La máquina genética

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Seguía empeñado en estudiar el ribosoma usando las técnicas que había aprendido, como la dispersión de neutrones, pero ni yo ni nadie en el área entendía todavía cómo funcionaba en realidad. Sus componentes individuales parecían no hacer gran cosa por sí mismos. Era un poco como observar un grupo de llantas y de pistones aislados sin tener idea de cómo se ensamblan para formar un automóvil. Por el otro lado, el ribosoma completo daba la impresión de ser un problema demasiado grande e inabordable como para avanzar en forma significativa. El ribosoma no sólo estaba menos de moda que cuando me había ocupado de él por primera vez, sino que la dispersión de neutrones había demostrado ser un callejón sin salida para estudiarlo a él o a la cromatina. A casi una década de mi salto de la física a la biología, daba la impresión de que mi segunda carrera, como la primera, se iba por un tubo.

3. Cómo ver lo invisible

Decimos “ver para creer” y resulta sorprendente con cuánta frecuencia justo la capacidad de ver cosas ha cambiado nuestra comprensión del mundo. Durante siglos pensamos sobre el cuerpo humano de formas erradas porque lo que conocíamos de él provenía del médico griego Gale-no, que a su vez aprendió mediante la disección de animales. No fue sino hasta el siglo XVI, cuando Andreas Vesalius comenzó a estudiar directamente con cadáveres humanos, que realmente comenzamos a entender nuestra propia anatomía.

Pero cuando le llegó el turno al ribosoma, ninguno de los métodos que usábamos nos permitía observar sus detalles y mucho menos su opera-ción. Antes de regresar a nuestra historia, vale la pena dar un rodeo para examinar por qué le tomó a los científicos medio siglo desarrollar una técnica que sería clave para descifrar el problema del ribosoma.

Durante la mayor parte de la historia humana, vivimos limitados por aquello que podíamos ver a simple vista. El ámbito de lo visible se amplió drásticamente a mediados del siglo XVII cuando un comerciante de lino, Anton van Leeuwenhoek, buscó la forma de examinar con más detalle las fibras textiles. En su búsqueda por hacer mejores lentes, inventaría el microscopio más poderoso de su época, que usó para observar todo, desde el agua de un charco hasta la mugre que rascó de sus propios dientes. Lo dejó estupefacto comprobar que ahí se movían diminutas criaturas que él llamó animálculos pero que hoy conocemos como microbios. Poco después, Robert Hooke también empleó microscopios para ver los detalles de todo, desde pulgas hasta diversas clases de tejidos. Hooke acuñó el término célula para describir los compartimientos que conforman los tejidos vegetales. La idea de la célula transformó por completo la biología; hoy sabemos que la célula es la unidad más pequeña de la vida que pueden existir de forma independiente y que puede asociarse con otras para formar tejidos y organismos completos. Conforme los microscopios fueron volviéndose más poderosos, la gente descubrió que el interior de las células también tiene estructuras, como núcleos con cromosomas y diversos organelos. La capacidad de observar los detalles transformó la biología, desde la anatomía humana hasta las estructuras dentro de las células. ¿Pero de qué estaban hechas todas estas cositas dentro de las células mismas?

Como toda la materia ordinaria, las células y sus componentes están formados por moléculas, que son grupos de átomos unidos en formas muy específicas. La teoría atómica de la materia tardó tanto tiempo en desarrollarse y su importancia es tal, que el famoso físico Richard Feynman afirmó que, si se destruyera todo el conocimiento científico y sólo pudiera heredarse una oración a las siguientes generaciones de seres humanos, debería ser ésta: “Todas las cosas están hechas de átomos, diminutas partículas que se mueven sin parar y se atraen unas a otras cuando se encuentran a cierta distancia pero se repelen cuando se les obliga a acercarse demasiado.”

