El pacto de las viudas

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Al principio de la separación casi no podía respirar. Le dolía el pecho, agrietado por el desamor, y el aire no llegaba a todos los vericuetos de sus pulmones. Bajó once kilos en dos meses y medio porque su estómago tiritaba y no sentía hambre. Cumplió todos los tópicos del amante abandonado y, acaso su peor momento, el instante en que tocó fondo, fue aquella noche en la que desplegó todas sus fotos de pareja sobre la mesa de la cocina y se puso a llorar mientras tomaba largos tragos de Jameson. Justo antes de sentirse demasiado borracho jugueteó con el cuchillo jamonero, cuyo filo posó sobre su muñeca izquierda, seguro de que ni todo el whisky del mundo habría de darle el valor suficiente como para segarse las venas. Añadió las fotografías en las que Eleonore aparecía abrazando a un tal David y su estómago, hirviendo una montaña de grados de alcohol, acabó de arder. Incendio de arcadas. Solo le dio tiempo de levantarse para vomitar sobre la loza sucia que había en el fregadero de su cocina.

No lograba odiarla. A veces hay tanto amor que es imposible dar ese paso. A pesar de que la vida con ella era insufrible y que Eleonore era incapaz de pensar más allá de sí misma, la amó tanto que llegó a decirse que el sexo tan pletórico que disfrutaban bastaría para hacer de ellos una unión feliz y perdurable. Engañarse es gratis y hasta por eso mismo, demasiado habitual. Y decirse que Eleonore no lo quiso nunca lo bastante le hería, saber que, hiciera lo que hiciese, su relación era imposible, era una realidad que apretujaba su corazón hasta el ahogamiento.

Pero decidió vivir. Vivir aún sin olvidarla, dando tiempo para que la presencia de esa adicción llamada Eleonore fuera desapareciendo y llegara el día en que al menos podría presumir de vivir sin que su recuerdo le agitara la respiración. Eso se repetía, sin descanso, sobre todo en los momentos en que se sentía desfallecer y su propia mente trataba de convencerlo de que la telefoneara, de que ya había dejado pasar un tiempo y de que, acaso también ella, quisiera dar marcha atrás y recomenzar. Pero no, no te engañes, Porter. Nada que precise el concurso del tiempo es tan fácil.

Y en esos primeros años del siglo XXI en que Danilo Porter volvió a la soltería, France Telecom comenzó a levantar en el número 15 de la céntrica Rue Fasquelle de París su nueva sede, el primer edificio antisuicidios que se construía en el mundo. Los suicidios habían sido tan abundantes en el seno de la compañía francesa que la mala prensa y la imagen espeluznante que habían provocado lograron, en menos de un año, que los beneficios que la empresa generaba acabaran recortándose a la mitad. Y eso sí que no. Y eso sí que no podía permitirse, que para eso había unos accionistas que, cual polluelos, exigían avaros a la madre que regurgitara su alimento.

El caso de France Telecom, junto con el enigma de Isla Calibán, fueron los primeros en generar verdadero entusiasmo en el alma investigadora de Danilo Porter. Al detective que era no le gustaban los misterios y por eso se puso a indagar en la historia reciente de France Telecom hasta descubrir que la compañía, después de su privatización, había pasado a manos de un consorcio empresarial poco conocido pero que, curiosidad de curiosidades, tenía entre sus principales socios a unas mujeres de las que solo se rumoreaba que eran viudas, millonarias viudas que habían heredado las fortunas de sus maridos. Y aunque los maridos de estas viudas habían fallecido hacía bastante tiempo, de ellas poco o nada se sabía, al menos oficialmente, aunque corría el rumor de que eran las esposas de célebres dictadores del siglo pasado, y ese rumor fue el primer hilo de la madeja que Danilo Porter se había propuesto desenmarañar. Se preguntaba, agitado por la curiosidad, qué interés podrían tener aquellas damas en dominar una compañía francesa de telefonía. Y se preguntaba, además, cómo había podido fraguarse ese Pacto de las viudas y, aún más, por qué coincidía en el tiempo la conquista de France Telecom tras un declive económico financiero vertiginoso con una ola de suicidios entre los empleados de la compañía, una ola suicida tan escandalosa que sus nuevas propietarias acordaron la edificación urgente de una nueva sede libre de suicidios.

