Agonía en Malasia

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Como un conjuro siniestro, esa madrugada los marcaría para siempre. Solo unas horas antes Felipe se había tomado una foto donde aparecía radiante, con el pulgar hacia arriba en las Torres Petronas, insignia arquitectónica de Kuala Lumpur. Toda la alegría de los viajeros, llenos de emociones mientras iban celebrando de bar en bar en Changkat, haciéndole guiños displicentes y desprevenidos a la vida como si todo fuera fantasiosamente lineal, juntando mesas con unas turistas australianas, alzando jarros de cerveza para celebrar ese fugaz momento de amistad y vértigo en el bullicio de la fiesta callejera, dio paso en un par de horas a un silencio sordo, a un pasmo de incredulidad, una pausa donde comienza el epílogo de una noche de juerga que terminó de la peor manera.



“Mi familia”, “mi vida” y “Chile” eran palabras que resonaban como el golpeteo de un martillo en sus cabezas mientras, a un par de metros, la policía continuaba con su trabajo pericial, frío y mecánico en el decadente hotel ubicado en el límite entre el turístico Bukit Bintang y el barrio de Pudu.



Pasó un buen rato, pero la noción del tiempo se había traspapelado, alterado en el desconcierto de una tragedia que se desarrollaba ante sus ojos. Una hora, dos o quizás más, era difícil saberlo con certeza. En el frenesí de ese lobby un fotógrafo iba registrando la escena y, rodeados de policías —con uniformes azules y pecheras fosforescentes—, Fernando y Felipe eran interrogados una y otra vez acerca de lo que había ocurrido. De manera simultánea, el jefe de la investigación, Faizal Bin Abdullah, quien no andaba con uniforme sino con un buzo y una polera negras, pedía al recepcionista, Lim, ver el registro de las cámaras de seguridad.



Frente al cadáver —ahora cubierto con un plástico blanco— había una mampara de vidrio donde un pequeño y dorado gato chino se movía de atrás hacia delante saludando incesantemente a los huéspedes del hotel.



—¿Su pasaporte? —exigió un policía a Fernando.



—Está arriba, en la habitación.



—Lo necesitamos —le respondió.



Acto seguido el oficial y Jayavel, el fotógrafo de la policía, lo escoltaron por el pasillo hasta el ascensor en dirección a la habitación. Allí, en la puerta del cuarto, con la cabeza justo delante de la placa de metal que mostraba el número 303, el fotógrafo tomó una imagen de Fernando en la que aparece con la cara desencajada, los ojos enrojecidos y el pelo negro desordenado. La cámara también retrató la habitación, en cuyo interior había tres camas individuales a medio hacer, una mochila azul, una toalla blanca colgada en un gancho y otra vez a Fernando ya esposado y mirando al lente; y a su izquierda, sobre una mesita, un rollo de papel higiénico y tres jabones individuales.



Mientras tanto, en el hall de entrada, sentado y esposado en un banco de metal, Felipe lloraba. Tenía en su cuerpo marcas visibles de la lucha por controlar a Tasha, rasguños en la espalda, en sus brazos y en el tórax.



Entretanto, Carlos Fuentealba seguía fuera del hotel y a su lado un policía fumaba un cigarrillo mientras otro le hacía preguntas. A esa altura el chileno tenía clara la gravedad de la situación.



—Llama a mi papá y ándate a la embajada de Chile a pedir ayuda —le pidió Felipe llorando.



El hombre se fue lo más rápido que pudo de allí. Ni bien entró a la sede de la representación diplomática chilena, ubicada a pocas cuadras de las Petronas y en el corazón económico de Kuala Lumpur, solicitó inmediatamente hablar con alguien.



Necesitaban ayuda urgente y avisar a los parientes en Chile.



Pasó poco tiempo y, mientras le explicaba al empleado de la embajada que lo había atendido lo que estaba pasando, “que sus amigos estaban presos”, “que un tipo los había atacado”, “que él no estaba en el lugar en ese momento”, la policía llegó a la recepción del edificio, aunque no subió directamente al piso donde estaba la oficina consular.