Resulta sorprendente que, sin siquiera poder ver las moléculas, los científicos de los siglos XVIII y XIX no sólo dedujeran su existencia sino también su estructura: la disposición de los átomos que conforman una molécula. Pudieron hacerlo para moléculas sencillas como la sal común, que sólo tiene dos átomos, y también para algunas más complicadas, como el azúcar, que tiene veintitantos. Pero, conforme más grandes y complejas son las moléculas, más difícil se vuelve inferir su estructura sin poder observarlas directamente.

La razón por la que nadie había visto una molécula tiene que ver con las propiedades mismas de la luz. La luz está hecha de fotones que, como explica la física cuántica, tienen propiedades tanto de partícula como de onda. La naturaleza ondulatoria de la luz es lo que permite que funcionen las lentes y los microscopios. Pero esa propiedad también implica que, cuando la luz pasa a través de orificios muy pequeños o por la orilla de un objeto, se dispersa a causa de un proceso llamado difracción. Por lo general, no notamos este efecto, pero, si dos objetos muy pequeños están muy cerca uno del otro, sus imágenes se dispersan y se combinan; si alguien los observara por el microscopio, vería un objeto grande y borroso en vez de dos objetos diferentes. En el siglo XIX, el físico alemán Ernst Abbe calculó que sólo es posible distinguir o “resolver” dos objetos independientes si se encuentran a una distancia mayor que la mitad de la longitud de onda de la luz que se emplea para verlos. Esta distancia mínima entre dos objetos se llama el límite de resolución. La luz visible suele tener una longitud de onda de 500 nanómetros (un nanómetro es una milmillonésima de metro). Así, los detalles muy finos —por ejemplo, rasgos que se encuentren a menos de 250 nanómetros de distancia— se verían borrosos.

Para principios del siglo XX ya se había calculado cuántas moléculas hay en un volumen de material, de modo que se conocía la distancia aproximada entre los átomos de una molécula. Resultó ser más de mil veces menor que la longitud de onda de la luz. Esto significaba que era imposible ver moléculas individuales, ni siquiera con los mejores telescopios ópticos. Las moléculas serían invisibles por siempre.

Pero en 1895 apareció una alternativa a la luz visible cuando un físico alemán, Wilhelm Röntgen, descubrió una curiosa nueva radiación mien-tras observaba las descargas eléctricas en tubos de vacío. Estos tubos tienen dos electrodos separados por un alto voltaje en un vacío. Cuando se aplica una corriente, el electrodo cargado negativamente, o cátodo, se calienta y emite electrones que cruzan el vacío e impactan el otro electro-do, el ánodo. Röntgen descubrió que estos tubos emitían unos rayos misteriosos que provocaron que un compuesto de bario brillara incluso en la más absoluta oscuridad. Los llamó rayos X y se puso a investigar sus propiedades. Eran altamente penetrantes y por primera vez nos permitieron ver a través de objetos normalmente opacos, como nuestras manos, y revelar los huesos en su interior.

Nadie sabía qué eran los rayos X o incluso si eran partículas u ondas (hoy sabemos que también son fotones, como la luz normal, de modo que son tanto partículas como ondas). En 1912, Max von Laue y dos colegas decidieron comprobar qué pasaría si los rayos X golpeaban un cristal de sulfuro de zinc, formado por dos tipos de átomos: zinc y azufre. Descubrieron que, en vez de dispersarse, los rayos X se concentraban en puntos.

Von Laue entendió rápidamente lo que estaba ocurriendo. Había usado un cristal, que no es más que un arreglo tridimensional de moléculas, como una pila de pelotas perfectamente esféricas. Si fueran ondas, cuando los rayos X golpearan el cristal cada átomo dispersaría esas ondas en todas direcciones, del mismo modo que, cuando lanzas una piedra a un estanque, las ondas se propagan hacia afuera en todas direcciones. La onda resultante, en cualquier dirección, sería la suma de todas las ondas dispersadas por cada átomo que hubiera sido golpeado por el haz de rayos X.