A la intuición de Danilo Porter le crecían sospechas por doquier. Su imaginación tenía ganas de desatarse. Y, además, durante aquellos momentos de abstracción en los que su mente se concentraba en escudriñar documentos y atar cabos sueltos, se sentía otra vez encajado en su yo, felizmente siendo él, él a solas, sin la sombra de Eleonore planeando sobre todo lo que había sido, es y será.

Es demasiado impúdico saber que no te quieren. El alma se pone del revés, se sienten las costuras, y esa fragilidad que acecha cada paso, cada movimiento, solo espera el momento del traspié, el instante en que baja la guardia y te inunda la zozobra, ese desasosiego tan incómodo. Y en eso meditaba Danilo Porter cuando arribó a Isla Calibán. Por un lado, siguiendo el extraño hilo de sus intuiciones y, por otro, huyendo de la fragilidad de sus propios remiendos. Todavía, a veces, le subía un temblor de pánico y temía romperse, estallar por dentro hasta deshacerse. Se había pasado un par de años intentando que Eleonore lo amara de un modo tan convencido que él no sintiera sino felicidad, y nunca esa insatisfacción continua tan desagradable. Como la del niño que estira su pequeño brazo para alcanzar un objeto y no llega. Está a punto, pero no llega. Siempre falta un poco, esos centímetros, los suficientes como para sentir que algo no marcha.

El avión, un turbohélice ruidoso de fabricación francesa, aterrizó en el aeropuerto de Calibán rebotando sobre la pista, golpeado por las rachas de viento procedentes de la mar cercana. El susto lo sustrajo de sus deprimentes cavilaciones sobre el amor. En cuanto el piloto apagó los motores y desapareció la vibración producida por las hélices, antes incluso de empezar a bajar del avión, Danilo Porter pudo escuchar el ruido, otro ruido que fue llenando sus tímpanos como una inundación. Cuando puso el pie en tierra, esa tierra negra y volcánica de la isla, el murmullo alto del mar, el marmullo, entró en su vida.

Esa música alta del océano. De golpe, en tromba, hacia la raíz de sus tímpanos.

Se dirigió hacia la terminal, tan pequeña que parecía una pieza de una casita de muñecas, y recogió su equipaje. Una sola maleta con ropa, distribuida a medias entre vestimenta deportiva, algo más formal para ocasiones especiales y su neceser de cuidados personales, con sus cremas para la cara, los ojos y las manos, junto a su inseparable perfume afrutado. Podría considerarse una excentricidad, pero Danilo Porter siempre había sido un consumidor de cremas, potingues y ungüentos varios para la piel y, ahora que había cumplido cuarenta años, cayó en la cuenta de que ya llevaba al menos diez utilizando esos productos de belleza y cuidado personal que una vez fueron casi territorio exclusivo de las mujeres.

Quizá fuera cierto que su apariencia, siempre más joven, pudiera deberse a esos cuidados diarios, porque siempre que hacía una maleta lo primero que ponía eran sus afeites, primorosamente dispuestos en un neceser de piel que había comprado en la tienda que Bulgari tenía en la Vía del Corso de Roma. Una buena inversión y un capricho caro, porque también de esas pequeñas manías estaba hecha la vida y estaba hecho él, pequeñas manías válidas también para ordenar una vida que demasiado a menudo se desordena para condenarnos a la desorientación.

Abrió la maleta para introducir su Kindle, aunque la verdad es que durante el vuelo desde Isla Mayor, capital del archipiélago Malvinio, a Calibán, tan corto, apenas había leído nada de los doscientos títulos que se había descargado. No sabía cuánto tiempo debería pasar en la isla, y por eso había escogido un poco de todo, incluso una guía de la isla firmada por un tal Alameda del Rosario, conocido en su casa a la hora de comer.