—Estamos buscando al señor Carlos Fuentealba —le explicaron a la secretaria que atendió la llamada—. ¿Está allí?



En ese momento el cónsul Juan Francisco Mason salió de su oficina, tomó el auricular y les dijo que sí, que podían subir.



El policía del otro lado de la línea explicó que necesitaba tomarle una declaración pero que era “mejor que Fuentealba bajara”. Los agentes sabían que si entraban a la sede diplomática no podrían llevar detenido al joven. Y eso era exactamente lo que andaban buscando.



—Ya, yo voy a bajar enseguida —dijo el diplomático.



En el hall de entrada se encontró con los uniformados.



—¿Por qué necesitan al ciudadano Fuentealba?



En minutos de semejante tensión, el aplomo y la imponente figura de casi dos metros del diplomático no pasaron desapercibidos.



—Solamente queremos tomarle una declaración —mintió el policía.



De modo que Mason se devolvió al consulado y le explicó a Fuentealba lo que pasaba. Entonces tomaron el ascensor que los dejó en la recepción del edificio y luego salieron a la calle.



—Tiene que venir con nosotros —dijo uno de los oficiales.



Por eso, mientras subían a Carlos al vehículo de la policía, Mason tomó su auto y se fue tras la patrulla hasta la gigantesca estación policial de Dang Wangi. Allí esperó hasta que finalmente le explicaron que Carlos también quedaría detenido hasta que pudieran descartar su posible vinculación en los hechos. Mason entendió en el acto que Fuentealba también iba a necesitar un abogado. Eso era algo urgente. Se trataba de un delito por el que podrían ser sentenciados a penas graves, y en tal caso el código de procedimiento criminal de Malasia le daba un plazo de catorce días a la policía para investigar y mantener detenidos a los chilenos, es decir, bajo arresto temporal en la comisaría. En ese lapso se asegurarían de que el tercer sospechoso estuviera diciendo la verdad y que efectivamente fuera cierto que él “había llegado después” al sitio de los hechos. Mientras no lo comprobaran, para la ley de Malasia era considerado un eventual sujeto de

flight risk,

 vale decir, de riesgo de fuga. Durante esas dos semanas la policía tendría la facultad de recoger evidencias, llamar a declarar a los testigos y las personas que estimara conveniente, a todos quienes, bajo su lupa, pudieran aportar pistas a la investigación. Esa tarea quedó a cargo del hermético inspector Faizal Bin Abdullah, un hombre de estatura mediana, delgado y con un fino bigote negro que le daba una apariencia de detective de los años setenta. Tenía la piel morena, ojos negros y penetrantes que agrandaba cuando algo no le hacía sentido. Con más de dos décadas en el servicio sería él quien determinaría cuál sería el cargo que le propondría a la fiscalía.



Para esta hora ya les habían hecho sacarse la ropa y ponerse un pantalón y una camisola naranja salpicada de restos de vómitos. Las primeras horas las pasaron en el mismo calabozo, pero unas horas después los separaron. Recién encarcelados, sentados en el suelo y sin comer, los chilenos intentaron calmarse, pero eso era un imposible.



Eran alrededor de las once de la mañana de ese 4 de agosto cuando los llevaron a una sala de visitas donde los esperaba el cónsul. Alegaban porque los habían encerrado, estaban molestos, asfixiados de calor. Lloraban.



Felipe se levantaba la polera y mostraba al cónsul los rasguños, arañazos y picaduras de mosquitos, o tal vez de pulgas.



—El tipo nos atacó y nos defendimos inmovilizándolo en el piso —insistía.



Nunca habían pisado una comisaría y la absurda ilusión de que saldrían pronto se entremezclaba con el terror que sentían.



