El pacto de las viudas

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Abril siempre le traía a la memoria algún recuerdo de Eleonore. Abril, memorias mil. Habían pasado ya tres años desde la última ruptura matrimonial de Danilo Porter. Tres. Y, bien mirado, tres años era mucho tiempo, pensaba, pero también pensaba que no, que acaso era poco, que quizás podrían volver a estar juntos. El tiempo solo lo ayudaba a engañarse. Caminó por la calle que se alargaba junto al mar hasta llegar al hostal que había alquilado en Rijalbo. Los recuerdos se le apelotonaban en su memoria.

Corrió al cuarto de baño. Se desnudó y se sentó en el retrete. Cerró los ojos en busca de concentración y comenzó a masturbarse porque en su memoria bastaban unas pocas imágenes para sacudirle las entrañas, aunque el rito siempre empezaba por sus pies sus pies pequeños cuando ella se ponía en pie y apoyaba sus brazos en la pared y en la pared veía su mano pequeña y el recorrido de su brazo y después su melena pelirroja y ya después del después su espalda coronada por las blancas nalgas blancas abriendo el centro que horado, perforo hacia dentro y veo que entro y salgo, entro y salgo, pero la vista se me va a sus pies sus pies

pequeños que se crispan, dedos hacia arriba, con los empellones y entonces yo me pongo a contar, a contar números, uno, dos, tres, cuatro, cinco, a contar tratando de concentrarme y llegar a diez, a veinte, a cincuenta, de llegar al número cien, cien veces cien para retrasar mi orgasmo y verla a ella, ese largo deseo infinito, construido con visiones de su pelo rizos que agarro con la mano porque a ella le gusta y a mí me gusta y así me clavo más adentro de ella con su trasero alzado, su culo en mi memoria, grieta de medias lunas donde encontrar hondos los dos orificios los dos, el otro en el uno y el uno en el otro, los dos embarrados orificios porque ella moja y remoja torrentosa y yo sigo contando cuarenta y ocho cuarenta y nueve y cierro los ojos, pero los abro de nuevo para ver cómo entro ahora en el orificio de arriba y me aprieta y veo a ambos lados de su ano paraíso las pequeñas rojeces, los pequeñísimos granos que adornan sus lunas nalgas y quiero seguir contando sesenta y tres, sesenta y cuatro, pero ella se incorpora y entonces salgo de la madriguera un instante un segundo porque ahora caemos vorágine en la cama y en la cama ella se abre toda gruta untadora pierna para aquí pierna para allá y yo entro y a cada lado de mi cara sus pies pequeños, pequeños sus pies que beso y huelo y entonces ya no habrá números que valgan ni distracciones ni volver a contar porque uno dos tres cuatro y ya el pensamiento placer se me nubla con la idea de que es mía mía mía mi mujer y que quiero embarazarla y dentro ponerle todo el hervidero de mis testículos cuando ella dice préñame, vamos préñame, y entonces yo ya me voy oyéndola gemir y me voy y me voy y me voy diluyendo, fluido con fluido, exprimiéndome a espasmos para que ella note allá dentro la viscosidad blanca de mi amor por amor por amor por sus pies pequeños.

Ahora abro los ojos. Antes había mi sudor. Y el suyo que era el mío. Sus ojos y nuestros besos reposados. Te quiero y te quiero, pero ahora abro los ojos y solo hay mi mano agarrada a mi pene, este retrete donde escurre mi semilla inútil y condenada, y un último retal de pensamiento que aún se pregunta si sería posible volver a sus brazos, a su sexo. Su sexo, mi raíz. Y el consuelo casi tonto de que más adelante volveré a tener su recuerdo, y en el recuerdo volveré a tener sus pies, sus pies pequeños.

Las viudas me llaman Réichel, pero yo me llamo Rachele, Rachele Mussolini. Antes de casarme con Benito fui al manicomio de las afueras de Roma donde había internado a Ida, Ida Dlaser, su primera mujer. Ida se había vuelto loca después de dar a luz a su único hijo, un hijo que Benito nunca reconoció y que nació con espina bífida y sus cuatro extremidades atrofiadas. Casi un monstruo, el pobrecillo. Fui a hablar con ella porque entre mujeres, por muy locas que podamos estar, siempre nos entendemos.

