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Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie

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– ¿Qué es eso, Rubén? ¿Derribaste al ciervo y te quedaste dormido sobre él? – exclamó Dorcas, riendo alegremente al observar a la ligera la posición y aspecto de su marido.

Él no se movió, ni volvió los ojos hacia ella; y cierto horror frío y siniestro, indefinible en su origen y en su objeto, comenzó a apoderarse de la sangre de Dorcas. Advertía ahora que el rostro de su marido tenía palidez mortal y que sus facciones estaban rígidas, como si fueran incapaces de asumir otra expresión que la de la horrible desesperación que las petrificaba. No dió el más ligero signo de haber notado su presencia.

– ¡Por el amor del cielo, háblame, Rubén! – exclamó Dorcas, y el eco extraño de su propia voz la aterrorizó más aún que el silencio de muerte.

Su marido se estremeció, la miró en el rostro, condújola al frente de la roca y señaló con el dedo.

¡Oh! ¡Allí yacía el mancebo, dormido, pero sin sueños, sobre las hojas caídas de la selva! Descansaba la mejilla sobre el brazo; sus suaves rizos caían echados hacia atrás sobre su frente; sus miembros estaban ligeramente laxos. ¿Algún súbito desfallecimiento había acometido al joven cazador? ¿Despertaríale la voz de su madre? ¡Dorcas sabía bien que aquello era la muerte!

– Esta inmensa roca es la piedra tumularia de tu familia más cercana, Dorcas, – dijo su marido. – Tus lágrimas regarán a la vez la tumba de tu padre y la de tu hijo. —

Ella no le oyó. Con un alarido salvaje, que pareció brotar de lo más hondo de su alma dolorida, se desplomó insensible junto al cuerpo de su amado hijo. En el mismo instante la rama marchita en la copa del roble se deshizo en el ambiente tranquilo y cayó en ligeros y suaves fragmentos sobre la roca, sobre las hojas, sobre Rubén, sobre su mujer y su hijo y sobre los huesos de Róger Malvin. Entonces se conmovió el corazón de Rubén y brotaron lágrimas de sus ojos como el agua de una roca. El hombre abatido por la desgracia redimió la solemne promesa del mancebo herido. Su crimen quedaba expiado; la maldición se apartaba de su lado; y después de haber vertido sangre más querida a su corazón que la suya propia, subió a los cielos por primera vez en largos años una plegaria de labios de Rubén Bourne.

ÉDWARD ÉVERETT HALE

Édward Éverett Hale nació en Boston, Massachusetts, el 3 de abril de 1822; murió en la misma ciudad el 10 de junio de 1909. Procedía de una familia distinguida de patriotas y hombres importantes en intelectualidad y en moral. Se educó en la Boston Latín School y en Harvard University, graduándose en la universidad a la temprana edad de diecisiete años. Comenzó su carrera enseñando latín por corto tiempo, dedicándose luego al estudio de la teología, y más tarde fue ministro unitario, ejerciendo el ministerio de pastor en varias iglesias principales de Wórcester y Boston, Massachusetts. Desde 1903 hasta 1909, época de su fallecimiento, fué capellán del senado nacional. Fué abolicionista ardiente, caudillo en varios movimientos de reforma, famoso conferenciante, anticuario, naturalista, sociólogo y filántropo. Colaboraba en muchos diarios y revistas y escribió sobre temas muy diversos. Entre sus obras pueden mencionarse: History of Kansas and Nebraska (1854); Ninety Days’ Worth of Europe (1861); A Man without a Country (1861); Puritan Politics in England and New England (1869); The Ingham Papers (1870); Ten Times One Is Ten (1870); His Level Best (1872); Philip Nolan’s Friends (1876); A New England Boyhood (1892); How to Live (1902); Memories of a Hundred Years (1902); We, the People (1903); Foundation of the Republic (1907); y muchos volúmenes de sermones, libros para niños, etc.