Terminada la reunión y de regreso en sus calabozos, uno de los guardias les habló con ironía:



—Ahhh… ¿así es que ustedes vienen a mi país a matar gente? Bueno… sepan que acá los van a colgar, se van a ir a la horca. —Remató la amenaza haciendo el gesto con la mano de que les cortarían el cuello.



Estaban en Malasia, un país de más de treinta millones de habitantes, una nación de sultanes, con un rey, cuyas costumbres y leyes desconocían. Una nación multicultural, con tres razas que poblaban un mismo territorio. Los malasios eran la mayoría, más de la mitad del país, seguidos por los chinos, luego los indios y algunas otras etnias. Si bien la religión oficial era la musulmana, había varias más que debían convivir y respetarse en sus diferencias, aunque la verdad es que en general el sistema daba más privilegios a los seguidores de Alá. Era un mundo nuevo donde las leyes, los códigos de conducta y las creencias se entremezclaban de una manera que hasta entonces no entendían. Menos podían saber que en aquella nación asiática existía la pena de muerte y que la corrupción —como en tantos lugares del mundo— era una moneda habitual.








Pasadas las once de la mañana de ese 4 de agosto los restos de Tasha ingresaron al Institut Perubatan Forensik Negara, una construcción anexa al enorme hospital del Kuala Lumpur donde el doctor y especialista en autopsias, Siew Sheu Feng, empezó el análisis forense del cuerpo, algo que en el caso de los musulmanes solo se autoriza en circunstancias legales, cuando ha habido dudas sobre la causa del deceso. Para el islam el cuerpo es un regalo de Alá, por lo mismo debe ser devuelto a él en las mejores condiciones y sin afectar la dignidad del fallecido. Pero este no era el caso. Habría que diseccionarlo minuciosamente para encontrar pistas.



Tres horas más tarde le extrajeron sangre y orina para hacer las pericias químicas. Afuera del establecimiento, dos amigas transgénero, Nabila y Maya, sus compañeras de noche y también prostitutas fumaban un cigarrillo tras otro sin poder creer lo que había pasado. Maya —de nacionalidad indonesia— había sido la última en verla con vida, ella era su protectora en las calles y a quien los clientes pagaban antes de partir con Tasha, la que la cuidaba del peligro, a su manera, a la medida de su precario radar. Pero además Maya era su mejor amiga y esteticista. Si solo ayer —recordaba— ella misma le había inyectado relleno en los muslos, por los que le había cobrado 300 ringgits, unos 75 dólares. Por eso Tasha tenía ese cuerpo escultural.

 



Maya también se hacía cargo de mantenerla joven y con la piel lisa y blanca, un color que en Asia se valora como el oro más preciado. Infinitas veces le había puesto bótox en la cara, porque Tasha vivía para ser bella.



Allí, afuera del edificio forense, las amigas esperaban para participar del lavado del cadáver, para ayudar a Tasha a partir al cielo. Tras unas horas lograron entrar a verla. Observarla ahora, ahí, desnuda con algunas marcas violáceas en el rostro, “trazas de congestión alrededor de la cara, el cuello y la parte superior del tórax, compatibles con equimosis” —diría la autopsia— producto de la compresión y posición en la que murió, parecía una idea loca, una escena macabra que nunca podrían olvidar. No pudieron mirar más. Entonces Maya cerró los ojos, recordó ese rostro bello que tanto había cuidado y le dijo adiós.



“Todos somos de Dios y a Él hemos de volver”, repitieron los ahí presentes al empezar la ceremonia. De acuerdo a la ley islámica, en este rito participan las personas del mismo sexo, salvo excepciones que contempla en algunas circunstancias a la viuda. En el caso de que no hubiera ningún hombre disponible para hacerlo, el hospital llamaría a un imán a la mezquita más cercana para que dirigiera el rito

3

 . Pero en el caso de Tasha no hubo necesidad de hacerlo; había parientes y amigos. En la camilla de esa morgue lavaron su cuerpo tres veces con agua fresca, alcanfor y esencias aromáticas —como mandan las escrituras— mientras los ahí presentes rezaban invocando el perdón de los pecados. Luego amortajaron el cuerpo con una sábana de color blanco y lo pusieron en el ataúd que la llevaría de vuelta al pueblo, al mismo terruño del que Tasha siempre quiso escapar.