La intención de Danilo Porter era abreviar su estancia, pero no se iría hasta esclarecer los hechos que situaban esa isla insignificante en medio del Atlántico en el epicentro suicida del mundo.

Su primera sorpresa surgió nada más subirse a un taxi, a la salida del aeropuerto. El taxista, un hombre que debía rondar los sesenta años, lo saludó mostrándole un mapa de la isla, pero sin hablar. Él señaló el sur, una localidad llamada Rijalbo. Entonces el taxista dio la vuelta al mapa y señaló la tarifa: 35€. Danilo Porter dijo de acuerdo, pero tampoco recibió respuesta. Durante el camino, unos 45 minutos de trayecto, comprobó su primera impresión: el taxista era sordo y, posiblemente, mudo.

La carretera serpenteaba por las laderas abruptas de la isla. Primero ascendieron un buen rato, hacia las cumbres, y después descendieron hasta llegar al nivel del mar. Tantas curvas impedían circular por encima de los treinta o cuarenta kilómetros por hora, pero, aunque hubiera sido de otro modo, los lentos ademanes de su taxista no sugerían que aquel hombre fuera un as del volante. Tenía la cara llena de arrugas. Una cara solemne, tranquila, sin crispación. Como si el taxista estuviera en otro mundo y estuviera en aquella otra realidad solo de paso.

Danilo Porter, con el mapa de la isla en sus manos, fue comprobando los lugares que iban recorriendo, y así fue haciéndose una idea cabal de la geografía de la isla. Para llegar a Rijalbo tenían que recorrer parte del norte, las cumbres y después descender hacia el sur por laderas de coladas de lava. Primero atravesarían el verde de los frondosos bosques de laurisilva y, después, la aridez volcánica, un singular contraste de paisajes inexplicable en tan pocos kilómetros. Por eso su certeza de que aquella isla sería un infierno se deshizo tan rápido, cautivado por la belleza auténtica de los parajes que estaba recorriendo. Sin embargo, sintió el aislamiento y, por un segundo, tuvo miedo, miedo a no poder salir de aquella isla que, también, en algunos libros y mapas antiguos consultados en Google, comprobó que también llamaban Isla Menor.

 

En aquel gran solar parisino de la Rue Fasquelle habían instalado un enorme cartel con la fotografía de la maqueta del edificio que se convertiría en la nueva sede de France Telecom. Proyectado por un estudio de arquitectura de Abu Dhabi, la prensa gala explicaba todos los pormenores de la futura construcción, pero no insistían en su belleza o modernidad, sino en el sinfín de detalles ideados por el estudio arquitectónico para impedir que los empleados pudieran suicidarse. Las ventanas, por ejemplo, no podrían abrirse, como en los hospitales. Tampoco había patios interiores a los que arrojarse en los momentos de desesperación. Los jardines que rodearían la construcción habían sido diseñados para amortiguar el golpe de cualquier presunto suicida, con árboles de diversos tamaños, matorrales y un mullido césped, de manera que quien se tirase rebotaría de árbol en árbol, descendiendo poco a poco hasta llegar al suelo, colchón vegetal para frenar esas macabras intenciones. Con la construcción de aquel inmueble la compañía telefónica francesa había logrado mejorar su imagen corporativa, hecha añicos no solo por la ola de suicidios de trabajadores, sino por las investigaciones policiales y judiciales, las huelgas y las acusaciones de acoso al personal que la dirección de la empresa no había sabido cómo acallar.