EL HOMBRE SIN PATRIA

SUPONGO que pocos lectores del New York Herald del 13 de agosto de 1863 observarían por casualidad en una humilde esquina, entre las defunciones, el anuncio siguiente:

NOLAN: Fallecido el 11 de mayo, a bordo de la corbeta Levant de los Estados Unidos. Lat., 2° 11´ S. Long., 131° O., PHÍLIP NOLAN.

Por mi parte lo advertí, debido a la circunstancia de encontrarme desamparado en la antigua casa de la misión en Máckinac, aguardando un vaporcito del lago Superior que nunca se decidía a llegar; y devoraba, por consiguiente, cuanta lectura podía acaparar, hasta las defunciones y matrimonios anunciados en el Herald. Tengo buena memoria para nombres y personas, y el lector echará de ver conforme avance que tenía razones suficientes para recordar a Phílip Nolan. Muchas personas, en cambio, se habrían interesado en este anuncio, si el oficial del Levant que lo redactó, hubiéralo hecho en esta forma: “Falleció, mayo 11, El hombre sin patria”. Pues bajo el nombre de “El hombre sin patria” había sido generalmente conocido este pobre Phílip Nolan por todos los oficiales de marina que le tenían bajo custodia hacía cosa de cincuenta años y, a la verdad, por todos los marineros de la armada. Hasta podría decir que muchos de los hombres que acostumbraban beber con él un vaso de vino una vez a la quincena durante viajes de tres años, nunca supieron que su nombre era Nolan, y ni siquiera si el infeliz tenía nombre alguno.

No hay ningún mal en referir la historia de este ser infortunado. Hasta hoy ha habido razón para guardar secreto absoluto, aun cuando terminó la administración de Mádison en 1817; secreto de honor entre los oficiales de la armada que tenían sucesivamente bajo custodia a Nolan. Y dice muy alto ciertamente del esprit de corps de la profesión y del honor personal de sus miembros que la historia de este hombre haya sido totalmente desconocida a la prensa y, según creo, a toda la nación. Por ciertas investigaciones hechas en los archivos navales, cuando fuí agregado al despacho de los astilleros, me inclino a pensar que los informes oficiales a su respecto se quemaron cuando el incendio de los edificios públicos en Wáshington. Uno de los Túcker, o quizá uno de los Watson, estuvo a cargo de Nolan a la terminación de la guerra; y cuando, al regresar del viaje, presentó su informe en Wáshington a uno de los Crówninshield, que se encontraba entonces en el departamento de marina, descubrió que en las oficinas de estado se ignoraba por completo tal historia. No sabría decir si era desconocida en realidad o si la política adoptada consistía en un “Non mi ricordo.” Pero lo que sé es que, desde 1817 y quizá antes, ningún oficial de marina ha mencionado a Nolan en sus informes de viaje.

Como dije antes, no existe ahora la necesidad de misterio. Y ya que ha muerto la desgraciada criatura, paréceme interesante referir un poquillo de su historia, siquiera sea para enseñar a los jóvenes americanos del día lo que significa ser un hombre sin patria.