Nunca olvidaré el escalofrío que me recorrió la espalda cuando por fin me abrieron las rejas del pasillo que conducía a la habitación donde confinaban a Ida. Nunca pensé que un hospital mental pudiera ser tan silencioso. Esperaba escuchar lloros, llantos y lamentos, gritos y risas. Estaba convencida de que habría tanto ruido que me costaría hablar con Ida y hacerme entender. Jamás imaginé este silencio compacto, como si en aquellas habitaciones no hubiera seres vivos sino muertos. No caí en la cuenta de la brutal sedación con la que se desayunaban a diario aquellas infelices, porque en ese pabellón solo había mujeres encerradas.

De Ida me impresionaron dos cosas: sus ojeras, que pendían oscuras pómulos abajo, como desgarrándole la cara, y, al mismo tiempo, que ese desarreglo de su piel, indeseable manifestación de una tristeza honda, no la afeara, sino que le permitiera mantener unos rasgos finos, todavía bellos. Sus brazos, enflaquecidos, alambres que acentuaban su largura al finalizar en unas manos igualmente afiladas, con las uñas también largas bien pintadas de rojo alegre. Vestía, sin embargo, de negro, como correspondería a una viuda. Fue, en todo momento, amable, y me felicitó por mi matrimonio con Benito. No supe quién se lo había dicho, pero imaginé que cualquiera que en aquel sanatorio se hubiera enterado de mi visita.

No. No sé por qué lo hice. Pensé que debía hacerlo. Sentí muy hondo que se lo debía, que Benito no se había portado bien con ella. Su voz era dulce. Sus movimientos, lentos. Musicales. Nada delataba en ella su presunta y célebre locura. Al contrario. Afirmaría que, para ser una mujer tan joven aún y ya tan desgraciada, Ida rezumaba sosiego, una tranquilidad más allá del entendimiento. Y pensé que acaso esa paz era el principal indicativo de su locura, que precisamente no estuviera más enajenada después de haber parido un engendro que, según mi marido, no había sido engendrado por él sino que Ida le había sido infiel y que por eso los ángeles más negros de Dios le habían enviado esa venganza, esa terrible venganza. Por eso me imagino que Benito no tenía ningún tipo de remordimiento. Dios había intercedido para salvarle el destino y darle otra mujer, esto es, yo misma, Rachele Guidi, una perfecta madre italiana.

Porque fueron cinco. Cinco hijos los que parí, y eso que los tres últimos los tuve cuando yo ya solo veía a Benito en pintura, es decir, retratado en los cuadros de nuestra casa y en los lienzos y fotografías que adornaban todas las escuelas, todas las salas de estar, casi cualquier lugar de esta Italia de mi corazón.

Benito estaba siempre con Clara. No sé qué vio Benito en la Petacci, porque era más vieja y más fea que yo, sin duda, pero me habría gustado preguntarle qué le hacía, qué resorte activaba en él la Petacci para que incluso murieran los dos tan cogidos de la mano que ni siquiera los fusilamientos de la Piazza Loreto lograran separarlos. Hasta que la muerte los separe, digamos, abusando de la ironía, aunque fuera conmigo con quien Benito siempre se mantuvo casado.