El inmenso solar estaba ahora repleto de grúas, máquinas excavadoras, bulldozers y grandes camiones amarillos que retiraban escombros, además de un montón de obreros con monos azules y cascos de color naranja que parecían hongos, pequeños hongos brotando en la tierra húmeda. Unos atareados obreros que no pudieron ver la lujosa limusina que se detuvo unos instantes a la entrada de la obra para que sus inquilinas, amparadas por el misterio de los cristales oscuros del coche, pudieran quitarse brevemente sus gafas de sol y observar orgullosas la buena marcha de las obras que financiaban. De haber podido verlas más de cerca, cualquiera habría concluido que aquellas mujeres, a pesar de su edad, habían inspirado su look en las series televisivas de principios del siglo XXI, calzadas con manolos y tocadas con pamelas y en sus regazos, bolsos de Vuitton, Chanel, Dior y Hermès, pues eran asiduas expertas en cazar las novedades de las más selectas boutiques de la 5ª avenida neoyorquina.

Por aquellas mismas horas Danilo Porter dejaba sus maletas en el ático de los apartamentos Mareas Brujas, ubicado en Rijalbo, donde había decidido alojarse. Estaba cerca del mar y era un inmueble pequeño, con solo seis apartamentos, más familiar, porque Danilo Porter había preferido ese tipo de establecimiento que algo más masificado, como un hotel con piscinas y spa y cava a la hora del desayuno. Cambió la posibilidad del lujo por la más entrañable cercanía de aquel hostal tipo pensión que, sin embargo, regalaba desde sus dos áticos unas preciosas panorámicas del océano Atlántico.

En su primer paseo por la localidad pesquera comprobó la tranquilidad de la vida en aquel lugar y por eso, a primera vista, le costó entender que casi diez años atrás fuera aquella isla la primera en registrar repentinos e inexplicables suicidios. Además del taxista, un tipo sordomudo, pero al mismo tiempo hospitalario y aparentemente normal, Danilo Porter había sido recibido a su llegada a los apartamentos por Pastora, una mujer de unos cuarenta años, encargada de atender a los huéspedes. Le dio la bienvenida casi gritando y le dejó un juego de toallas limpias, ofreciéndose amablemente e insistiendo en que si necesitaba más no tenía sino que decírselo y que, en caso de que ella no estuviera en el bajo no tenía sino que dejarle una nota por debajo de la puerta, que ella, aunque no viviera allí, pasaba casi todos los días, aunque ahora mismo Danilo Porter fuera el único inquilino del hostal. Todo eso le explicó y todo eso le dijo, porque Pastora hablaba alto y rápido y fumaba aún más rápido, como si la vida, y no la muerte, le fuera en ello. También le indicó las direcciones de un par de supermercados y de un par de restaurantes, aunque Danilo Porter sabía, por la guía de Alameda del Rosario, que al menos había tres. También en aquella guía, curiosamente titulada Calibán o el naufragio de los mapas, Danilo Porter había encontrado esos apartamentos donde ahora se alojaba, aunque la verdad es que los había elegido porque la guía los desaconsejaba sospechosamente, insistiendo en otros establecimientos con un descaro que a Danilo Porter le había parecido injusto, motivo seguro de alguna querella personal. De hecho, el ático alquilado tenía unas espléndidas vistas al océano, y desde la terraza, dada la precaria iluminación del pueblo, podía columbrar las estrellas con una nitidez que las hacía cercanas, casi al alcance de la mano. Deshizo su maleta, colocó sus cremas y afeites en el orden habitual y se calzó unas zapatillas deportivas para caminar. Su primer paseo por el pueblo tendría un destino poco habitual: el cementerio.

La mala fama de la isla, isla del infierno, isla nada, isla menor, isla manicomio, isla de los sordos, había destrozado el negocio del turismo y, en cierto sentido, tras la debacle, había condenado a aquella isla a un olvido prematuro. No encontró turistas en su deambular por el pueblo, pero, además, los lugareños lo observaban con curiosidad. Sin descaro, pero con cierta curiosidad.