Phílip Nolan era un joven oficial de los más distinguidos en la “Legión del Oeste,” como se llamaba entonces la división de nuestro ejército originaria del oeste. Cuando Aarón Burr realizó su primera y arrojada expedición a Nueva Órleans en 1805,37 encontró en el fuerte de Mássac o en algún otro punto de la ribera, como cosa dispuesta por el diablo, a aquel alegre, intrépido y brillante joven, en, alguna cena, imagino. Burr le observó, conversó con él, paseó con él, llevóle uno o dos días a navegar en su barco y le fascinó, en una palabra. Al año siguiente la vida de cuartel era demasiado insípida para el pobre Nolan. Hizo uso del permiso de escribirle que le había concedido el gran hombre. El pobre mozo escribió una tras otra largas, floridas y pomposas cartas, y volvió a escribir, y envió las copias, sin que jamás viniera una línea de respuesta del fastuoso impostor. Los demás jóvenes de la guarnición se burlaban de él porque, en su afección mal recompensada por un político, había sacrificado en escribirle el tiempo que ellos dedicaban al monongahela,[39] al sledge y al high-low-jack.[40] El bourbon,[39] el euchre y el poker,[40] eran aun desconocidos. Pero un día Nolan tuvo su desquite. Aquella vez descendió Burr el río, no como abogado en busca de lugar adecuado para establecer sus reales, sino como conquistador disfrazado. Había derrotado a no sé cuántos procuradores, había asistido a no sé cuántos banquetes públicos; su nombre había salido en letras de molde en no sé cuántas revistas semanales; y se rumoraba que tenía un ejército a sus espaldas y un imperio delante de él. El día de su llegada fué un gran día para el pobre Nolan. No haría una hora que se encontraba Burr en el fuerte cuando ya había enviado a buscarle. Aquella noche pidió a Nolan que le acompañara en su esquife para mostrarle un cañaveral o un árbol de algodón, según decía; en realidad, para seducirle; y cuando arriaron la vela, Nolan estaba ya alistado en cuerpo y alma. Desde entonces, aun cuando él todavía lo ignoraba, se convirtió en un hombre sin patria.

 

Lo que Burr proyectaba lo sé tanto como vos, querido lector. No nos interesa, de otro lado. Solamente, cuando estalló la gran catástrofe, y Jéfferson y los partidarios de la casa de Virginia38 de aquel entonces se propusieron enrodar a todos los Clárence posibles de la Casa de York39 con motivo del juicio de alta traición en Ríchmond, algunos de los acalorados de segundo orden en aquel distante valle del Misisipí, más alejado entonces de nosotros de lo que hoy se encuentra la sonda de Púget, introdujeron la novedad en su escenario provincial; y para disipar la monotonía del verano en el fuerte de Adams, se dieron como espectáculo una serie de juicios militares de los oficiales. Varios coroneles y mayores fueron enjuiciados, y para completar la lista entró también Nolan contra quien existían indicios más que suficientes, Dios lo sabe: que estaba aburrido del servicio, que había querido abandonarlo, que habría obedecido gustoso la orden de marchar a cualquier lado con todo el que quisiera seguirle, siempre que la orden apareciera firmada: “Por mandato de Su Excelencia, A. Burr.” La corte marcial proseguía sus tareas. Pero los pájaros gordos volaban, a lo que yo me sé. La culpabilidad de Nolan quedó suficientemente establecida, como decía; sin embargo, ni vos lector ni yo hubiéramos sabido nunca de él, si no fuera porque al preguntarle el presidente del tribunal, momentos antes de terminar si deseaba decir algo para probar su lealtad constante a los Estados Unidos, en un frenesí de rabia gritó:

“¡Al diablo los Estados Unidos! ¡No quisiera oír hablar jamás de los Estados Unidos!”

Supongo que Nolan no imaginó hasta qué punto iban a herir sus palabras al viejo coronel Morgan que presidía la corte marcial. La mitad, por lo menos, de los oficiales presentes había servido bajo la revolución, arriesgando la vida, por no decir el cuello, en obsequio a los ideales que él zahería tan desdeñosamente en su locura. Phílip Nolan, por su parte, había crecido en el oeste40 de aquellos días, en medio de la “conspiración española,” y la “conspiración de Órleans,” y todo lo demás. Habíase educado en una colonia cuya mejor sociedad estaba formada por uno que otro oficial español o algún mercader francés de Órleans. Su educación, tal como era en la actualidad, se había perfeccionado en sus expediciones industriales a Veracruz, y creo que me dijo alguna vez que su padre tomó a un inglés como ayo suyo durante un invierno en la colonia. Había pasado la mitad de su juventud con un hermano mayor persiguiendo caballos salvajes en Tejas; en una palabra, los “Estados Unidos” apenas pasaban de una idea vaga para él. Sin embargo, había vivido a costa de los “Estados Unidos,” todo el tiempo que estaba en el ejército. Había jurado, por su fe de cristiano, ser leal a los “Estados Unidos.” Los “Estados Unidos” le habían dado el uniforme que vestía y la espada que llevaba al costado. Nada, mi pobre Nolan; solamente porque los “Estados Unidos” os habían aceptado entre los primeros como uno de sus leales hombres de honor, aquel “A. Burr” se preocupaba de vos un pelo más que de los hombres de su chata que izaban la vela de la embarcación.