Yo no oriné sobre el cadáver de Benito. Eso fueron habladurías del pueblo. No. No puedo dar la razón a esos historiadores del tres al cuarto que sostienen y argumentan e insisten en que yo oriné sobre el cadáver de mi marido. No fue así. Que sobre el cadáver de Benito pudieran caer algunas gotas yo no lo niego. Si acaso algunas gotas residuales. En aquellos momentos, tras el fusilamiento, había mucho jaleo en Piazza Loreto. Lo que yo no niego ni negaré nunca es que oriné sobre el cadáver de la Petacci. A esa pelandrusca sí que le meé encima. En toda la cara. No me negarán que se lo merecía, a ver qué droga, qué encantamiento de bruja le dio a mi Benito para que cambiara tanto y para que estuviera con ella, y no con la madre de sus hijos, hasta el mismísimo final. Pero yo no meé a Benito. Meé a Clara. Otra cosa bien distinta es que mi espléndida, inspirada micción sobre la boca abierta de Clara pudiera haber salpicado a Benito, tan cerca. Eso yo ya no lo sé, porque no quise detenerme a contemplar su cadáver, tan golpeado, pateado, tiroteado y escupido que había sido por el pueblo canalla, por el pueblo vengativo, que tampoco deberían ser así las cosas. Que Benito tuvo también sus buenas acciones. Y, como decía, yo meé a la Clara, delante del pueblo y delante de los soldados aliados para que todos lo vieran. La esposa de Benito meando los cadáveres.

Pero eso no fue así, repito, quede claro. Mear lo que se dice mear sí que meé. Pero a Clara. Directo a su boca. Un hilillo de pis que me hizo recordar los chorros de la Fontana de Trevi, tan barrocos. Lo que jamás pensé, la verdad, es que se cumplieran de ese modo los pronósticos de Ida, los que me hiciera tanto tiempo atrás durante mi visita al manicomio. A solas en la habitación, levantó su falda, y, casi de pie, orinó, como a trocitos, cuando yo menos me lo esperaba. Me dijo que así haría yo sobre el cadáver de Benito, un día no demasiado lejano. Y yo me fui del psiquiátrico pensando que Ida estaba efectivamente loca cuando resulta que era la más cuerda. Antes de marcharme, me volví para observarla por última vez. Ida levantó la mano y yo creí que para decirme adiós, pero lo que hizo fue abrir cinco de sus dedos. Cinco. Cinco para que me quedara claro que habría de tener cinco hijos. La sombra de su mano se recortó sobre el charco amarillo de sus visionarios meados.

El orín encaminó mi vida feliz, porque el gesto de haber meado sobre Clara fue interpretado políticamente por los aliados, y me hice más famosa aún, y me dejaron libre, libre como los pájaros a pesar de haber sido la esposa oficial de Benito, libre de toda carga. Y como por casualidad un soldado aliado había inmortalizado mi micción, mi trasero perfecto, inmaculado, sin estrías a pesar de haber parido cinco veces cinco, se hizo también célebre, y los mismos periódicos que publicaron a toda página mi meada gracias a la fotografía que había sacado el soldado, se hicieron eco de mi restaurante, Cinque, Cinque Pizzas, y de ahí al estrellato, la verdad, porque el negocio marchó tan rápido que Cinque Pizzas, a cual más sabrosa, acabó convirtiéndose en la primera cadena de restaurantes italianos al estilo fast food norteamericano. Desde aquel lejano principio hasta hoy, en que Cinque es también la más poderosa corporación italiana multimedia, casi no he tenido tiempo de gastar mi inmensa fortuna. ¡Qué fácil me ha resultado siempre ser rica, muy rica!

 

Esta historia de la pobre de Ida Dlaser es la que prefieren mis amigas del Pacto. Y siempre que, una vez cada trimestre, hacemos la Velada de las Pamelas, me piden que la cuente, una y otra vez. En una ocasión, incluso, escenifiqué mi célebre micción. Yo siempre cuento esta historia, añadiendo pequeños matices, breves descripciones, alguna nota colorida. Y cuando alzo la copa de Möet Chandon para hacer algún brindis y les digo que mi pis de aquel día sobre la cara de Clara era del mismo color que el champán, ellas, todas ellas, todas mis amigas del Pacto estallan en una efusiva carcajada feliz, oiga, que para eso somos un equipo bien avenido.

—A tu salud, Ida, donde quiera que estés hallarás descanso.

Chin, chin, la inexacta onomatopeya que describe el ruidillo predecible de media docena de finas copas rebosando champán. Nos encanta. Sabor, color, burbujas ascendiendo hasta perpetrar la ideal combinación del placer.

