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Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie

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POST SCRIPTUM

Las siguientes notas se han tomado de un memorándum de viaje de Mr. Kníckerbocker:

El Káatsberg, o montañas Káatskill, han sido siempre una región de leyenda. Los indios las consideraban como la mansión de los espíritus que dominaban el tiempo lanzando nubes o rayos de sol sobre el horizonte y procurando buenas o malas estaciones de caza. Estaban dirigidos por el espíritu de una vieja india que se suponía ser la madre y habitaba en el pico más elevado de las montañas Káatskill. Corría a cargo de las puertas día y noche para abrirlas y cerrarlas a la hora conveniente. Colgaba las lunas nuevas en el firmamento y recortaba las viejas para hacer estrellas. En tiempos de sequía podía obtenerse, con adecuada propiciación, que hilara ligeras nubes de verano, formadas de telarañas y rocío de la mañana, y las enviara a flotar en el aire copo a copo desde la cresta de la montaña, como vedijas de algodón cardado; hasta que disueltas por el calor del sol caían en lluvia deliciosa provocando el brote de la hierba, la madurez de los frutos y el crecimiento de las mieses a razón de una pulgada por hora. Si, en cambio, se encontraba disgustada, aglomeraba nubes negras como tinta, colocándose en el centro como una araña ventruda en medio de su tela; y cuando aquellas nubes estallaban ¡qué de calamidades sucedíanse en el valle!

Antiguamente, afirmaban las tradiciones indias, existía una especie de Mánitou o espíritu que habitaba las regiones más salvajes de las montañas Káatskill y experimentaba un malvado placer en procurar toda clase de males y vejaciones a los hombres rojos. Algunas veces asumía la forma de oso, gamo o pantera para arrastrar al extraviado cazador a una fatigosa jornada a través de bosques intrincados y ásperas rocas, y desaparecer entonces lanzando un fuerte ¡ho! ¡ho! dejando al despavorido cazador al borde de un escarpado abismo o de un torrente devastador.

Aun se muestra la residencia favorita de este Mánitou. Es una roca o risco enorme en la parte más agreste de la montaña y se conoce con el nombre de Garden Rock (Roca florida) a causa de las frescas vides que trepan abrazándola, y de las flores silvestres que abundan a su alrededor. A sus pies yace un pequeño lago, asilo del solitario alcaraván y poblado de serpientes acuáticas que toman el sol en las hojas de los nenúfares que duermen en la superficie. El lugar era tenido en gran veneración por los indios, hasta el punto que ni el más atrevido cazador habría osado perseguir la pieza dentro de su recinto. Cierto día, sin embargo, un cazador extraviado penetró en Garden Rock y pudo observar gran número de calabazas colgando de las ramas ahorquilladas de los árboles. Cogió una de ellas y trató de hurtarla; pero en su prisa por huir la dejó caer entre las rocas, de donde brotó un torrente que le arrebató y arrastró a profundos abismos en cuyo fondo quedó destrozado por completo. El torrente siguió su curso hasta el Hudson y continúa corriendo hasta el día; siendo el mismo arroyo conocido hoy por el nombre de Kaaters-kill.

LA LEYENDA DEL VALLE ENCANTADO

ENCONTRADA ENTRE LOS PAPELES DEL DIFUNTO DÍEDRICH KNÍCKERBOCKER

 
Es tierra bonancible de extrañas fantasías,
De ensueños que se ciernen sobre ojos entornados,
Y encantados castillos en nubes fugitivas
Que siempre se coloran en cielos estivales.
 