Cuando dos ondas se combinan, la fuerza de la onda resultante depende de cómo se suman las originales, lo que a su vez depende de cuánto se parecen. Si ambas tienen sus crestas y sus valles en el mismo lugar se dice que están en fase, y la onda combinada será el doble de fuerte. En cambio, si las crestas de una onda coinciden con los valles de la otra se dice que están fuera de fase, y se cancelarán mutuamente por completo. Cualquier cosa que ocurra entre ambos casos producirá un resultado intermedio.

Von Laue se dio cuenta de que, dependiendo de la ubicación de cada átomo, las ondas que se dispersan a partir de ellos viajarían diferentes distancias. Unas se adelantarían y otras se retrasarían, de modo que en buena medida quedarían fuera de fase y se cancelarían mutuamente. Pero, en ciertas direcciones, las ondas de diferentes átomos se adelantarían o retrasarían un número entero de longitudes de onda. En ese caso, las crestas y los valles seguirían alineados, de modo que permanecerían en fase y se reforzarían mutuamente. Por eso Von Laue vio puntos en su fotografía: indicaban las direcciones en las que las ondas que se dispersaban a partir de los átomos en el cristal se potenciaban mutuamente.


FIGURA 3.1. Rayos X al momento de impactar un cristal para producir puntos de difracción.


FIGURA 3.2. La suma de las ondas depende de cómo se relacionen.

El experimento demostró que los rayos X en efecto pueden concebirse como ondas, pero también constituyó la primera prueba directa de que un cristal está formado por una estructura regular de átomos. Como los científicos sabían más o menos a qué distancia debían estar estos átomos unos de otros, pudieron deducir la longitud de onda de los rayos X. Era más de mil veces más corta que la longitud de onda de la luz: perfecta para observar detalles atómicos. Dos años después, en 1914, Von Laue recibió el premio Nobel de Física.

 

FIGURA 3.3. Planos en un cristal y cómo difractan los rayos X en determinados ángulos.

Von Laue también trató de deducir exactamente cómo estaban dispuestos en el espacio los átomos de zinc y de azufre de su cristal, pero aquí su análisis resultó estar errado. En Cambridge, un joven estudiante de posgrado llamado Lawrence Bragg se sintió intrigado por los resultados de Von Laue y decidió estudiar el problema. Bragg encontró una forma elegante de analizar el fenómeno, que ayudó a deducir la estructura correcta: comprendió que puede concebirse que los átomos en un cristal forman distintos grupos de planos. Estos grupos de planos pueden encontrarse en diferentes direcciones y estar a diferentes distancias unos de otros. Se puede pensar que los rayos X que se dispersan a partir de los átomos en cierto plano se reflejan a partir de él, de modo que los puntos de difracción también se llaman reflejos. Para cualquier conjunto de planos, la distancia adicional que viajan los rayos X dispersados en planos adyacentes es una longitud de onda completa para un ángulo particular. Para ese ángulo, las ondas que se dispersan a partir de cada grupo de planos permanecerán en fase y se potenciarán mutuamente, dando origen a un punto de difracción.

La relación entre el ángulo y la distancia entre planos se llama ley de Bragg. En cualquier posición dada, puede haber varios planos que satisfacen la condición de Bragg y cada uno da origen a un punto en un ángulo particular relacionado con el haz de rayos X incidente. Al hacer girar el cristal, habrá nuevos planos que satisfagan la condición de Bragg y producirán nuevos puntos. Tras haber girado por completo el cristal en relación con el haz de rayos X, se habrán medido todos los puntos posibles del cristal.

Mediante este análisis, Bragg determinó la disposición correcta de los átomos en el cristal de Von Laue. Envió su análisis a la Cambridge Philosophical Society en noviembre de 1912, pero, puesto que apenas era un estudiante, debió ser su profesor, J. J. Thomson, descubridor del electrón, quien comunicara oficialmente el artículo escrito por Bragg para la revista de la sociedad.