Las investigaciones de Danilo Porter estaban necesitando un poco de orden y, tal vez, algo de matemáticas. Se puso a hacer cálculos que lo desconcertaron aún más, pero descubrió que el índice de suicidios, la proliferación de sectas, la quiebra de numerosos bancos, el precio del petróleo y el escandaloso descenso de la natalidad comenzaban su curva peligrosa en el año 2000. A partir de esa fecha todo parecía irse a pique. Trató de dormir, pero en su mollera escarbaba con roer de termita una pregunta sin respuesta: ¿por qué, de pronto, como obedeciendo a las estrategias de un plan siniestro, el mundo había comenzado a descalabrarse a velocidad de vértigo?

Danilo Porter no creía en las casualidades. Ahuyentó un nuevo pensamiento que le traía a las vísceras los pequeños pies de Eleonore y buscó conciliar el sueño encendiendo su libro electrónico en busca de alguna lectura que lo distrajera lo suficiente como para que llegara el sueño. Imposible. Era incapaz de concentrarse. A su mente venía una y otra vez el relato de Catalina Prieto.

Ese día Armando Monteliú estaba en el gran patio trasero de su casa, una casa terrera que estaba muy cerca de la iglesia matriz, donde Armando concelebraba sus oficios religiosos. Nos gustaban sus homilías, a menudo adornadas con citas, sobre todo porque siempre incluían enseñanzas prácticas. No solo las típicas abstracciones bíblicas, los consejos basados en historias con moraleja, los habituales padrenuestros y avemarías sino que Armando, yo siempre lo tuteé, sembraba sus discursos con recomendaciones cotidianas y muy útiles, qué sé yo, trucos para ahorrar agua y luz, o para cocinar, aunque sus preferidos eran los dirigidos a aprovechar mejor los recursos naturales y así ahorrar en las facturas, cuestiones simples, pero que muchos de nosotros desconocíamos y que por eso se lo agradecemos todavía. Siempre nos resultaba cercano, nada que ver con esos curas marisabidillos. Desde que llegó, a principios de mayo del año 1990, aquí en la isla todos le quisimos. Era un cura atípico, un párroco que arrimaba el hombro, que a menudo ayudaba en la cosecha de papas o en la recogida de higos. Armando, creo yo, ha sido el hombre más inteligente que ha pisado esta isla. Por eso, porque todos le queríamos, le pasamos por alto alguna de sus homilías extravagantes. De pronto comenzó a soltarnos desde el púlpito retahílas extrañas, ininteligibles. Trató de prepararnos para el advenimiento del Maligno, según decía, porque había descubierto que Isla Calibán, precisamente por estar tan aislada y perdida en los mapas, había sido elegida por el Maligno como laboratorio, como lugar idóneo para probar sus experimentos. Nunca decía el Diablo o Satanás o Belcebú, sino que hablaba del Mal mayúsculo, del Mal en general, un Mal que sale del hombre maligno, algo así. Sin embargo, sus argumentaciones y filosofías y desmanes intelectuales en torno al Mal no nos hicieron sospechar su locura. Ahí, latente, próxima al estallido.

Fueron los perros.

La desaparición de los perros.

En esta isla mucha gente tiene perro y, cuando comenzaron a desaparecer, todo el mundo comenzó a comentar el hecho con extrañeza, aunque hacer, lo que se dice hacer, nadie hacía nada, como dando tiempo al tiempo para ver si así aparecía alguna explicación. Y así pasó el tiempo hasta que un día apareció Tarzán.