– Castle of Indolence. 12

EN EL fondo de una de aquellas espaciosas ensenadas, que tanto abundan en las playas orientales del Hudson, y en un gran ensanchamiento del río, denominado Tappan Zee13 por los antiguos navegantes holandeses, donde acortaban velas prudentemente, invocando la protección de San Nicolás para atravesarlo, yacía una pequeña aldea o puerto rural que algunos llaman Gréensburgh, pero que es general y propiamente conocida por el nombre de Tarry Town (Lugar de parada). Se dice que este nombre le fué dado antiguamente por las buenas comadres del pueblo vecino, con motivo de la inveterada costumbre de sus maridos de estacionarse en las tabernas en los días de mercado. Sea de ello lo que fuere, yo no garantizo el hecho sino simplemente lo consigno en mi deseo de ser preciso y auténtico. No muy lejos del pueblo, quizá a dos millas más o menos, existe un diminuto valle o más bien un repliegue del terreno entre altas colinas, que es uno de los sitios más tranquilos en todo el universo. Un pequeño arroyo lo atraviesa, deslizándose con suave murmullo que invita al reposo; siendo el reclamo eventual de la codorniz o el golpeteo del pájaro carpintero los únicos ruidos que turban de vez en cuando la tranquilidad estática de aquel paraje.

Recuerdo que mi primera hazaña en la caza de ardillas, cuando yo era todavía un mozalbete, tuvo lugar en un bosquecillo de altos nogales que sombrean un lado del valle. Vagaba por allí al mediodía, hora en que la naturaleza está particularmente tranquila, y me sobrecogí al estruendo de mi propia escopeta, prolongado y repercutido por el indignado eco, rompiendo el sosegado silencio de los alrededores. Si alguna vez anhelara yo un pacífico retiro donde huir del mundo y de sus distracciones y soñar en tranquila quietud todo el resto de una agitada existencia, nada respondería mejor a tal propósito que este escondido vallecito.14

A causa de la indolente tranquilidad del lugar y del carácter peculiar de sus habitantes, que descienden de los originarios colonos holandeses, aquella recóndita cañada era conocida hace mucho tiempo por el nombre de VALLE ENCANTADO, y los rústicos mozos del vecindario son conocidos en todo el país circunvecino como los zagales del valle encantado.

Una letárgica y soñadora influencia parece pesar sobre toda la comarca y prevalecer en su ambiente. Algunos afirman que el lugar fué hechizado en los primeros días de la colonización por un ilustre doctor alemán; otros, que un viejo jefe indio, el profeta o adivino de la tribu, celebraba allí sus conjuros antes del descubrimiento de aquella región por Master Héndrick Hudson.15 Lo cierto es que el lugar continúa bajo el dominio de algún encantador que mantiene hechizada la mente de aquellas buenas gentes, haciéndolas vivir en plena fantasía. Son dadas a toda clase de creencias maravillosas; están sujetas a éxtasis y visiones, y continuamente ven extrañas apariciones y oyen músicas y voces por los aires. El vecindario abunda en cuentos locales, en lugares frecuentados por espectros y en supersticiones sombrías. Las estrellas voladoras y los brillantes meteoros cruzan aquel valle más a menudo que cualquiera otra comarca; y el demonio de la pesadilla, con sus nueve secuaces,16 parece haber hecho del país el escenario favorito de sus cabriolas.

Sin embargo, el espíritu dominante en esta hechizada región, y que parece ser el jefe supremo de todas las potencias del aire, es el fantasma de un jinete sin cabeza. Algunos opinan que es el espectro de un soldado de caballería de Hesse,17 cuya cabeza fué arrebatada por una bala de cañón en alguna batalla desconocida de la guerra de la revolución, y a quien pueden sorprender de vez en cuando los naturales del pueblo galopando en la obscuridad de la noche como llevado en alas de los vientos. Sus apariciones no se limitan al valle, sino que se extienden a veces hasta las carreteras adyacentes y se repiten particularmente en las cercanías de una iglesia18 situada a corta distancia. En efecto, algunos de los historiadores más auténticos de la comarca, que han recogido y asociado las versiones flotantes con respecto a este espectro, alegan que por haber sido enterrado el cuerpo del soldado en el cementerio de la iglesia, ronda el fantasma por las noches el lugar de la batalla en busca de su cabeza; atribuyéndose la velocidad con que atraviesa a menudo la hondonada a la prisa que tiene por llegar al cementerio antes del amanecer, con motivo de haberse retardado más de lo permitido en sus pesquisas nocturnas.

 

Tal es la interpretación general de esta legendaria superstición que ha procurado tema para muchas historias descabelladas en aquella región de aparecidos; siendo conocido el espectro en todos los hogares por el nombre de El jinete sin cabeza del valle encantado.