No excuso a Nolan; explico simplemente al lector por qué enviaba al diablo a su patria y deseaba no volver a oír hablar de ella jamás.

Sólo volvió a oír el nombre de su patria una vez después de aquellas palabras. Desde aquel instante, el 23 de septiembre de 1807, hasta el día en que murió, 11 de mayo de 1863, jamás oyó nombrar de nuevo a los Estados Unidos. Durante este largo medio siglo fué un hombre sin patria.

El viejo Morgan, como he dicho, sintióse terriblemente ofendido. Si Nolan hubiera comparado a George Wáshington con Bénedict Árnold, o gritado “¡Dios guarde al rey George!” no habría quedado Morgan más dolorosamente impresionado. Transladó la corte marcial a sus habitaciones particulares, y volvió al cabo de quince minutos con el rostro más blanco que un sudario, para decir:

“¡Prisionero, escuchad la sentencia del tribunal! El tribunal decide, sujeto a la aprobación del presidente, que jamás volváis a oír el nombre de los Estados Unidos.”

Nolan soltó una carcajada. Pero nadie le imitó. El tono del viejo Morgan había sido demasiado solemne, y todo el cuarto quedó en silencio mortal durante un minuto. Aun Nolan perdió su fanfarronería pasado un momento. Entonces Morgan añadió: – “Señor mariscal, llevad al prisionero a Órleans en un buque de guerra y entregadlo allí al jefe naval.”

El preboste dió sus órdenes, y sacaron al prisionero de la sala del tribunal.

“Señor preboste,” continuó el viejo Morgan, “cuidad de que nadie mencione los Estados Unidos en presencia del prisionero. Señor preboste, ofreced mis respetos al teniente Mítchel en Órleans, y pedidle que nadie nombre a los Estados Unidos mientras el prisionero se encuentre a bordo del buque. Recibiréis órdenes escritas del oficial de servicio esta noche. La corte se suspende sin día determinado.”

Siempre he creído que el coronel Morgan llevó a Wáshington los procedimientos de la corte marcial, explicando a Jéfferson lo que había pasado. Lo cierto es que el presidente aprobó la resolución; es decir, a creerse a las personas que aseguran haber visto su firma. Antes de que el Nautilus diera la vuelta de Nueva Órleans por la costa septentrional del Atlántico llevando a su bordo al prisionero, la sentencia quedaba aprobada y él era un hombre sin patria.

El plan adoptado fué más o menos el mismo que se siguió siempre. Quizá nació de la necesidad de enviarle por agua desde el fuerte de Adams y de Órleans. Se solicitó del secretario de marina, – probablemente el primer Crówninshield, aun cuando no estoy seguro de la persona, – que pusiera a Nolan a bordo de algún buque del gobierno aparejado para larga travesía, ordenando que se le confinara de tal suerte que jamás volviese a oír hablar de su patria ni a volverla a ver. Pocas travesías largas se realizaban en aquel tiempo, y la marina no gozaba de gran favor; de manera que, siendo casi todo tradición en esta historia, como ya lo he explicado, no podría decir con certidumbre cuál fué su primer viaje. Pero el capitán a quien fué entregado Nolan – probablemente Tíngey o Shaw, aunque también pudo ser alguno de los jóvenes de aquel tiempo que, como yo, son viejos en la actualidad – el capitán, decía, reguló la forma y las precauciones necesarias para el caso, las mismas que, de acuerdo con aquel programa, se llevaron a cabo hasta la muerte del prisionero.

Treinta años después, cuando era yo oficial segundo del Intrepid, vi el pliego original que contenía las instrucciones. Siempre he lamentado no haber sacado entonces copia exacta de este papel. Decía, sin embargo, más o menos lo siguiente:

Wáshington (y la fecha, que debe haber sido a fines del 1807).