En el camposanto, una vez frente a la tumba de Armando Monteliú, Danilo Porter recordó las viejas noticias que había leído sobre el párroco de la isla, condenado por el Vaticano por sus declaraciones, en las que muy convencido había asegurado que aquella isla en medio del Atlántico era un conducto de ida y vuelta hacia el infierno, verdadero reducto del Maligno en este planeta. A Danilo Porter le habían parecido más que interesantes los vaticinios del cura, que fue capaz de predecir la sordera que enloqueció a muchos habitantes de la isla. El mismísimo Papa firmó el edicto que confirmaba la locura de don Armando, que saltó a la fama internacional después de conocerse su costumbre de cortar las orejas a los perros de la isla y de que él mismo, en el colmo de su enajenación, se arrancara de cuajo las suyas. Loco, perdidamente loco acabó este hombre antaño juicioso, autor de un tratado sobre posesiones infernales y exorcismos unánimemente alabado por la curia internacional, con un decálogo muy útil para erradicar los bajos instintos de la pedofilia que tanto habían hecho temblar los cimientos de la iglesia.

Danilo Porter volvió a su habitación, hizo algunas anotaciones en su agenda electrónica y decidió dormir, acunado por el sonido de las olas, un sonido que, durante su sueño, subió de volumen.

El jeep, un inmenso Audi Q7 negro, relucía bajo el tórrido sol del trópico. Avanzaba tan rápido por las carreteras que cruzaban las plantaciones de tabaco cubano que los peones apenas sentían el murmullo del motor, un fogonazo rutilante que los cegaba y una pequeña nube de polvo como atada a las ruedas traseras del vehículo. Solo eso veían. Después volvían a la recogida de hojas de tabaco. Y decían:

—Seguro que era la señora Fidela.

—Seguro.

—Seguro que era la señora quien iba en ese carro tan bonito.

—Seguro. La señora Fidela.

—Seguro.

Dentro del lujoso vehículo, ahora en dirección a La Habana, la señora Fidela atendía su teléfono móvil para recibir una llamada desde el estado norteamericano de Virginia, destino último de la ingente cantidad de hojas de tabaco que producía Cuba.

—Hola querida, ¿todo bien?

—Todo marcha según los planes.

—Según los cálculos de Mirjana, este año ganaremos aún más dinero. La tristeza y la depresión alientan las ganas de fumar.

—Sí, querida, menos mal que el mundo nos tiene a nosotras. Te dejo, estoy a punto de llegar al aeropuerto. Ya sabes que no aguanto esta isla, esta Cuba pobretona. A veces pienso que todas las esquinas de La Habana huelen aún a mi marido, en paz descanse.

Las carcajadas sinceras que resonaron en el celular hicieron que Fidela apartara de su oreja la Blackberry. Y después añadió:

—Nos vemos en Nueva York. Llegaré a la hora del brunch. Hasta pronto, querida.

Unos cuantos años antes, en su laboratorio de Calibán, el científico germano Hans Marcus Müller había descubierto cómo adulterar genéticamente las semillas de tabaco. No se trataba de producir más tabaco en menos tiempo, ni siquiera que la planta creciera más rápido o con menos agua. Tampoco el motivo de la alteración genética era lograr un tabaco más adictivo o más oloroso o con menos humo o con sabor a mango o sandía o melón. No. Hans Marcus Müller trabajaba en la mejora de una sustancia química indetectable que, sin embargo, una vez fumada, aprovechando la combustión del cigarrillo, produciría en los testículos de los hombres una reacción que provocaría una pandemia de infertilidad. Con ese propósito trabajaba de sol a sol Hans Marcus Müller, genio de la genética, antiguo novio de juventud de Celedonia Jesús, involuntario responsable de la muerte de Juan el Chingo y de la propia Celedonia Jesús, allá en Calibán, esa isla tan lejana que a Hans le había servido para ocultarse de los ajusticiamientos a los nazis que se habían impuesto en su país. Pero si ese había sido su pasado pobre, su presente, ahora que su avanzada vejez le obligaba a utilizar gafas para combatir su vista cansada, le había abierto las puertas del oropel y la abundancia gracias a su acuerdo con las viudas, un contrato en el que, a cambio de silencio y sustancias químicas, él y sus descendientes disfrutarían de todo el dinero que pudieran gastar.