Es digno de notarse que la propensión visionaria de que he hablado no se limita solamente a los naturales de la comarca, sino que se la asimila inconscientemente todo aquel que reside allí por algún tiempo. Por más despierta que haya sido una persona antes de penetrar en la región de los sueños, es seguro que se apropiará en poco tiempo la influencia encantada del ambiente, volviéndose fantástica, fingiendo quimeras y viendo aparecidos.

Menciono con todo elogio este pacífico retiro, pues que en estos apartados rincones holandeses, escondidos acá y allá en el gran estado de Nueva York, se conservan las antiguas costumbres, población y hábitos, mientras los barre inadvertidos en otros lugares el impetuoso torrente de inmigración y progreso que provoca incesantes cambios en la agitada vida de la nación. Son como aquellas fajas de agua tranquila que bordean algún tumultuoso arroyo, donde permanecen quietamente al ancla burbujas y pajas meciéndose con suavidad en su improvisado puerto sin ser molestadas por el flujo de la corriente. Aun cuando han transcurrido muchos años desde que me desprendí de las letárgicas sombras del valle encantado, me pregunto si encontraría todavía los mismos árboles y las mismas familias vegetando en su abrigado seno.

En este recóndito paraje de la naturaleza vivía, en época remota de la historia americana, es decir hará unos treinta años, una digna criatura llamada Íchabod Crane, que residía o “paraba” allí, como él decía, con el propósito de instruir a los niños del vecindario. Era natural de Connécticut, estado que procura a la Unión exploradores tanto de las selvas como del pensamiento, y reparte todos los años legiones de hombres de sus bosques fronterizos y legiones de maestros de escuela de sus comarcas. El nombre de Crane (grulla) no estaba en desacuerdo con su persona. Era alto y excesivamente flaco, con hombros estrechos, largos brazos y largas piernas, manos que sobresalían una milla de sus mangas, pies que podían servir de palas, y toda una figura colgante que parecía mantenerse unida con dificultad. Su cabeza era pequeña y chata en la parte superior, con grandes orejas, grandes ojos verdes y vidriosos y larga nariz agachadiza; de manera que semejaba un gallo de campanario encaramado en su cuello de huso para indicar de qué lado iba a soplar el viento. Al verle, en un día ventoso, dando zancadas por el flanco de alguna colina, con sus vestidos colgantes y flotando en torno suyo, se le habría creído el genio del hambre descendiendo sobre la tierra, o algún espantajo hurtado de cualquier campo de trigo.

La escuela era un edificio bajo, de una sola pieza, construído rústicamente con tablones; las ventanas en partes tenían vidrios y en otras, parches de hojas de cuadernos viejos. En las horas vacantes se aseguraba de manera muy ingeniosa por medio de un mimbre retorcido en la aldaba de la puerta, y estacas colocadas contra las persianas de las ventanas – idea sugerida indudablemente al arquitecto por el misterio de las trampas de anguilas19– de manera que, si bien los ladrones podían penetrar con perfecta facilidad, encontrarían posiblemente alguna dificultad para salir. La escuela encontrábase aislada hasta cierto punto, pero en agradable situación, al pie de una frondosa colina, con un arroyo deslizándose en las cercanías y un gran abedul sombreando una de sus esquinas. Desde allí podía escucharse, en los soñolientos días de verano, el murmullo de las voces de los alumnos semejante al zumbido de una colmena, interrumpido de cuando en cuando por la autoritaria voz del maestro ya en tono de amenaza o de mandato; o por acaso, el rumor pavoroso del abedul como aguijoneando a algún holgazán negligente en la florida senda de la ciencia. A decir verdad, Íchabod Crane era un hombre de conciencia que tenía siempre presente la máxima de oro: “Escatimar los azotes es malograr al discípulo.” Y seguramente con Íchabod Crane no se malograban los discípulos.