Señor: El teniente Neale os entregará la persona de Phílip Nolan, ex teniente en el ejército de los Estados Unidos.

En el transcurso de su juicio por la corte marcial, manifestó dicha persona, acompañado de un voto, el deseo de no volver a oír hablar jamás de los Estados Unidos.

La sentencia del tribunal fué que este deseo quedara satisfecho.

Por ahora ha confiado el presidente la ejecución de la sentencia a este departamento.

Tomaréis al prisionero a bordo de vuestro buque, y le guardaréis con toda clase de precauciones para impedir su fuga.

Le procuraréis alojamiento, mesa y vestidos en relación con el grado de oficial que había alcanzado en el ejército, como si fuera a bordo un pasajero por asuntos del gobierno.

Los caballeros pueden hacer a bordo cualquier arreglo que juzguen conveniente con respecto a su sociedad. No debe exponérsele a ninguna falta de cortesía, ni es necesario recordarle que se encuentra prisionero.

Pero bajo ningún concepto oirá hablar de su patria ni leerá la menor noticia concerniente a los Estados Unidos; y recomendaréis especialmente a los oficiales a vuestras órdenes que, en las diversas concesiones que dicha persona pueda obtener, cuiden de que se mantenga esta regla que envuelve su expiación.

La intención del gobierno es que jamás vuelva a ver el país de que ha renegado. Antes de la terminación de vuestro viaje, recibiréis órdenes acerca de la forma en que esto debe verificarse.

Respetuosamente,
Por el Departamento de Marina,
W. Sóuthard.

Si hubiera conservado yo en la memoria esta orden completa, no habría solución de continuidad al principio de mi historia. Por lo que respecta al capitán Shaw, siempre que fuera él, pasó la orden a su sucesor en el puesto, y éste, a su vez, al que le siguió; y supongo que el capitán del Levant la conserva hasta hoy como documento para probar su derecho de conservar a aquel hombre bajo su indulgente custodia.

La regla adoptada a bordo del buque en el cual conocí al “hombre sin patria” era la misma que se había observado desde el principio, según creo. En ninguna mesa agradaba tenerle de continuo, porque su presencia cortaba toda conversación sobre la patria o el regreso futuro, sobre política y literatura, paz o guerra; suprimiendo, en fin, más de la mitad de los temas que agrada tratar a los hombres durante una navegación. Pero se creyó siempre demasiado duro que le estuviera vedado reunirse siquiera alguna vez con nosotros más allá de un simple saludo; y adoptamos, por último, cierto sistema definido. No se le permitía conversar con los tripulantes a menos que hubiese algún oficial de por medio. Con los oficiales no existía restricción, naturalmente, hasta donde él y los otros quisieran extenderlo. Pero él se volvía más y más tímido, aunque tenía sus favoritos: yo era uno de ellos. Entonces el capitán le invitó a su mesa todos los lunes, y cada mesa le tomó un día por turno. Según las proporciones del barco, cada uno le tenía a su mesa con mayor o menor frecuencia. Tomaba el almuerzo en su camarote – siempre tenía su camarote particular – donde había un centinela o alguien de guardia para vigilar la puerta. Y todo lo demás que comía o bebía, lo tomaba solo. En ciertas ocasiones, cuando los marinos o la tripulación tenían algún día de fiesta, se les permitía invitar a “Plain Buttons” (Botones llanos), como le llamaban. Entonces enviaban a Nolan con algún oficial, y mientras se encontraba con ellos, tenían los hombres prohibición de hablar de la patria. Tengo para mí que el espectáculo de su castigo era moralizador. Llamábanle “Plain Buttons,” porque aun cuando él prefería vestir el uniforme regular del ejército, no se le permitía usar los botones que llevaban las iniciales o la insignia del país que había desconocido.