Más adelante, Bragg usó su teoría para analizar una de las moléculas más sencillas, la sal común. Para entonces, los químicos ya habían deducido que una molécula de sal estaba compuesta por la unión de un átomo de sodio y uno de cloro; la llamaron cloruro de sodio. Cuando Bragg analizó los puntos en sus fotografías de rayos X de cristales de sal, descubrió que no existía tal cosa como una molécula de cloruro de sodio. Más bien, el cristal era un tablero de ajedrez tridimensional formado por iones de sodio y de cloro (en los que el átomo de sodio ha perdido un electrón y el átomo de cloro ha ganado uno, de modo que tienen cargas opuestas). Los iones se mantienen en su lugar en el cristal por fuerzas eléctricas.

Muchos químicos de la época no se tomaron muy a bien que un joven estudiante de física les dijera que incluso algo tan sencillo como la sal no era como pensaban. Uno de ellos, Henry Armstrong, profesor de química del Imperial College de Londres, se ensañó con Bragg en una carta a la revista Nature titulada “Pobre sal común”, en la que sostenía que la estructura del cloruro de sodio propuesta por Bragg era “más que repugnante para el sentido común”. Y añadía el que posiblemente constituya el peor insulto para un británico: “Es absurdo a la n potencia; no es críquet químico.” Al final, no sólo resultó que Bragg tenía razón sino que también determinaría la estructura de muchas otras moléculas simples. Por primera vez era posible “ver” moléculas. Este método para determinar la estructura tridimensional de los átomos en una molécula, luego de obligarlo a formar cristales y de analizar los puntos de difracción, sería conocido como cristalografía de rayos X.

El padre de Bragg, William Bragg (en realidad ambos se llamaban William, así que el hijo usaba su segundo nombre: Lawrence), era profesor de física y desarrolló algunos de los instrumentos más avanzados de su época para medir con precisión los puntos de rayos X. Tras desarrollar la teoría, Bragg trabajó con su padre en varios experimentos. El hijo permaneció en Cambridge y el padre, que ya era un físico famoso, viajó por todo el mundo para dar conferencias sobre su trabajo con “su muchacho”. Durante un tiempo, a Bragg le preocupó que, puesto que apenas era un estudiante, su famoso padre se llevara todo el crédito y al parecer hubo algunas tensiones entre ellos. Pero resulta que alguien en el comité del Nobel estaba muy bien informado. En 1915, ambos Bragg compartieron el premio Nobel de Física por su trabajo. Bragg, que entonces tenía 25 años, sigue siendo el galardonado más joven de este premio, pero no pudo ir a Estocolmo a recibirlo porque acababa de comenzar la primera Guerra Mundial. De hecho, el hermano de Bragg, Robert, murió en combate unas semanas antes de que supieran del premio. Bragg leyó su discurso de aceptación en 1922.

Las moléculas simples que Bragg había estudiado al principio sólo tenían unos pocos átomos, así que era posible conjeturar distintas estructuras y comprobar si los puntos que predecía la ley de Bragg coincidían con lo que mostraban las fotografías. Pero estas suposiciones se hicieron cada vez más difíciles conforme se estudiaban moléculas más grandes, con muchos más átomos. Se necesitaba un nuevo enfoque. ¿Era posible calcular en forma directa, a partir de los datos de rayos X, una imagen o “mapa” de la molécula que mostrara exactamente dónde estaban los átomos?

Para entender cómo se calcula un mapa, imagínate cómo se obtiene una imagen magnificada con ayuda de una lente. A partir de cada parte del objeto se dispersan rayos de luz. Cada punto de la imagen se produce cuando la lente combina las ondas dispersadas a partir de cada punto del objeto. Lo importante es que los rayos se dispersan, exista la lente o no: ésta sencillamente los reúne para formar una imagen. Hemos discutido que la longitud de onda de la luz es casi mil veces más grande que lo necesario para ver átomos en una molécula. Los rayos X, por su lado, tienen la longitud de onda correcta. ¿No era posible usar rayos X con una lente para ver imágenes de las moléculas directamente sin tener que batallar con cristales y puntos?