El cadáver salió de la morgue a las ocho de la tarde del día 4 de agosto, aproximadamente catorce horas después de su muerte. Su hermana Arfah firmó el documento de reconocimiento del cadáver y la recepción del certificado de defunción. A pesar de que era viernes, cuando el tráfico satura las avenidas, la ambulancia que la llevó hasta el hogar de los Ishak demoró solo tres horas en llegar a Tebal. El ataúd fue rodeado por los familiares y amigos. Solo faltó uno de sus hermanos, Halimi, el que nunca lo aceptó como mujer y que por eso se rehusó a estar con Tasha bajo el mismo techo, por muy muerta que estuviera.



Jack, el amigo peluquero, ya estaba allí. De alguna manera, él había suplido la ausencia de amor masculino y paterno de Tasha. Por eso su lugar en la triste escena era central. Fue la noche más dolorosa de su vida. A la mañana siguiente, el cadáver atravesó los arcos de la pequeña mezquita del pueblo, ubicada a solo cuatrocientos metros de la casa. A esa construcción de paredes de color azul, amarillo y rosa, espacios interiores simétricos, con ventanas enrejadas pero sin vidrios fue adonde la mayoría de los vecinos sí se atrevieron a llegar, porque no todos habían querido ir a darle el pésame a la madre a su hogar. Solo los más íntimos lo habían hecho, ya que la de Tasha había sido una muerte violenta, una muerte rara, pero sobre todo la difunta era trans, lo que suponían algo tan humillante para su familia que por eso era mejor no aparecerse. “No decir nada, no comentar el hecho con nadie y rezar”, se decían sin decírselo siquiera entre ellos, como un código de buena vecindad y de hijos de Alá.



Luego el imán los acompañó hasta el cementerio y en el lugar invocó una cita fúnebre del Corán:



“¡Oh, Al-lah! Perdona a nuestros seres vivos y a nuestros fallecidos; a quienes están presentes y a los ausentes; a nuestros jóvenes y ancianos, y a nuestros hombres y mujeres. ¡Oh, Al-lah! Otorga firmeza en el islam a quienes has otorgado la vida, y haz morir en la fe a quienes has causado la muerte. ¡Oh, Al-lah! No nos prives de la recompensa relacionada con el difunto y no nos sometas a pruebas después de él”.



Allí sacaron el cuerpo del ataúd, de acuerdo a las enseñanzas del profeta Mahoma, lo bajaron entre varios y lo depositaron en la tierra, sobre el lado derecho y con su cabeza mirando a La Meca

4

 .



El funeral fue sencillo y sin demasiado llanto, como lo manda también el Corán, y luego, durante tres días, la familia continuó rezando. Mahoma dijo además que, cuando un musulmán muere, necesita que al menos cuarenta personas recen por su alma para que Dios acepte esas súplicas. En el cementerio de Tebal ese 5 de agosto había al menos sesenta.



Al día siguiente del entierro, una desconocida golpeó la puerta de la casa de la madre de Tasha. Al ver a esa persona, supo de inmediato que era alguna amistad de su hijo, ya que vestía de mujer y hablaba ronco pero “suavemente”, acota la madre.



—A veces se quedaba conmigo, trabajábamos juntas —le dijo la visita mientras le servían una taza de té.



—¿Y qué fue lo que le pasó? —preguntó Siti Juhar con congoja.



No obtuvo respuesta, probablemente por temor a causarle más daño. La persona guardó silencio y minutos después se despidió.