 

Recuerdo que poco tiempo después de haberme agregado a la marina, me encontraba una vez en tierra con algunos de los oficiales más antiguos de nuestro buque, y los del Brandywine con quienes nos reunimos en Alejandría. Teníamos licencia para hacer una excursión al Cairo y a las Pirámides. Mientras nos zangoloteábamos a lomo de burro en aquella dirección, algunos de estos caballeros (los jóvenes les llamábamos “Dons” entonces, pero la frase cambió hace largo tiempo) comenzaron a hablar de Nolan, y uno de ellos manifestó el sistema que se seguía con respecto a sus libros y a sus lecturas. Como casi nunca se le permitía desembarcar aunque el buque estuviera fondeado en el puerto largos meses, el tiempo se le hacía pesado con frecuencia, y cualquiera estaba autorizado para prestarle libros siempre que no fueran publicados en América, ni hicieran mención de este país. Esta clase de libros era muy común en aquel tiempo, en que la gente del otro hemisferio se preocupaba de los Estados Unidos tanto como nosotros del Paraguay. Recibía así, pronto o tarde, todos los periódicos extranjeros que llegaban al buque; solamente que alguien los revisaba primero y recortaba cualquier aviso o capítulo en que se aludiera por incidencia a la América del Norte. Esto resultaba un poco cruel a veces, cuando lo escrito detrás de lo cortado era tan inocente como el Hesiodo. En la mitad de alguna relación sobre las batallas napoleónicas, por ejemplo, o de cierto discurso de Cánning, encontraba de repente el pobre Nolan un gran vacío porque a la vuelta de la página venía el aviso de algún paquebote para Nueva York, o cualquier trozo insignificante del mensaje del presidente. Aquélla fué la primera vez, digo, que llegaba a mi conocimiento algo de este sistema, con el cual tanto y tanto tuve que hacer después. Lo recuerdo, porque apenas se hizo alusión a las lecturas, el pobre Phillips, que era de la partida, nos refirió algo acontecido a Nolan en su primer viaje al cabo de Buena Esperanza; siendo esto todo lo que alcancé a saber de tal viaje. Habían tocado en el cabo, y después de cumplir los deberes de cortesía con el almirantazgo y la marina ingleses, se preparaban a partir para una larga travesía en el océano Índico. En previsión del pesado viaje, Phillips consiguió que un oficial le prestara una colección de libros ingleses, lo cual entonces como en nuestros tiempos significaba una suerte inesperada. Entre ellos, como si el diablo lo hubiese preparado, contábase The Lay of the Last Minstrel (El canto del último trovador), poema del cual más o menos todos habían oído hablar, pero que ninguno conocía a fondo. Creo que no haría mucho que se había publicado. Bien; nadie pensó que hubiera riesgo de encontrar allí nada nacional, aunque Phillips juraba que el viejo Shaw había arrancado la Tempestad de Shákespeare antes de dársela a Nolan porque decía, “las islas de Bermuda deben ser nuestras y, por Júpiter, algún día lo serán.” Así, permitióse a Nolan que se reuniera a la compañía cierta tarde en que un grupo fumaba y leía en voz alta en el puente. Ahora no se hace esto a menudo, pero cuando yo era joven matábamos así el tiempo con mucha frecuencia. Bien; sucedió que llegó el turno a Nolan de leer para los demás; y leía muy bien, por lo que me sé. Ninguno de los presentes conocía una palabra del poema; solamente que trataba de magia y caballería, y que pasaba hacía diez mil años. El pobre Nolan leyó de seguido el canto quinto, detúvose un minuto, bebió un trago, y comenzó de nuevo, sin la menor idea de lo que venía a continuación:

Allí vive un hombre tan desgraciado, que nunca a sí mismo pudo decir,

Parece imposible que ninguno de nosotros hubiera oído antes aquel poema; pero así era, y el pobre Nolan prosiguió, inconsciente o mecánicamente:

¡Ésta es mi patria, mi país natal!