FIGURA 3.4. Comparación de la formación de imágenes con una lente y con cristalografía de rayos X.

El problema es que no existe una lente lo suficientemente buena como para obtener imágenes de moléculas con rayos X. Pero, incluso si fuera posible, se interpone un serio problema, porque a diferencia de la luz los rayos X degradan las moléculas a las que golpean. Para ver una molécula individual con suficiente detalle, habría que exponerla a una dosis tan alta de rayos X que terminaría destruyéndola. En un cristal, sin embargo, los puntos de difracción son resultado de sumar los rayos X dispersados por millones de moléculas. La señal amplificada de estos millones de moléculas permite usar una dosis mucho menor y ésa es otra razón importante para emplear cristales.

Sin una lente para rayos X, hubo que inventar formas ingeniosas de hacer matemáticamente el trabajo de la lente: combinar ondas prove-nientes de diferentes partes del objeto en una sola imagen (para quienes tienen un talante matemático, se trata de calcular la transformada de Fourier de los rayos dispersados). Pero tomar sin más los puntos medidos en una fotografía de rayos X y combinarlos en una computadora para formar una imagen tenía un grave inconveniente. Una lente “sabe” cuándo llega cada parte de una onda al recombinarla con las demás. En otras palabras, la lente conoce la fase, o la posición relativa de las crestas y los valles de cada una de las ondas que tiene que sumar. Cuando medimos la intensidad de un punto de difracción de rayos X en un cristal, lo que estamos midiendo es la amplitud de onda, en otras palabras, la altura de su cresta sobre su posición promedio. La medición no posee ninguna información sobre la fase de la onda, es decir, cuán adelantada o retrasada está la cima de la onda en relación con todas las demás ondas para cada punto. Para sumar las ondas correspondientes a todos los puntos se necesitan ambos datos, pero las mediciones sólo contienen la mitad. Para empeorar las cosas, lo que tenemos es la mitad menos importante, porque la imagen es mucho más sensible a la fase correcta que a la amplitud correcta. Este irritante inconveniente se conoce en cristalografía como el problema de las fases. Sin conocer las fases no podría obtenerse la imagen de la estructura.

Al cristalógrafo Arthur Lindo Patterson se le ocurrió una forma de resolver este problema cuando se dio cuenta de que incluso sin las fases es posible emplear la medición de las intensidades de los puntos para calcular una función que permita situar los átomos más prominentes en la estructura, que suelen ser los átomos más pesados (porque tienen más electrones y dispersan más los rayos X). Entonces se pueden calcular las fases que sólo estos átomos producirían y combinarlas con las amplitudes medidas en toda la molécula. Al hacerlo, algunos de los átomos faltantes —los que no son parte de los primeros pocos átomos calculados— aparecerán como datos más débiles o “fantasma” en la imagen de la estructura. Al sumar esos átomos a la estructura original y volver a hacer el cálculo, aparecerán aún más átomos fantasma en la nueva iteración. Así se puede ir llevando el proceso hasta calcular la estructura completa.

El resultado final de este método es una imagen o mapa tridimensional de la molécula. Estos mapas se llaman mapas de densidad electrónica, porque casi toda la dispersión de rayos X proviene de los electrones en los átomos, de modo que el mapa muestra qué tan densos son los electrones en cada punto en particular. En la práctica, puesto que los electrones forman básicamente un paquete compacto alrededor del núcleo, este método determina dónde están los átomos. Los mapas se dibujan trazando curvas de nivel de cada sección, algo parecido a los mapas topográficos que muestran dónde están las cimas de las montañas. En los mapas topográficos, a mayor altitud, mayor es el nivel de la curva; en los mapas de densidad electrónica, a mayor densidad, mayor es el nivel de la curva. Así, los mapas muestran dónde se encuentran los átomos dentro de una molécula.