Ni aquel día ni en los siguientes apareció una sola letra en los diarios, tampoco en los noticieros de la televisión. Meses después saldría una que otra nota, que por cierto no tuvo repercusión alguna en la opinión pública. Hay muertes y casos criminales que importan más que otros, y este definitivamente no era uno de ellos. Tasha era prostituta, drogadicta, vendía lo sacro al mejor postor, no era rica, no era famosa, no tenía redes de protección, solo una familia humilde que añoraba que regresara al pueblo, por mucho que a ella no le gustara y que en su corazón sintiera que no había mundo suficientemente grande que pudiera contenerla.





Capítulo 2

 ANTES DEL HORROR



Tal vez sea la propia simplicidad del asunto



lo que nos conduce al error.





Edgar Allan Poe






En el vaho húmedo y el calor de una pequeña celda, Felipe y Fernando no podían comprender del todo lo que estaba ocurriendo. Tampoco Carlos, que en realidad tenía poco y nada que ver con la tenebrosa trama. Una persona muerta. En sus mentes era como una película que ocurría en un lugar extraño, sin secuencia, en blanco y negro y con un guion y un formato equivocados.



Malasia no era Nueva Zelanda, y eso era algo que recién empezaban a entender. Hacía solo veinticuatro horas que habían llegado a Kuala Lumpur, dejando atrás ese bello país que los acogió con el programa de Working Holiday, esas dos islas enclavadas en Oceanía, con una naturaleza prodigiosa de lagos, volcanes y montañas con nieves eternas, parecido al sur de Chile, donde coexisten maoríes y descendientes de ingleses; una nación de casi cinco millones de habitantes con una sociedad pulcra, organizada y alta calidad de vida. Todo eso era ahora un recuerdo de una primavera evanescente. Estando allá es que habían afinado los detalles de la travesía por el Sudeste Asiático. Entre cerveza y cerveza, paseos y también pesados turnos de trabajo Fernando Candia, Felipe Osiadacz y otros amigos que originalmente también serían parte del viaje imaginaban el periplo que empezarían en el mes de agosto por la zona.



No tenían mucho dinero, pero el suficiente como para arreglárselas en los países que iban a visitar. El mundo parecía estar a sus pies y el exótico continente elegido los llevaría a templos y arrozales, a sumergirse en aguas turquesas, a extasiarse de comidas exuberantes por poco dinero, porque viajar por el Sudeste Asiático como mochilero era muchísimo más barato que Nueva Zelanda o Australia, donde Felipe había vivido durante casi un año.



Nueva Zelanda había sido un lugar plácido, tranquilo, sin sobresaltos ni peligros, respiraban libertad y estaban llenos de planes que se conversaban en largas caminatas por valles infinitos de una belleza sobrecogedora. Por eso cada paso, cada ruta posterior se iba definiendo sin mucho análisis ni información sobre la cultura, las tradiciones, las reglas y los riesgos que podrían afrontar. De cierta manera, Candia y Osiadacz confiaban en que en Asia andarían juntos, con amigos que se les unirían después, protegidos acaso por esa cofradía de los viajeros y las confianzas urdidas tras seis meses de convivencia en la tierra de los All Blacks.



¿Quiénes eran estos dos chilenos que terminaron acusados de homicidio ese 4 de agosto?



Fernando venía del paradero 19 de la Florida y se educó en el Instituto La Salle. Felipe, por su parte, nació en Santiago, vivió hasta los quince años en Temuco, donde estudió en el colegio Montessori, y luego se trasladó a Viña del Mar, al colegio San Pedro de Nolasco ubicado en Valparaíso. Tenía una hermana del primer matrimonio de sus padres y un hermanastro por parte de su mamá. El padre de Felipe, Fernando Osiadacz, se había separado cuando su hijo tenía cuatro años y era ingeniero en Administración de Empresas, poseía un diplomado y trabajaba como subgerente de ventas en la empresa lechera Colún. El papá de Fernando, por su parte, se había dedicado a servicios financieros —eso decía su perfil en LinkedIn— y en el último tiempo como gerente comercial de Candia Chile Spa en la Quinta Región. La madre de Candia, Maritza Olcay, se ganaba la vida como conductora de transporte escolar en el colegio La Salle. Fernando tenía un hermano y sus padres también estaban separados.