Danilo Porter despertó con una puntada en su cabeza. Nada más abrir los ojos sintió el sonido del mar y le pareció alto. Se asomó a la terraza del ático que había alquilado y comprobó que desde alta mar llegaba a tierra un viento raso que encrespaba oleajes que se estampaban con barahúnda ensordecedora contra la costa acantilada. Volvió al interior, rebuscó en su neceser hasta encontrar los blísteres de paracetamol y se tomó dos, no fuera a ser que aquella palpitación de su cabeza acabara por convertirse en una jaqueca de las fuertes, una de esas que le impedían abrir los ojos porque hasta la claridad le dolía. Comprobó, hipocondríaco, que había traído a la isla todo su variopinto catálogo de medicamentos. Del mismo modo que nunca viajaba sin sus cremas antiarrugas, tampoco olvidaba el paracetamol, el ibuprofeno, unos antibióticos y el omeprazol, porque a veces su estómago se encasquillaba de tal modo que solo podía volver a comer si se protegía de sus propias pantanosas digestiones. También colocaba, siempre, en su maleta, un espray fungicida, porque de vez en cuando rebrotaba un hongo en su pie derecho que, al parecer, cogió en un hotelucho en el que se había alojado la última vez que pernoctó en Roma. Esos baños comunitarios, aunque uno se duche con chanclas, son siempre peligrosos, pensó mientras se afeitaba. Primero la espuma, bien dispuesta sobre el rostro durante un par de minutos casi cronometrados. Tras el afeitado, la loción que aliviaba el escozor de la hojilla y prometía efectos rejuvenecedores en la piel. Después, antes de ponerse perfume, otra de sus cremas, esta vez para fortalecer el contorno de los ojos.

Vestido con camisa oscura, blazer y pantalón vaquero con zapatos mocasines, se miró al espejo. Un tipo serio, pero al mismo tiempo cercano. Justo la impresión que buscaba causar. Se dirigió a la vivienda de Catalina Prieto, situada a las afueras del pueblo de Rijalbo. Según sus informaciones, Catalina Prieto había sido la colaboradora más cercana de Armando Monteliú desde que llegó a Calibán. Catalina Prieto, la primera persona a la que el párroco había intentado cortar las orejas.

Ella misma abrió la puerta. Danilo Porter se sorprendió al encontrarse con una mujer de edad impredecible, acaso rondaría los cincuenta años, realmente guapa, con un moño alto que dejaba caer su pelo negro a un lado de la cabeza. Vestía pantalón de pinzas y una camisa azulona cuyos botones parcialmente desabrochados insinuaban un escote bonito, sin atisbo de piel arrugada, esa piel agrietada que Danilo Porter había visto en algunas mujeres, cuando el peso de los pechos comienza a estirarla y resquebrajarla hasta hacer riachuelillos de estrías. Catalina Prieto estaba sutilmente maquillada, muy poco, lo justo para enaltecer sus rasgos bellos, el brillo de su piel morena. Danilo Porter pensó, sencillamente, que estaba perfecta. Perfecta para ser las diez de la mañana, vivir en un pueblo perdido en una isla casi inadvertida en muchos mapas, y no saber que hoy tendría visita. Todas esas sospechas refunfuñaron en su olfato de detective, aunque también pensó que era difícil vivir así, sin fiarse de nadie, y casi, muy de refilón, asomó a su alma el siempre inoportuno nombre de Eleonore.

 

Me llamo Eva y soy la esposa del hombre más famoso del siglo pasado. Lo soy. Sigo siéndolo, aunque Adolf esté muerto. Ni siquiera me considero su viuda. No. No lo seré nunca. No seré su viuda porque Adolf es el hombre más célebre del siglo XX y por eso sigue vivo. Si escribo su nombre en el buscador de Google no me alcanzarían mil vidas para leer todas sus entradas. Artistas, cineastas, novelistas, historiadores, biógrafos, fanáticos, todos le rinden tributo en sus obras. Soy la esposa de un hombre inmortal, así de simple. Y por eso yo, que lo aguanté en vida, no me considero su viuda. Soy Eva, Eva Braun, y punto.