No debe deducirse de aquí, sin embargo, que fuese uno de aquellos crueles potentados de la escuela que se gozan en la aflicción de sus vasallos; al contrario, administraba justicia más bien con método que con severidad, aliviando la carga de los hombros del más débil y poniéndola sobre las espaldas del más fuerte. Al chiquillo esmirriado que retrocedía al menor preludio de azotes, se le administraban con indulgencia; pero los fueros de la justicia quedaban incólumes infligiendo doble ración al robusto y obstinado rapazuelo holandés, de amplias posaderas, que se enfurruñaba y ensoberbecía y se volvía más tozudo y hosco bajo el abedul. A todo esto llamaba el maestro “cumplir su deber para con los padres;” y jamás se dió el caso de que administrara un castigo sin que le siguiera la advertencia, muy consoladora sin duda para el adolorido mozalbete, de que “recordaría toda su vida y le quedaría siempre grato por lo que ahora hacía en su obsequio.”

Fuera de las horas de clase era el camarada y compañero de juegos de los muchachos mayores; y en las tardes de los días festivos solía acompañar a su casa a algunos de los más pequeños, siempre que tuvieran lindas hermanas o buenas amas de casa por madres, lo que se dejaba notar en seguida por el regalo de las alacenas. En realidad, le convenía estar en buenos términos con sus discípulos. La renta que producía la escuela era pequeña y habría bastado apenas para su diaria subsistencia porque era un gran glotón y, aunque flaco, tenía el poder de dilatación de una boa; mas para ayudar a su sostenimiento se alojaba y comía, siguiendo la costumbre del lugar, en casa de los granjeros a cuyos hijos enseñaba. Turnábase por semanas en casa de todos ellos, dando así la vuelta al vecindario y llevando todo lo que poseía en el mundo atado en un pañuelo de algodón.

Para que este sistema no resultara demasiado oneroso para la bolsa de sus rústicos patrones, siempre prontos a considerar pesada carga cualquiera pensión de la escuela y a juzgar a los maestros solamente como unos zánganos, tenía Íchabod varios modos de hacerse a la vez útil y agradable. Ayudaba a los granjeros de vez en cuando en las labores ligeras de la alquería, tomaba parte en la preparación del heno, componía los cercos, abrevaba los caballos, traía a las vacas del pasto y cortaba leña para combustible en el invierno. Despojábase asimismo de toda la dignidad autócrata y despotismo absoluto con que reinaba en su pequeño imperio, la escuela, y se volvía admirablemente gentil e insinuante. Atraíase a las madres mimando a los chicos, particularmente a los más pequeños; y, semejante al león audaz que acariciaba antiguamente al cordero con tanta magnanimidad,20 solía sentarse con un chico en las rodillas mientras mecía con el pie la cuna de otro por varias horas.

Además de sus diversas habilidades, era el maestro cantor del vecindario y cosechaba muchos brillantes chelines por enseñar la salmodia a los mozos del lugar. No era una de sus menores satisfacciones instalarse los domingos con un grupo de cantores escogidos, en el centro de la tribuna de la iglesia donde, a su entender, arrebataba completamente la palma al viejo capellán. Lo cierto es que su voz resonaba sobre todas las de la congregación; y aun hoy se escuchan en aquella iglesia gorgoritos que se dicen legítimos descendientes de la nariz de Íchabod Crane, y que pueden oírse a media milla, hasta el lado opuesto de la alberca, en las tranquilas mañanas del domingo. Así, por medio de sus pequeños ardides y de la ingeniosa manera llamada vulgarmente “echar de mangas,” el digno pedagogo hacía su vida tolerable, mientras todos aquellos que no comprenden una palabra del trabajo mental, juzgaban que se pasaba una existencia maravillosamente envidiable.