Tanto Felipe como Fernando cursaron carreras de grado; Fernando Ingeniería Química en la Universidad Tecnológica Metropolitana y Felipe Ingeniería Comercial en la Andrés Bello, tras un breve paso de un año en la Adolfo Ibáñez. En sus vacaciones, Felipe había trabajado como lavacopas, garzón y tuvo algunos breves emprendimientos comerciales. En su perfil de LinkedIn hay una referencia algo escueta sobre su desempeño laboral:

Gran experiencia en el trato simétrico y asimétrico con las personas y gran facilidad para enfrentar los problemas”.



Mientras estudiaba en la universidad, en Viña del Mar, aprovechaba para hacer unos “pololos” y así juntar dinero. En esos años se desempeñó como encargado de las mesas del primer piso del restaurante El Muelle en Algarrobo y luego, en el verano del 2012, como administrador en las cabañas Aroma de Mar en el Quisco.



Fernando, en tanto, abandonó ingeniería cuando ya llevaba cuatro años. Estaba harto de los paros estudiantiles, pero sobre todo se había dado cuenta que quería dedicarse a la cocina, su verdadera vocación. Fue difícil contárselo a sus padres, quienes con tanto esfuerzo habían costeado su carrera, pero no les quedó más remedio que aceptar y poco después Candia entró al Inacap. Ya en los primeros meses de formación tuvo claro que su decisión había sido correcta. Se sentía feliz, amaba lo que hacía y sobre todo le encantaba trabajar bajo presión. Hincha de Colo Colo, sociable, con un círculo de amigos muy unido, compatibilizaba los estudios y el trabajo en la empresa de banquetería del chef Eugenio Melo. Luego permaneció dos años en un restaurante italiano en Los Trapenses, donde una tarde, en medio de ollas y vapores, decidió que necesitaba ampliar su mundo. Quería aprender inglés y viajar, probar otros sabores y texturas de la vida. Por ello, en octubre del 2015, con la ayuda de su hermano Francisco, que en ese momento vivía en Europa, postuló a la visa Working Holiday. Básicamente, este es un convenio que integra vacaciones con trabajo en diferentes países, lo que permite a sus beneficiarios recibir un salario y a la vez aprender idiomas. Fernando eligió Nueva Zelanda y fue uno de los 940 seleccionados ese año entre miles de postulantes.



En octubre del 2015 Felipe Osiadacz —también con la visa Working Holiday— empezaba sus aventuras y trabajos, pero en Australia. Su madre, Jacqueline Rosemarie Sanhueza, había muerto en junio del 2013 y ahí estaba él, dos años después, buscando qué quería hacer realmente con su vida. De modo que antes de tomar ninguna decisión laboral definitiva se había autoimpuesto recorrer Oceanía y el Sudeste Asiático. Para eso había juntado peso a peso el año anterior.



Felipe era un tipo alegre y amiguero, el alma de la fiesta. Amante del fútbol —fanático más bien— lo practicó hasta que se cortó los ligamentos cruzados de la rodilla. Pero en Australia, donde trabajaba lavando y moviendo autos desde el aeropuerto al centro de la ciudad en una empresa de

rent a car

, descubrió una nueva pasión: el montañismo. En esas caminatas y excursiones junto a amigos chilenos decidió que subiría con ellos el Monte Everest cuando se le venciera la visa australiana en octubre del 2016, pero por problemas de plazos migratorios sus amigos partieron antes que él.