Y no. No me suicidé en el dichoso búnker. Es lo que Adolf quería, como hizo con su primera esposa, la pobre de Geli, tan joven. La estúpida se suicidó cuando supo que estaba embarazada de Adolf. Yo no me pasé la vida tolerando sus infidelidades y sus delirios de grandeza para morir en un búnker y que me comieran las ratas. No sé durante cuántos años me estuvo poniendo los cuernos en mis narices con esa estirada inglesa, Unity Walkyrie, aunque ésta tuvo su merecido. Por zorra. Que Adolf no se anda con miramientos. Le pegó un tiro cuando empezó la II Guerra Mundial porque se puso de parte de su país y le confesó que detestaba a Alemania y a todos los alemanes salvo a Adolf. Y Adolf nunca permitió esas blasfemias. Le pegó un tiro en la boca, en su boca sucia para que callara para siempre. Que se joda, que por su culpa me pasé más de media vida humillada. Bueno, por su culpa y por culpa de Inga, aunque Inga me caía mejor. Yo sabía que Adolf la tenía de amante, claro que lo sabía, pero como Inga estaba casada pues no sé, no la veía como rival. Además, era tan guapa que se convirtió en una de mis debilidades, y más de una vez yo también sucumbí a su cuerpo, los tres en la cama, sobre todo cuando Adolf volvía a casa enfurecido por alguna desavenencia o por los derroteros que había tomado alguno de sus planes, alguna de sus batallas, alguno de sus poquísimos amigos. Nunca he entendido por qué los biógrafos de Adolf le suelen achacar poca hombría. Adolf, extremadamente bien dotado, enamoró a cuatro mujeres en su corta vida, y dejó un reguero de hijos a los que es imposible seguirles la pista porque lo primero que hicieron tras su muerte fue borrarse el apellido. No, señores biógrafos, se equivocan. Mi Adolf era muy hombre, sí que sí, que para eso soy su esposa. En los varios tríos que hicimos con Inga, Adolf fue siempre capaz de darnos nuestra respectiva ración. Además, yo le daba seguridad. Cuando se acurrucaba en la cama y yo lo abrazaba, pegado a mi cuerpo cual niño pequeño que huye a la cama de sus padres tras sufrir una pesadilla, yo sentía que Adolf me necesitaba, que necesitaba que yo aprobara sus movimientos. Por eso se acostaba con Inga y por eso el marido de Inga miraba para otro lado y decía ojos que no ven corazón que no siente. Si no hubiera tenido mi aprobación y mi participación, Inga no habría durado tanto, no habría pasado de encuentros ocasionales. Adolf me amaba a mí. A mí me amaba de ese modo profundo que crea una dependencia inolvidable. Por eso cuando llegó la hora me hizo caso y en aquel búnker horrible se pegó un tiro, delante de mis narices se voló la tapa de los sesos. Todavía recuerdo aquellos trozos blancuzcos y sanguinolentos de su cerebro sobre mi cara, cuando él creyó que yo me había tomado esa ampolla de veneno. Claro que no. Mi hora no había llegado. La suya sí, pero no la mía. Él sabía que tenía que morir y yo le di mi aprobación, la aprobación que necesitaba.

Si yo sabía que había llegado el fin de una época no era porque yo misma hubiera llegado a esa conclusión. No. No me creo tan lista. Sabía que era el final de una época y el comienzo de otra porque él me lo había dicho. “Yo no voy a ver el definitivo cambio del mundo, pero el cambio ya está en marcha”, me dijo, que para eso mi Adolf siempre fue un genio visionario. Genio y demonio, pero, me pregunto, ¿qué genio de la historia no ha sido al mismo tiempo un diablo? Oiga, que lo cortés no quita lo valiente. Me viene ahora a la cabeza Picasso, genial maltratador de mujeres. Y Dalí, desde luego más fascista y más egocéntrico que Francisco y Adolf juntos, que ya es decir.

