas pocas veces. Mejor dejarlo estar. Dolor que todavía duele.

Los cementerios de Isla Calibán se habían quedado pequeños por culpa de tanto suicida. Dos de los tres que había en aquella isla habían sido ampliados y la media docena de cipreses que habían servido para adornarlos y para dar un poco de sombra a los muertos, habían sido talados y arrinconados a un lado de la carretera que ahora transitaba Danilo Porter.

Hacía mucho calor y por eso se había embadurnado de crema solar factor cincuenta la cara y los brazos. Danilo Porter parecía un turista, con su gorra y sus gafas de sol, uno de esos turistas tan curiosos que no dejan de ver siquiera los cementerios de los lugares que visitan. Pero no era turismo lo que había llevado a Porter a visitar aquellas tumbas sino, más bien, la intención de corroborar algunas informaciones que le había facilitado Catalina Prieto y los nombres y fechas de fallecimiento de muchos de los habitantes de aquellas tierras castigadas por el sol y la sequía.

Comprobó, ya sin alarma, cómo los decesos aumentaron en el año 2000 y se mantuvieron en alza durante las dos primeras décadas del nuevo milenio. Sacó su libreta y fue buscando las tumbas de muchas de las personas de las que le había hablado Catalina. Encontró a Óscar, el jipi del pueblo, que también fue uno de los primeros en suicidarse, provocando un escape de gas en su casa. La gente no hizo caso, dijeron que había sido un accidente porque Óscar era depresivo y desde joven había estado coqueteando con las drogas.

También encontró la tumba de Campiro, el dueño del perro Tarzán, quien poco después de la muerte del can se había arrojado por la borda de su propia barca con un gran bloque de cemento atado al cuello. Y la de Anselmo Viveiros el portugués y su esposa Marina Jacobina, quienes, según sus informaciones, habían muerto envenenados. Y se detuvo ante la tumba de Alameda del Rosario, el escritor de Calibán, quien, al parecer, había muerto en una cueva haciendo el amor con una jovencita. Y después estuvo en la tumba de Juan el Chingo y en la de Celedonia Jesús, a sabiendas de que tras aquella lápida no había ningún cuerpo. Recorrió casi quinientas tumbas intentando encontrar alguna explicación, algún nexo entre aquellas muertes.

Pero la sorpresa llegó tan solo unos metros más hacia delante, hacia uno de los laterales de la hilera de nichos que se extendía, como un gran muro, hacia el sur del camposanto. No le extrañó ver la lápida de Armando Monteliú, sino el hueco libre que había junto a ella, una tumba reservada para, y leyó con gran asombro las letras escritas sobre el cemento, Catalina Prieto.