 



En septiembre del 2016 Fernando salió de Chile con destino a Nueva Zelanda para iniciar su ansiado proyecto de trabajar y vacacionar en ese pequeño y remoto país. Durante las primeras semanas, y junto a un alemán y a otras amistades que había conocido allá, recorrió la Isla Norte, la más poblada de las dos que componen Nueva Zelanda, con casi cuatro millones de habitantes, que en lengua maorí se llama

Te Ika a Maui

 o “Pez de Maui” en su traducción.



El destino empezaba a bosquejar el horizonte y a unir los caminos de ambos chilenos, porque mientras Fernando paseaba, Felipe hacía una escala de avión en el aeropuerto de Kuala Lumpur para seguir rumbo a Nepal y de ahí alcanzar el campamento base del Monte Everest, ese momento mágico que quedó inmortalizado en un video que subió a su cuenta de Instagram. Con anteojos de sol, un gorro azul y mochila a la espalda decía:

Allá está el campamento. Estamos rodeados por el glaciar más grande del mundo. Único.

Ú

-NI-CO. Al fondo la imponente imagen de las montañas y los banderines de colores típicos. Abajo el abismo y allá otro acantilado. Ese que se ve ahí es el Everest, lo más cerca que he podido llegar hasta ahora”.



Al terminar ese viaje partió a Nueva Zelanda.



Aún sin conocerse, cada uno recorrió diferentes ciudades y parajes. Eran dos hombres felices, encandilados en medio de tanta luz. “Persigue tus sueños aunque todos piensen que estás loco… solo tú sabes dónde está tu felicidad”, posteaba Fernando por esos días.



Ni bien llegó a Nueva Zelanda, Osiadacz se instaló en Christchurch, ciudad ubicada en la Isla Sur a trescientos kilómetros Wellington, la capital de Nueva Zelanda, siguiendo el consejo de otro amigo de Viña del Mar quien estaba viviendo allí. Fue cuando conoció a Yasser Nahas, alias

El Turco

, quien llevaba un tiempo en el país junto a un grupo de uruguayos. Felipe se instaló con ellos y rápidamente se convirtieron en una suerte de hermandad. Con Yasser se produjo una conexión inmediata. Tenían gustos similares y eran quienes se encargaban de organizar los paseos y las salidas nocturnas. Por las mañanas

El Turco

 partía a trabajar a un frigorífico donde las extensas faenas le reportaban un ingreso de 4000 dólares por mes, una cantidad que le permitía vivir bien y viajar por el país. Felipe, en tanto, había recibido el dinero de la devolución de impuestos de Australia, así es que con parte de aquella le compró a su amigo Yasser su Toyota Celica verde oscuro del año 1991 en el que se movía a sus anchas por la zona. Luego empezaron los trabajos, primero en el rubro de la construcción y más tarde —junto a un amigo uruguayo— en Synlait, una enorme y moderna planta lechera. Allí tenía dos turnos de doce horas y su labor consistía en limpiar y hacer controles de calidad.



En el grupo de Felipe todos eran solteros y los fines de semana iban a fiestas latinas a tomar cervezas en algún pub local o simplemente se quedaban en sus cabañas viendo películas en Netflix, las que disfrutaban comiendo pizzas. También, y dependiendo de los turnos laborales, paseaban por los alrededores de Christchurch.



En este ambiente de camaradería que discurría en un país civilizado y seguro, cuyas tasas de criminalidad son unas de las más bajas del mundo, se sentían a sus anchas. Sin embargo, hubo un episodio que perturbó por unos minutos la tranquilidad del grupo cuando un hombre


intentó robarles en las cabañas donde se hospedaban. Pero el miedo duró poco. A los tres minutos llegó la policía y solucionó el problema llevándose detenido al intruso. Pero aquel momento, si bien desagradable, no pasó de ser algo anecdótico en una nación que les garantizaba posibilidades de trabajo y calidad de vida. A cambio, los amigos sabían cuáles eran sus obligaciones respecto de las leyes locales y tenían muy claros sus propios límites: manejar sin alcohol en la sangre y respetando estrictamente el límite de velocidad. Si querían seguir allí no podían manchar sus papeles de antecedentes. Por ello su conducta debía ser intachable.