Los científicos comenzaron a usar el método de Patterson para deter-minar la estructura de moléculas cada vez más complicadas. Entre quienes llevaron este método al límite se encuentran Dorothy Hodgkin (su nombre de soltera era Dorothy Crowfoot). Fue una de las primeras mujeres en titularse con honores de la carrera de química en el Somerville College de la Universidad de Oxford y luego en obtener su doctorado, bajo la guía de John Desmond Bernal, en Cambridge.

Bernal era un brillante polímata, pero un tanto disperso intelectualmente. Hizo las primeras incursiones en muchos problemas importantes, pero no siempre les dio seguimiento hasta solucionarlos. Tal vez tenía demasiadas distracciones. Durante la segunda Guerra Mundial, el gobierno británico le pidió asesoría sobre los mejores sitios para realizar el desembarco del Día D en Normandía. Bernal era un comunista apasionado y no dejó de ser un apólogo del gobierno soviético ni siquiera cuando se dieron a conocer las atrocidades cometidas por Stalin. También era un apasionado por las mujeres y en ocasiones mantenía relaciones con varias al mismo tiempo. Muchas —entre ellas la misma Hodgkin— sentían que Bernal realmente las quería y las ayudaba a avanzar en sus carreras y mantuvieron su amistad con él por el resto de su vida, aunque sus relaciones románticas hubieran terminado. De hecho, varias se turnaron para cuidarlo durante su enfermedad terminal.

Tal vez como producto de todas esas distracciones, varios de los protegidos de Bernal harían mayores contribuciones y se volverían más famosos que él mismo. Hodgkin fue uno de los casos más ilustres. Tras obtener su doctorado, regresó a Oxford, pero el mundo académico no estaba muy dispuesto a contratar mujeres y no pudo obtener un puesto allí. Por suerte, su Somerville College, donde se había graduado, le dio una beca, que ella complementó con varias otras becas de investigación temporales. Le asignaron un espacio en el ático del Museo de Historia Natural de la universidad. Para llevar a cabo allí sus experimentos, con frecuencia tenía que mantener en un equilibrio precario sus valiosos cristales con una mano mientras subía la escalera. Pero ella, impertérrita ante la dificultad y la incertidumbre de sus circunstancias laborales, demostró un criterio excepcional al decidirse por la investigación de moléculas biológicas muy importantes, entre ellas la penicilina y la vitamina B12. Esta última contiene varios cientos de átomos y dilucidar su estructura se consideraba un tour de force. En cierto punto, Bernal le dijo a Hodgkin que ella ganaría un premio Nobel. Ella le preguntó si algún día la elegirían miembro de la Royal Society y se cuenta que él respondió: “¡Eso sería mucho más difícil!” Para los hombres habría sido al revés, pero por esa época la Royal Society no había elegido a una sola mujer en sus 300 años de historia. Y sin embargo el trabajo de Hodgkin sencillamente era demasiado importante como para ser ignorado. La nombraron miembro de la Royal Society en 1947, apenas dos años después de que esta sociedad acogiera como miembros a las primeras mujeres: la cristalógrafa Kathleen Lonsdale y la bioquímica Marjorie Stephenson. En 1964, Hodgkin ganó el premio Nobel por su trabajo, un acontecimiento que se reportó con el encabezado “Premio Nobel para una esposa de Oxford”. El artículo comenzaba: “Un ama de casa y madre de tres hijos ganó ayer el premio Nobel de Química”. Para algunos periodistas, su situación doméstica y su capacidad para procrear eran lo más importante que podía contarse sobre ella.

 

La cristalografía de rayos X era un éxito atronador, pero en principio no quedaba claro que pudieran estudiarse con esta técnica moléculas como las proteínas. A mediados de la década de 1930, cuando Bernal y Hodgkin estudiaron por primera vez los cristales de una proteína con rayos X, no observaron casi ningún punto. Bernal comprendió que los cris-tales de proteínas contienen mucha agua, se secan con facilidad y pierden su estructura original. Cuando él y Hodgkin los mantuvieron hidratados durante el transcurso de los experimentos, pudieron ver un hermoso patrón de difracción. Fue la primera evidencia de que las proteínas pueden tener una estructura definida y no son meras cadenas aleatorias de aminoácidos.