–Piedrita, piedrita lunar, dime quién es la más bonita del lugar— pregunto nada más despertarme, sentada frente a mi tocador, donde tengo mi piedra. Mi marido Francisco, mi Caudillísimo de España, me la regaló nada más recibirla de manos del director de la NASA, una vez los norteamericanos volvieron de su expedición a la luna. Fue hace mucho, en 1969, si no recuerdo mal. Francisco me dijo tómala, es para ti amor mío, me han asegurado que esta piedra lunar es mágica, mi amor, mi Carmen de mi alma, porque mi Francisco tenía sus efusiones cariñosas, no vayan a creerse, que él también tenía su corazoncito, aunque lo reservara para la intimidad. Me dijo también que cuando muriera la introdujera en su féretro, para que lo enterraran en el Valle de los Caídos con el pedrusco, pero en esto, digo, como pueden comprobar, sí que no le hice caso. Para entonces la piedra lunar llevaba seis años conmigo y me había acostumbrado a hablarle todos los días. Todos, porque confiaba en sus poderes sobrenaturales para darme salud y belleza. Sí, como las brujas de los cuentos para niños, solo que yo poseo una auténtica piedra de la luna. Una piedra lunar para mí sola. Mis amigas del Pacto de las viudas saben que solo yo puedo presumir de tener un objeto extraterrestre, un objeto que el dinero no puede comprar. Cuando Imelda la vio pude comprobar cómo en sus ojos titiló un hilillo de envidia mezclada con asombro. Me la pidió para exponerla un día en el marco incomparable de una de esas multitudinarias exposiciones que monta, pero yo me negué. Le dije que no quería que muchas miradas desgastaran el milagro de mi piedra. Rachele, Lucía, Mirjana y Eva entendieron mis razones a la primera, pero Imelda está cada vez más obsesionada con el Imeldismo, y quiere que todo sea imeldífico. Eva estuvo muy astuta, y le explicó que para que finalmente su corriente artística triunfara, debía dejar que decayera, que la historia la absorbiera, para que, con el transcurrir de los años, un día, volviera a florecer y volviera a ponerse de moda. Le dijo que solo así lograría que el Imeldismo la sobreviviera. Le gustó tanto la idea de Eva que abandonó su insistencia y me dejó tranquila con mi hermosa piedra lunar, que es pequeña, sí, pero que vino de la mismísima luna. Ahora estamos metidas en un ambicioso proyecto para crear la primera colonia humana estable en Marte y, por supuesto, en el contrato se recoge que los astronautas que subvencionamos deberán traernos una piedra marciana para cada una de las viudas del Pacto. De todos modos, yo sé que las piedras marcianas no tendrán el mismo efecto saludable que mi piedra lunar. Lo sé porque la luna es un espejo. Un espejo que se refleja en todos los mares y lagos y ríos de la Tierra. La luna es el espejo que está en el cielo para reflejar la belleza de nuestro planeta. Es por eso que tiene esas propiedades mágicas, extraterrestres. Mis compañeras del Pacto saben que me conservo tan bien gracias a mi piedra, y eso que me he sometido a muchas menos operaciones y trasplantes que ellas, aunque yo ya también tengo todos mis órganos vitales clonados, no vayan a creer que soy una descerebrada y que desaprovecho todos estos avances de la ciencia. Más vale prevenir que curar, que eso siempre lo decía Francisco cuando firmaba encarcelamientos, torturas y fusilamientos más que dudosos. Más vale prevenir… Mi Francisco siempre fue un sabio.

He de confesar, sin embargo, que de mis compañeras del Pacto yo fui la primera en ponerme pechos y vagina nuevas, que para eso digo yo que hemos invertido tanto dinero en propiciar avances médicos y científicos y en cargarnos todas aquellas estúpidas leyes del siglo pasado que prohibían la clonación. Además, junto con Eva y Rachele, yo era la más vieja, la más deteriorada por el tiempo. Quería que los hombres me desearan. Necesitaba ver el deseo en los ojos de algún hombre. Conste que mi Francisco fue siempre un buen marido, pero todo el mundo sabe que era, que era… digamos que un poco flojo. Cumplidor solo a su manera. Hay que entenderlo. Tanta guerra y tanto muerto en sus manos agotarían a cualquiera, que gobernar España siempre ha sido tarea compleja y agotadora. Y mi Francisco cumplió siempre con España, aunque conmigo y en la cama cumpliera un poco menos. Gobernar ahora sí que es fácil. Que nos lo digan a nosotras. Hemos colocado gobiernos en casi todos los países que nos importan y buenos amigos al frente de la economía, que, a fin de cuentas, somos nosotras. Vamos alternando, en función de nuestros intereses, periodos de bonanza con periodos de crisis. Es el único camino que hemos encontrado para salvar a nuestro planeta. Además, había demasiada gente, una espantosa presión demográfica, gente consumiendo, gente contaminando, gente comiéndose las reservas del planeta. Había que poner remedio a todo este desmán. Y por eso en el Pacto decidimos empezar por China. Por eso y porque los chinos, en sí mismos, no nos gustan. Tienen todas esas costumbres diferentes y son tan distintos que no entran por el aro. Según nuestros últimos datos ya los chinos casi no son fértiles. Menos mal. Nuestro tabaco transgénico está funcionando a la perfección. Fue la solución elegida, porque el Gobierno chino es muy fuerte y era demasiado peligroso meterse con ellos. Ahora hay un nuevo equilibrio, aunque no hayan desechado esa prehistórica idea del comunismo. Ellos son así y quizá por eso tienen los ojos rasgados, para mirar siempre desconfiadamente, como de reojo. Ahora nuestra pandemia de infertilidad los está poniendo en su sitio, que el orden es siempre muy bonito y no sobra en ningún lugar.