El maestro de escuela es generalmente una figura importante entre el círculo femenino de una comunidad rural, donde se le considera una especie de caballero desocupado, de mucho gusto y talento muy superior a todos los burdos zagales de la comarca, y solamente inferior al párroco en conocimientos. Por consiguiente, su presencia causa siempre cierta emoción en las mesas de té de las granjas, provocando a menudo la adición de algunos dulces y pastas y aun, en ocasiones, la exhibición de alguna tetera de plata. Nuestro letrado sentíase también especialmente feliz con las sonrisas de todas las damiselas campesinas. ¡Con cuánto gozo discurrían entre ellas los domingos en el cementerio de la iglesia, después del servicio religioso, cogiendo los racimos de las vides silvestres que cubrían los árboles de las cercanías, descifrando para distraerlas los epitafios de las tumbas, o vagando con toda la compañía por la orilla de la represa del molino adyacente, mientras los encogidos patanes del lugar seguían tímidamente por detrás, envidiando la superioridad de su talento y elegancia!

A consecuencia de su errante vida era también una gaceta ambulante que llevaba de casa en casa todos los líos de la chismografía local, por lo que su presencia se acogía siempre con satisfacción. Era, además, estimado por las mujeres a causa de su erudición, pues había leído varios libros casi hasta el final y conocía a fondo la History of New England Witchcraft (Historia de la brujería en Nueva Inglaterra), por Cotton Máther,21 en la que, diremos de paso, creía firme y ardientemente.

Íchabod Crane poseía en realidad una extraña mezcla de sagacidad limitada y pueril credulidad. Su afición por lo maravilloso y su facilidad para digerirlo eran igualmente extraordinarias, habiendo alcanzado mayores proporciones con su estadía en aquella encantada región. Ninguna leyenda era demasiado monstruosa o inverosímil para su capacidad de absorción. Deleitábase a menudo, después de cerrar la escuela por las tardes, en tenderse en el mullido lecho de trébol que bordeaba el pequeño arroyo que murmuraba en las cercanías, y leer los horrendos y antiguos cuentos de Máther hasta que la obscuridad creciente de la tarde convertía los caracteres impresos en las páginas en sombras indecisas delante de sus ojos. Entonces, continuando su camino a través de pantanos y medrosas arboledas hacia la alquería donde se hospedaba en aquel momento, turbábase su excitada imaginación con todos los ruidos de la naturaleza en aquella hora misteriosa: el lamento de la chotacabras desde los flancos de la colina, el grito agorero de la rana arbórea anunciando la tempestad, el medroso alarido de la lechuza y el repentino rumor del follaje al roce de los pájaros sorprendidos en su asilo. Las luciérnagas, que brillaban con mayor intensidad en los sitios más obscuros, asustábanle también de vez en cuando al cruzar inopinadamente alguna de las más lucientes su camino; y si por casualidad cualquier enorme escarabajo aturdido venía bamboleándose en desatinado vuelo en su dirección, el pobre camastrón estaba a punto de rendir el ánima imaginando que había sido herido por algún maleficio. Su único recurso en tales ocasiones para distraer sus pensamientos o alejar los malos espíritus era entonar salmos; y las buenas gentes del valle encantado, sentadas al ocaso a las puertas de sus casas, llenábanse a veces de pavor escuchando su melodía nasal “brotando en largos eslabones de dulzura,”22 y extendiéndose desde la distante colina o a lo largo de la polvorienta carretera.

 

Otra fuente de medroso placer consistía para él en pasar las largas noches de invierno en compañía de las mujeres que hilaban en torno del fuego escuchando, mientras sartas de manzanas se asaban y chisporroteaban en el hogar, sus maravillosas historias de duendes y aparecidos, de campos y arroyos encantados, y de casas y puentes poseídos; y particularmente la leyenda del jinete sin cabeza o soldado galopante del valle encantado, como le llamaban a veces. Deleitábalas por su parte con las anécdotas de brujería y de pavorosos augurios y apariciones portentosas y ruidos en los aires, que acontecían en los antiguos tiempos de Connécticut; y llenábalas de angustia con diversas consideraciones sobre los cometas y estrellas errantes, así como sobre el hecho alarmante de que el mundo giraba absolutamente en redondo y que estaban precisamente a medio camino de la voltereta.