Pero las proteínas no contienen cientos sino miles de átomos, así que los métodos que Hodgkin usó para encontrar la estructura de la vitamina B12 no servirían. Por suerte, Max Perutz, un inmigrante austriaco, decidió ocuparse de este desafiante problema. Perutz abandonó Austria en la década de 1930, escapando de los nazis apenas por unos pocos años. Como Hodgkin, Perutz llegó a Cambridge a trabajar con Bernal, que por entonces era conocido como “el sabio”, porque parecía saberlo todo. Perutz llegó al laboratorio de Bernal justo después de que Hodgkin se fuera y comenzó a trabajar en la hemoglobina, una proteína de nuestra sangre, de gran tamaño, formada por cuatro cadenas separadas, cada una con un átomo de hierro que lleva oxígeno desde los pulmones hasta los tejidos. Era unas 50 veces más grande que cualquier molécula que se hubiera resuelto mediante cristalografía hasta entonces y la gente pensó que Perutz estaba loco. Perutz mismo no tenía idea de cómo iba a resolver el problema. Les mostraba a sus colegas, lleno de orgullo, hermosas imágenes de difracción de sus cristales, pero cuando le preguntaban qué significaban cambiaba rápidamente de tema. Por suerte para Perutz, Bragg, que ocupó la cátedra Cavendish en Cambridge en 1938 y obtuvo desde ahí una gran influencia, estaba muy entusiasmado por sus objetivos y lo apoyó durante años, aunque sus avances eran lentos o nulos.

Finalmente, casi 20 años después, en 1953, Perutz hizo su descubrimiento clave. Al añadirle a sus cristales un átomo pesado, como el mercurio, cambiaba la intensidad de los puntos. Los átomos pesados sólo se ligan con unos cuantos sitios de la molécula y, al medir las diferencias que causaban en las intensidades de los puntos de difracción de los rayos X, se podía determinar dónde se encontraban esos átomos pesados. Consiguió hacer esto mediante los mismos cálculos de Patterson que había realizado Hodgkin, pero esta vez con la diferencia de intensidades entre los cristales con y sin los átomos pesados ligados. La ubicación de los átomos pesados, a su vez, le permitiría determinar la fase de cada punto y calcular una imagen tridimensional de la molécula. Durante los siguientes seis años, Perutz y su ex alumno John Kendrew resolvieron, usando exactamente este método, las estructuras de la hemoglobina y una pariente más pequeña llamada mioglobina, que también transporta oxígeno. Así, hacia 1960, casi 50 años después de que la cristalografía de rayos X revelara la estructura de la sal común con su disposición ortogonal de sólo dos clases de átomos, esta técnica permitió cartografiar en tres dimensiones una proteína con miles de ellos. Había comenzado la era de la biología estructural.

Perutz fue el tutor de doctorado de Crick, mientras que Kendrew, al menos oficialmente, el asesor posdoctoral de Watson. Tal vez no fue del todo casual que Perutz y Kendrew compartieran el premio Nobel de Quí-mica en 1962 por su descubrimiento de las primeras estructuras proteínicas el mismo año en que Watson y Crick compartieron el de fisiología y medicina con Maurice Wilkins por su trabajo con el ADN. Ese mismo año, Perutz mudó su laboratorio, del cobertizo de bicicletas que habían adaptado detrás del laboratorio Cavendish en medio de la ciudad, donde fue tolerado durante muchos años por los físicos “de verdad”, a su nuevo hogar en un edificio de cuatro pisos en las afueras, al sur de Cambridge: el Laboratorio de Biología Molecular del MRC. Con cuatro premios Nobel en su primer año, el LMB se estrenó a lo grande.