Tarzán era el perro de Campiro, un pescador de aquí de Rijalbo. Era un can monumental, no sé decirle la raza porque de eso yo no entiendo, pero sí le digo que era un chucho de esos que cuando se yerguen sobre sus patas traseras son del tamaño de un hombre. Apareció por la plaza del pueblo, con la cabeza gacha y la cola entre las patas, temblando de miedo, pero ladrando a todos los que intentaron acercarse. Sangraba. Chorreaba sangre por dos orificios que tenía ahora donde debieron estar sus orejas porque alguien, alguien sin corazón, se las había cercenado de cuajo, tal que si fuera un toro exitosamente abatido por un torero de aquellos de antaño, de cuando todavía no habían prohibido las corridas. ¿Sabe lo que le digo? Es que es usted tan joven. Pues corrieron a avisar a Campiro, que lo había estado buscando con desespero, pero para cuando el pescador llegó el pobre perro se había tumbado en una esquina de la plaza y había descansado su cabeza sobre un charco de su propia sangre. Le alcanzó la vida para reconocer a su dueño, porque dio una especie de pequeño ladrido conmemorativo, casi ahogado por su sangre, y se dejó morir en los brazos de Campiro. Nunca olvidaré cómo lloró aquel hombre la muerte de su animal.

Pasó casi un año y continuaron desapareciendo perros, pero, aunque se dio parte a la policía, que tampoco es que hiciera mucho caso, no hubo modo de encontrar al culpable o culpables, porque, salvo especulaciones propias de pueblos pequeños, nadie supo a quién acusar. Nadie, hasta el día en que yo misma entré a casa de Armando y me encontré en el patio con dos perros muertos. Muertos y desorejados. Ahí empezó todo.

Yo iba un día a la semana a casa de Armando, por aquello de limpiarle un poco la vivienda o prepararle algún guiso. A cambio, él me había enseñado a leer y a tocar el piano, porque Armando fue siempre un hombre cultísimo. Yo nunca estuve en el patio trasero de la vivienda. No. Allí no se me había perdido nada. Yo sabía que allí estaba el aljibe de la casa, por si faltaba alguna vez el agua. Ya sabe usted que en esta isla siempre ha escaseado. Pero ese día, no sé qué intuición me dio, me fui hacia el patio trasero y me encontré con los perros muertos. Quizá fuera el olor, un hedor extraño lo que me llevó allí.

No pude reprimir un grito. De susto y de asco. Pero, a fin de cuentas, un grito. Armando debió oírlo, porque, no sé en qué minuto, se me apareció de la nada, y lo vi ante mí, con la sotana puesta y un gran cuchillo carnicero en la mano. Tenía puesto su crucifijo, uno grande labrado en plata que colgaba de su cuello y descansaba sobre la sotana. Ese detalle no se me olvida. Me dijo, Catalina, el Maligno me ha hablado, Catalina. Catalina, me dijo, he descubierto el plan del Mal, Catalina, y comenzó a explicarme en voz muy baja, como si temiera que alguien más pudiera oírlo, que los perros de la isla eran enviados del demonio, ángeles del infierno transmutados en perros cuyo principal cometido era esparcir sibilinamente la semilla del mal. Solo cortándoles las orejas perdían su poder maléfico, porque el primer paso del Maligno sería conducirnos hacia la sordera.

Se había vuelto rematadamente loco, sí, lo veo en su cara, pero es que usted nunca conoció a Armando. Era un hombre que rezumaba bonhomía. Bondad es una palabra demasiado corta para definirlo. Generoso, piadoso, amable, cariñoso. Y encantador. Para quien lo hubiera conocido, era del todo imposible creerse aquel cambio esquizofrénico, creer que aquel loco de ojos encendidos, pero voz musical era Armando, Armando nuestro párroco. Eso explica que no me asustara, que no huyera ni siquiera cuando Armando, ayudándose con el cuchillo, comenzó a levantar las baldosas del piso del patio para que yo viera los numerosos cadáveres de perro que bajo ellas había sepultado.