Decía que me habría encantado que Francisco pudiera verme ahora. Con mi alma intacta, pero con estos pechos hermosos y esta vagina que saliva al instante y que recibe al amante con alegría a veces tan desproporcionada que siento algo de vergüenza. Soy otra, pero soy la misma. Si no lo viera jamás lo habría creído. Nuestros laboratorios de clonación de órganos y nuestros hospitales son verdaderos milagros de la ciencia y la tecnología.

Pero siempre me acuerdo de ti, Paco, enterrado en tu panteón del Valle de los Caídos. Espero que te haya gustado el sistema de calefacción que hice instalar allí solo para que en el invierno no pasaras frío ni te dolieran los huesos. Los dos sabemos que el Escorial es gélido en enero. Aunque tenga esta vida tan nueva, ya ves que no te olvido, y eso a pesar de mis regeneraciones cerebrales anuales. No te he contado, cariño, lo último en medicina, una sustancia química que utiliza como principio el aloe vera y que resulta que ralentiza el envejecimiento del cerebro. La panacea. Tenemos a muchos científicos trabajando en este asunto. Pero, en fin, que no quería hablarte de estas cosas que a ti ya ni te van ni te vienen sino excusarme un poco por no ponerte la piedra lunar en la tumba. Compréndeme. Y también quería darte las gracias por haber sido tu esposa. Fui feliz, aunque ahora lo sea más. Mucho más. Además, si no hubiera sido tu esposa jamás habría podido formar parte del Pacto de las viudas, así que, si necesitas algo, házmelo saber. Y por favor, no me recrimines que no visite tu tumba asiduamente. Ya sabes que hace mucho tiempo que no resido en España ni que me paso por Galicia, que allí siempre llueve y está ese tiempo gris ceniciento. Me da pereza volar desde Nueva York a Madrid, cada vez más, y eso a pesar de que nuestros aviones tardan menos de tres horas. Ahora estamos intentando que los nuevos reactores contaminen menos, porque no sé si sabes que el agujero de ozono no ha parado de crecer. Por cierto, voy a dejarte ya, voy a llamar a Eva para saber cuándo es la próxima reunión del Pacto. Será un cónclave importantísimo, porque nos van a actualizar la información sobre la construcción de Villa Viudas, al sur de Marte. En estos momentos es lo que más nos tiene preocupadas. Hay que darse prisa, porque, aunque hemos ralentizado la inexorable destrucción de la Tierra, los estragos del cambio climático y la lluvia ácida son irreversibles. Lentos, pero irreversibles. Adiós Francisco, quiero decir, hasta pronto, no me entiendas mal. Y piensa en mí de vez en cuando, que ahora tienes todo el tiempo del mundo, piensa en tu Carmen, querido. Bueno, ahora tengo que dejarte, que ya llegó mi helicóptero.

 

Danilo Porter se atragantó con la sorpresa, allí, en medio del cementerio de Rijalbo, contemplando la futura tumba de Catalina Prieto, la mujer con la que había hablado hace unos días. De pronto se sorprendió pensando en fantasmas.

El viento empezó a soplar con más fuerza, repentino. Vio, a lo lejos, el mar. Un mar que hasta hace un momento era solo azul, un azul solo hasta donde alcanzaba la vista, pero que ahora se teñía con las letras blancas que le escribía en el lomo la súbita ventolera. Corrió hacia el coche para buscar abrigo, porque el polvo de las tierras baldías se encrespaba en espirales que magullaban los ojos.

Condujo el vehículo que había alquilado hacia la casa de Catalina Prieto. No pensó que podría ser una hora algo intempestiva, que era la hora del almuerzo y la siesta y acaso de ver alguna telenovela por la televisión. Pensó, solamente, que quería preguntarle a Catalina a qué venía tanta previsión con su propia tumba y, también, cuántos de aquellos suicidas cuyos nombres tenía apuntados en su libreta se habían quedado sordos. ¿Cuántos?