Pero si existía algún placer en tales conversaciones mientras se encontraban abrigados y protegidos en el rincón de la chimenea, en una habitación vivamente alumbrada por el resplandor de los crujientes leños y donde ningún espectro se hubiera atrevido por cierto a asomar la faz, este goce se pagaba caramente con los subsiguientes terrores del camino de regreso a los respectivos hogares. ¡Qué figuras y sombras más horrendas a lo largo del sendero, entre la bruma y brillo sepulcral de una noche de nevada! ¡Con qué anhelante mirada examinaba Íchabod cada rayo tembloroso de luz brillando a través del vasto campo desde alguna distante ventana! ¡Cuán frecuentemente sintióse atemorizado ante cualquier arbusto cubierto de nieve que, cual fantasma revestido de una sábana, parecía espiar su camino! ¡Cuántas veces se estremeció de helado pavor al sonido de sus propios pasos en la endurecida corteza de la tierra, sin atreverse siquiera a mirar por encima del hombro por temor de encontrarse con algún ser extraordinario marchando pesadamente a sus talones! ¡Y cuán a menudo se sintió desfallecer del todo al rumor de una ráfaga de viento gimiendo entre los árboles, con la idea de que era el soldado de caballería galopando en una de sus excursiones nocturnas!

No eran, sin embargo, más que simples terrores de la noche, fantasmas de la mente del que camina en la obscuridad; y aun cuando Íchabod había visto muchos espectros en diversas ocasiones y había sido más de una vez acechado en diferentes formas por Satán23 en sus solitarios vagares, la luz del día ponía siempre fin a estas alucinaciones; y habría disfrutado con todo una dichosa existencia, a despecho del diablo y de sus obras, si no se hubiera cruzado en su camino el ser que causa a los mortales perplejidades mayores que todos los espectros, duendes y la raza entera de los brujos reunidos; esto es: una mujer.

Entre los discípulos de música que se reunían una vez por semana en la noche para recibir sus lecciones de salmodia, encontrábase Katrina Van Tássel, hija única de un rico granjero holandés. Era un delicioso pimpollo de dieciocho años, regordeta como una perdiz, sabrosa, suave y de mejillas tan rosadas como uno de los melocotones de su padre; y de fama universal, no sólo por su belleza sino por sus vastas expectativas en el porvenir. Con esto, era un poquitillo coqueta como podía deducirse de su manera de vestir, combinación de la moda antigua y moderna en la forma más apropiada para realzar sus encantos. Usaba los mismos adornos de oro amarillo puro que su tatarabuela trajera de Saardam; el tentador peto y una provocativa falda corta que permitía admirar el más lindo pie y tobillo que se lucían en toda la región circunvecina.

Íchabod Crane tenía un corazón blando y decidido por el bello sexo; por lo cual no debe maravillar que bocado tan exquisito encontrara gracia ante sus ojos, sobre todo después de haber estado de visita en la casa paterna. El viejo Baltus Van Tássel era la encarnación perfecta del granjero próspero, feliz y de corazón abierto. Es verdad que rara vez traspasaban sus ideas o sus miradas más allá de los linderos de su granja; pero dentro de ellos todo era dicha, holgura y comodidad. Vivía satisfecho pero no orgulloso de su prosperidad; y tenía más a gala la abundancia sencilla que el estilo rebuscado en su manera de vivir. Sus dominios estaban situados sobre las riberas del Hudson, en uno de aquellos verdes, abrigados y fértiles rincones en que tanto gusta anidar a los agricultores holandeses. Un gran olmo extendía sus anchas ramas sobre la casa, y a sus pies brotaba una fuente de agua dulce y cristalina en un pequeño manantial formado por un barril, de donde se escapaba centelleando entre el césped hasta reunirse al arroyuelo vecino que murmuraba bajo los alisos y los sauces enanos. Cerca de la casa había una vasta troje que podía haber servido de iglesia; sus ventanas y hendeduras parecían a punto de estallar con los tesoros de la granja; oíase resonar dentro día y noche el atareado mayal; las golondrinas y vencejos deslizábanse gorjeando bajo los aleros; mientras hileras de palomas, algunas con un ojo vuelto hacia arriba como para examinar el tiempo, otras con la cabeza bajo el ala o enterrada entre el pecho, otras hinchándose, arrullando o haciendo la rueda a sus damas, tomaban el sol desde el tejado. Cerdos bruñidos y pesados gruñían en el reposo y abundancia de sus chiqueros, de donde asomaban las narices aquí y allá, como absorbiendo el aire, manadas de cachorros. Un majestuoso escuadrón de nevados gansos nadaba en el cercano estanque, escoltando flotillas enteras de patos; regimientos de pavos cloqueaban por la granja, mientras las gallinas de Guinea protestaban de tal atrevimiento con su malhumorado y discordante grito, como gruñonas amas de casa. Delante de la puerta de la troje pavoneábase el arrogante gallo, modelo de maridos, de guerreros y gentileshombres, sacudiendo sus brillantes alas y cantando toda la alegría y el orgullo de su corazón; escarbando a veces la tierra con las patas y llamando después generosamente a su siempre hambrienta familia de mujeres y chiquillos para que saborearan el rico bocado que había descubierto.