Solo me asusté en serio cuando comenzó a acariciarme la oreja. Nunca me había tocado un solo pelo, se lo juro. Nunca. Ni un leve roce de su mano cuando me enseñaba a tocar el piano. Nunca es nunca. No crea lo que dicen por ahí. Era cierto, sin embargo, que su voz era como un imán. Para hombres y mujeres. Una voz barítona, musical, masculina, junto con su envidiable habilidad para la oratoria, hacían que cualquiera acabara escuchándolo como quien atiende a un oráculo. Y ese día, rodeados de perros muertos, comencé a escuchar sus explicaciones, embebida, atónita, hasta que me acarició la oreja. Y me asusté porque era la primera vez que sentía su mano. Suave, pero capaz de transmitir fuerza, determinación, poder, convencimiento. Si le digo que casi no sentí dolor cuando cortó con el cuchillo mi oreja, sé que le resultará difícil de creer, pero así fue. Tenía sus ojos en mis ojos, imanes ardientes, su voz en mi cerebro musitando un sonsonete agradable, un rezo maravilloso, y tenía además el calor de su mano en mi oreja, como si estuviera hipnotizada. Si no llega a ser porque uno de los perros que creíamos muertos pareció resucitar, volver de la muerte con fuerzas suficientes como para morder una de las piernas de Armando, creo que habría perdido la otra oreja.

No sé qué me pasó, pero en ese instante volví a la realidad y la realidad era un Armando con los ojos hirviendo en sangre, lanzando patadas a un perro desorejado que se aferraba a su canilla y un sopor caliente que me bajaba por el cuello y que, ahora me daba cuenta, eran ríos de mi propia sangre manando de mi oreja cercenada, del hueco donde había estado, antes, hace nada, mi oreja derecha.

Aquel perro me dio la vida. Con su último esfuerzo, lo escuché lloriquear mientras yo corría por fin. Armando debió clavarle el cuchillo para que sus mandíbulas le soltaran la canilla. Aquel perro me devolvió la vida.

Porque sangraba mucho.

Y corrí por las calles del pueblo en dirección a la comisaría de policía. Y oía en algún lugar de mis tímpanos los golpeteos de mi corazón. Y la vista se me iba nublando hasta que me cogieron unos brazos fuertes que me miraban con ojos asustados y ese susto, el susto grande que vi en esos ojos auxiliadores fue lo último que pude ver porque las nubes del desmayo se espesaron tanto que el día se me apagó.

Todo lo demás ya lo conocerá usted por los informes de la policía. Siguieron el rastro de sangre que yo había dejado y llegaron a la casa de Armando. Se había cortado sus propias orejas, torero de sí mismo, y yacía desangrándose rodeado de perros muertos. Varios agentes, sin entender nada, se acercaron a Armando, quien, con su último hilillo de vida, pudo advertirles del peligro de vivir en esta isla, laboratorio del Mal, y desgranarles esos incomprensibles consejos que transcribieron en su informe y que usted seguramente habrá leído, esa su cantinela de que la semilla del mal se nos colará por las orejas hasta dejarnos sordos y conducirnos a un futuro apocalíptico.

No habremos de ponerles nombre porque solo los veremos volar. A., Z., B., T., C., S., D., R., E., P., O., F., N., G., L., K., J., I., H., serán iniciales suficientes para conocerlos un poco, casi nada, aunque quizá fueran algunos más. Nadie, a ciencia cierta, pudo contarlos. Ni siquiera cuando algunos flotaron sobre la mar antes de definitivamente hundirse.

Fueron al menos veinte, aunque quizá estuvieron también V., Ñ. y Q., y entonces habrían sido más, pero tacharemos sus iniciales por inoportunas o antipáticas, y nos quedaremos con A., Z., B., T., C., S., D., R., E., P., O., F., N., G., L., K., J., I., H., en este pequeño esfuerzo por distinguirlos aunque solo les veamos volar, volar brevemente tras haberse lanzado por los acantilados del Verodal, los que están justo al norte de Calibán, conocidos sobre todo porque allí se refugiaron en el pasado los lagartos gigantes, presuntos descendientes de Setebos, que durante siglos habitaron la isla. Esos farallones de aire místico, también visitados por Danilo Porter cuando estuvo investigando en Calibán el origen de la horda de suicidios. En ese paisaje austero de la isla Danilo Porter se sacó varias fotos, utilizando el mecanismo de la cámara automática, porque siempre estuvo allí solo. Catalina Prieto no quiso acompañarlo cuando se lo pidió y Danilo Porter no quiso perderse esa fotografía, con las escarpadas rocas rojizas al fondo, su particular tributo al turismo más ramplón. A la vuelta a su piso madrileño sería una de las instantáneas que pegaría a la colección que adornaba la puerta de su nevera. Solo porque sí, porque le gustaba el contraste de la piedra volcánica tan roja y el trozo azul de cielo y ese otro azul del mar repleto de zarpazos, porque esa costa es peligrosa y siempre está humillada por el viento y la mar de fondo.