De Adolf me gustaba especialmente el pavor que me daban sus ojos cuando me hacía el amor. Me recuerdo sobre la cama, con Adolf encima, y yo sentir en esa profunda claridad de sus ojos miedo, auténtico miedo, un pánico que sin embargo me producía placer, el placer de sentirme dominada, el placer inmenso de ser penetrada por Adolf. Me corría hasta el punto de encharcar las sábanas y Adolf, tan maniático, siempre tenía el detalle romántico de olerlas después y yo aún, con las piernas abiertas y sudorosa, trataba de volver a acompasar mi respiración. Hebras de mis fluidos en su bigotillo, amorosamente entrelazadas al vello de su bigote célebre, insuperable escena del amor. Porque yo lo amaba. Por encima de todo, lo amaba. El hecho de que no me suicidara con él no significa que no lo amara. Al contrario, sigo siendo su esposa y así, de ese modo, él también está vivo. Cuando mis amigas del Pacto me preguntan curiosas, durante nuestros encuentros, me gusta recordarlo y contarles los muchos detalles de amor que tenía conmigo, aunque ellas solo ansíen conocer detalles morbosos. Y yo las entiendo, entiendo que despierte ese morbo mastodóntico, porque es lo que me pasaba a mí y a las otras, incapaces de decirle que no. Mi Adolf era mucho Adolf. Hacer el amor con su pistola Luger debajo de la almohada mientras sentía los empellones de su otra pistola en mi vagina con su uniforme puesto, era una sensación tan excitante que no sé ni cómo explicarla. A veces me hacía el amor tan duro que yo sentía la Luger bajo mi cabeza y metía mi mano bajo la almohada para tocarla, para rozar la culata de la pistola que tanto y tan bien empuñaba mi marido. Una vez, antes de empezar, me quejé de una de las criadas, perezosa y maleducada. Adolf la mandó a llamar. Yo desnuda, sobre la cama, y él ya dentro de mí, cuando la criada tocó en la puerta y él dijo que adelante, que se acercara, y en cuanto la chica estuvo junto a la cama sacó la Luger de debajo de la almohada y le disparó al corazón con tanta suavidad que no alteró sus movimientos dentro de mi vagina reclamante. Se corrió al instante, viendo cómo crecía el charco de sangre y sintiendo cómo su semen me inundaba lenta y viscosamente, igual que la sangre derramada de la criada. Y yo, yo tuve un orgasmo tan largo, que creí desfallecer. Lo siento, es la verdad.

Cuando yo y mis amigas quedamos para cenar, una vez supervisados los negocios, casi siempre acabamos hablando de nuestros maridos. Bueno, imagino que como en cualquier otra reunión de mujeres. Fidela, Carmen, Rachele y yo tenemos una especial conexión, quizá porque nos conocemos de toda la vida, aunque solo después del fallecimiento de nuestros respectivos maridos hayamos podido congeniar, intimar, hacer nuestras cosas. Solo ellas sabían de lo mío con Hans Marcus Müller, mi debilidad adolescente, aunque ese tema lo tocaremos después, más adelante. A Rachele, por ejemplo, la esposa de Benito, pude conocerla poco antes de la Guerra, igual que a Carmen, la esposa de Francisco, y ya había entre nosotras como una necesidad de compartir, un espacio fácil de entendimiento porque la intuición nos decía lo mucho que teníamos en común. Vaya que sí. Me acuerdo, por ejemplo, de hablar con Rachele, porque Adolf y Benito parecían cortados por el mismo patrón. Vaya cabronazos los dos a la hora de ponernos cuernos. Pero las mujeres sabemos esperar. Las mujeres conocemos la sombra y a la sombra vivimos tranquilas. Y tenemos tiempo para hacer planes, para saber esperar nuestro momento y para propiciar acontecimientos. Y aunque nuestros maridos presumieran de estrategas, jugando a los mapas y a la guerra, éramos nosotras quienes, a la sombra de su gigantismo, teníamos todo el tiempo para tejer la tela, arañas mimosas, prudentes, sabias, conocedoras de los resortes de la familia, el sexo, los negocios y la política, los cuatro pilares del poder.