Volvíase agua la boca del pedagogo al contemplar las magníficas promesas de suculenta mesa para el invierno. En su devoradora visión aparecían los lechoncillos rellenos corriendo a su alrededor con una manzana en el hocico; los pichones voluptuosamente acostados en apetitoso pastel y arrebozados en su dorada corteza; los gansos nadando en su propia salsa; y los patos agradablemente instalados por parejas en las fuentes, como amorosos cónyuges, con una decente provisión de salsa de cebollas. En los puercos veía señalarse las rayas del futuro y reluciente tocino, y el jugoso y delicado jamón; no había un solo pavo al que no adivinara deliciosamente trufado, con la molleja bajo el ala y algunas veces con un collar de sabrosas salchichas; y hasta los bizarros monarcas del corral yacían tendidos sobre el lomo, como plato de entrada, con las garras levantadas como implorando el cuartel que su caballeresco espíritu desdeñara demandar en vida.

Al mismo tiempo que el extasiado Íchabod fantaseaba todo esto al rodar la mirada de sus verdes ojos sobre los pingües prados, los ricos campos de trigo, de centeno, de trigo sarraceno y maíz, como sobre los árboles cediendo al peso de los rubios frutos en las huertas que rodeaban la propiedad de Van Tássel, su corazón suspiraba por la damisela que heredaría estos dominios, y caldeábase su imaginación a la idea de cuán fácilmente podrían convertirse en plata contante que a su vez se invertiría en inmensas posesiones de terreno yermo y palacios de ripia en el desierto. No se detenía allí su ardiente fantasía sino que, realizando sus esperanzas, le presentaba a la graciosa Katrina con toda una larga prole de chiquillos, sentada en lo alto de un carro cargado de baratijas caseras, con potes y marmitas danzando en la parte inferior; y él mismo veíase montando a horcajadas una pacífica yegua con un potrillo a la zaga, camino de Kentucky, Tennessee o Dios sabe qué rumbo.

Cuando entró en la casa, su corazón quedó conquistado por completo. Era una de aquellas espaciosas granjas de altos caballetes y tejados de bajo declive, construídas al estilo transmitido por los primeros colonos holandeses; proyectándose hacia adelante los bajos aleros hasta formar un corredor fronterizo capaz de cerrarse por completo en el mal tiempo. Debajo colgaban mayales, arneses, instrumentos de labranza y redes para pescar en la ribera cercana. En todo el largo de los costados había bancos para el tiempo de verano; una gran rueda de hilar a uno de los extremos y una mantequera al otro lado, mostraban los diversos usos a que este importante pórtico estaba destinado. Del corredor pasó el embelesado Íchabod a la sala que formaba el centro del edificio y era el sitio habitual de residencia. Allí, hileras de resplandeciente vajilla, colocada en un gran aparador, deslumbraron sus miradas. En un rincón había un enorme saco de lana lista para hilarse; en otro, una cantidad de lino y lana acabada de llegar del telar; mazorcas de maíz y cuerdas de manzanas y melocotones secos pendían de los muros en atractiva decoración, mezclados al festival de los rojos pimientos; mientras una puerta ligeramente entornada permitía echar una ojeada al salón más caracterizado, donde las sillas con sus patas de garras y las mesas de caoba obscura relucían como espejos; los morillos de la chimenea, con sus correspondientes palas y tenazas, resplandecían bajo su cubierta semejando cabezas de espárragos; arbustos y conchas decoraban la repisa de la chimenea, sobre la cual veíanse suspendidas hileras de huevos de diversos colores; un gran huevo de aveztruz campeaba pendiente en el centro de la pieza; y un gran anaquel, abierto intencionadamente, desplegaba inmensos tesoros de plata antigua y porcelana bien conservada de la China.