 

Danilo Porter no les vio volar sino con los ojos de la imaginación, que a menudo ven mejor. Mientras estuvo en aquel paisaje supo que algo del tiempo general del mundo se había quedado allí, congelado, petrificado en rojo acantilado. Sensaciones que no sintió cuando estuvo en la casa que el matrimonio formado por A. y K. poseía en el claro del bosque de pinos que rodeaba al pueblo de Masilva.

Era un caserón bien armado, a pesar de estar hecho solo de madera. Con tejado a dos aguas y larga chimenea, dibujada casi como las casitas que pintan los niños pequeños cuando se les pide que describan su hogar. A. pasaba allí sus días pintando cuadros sacados del propio bosque de pinos, paisajes generales, detalles, unas ramas, algo de pinocha, unas piñas, la luz cambiante remojándose entre verdes de pino, las punzantes hojas del árbol con las que no puede el invierno, sus raíces cuando asoman sus lomos a la tierra. Sus cuadros se cotizaron al alza durante un tiempo en mercados extranjeros y aunque K., su esposa, se aburría a menudo, era feliz junto a A. En cuanto a E., H., R., y Z. fueron, en principio, simples admiradores de A. que, gracias a su hospitalidad, acabaron quedándose a compartir las enseñanzas del maestro.

El discurso iluminado de A. ya se colaba en sus parlamentos antes de que Hans Marcus Müller arribara a Calibán y se pusiera a experimentar con su alquimia pendenciera y, aunque no se conocieron, de algún modo extraño, se dieron la razón. A. se había rapado el pelo y, al menos durante dos horas al día, recitaba salmodias tomadas de un libro que recogía antiguos sortilegios y bienaventuranzas de una tribu amazónica ya extinguida. Eran unas letanías que fueron aún más musicales cuando T. y P., afinados guitarristas, se unieron a la comuna del claro del bosque. Descansaron su deambular jipi en aquel caserón campestre de Calibán y ni siquiera cuando la sordera comenzó a hacer estragos entre tantos vecinos bien avenidos perdieron su rara habilidad para la música. Aunque su audiencia estuviera casi sorda, todavía podían ver los dedos moviéndose sobre las cuerdas de la guitarra y tener así la impresión de escuchar los acordes a través de los poros de la piel.

Todos sabían que era una vida rara, como vivida con un tiempo prestado. Danilo Porter, en el improbable caso de haber conocido a los variopintos miembros de aquella comunidad, se habría sentido atraído por su forma de vida, por esa extraña catarsis colectiva que los conectaba para ponerlos en un espacio más allá del entendimiento. Habría sentido, acaso, la tentación de unirse a su alegre desamparo, porque, aunque en todo momento dieran la sensación de estar esperando a la muerte, el tiempo transcurrido, el tiempo prestado, fue un tiempo auténtico, un tiempo sincero porque ya tenía implícita la aceptación de la muerte, una muerte más o menos próxima. Danilo Porter pensó que no estaría nada mal desgajarse de la habitual inercia del pensamiento propio para flotar en el aire de un universo sin destino. Sin salida, pero también sin ataduras, sin tener que pensar en vilezas como el dinero o las facturas o en tener que cumplir una jornada laboral, en toda esa trivialidad cotidiana que sin embargo nos va gastando la vida para que un día la muerte, inapelablemente, sí o sí, nos sorprenda con todo por hacer, con mil planes que cumplir y mil deseos soslayados. Quizá todo el misterio de la vida bien vivida resida en ese breve espacio de tiempo que dura el vuelo desde la cima del farallón al mar, rocoso y bravo, siempre hambriento su eterno retorno de olas. Quizá. Magia sin desprecios, unánime posicionamiento del alma en ese espacio cómodo donde no hay dudas ni insatisfacción, apenas la certeza de haberse tocado por dentro y por fin volar.