Aprovechando las excelentes condiciones que ofrecía el turismo aventura en ese país, en diciembre del 2016 sus compañeros partieron a la Isla Norte a hacer un circuito de

trekking

 y kayak. Felipe necesitaba juntar dinero y por eso, en vez de sumarse al grupo, se fue al sur a trabajar en las plantaciones de

cherries

. Duró solo unos días porque no le gustó. Entonces, tomó su auto y manejó a toda velocidad hasta Gisborne, una pequeña ciudad ubicada en la Isla Norte conocida por su gastronomía, los vinos y el surf, donde lo esperaban sus amigos para celebrar el Año Nuevo.



Osiadacz y Candia cruzaron sus destinos por primera vez el día 30 de diciembre en el hostal para mochileros llamado Flying Nun Backpackers o “monja voladora”, que antiguamente había albergado un convento. En la fachada de este adusto edificio había una colorida imagen de un ángel que le confería un cierto aire ecléctico. En el jardín, una casa rodante en desuso, desvencijada y llena de grafitis que por las tardes los mochileros convertían en un lugar de encuentro y cervezas. Las grandes habitaciones, con camarotes para diez personas, y los espacios comunes del hostal estaban pensados para que los turistas de distintas partes del mundo interactuaran con facilidad. El ambiente no podía ser mejor para recibir el Año Nuevo.



El Feña

 y Felipe se cayeron bien desde el primer momento y, al día siguiente, en la víspera del nuevo año, partieron junto al grupo a una fiesta de neozelandeses en un campo cercano, a la que no estaban invitados, razón por la cual no los dejaran entrar. Felipe se fue de vuelta al albergue con los demás y Fernando con unas amigas a la playa. La noche fue intensa para ambos y se acostaron cuando el sol ya iluminaba la ciudad.



Eran tiempos felices, no tenían preocupaciones y el sol y la playa convertían la aventura en unas vacaciones de ensueño. Por esos mismos días, en enero del 2017, en una playa cercana chilenos y uruguayos se enfrentaron en un partido de fútbol que terminó con Felipe con un esguince en el tobillo y una incómoda bota que le pusieron en el hospital. Tras unas semanas se recuperó y se sumó al trabajo de sus compañeros —entre los que ya se incluía a Candia—, en una cosecha de choclos cerca de Gisborne. Cada mañana les llegaba un mensaje al teléfono que contenía un mapa con la ubicación del predio. Entonces tomaban sus camionetas, llegaban al punto que indicaba la pantalla, se echaban bloqueador, guantes y empezaban a sacar los frutos del maíz.



Aproximadamente dos meses más tarde, Felipe regresó a Christchurch y otra vez aplicó para trabajar en la lechera Synlait. Fue allí que conoció a la belga Gaelle Sevrin. El amor fue instantáneo y nueve días después la muchacha ya se había instalado a vivir en la misma casa que él. La vida era demasiado buena para ser cierta. Una de esas tardes de abril, y tras buscar la ruta más barata para empezar la travesía por Asia, compraron los pasajes. Gaelle se les sumaría un poco después. La primera escala sería en Malasia, donde el plan consistía en visitar algo de Kuala Lumpur y luego las famosas Batu Caves, uno de los santuarios hindúes más famosos e imponentes del mundo. Luego, esa misma tarde partirían a Tailandia.



El primer período de amor se trasladó a las fotos que Felipe subió a su cuenta de Instagram, donde aparecen abrazados y felices en medio de imponentes campos verdes, montañas nevadas, mares con fondos turquesa y acantilados. La muchacha, nacida en Liege, la preciosa ciudad colonial, tenía veintiocho años, el pelo rubio y liso, ojos verdes y contextura delgada. Había trabajado como gerente de recursos humanos en algunas empresas y renunciado a las rutinas laborales en su país para emprender también la aventura con la vi