De repente, a la salida de una curva, tuvo que clavar los frenos y dar un volantazo para impedir el derrape. Un perro cruzaba la carretera, lentamente, como si fuera dueño de aquel paisaje de lavas volcánicas que solo alteraba el asfalto que ahora chillaba bajo las ruedas del coche. El chirrido espantoso de los neumáticos debió haber asustado al can, un chucho de difícil linaje, pero lo cierto es que, si alguien en aquella escena se llenó de susto no fue el perro sino Danilo Porter. El animal prosiguió su camino, muy dueño de aquel territorio, y mientras cruzaba la carretera se limitó a echar un vistazo altanero al coche y a su ocupante, hombre con cara de pánico aferrado al volante, aunque ese instante, ese solo instante, bastó para que Danilo Porter se percatara de que el chucho tenía los ojos muy amarillos y de que no tenía orejas. Cruzó el asfalto y brincó hacia el mar de lavas mientras Danilo Porter lo seguía con la vista. Quizás por eso no oyó el motor del coche. Debió de ser uno de los perros que sobrevivió a la persecución del cura don Armando, se dijo, pero cómo es posible que esté vivo, y por qué no ladró siquiera de susto, y ¿estaría de verdad vivo? Y las preguntas y las dudas y los pensamientos, cada vez más escabrosos, cada vez más raros, se le fueron agolpando con frenesí confuso hasta nublarle la mente. Pisó el acelerador y condujo en dirección a la vivienda de Catalina. En cinco minutos estaría allí, frente a la puerta, dispuesto a golpearla con sus nudillos y entrar y volver a tener su quinta o sexta charla con Catalina, Catalina y sus misterios, aunque casi podría decirse que eran amigos, amigos, que para eso ella le había demostrado confianza y regalado su ayuda.

Frenó junto a la casa, pero, en cuanto se bajó del coche, su impulso primero pareció desvanecerse. Sintió de nuevo la fuerza del alisio que empezaba a arrastrar algunas nubes. Espirales de polvo y tierra crecían hacia el cielo, rizos alocados de viento que envolvían papeles, pequeñas ramas, bolsas de plástico que de pronto salían despedidas hacia el cielo y extendían sus alas como desconocidos pájaros cambiantes, amorfos, ruidosos. Y ya se iba, se largaba de allí, volvía hacia el coche, con los brazos caídos y el semblante caído y siendo la pura imagen del abatimiento cuando la voz de Catalina vino a su encuentro. La voz lo buscó para tocarle la espalda con una palmadita y hacer que se diera la vuelta y ver a Catalina sonriendo, a Catalina asomada a la puerta de su casa con la puerta solo entreabierta para que no se colara viento y polvo, a Catalina sonriente diciendo ven Porter, pasa, y entonces Danilo Porter no sabe por qué asociación de ideas se acordó de Ulises y las sirenas, pero ven, ven, pasa, y entonces Danilo Porter alzó su figura antes alicaída, subió sus hombros, dibujó un gesto de alegría y encaminó sus pasos firmes hacia la voz, protegiéndose los ojos del viento caminó hacia la música de la voz que lo invitaba. Y volvió a acordarse de las sirenas y de Ulises y eso pensó justo antes de sentir que su propia soledad, la soledad gorda y verde que lo inundaba demasiado a menudo, desaparecía, de golpe rota en mil pedazos desaparecía y se iba con el viento por ahí, lejos, a lamerse las heridas.

Imelda cruzó el enorme jardín que separaba los dos niveles del ático neoyorquino ubicado en un lujoso rascacielos de la elitista Zona Cero. Había quedado allí con Carmen, Fidela y Lucía, para así, las cuatro viudas, conversar en español a sus anchas, porque Eva, Rachele y Mirjana eran incapaces de articular otra lengua que no fuera la propia además del inglés, lengua oficial del Pacto. En sus manos Imelda llevaba tres ejemplares del último número de Vanity Fair, una de las escasas revistas que mantenían una selecta edición en papel, solo para suscriptores adinerados. Los ejemplares en español se los pensaba regalar a sus compañeras. La portada estaba dedicada a Alfred Voeller, último abanderado del arte imeldífico, un viejecillo de larga barba canosa que posaba junto a sus estatuas, cuerpos humanos disecados en posiciones que imitaban esculturas clásicas como el Discóbolo o el David. Imelda le dio un ejemplar a cada una, mostrando su orgullo, y confesándoles al mismo tiempo que el Guggenheim de Nueva York y el de Bilbao habían dedicado sendas exposiciones retrospectivas a Voeller, su último apadrinado.

—Soy la reina del arte contemporáneo— dijo, y se dejó caer sobre un mullido sofá de cuero.

—Estás obsesionada, definitivamente obsesionada— dijo Carmen, dibujando una sonrisa un tanto alterada por sus labios pletóricos de bótox.

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