La mañana en que se encaminaron hacia el acantilado de Calibán el filo hiriente del amanecer prometía calor. Salieron desnudos de la casa del claro del bosque de Masilva y atravesaron el paisaje de pinos en silencio porque, aunque pudieran hablarse, ninguno se escucharía. Fueron bajando lentamente hacia la costa y, cuando la alcanzaron, tampoco pudieron oír el frenético movimiento de la mar agitada por el alisio. Conmovedor muro azul encrestado por los flecos blancos que trazaba el veleidoso pincel del viento. A. sintió las ganas de pintarlo durante unos segundos, flecha veloz que surcó su pensamiento. No fue el primero ni el último en saltar al vacío. No hubo ningún tipo de ceremonia ni arenga ni grito ni aplauso enfervorecido, sino que, con el mismo silencio armonioso del paisaje, con la mismísima armonía silenciosa que habían cargado durante todo el camino, se fueron lanzando al mar, disfrutando del vuelo, casi sin pausa, uno detrás de otro, ignorando incluso el propio orden impuesto por el alfabeto. De hecho, fue P. la primera en inaugurar el vuelo, con su guitarra al hombro para que no le estorbara a la hora de abrir sus brazos. Su larga melena negra azuleó al aire con gracilidad de alas mientras caía como sostenida por los rayos del sol, ahora colgado a medio cielo, iluminando lo que habría de quedarle al mundo.

El vuelo era breve, pero suficiente para que el siguiente en volar tuviera que esperar al menos un minuto. Cada vez que un cuerpo caía, el mar se lo tragaba unos segundos, pero enseguida venía la ola y lo alzaba rematando su vorágine enloquecida como si el muerto fuera su mascarón de proa o su gárgola hasta estamparlo contra el acantilado, guiñol grotesco, y arrastrarlo de nuevo hacia la marea que daba marcha atrás en busca de renovados bríos. Ese era el aviso, la breve pausa, el momento para inaugurar el nuevo vuelo y garantizar un orden que impidiera que el nuevo suicida cayera sobre el anterior y no sobre la dura superficie marina. Desde esa altura, cada brutal impacto se aseguraba su mortalidad.

Llamaba la atención que estuvieran tan organizados sin que en ningún momento hubieran hablado de la operación, compacto suicidio en grupo. Siempre hubo orden. Nunca se dieron empujones, sino que llegaron al precipicio, más o menos en fila india por lo estrecho de la vereda, y continuaron camino, aunque no hubiera camino sino aire, aire en el aire que los acogía con cierto mimo, trazándoles ese otro camino invisible que solo veían ellos, acunándolos sin hacer distingos entre viejos y jóvenes, blancos o negros, adultos o niños, que también los había. Si acaso, forzando las cosas, habría que reseñar que el vuelo de los más gordos y de los más corpulentos era algo más corto que el vuelo de los niños, caso, por ejemplo, de J., que a punto estuvo de sugerir la posibilidad real de flotar, de mecerse en el aire como hacían ahora las gaviotas que, butaca de primera fila, asistían curiosas a esos vuelos que, en caso de poder hacerlo, voladoras expertas ellas, tildarían de principiantes o atropellados o algo peor. No abrían sus picos, sino que movían sus ojos saltones acompañando los vuelos, instaladas las muy pajarracas en el propio confort de sus alas cortando la corriente del alisio, a una prudente distancia de voyeur, no fuera a ser que aquel espectáculo extravagante acarreara algún peligro para su majestuosidad voladora o para sus crías, bien anidadas en las grutas y huecos del acantilado del Verodal.