Desde el momento en que Íchabod reposó sus miradas en aquellas escenas deleitosas desapareció la paz de su espíritu, y todo su estudio concentróse en descubrir la manera de ganar el afecto de la sin par hija de Van Tássel. Tropezaba, sin embargo, para esta empresa con dificultades mayores de las que acostumbrara vencer el enjambre de caballeros errantes de antaño que sólo combatían con gigantes, encantadores, fieros dragones y otros adversarios de este jaez, fáciles de dominar; viéndose obligados solamente a abrirse paso a través de puertas de hierros y bronce, y muros de adamanto, para llegar al castillo encantado donde se hallaba confinada la dama de sus pensamientos; hazañas todas que realizaban tan fácilmente como quien abre una vía hasta el fondo de un pastel de Navidad, encontrando al cabo que la dama les otorgaba su mano como cosa convenida con anterioridad. Íchabod, por el contrario, tenía que ganar el corazón de una coqueta de aldea, perdido en un laberinto de caprichos y extravagancias que ofrecían cada vez nuevas dificultades y estorbos; y hacer frente, además, a una legión de adversarios de carne y hueso, los rústicos y numerosos admiradores de Katrina, que sitiaban todos los accesos a su corazón espiándose mutuamente con irritadas miradas, pero prontos a formar causa común para atacar a cualquier nuevo competidor.

12Poema exquisito de James Thomson, poeta inglés que floreció de 1700 a 1748. Describe allí un hermoso palacio con arboledas y prados y campos floridos, donde todo tendía a la molicie y al lujo de sus habitantes que se alimentaban de lotos. Parece haber tomado el argumento del Tasso, poeta italiano del siglo dieciséis, y la inspiración de Spénser, poeta inglés de la misma centuria y autor de “The Faerie Queene”.
13El “Mediterráneo” del río, como Írving se complacía en llamarlo: cuenta diez millas de longitud por cuatro de anchura aproximadamente.
14Posteriormente compró Írving la pequeña casita que se decía haber sido la morada de los Van Tássel; la ensanchó y mejoró, dándole el nombre de “Sunnyside.” Allí transcurrieron sus últimos años, cumpliéndose así el deseo manifestado por el autor.
15Conocido más generalmente como Henry Hudson. Era un navegante inglés emigrado que, buscando un pasaje al noroeste para la India, descubrió el río y la bahía que llevan su nombre, el primero en 1609, y la segunda en 1610. En 1611 se amotinó su tripulación, obligándole a entrar con otros ocho hombres en un pequeño bote y abandonando a todos a su suerte. Jamás se volvió a saber de ellos.
16“He met the night-mare and her ninefold.” —King Lear.
17Soldados mercenarios empleados por el gobierno británico en la guerra de la revolución.
18Se dice que aun se conserva esta pequeña iglesia holandesa, construída en 1699.
19Trampa con abertura en forma de embudo, que favorece la entrada, pero dificulta la salida de la caza.
20Alusión a un grabado y versos chabacanos de un texto antiguo de primera enseñanza.
21Cotton Máther era un clérigo de Nueva Inglaterra, estudiante aprovechado y escritor fecundo, habiendo llegado a cerca de cuatrocientos sus trabajos publicados. Como la mayoría de la gente en aquella época, creía en la existencia de los brujos, y pensaba realizar obra meritoria para el servicio de Dios procurando exterminarlos. Falleció en 1728.
22L’Allegro, de Milton.
23Alusión a la antigua y extendida creencia de que los espectros, duendes y brujos eran solamente los obedientes vasallos y emisarios del genio de las tinieblas.