Entonces todos advirtieron que algo doloroso se acercaba; mas Nolan, esperando pasar pronto, supongo, empalideció un poco, pero siguió adelante:

 
“¿Cuyo corazón jamás ardió dentro del pecho,
tras largos años en ajenas tierras,
al enderezar sus pasos al hogar?..
Si allí vive ese hombre, id, miradle bien…”
 

En este momento todos deseaban en sus adentros que hubiera forma de saltar dos páginas del poema; pero Nolan no tuvo presencia de ánimo para esto; tartamudeó un poco, volvióse color de escarlata y balbuceó:

 
Para él no entona el ministril sus trovas;
a pesar de sus títulos, su nombre famoso,
riquezas sin número, cuanto el deseo puede forjar,
aquel infeliz, dentro de sí concentrado…
 

Y aquí se ahogó el desgraciado; no pudo continuar; y levantándose precipitadamente, arrojó el libro al mar, desapareció en su camarote, “y ¡por Júpiter!” decía Phillips, “no le vimos más por espacio de dos meses. Y yo tuve que inventar una triste historia para explicar al cirujano inglés por qué me era imposible devolverle su Wálter Scott.”

Esta anécdota revela más o menos el tiempo en que la fanfarronería de Nolan se había venido abajo. Al principio, decían, era altanero, consideraba una farsa su prisión, afectaba gozar con el viaje, y así en lo demás; pero, dice Phillips, que cuando volvió a salir de su camarote no era ya el mismo hombre. Jamás leyó en voz alta otra vez, a menos que fuera la Biblia o algo de Shákespeare o cualquiera otra cosa de que estuviese muy seguro. Pero no fué esto solamente. Jamás volvió a mostrar con los jóvenes el compañerismo de otros tiempos. Siempre era tímido después cuando yo le conocí, hablaba rara vez y sólo para contestar, excepto con unos pocos amigos. Entusiasmábase en contadas ocasiones – recuerdo haberle oído expresarse con bella elocuencia en los últimos años de su vida, sobre tema inspirado en uno de los sermones de Fléchier – pero generalmente tenía el aspecto fatigado y nervioso de un hombre herido en el corazón.

Cuando efectuaba su viaje de regreso el capitán Shaw, siempre que fuera Shaw, como he supuesto, abordó con sorpresa general a una de las islas Windward o Antillas menores, permaneciendo allí casi una semana. Los marineros decían que los oficiales estaban hartos de carne salada y querían probar sopa de tortuga antes de regresar a la patria. Mas después de algunos días llegó el Warren al mismo fondeadero; cambiaron señales; enviaron cartas y documentos a Phillips y a todos aquellos hombres que estaban de retorno al hogar, y dijeron que el Warren zarpaba para el extranjero, quizás hasta el Mediterráneo, y que tomaba a bordo al pobre Nolan y sus petates para la segunda travesía. Él empalideció profundamente cuando recibió la orden de alistarse para el transbordo. Sabía bastante de astronomía para comprender que hasta aquel momento seguían rumbo a “la patria.” Esto era prueba evidente de algo en que no había pensado, de que quizá nunca regresaría a su país, ni siquiera para estar en prisión. Y fué éste el primero de los veinte o más transbordos, que le llevaron a habitar pronto o tarde, más de la mitad de nuestros mejores buques; manteniéndole durante su vida entera a cien millas de distancia más o menos de la patria de la cual manifestó una vez el deseo de no volver a oír hablar.

Quizá sí fué durante esta segunda travesía – pues que ello aconteció en el Mediterráneo – cuando tuvo ocasión de bailar con Mrs. Graff, famosa belleza del sur en aquella época. Habían estado fondeados largo tiempo en la bahía de Nápoles donde los oficiales intimaron mucho con la marina inglesa que les ofreció grandes fiestas; por lo cual pensaron nuestros hombres corresponder las atenciones dando un suntuoso baile a bordo del buque. Cómo pudo realizarse esto a bordo del Warren, no sabría decirlo. Tal vez no era el Warren, o tal vez las damas de aquel tiempo no necesitaban tanto espacio como las de hoy. Precisaba a los oficiales disponer con algún fin del camarote de Nolan, y les disgustaba pedírselo sin invitarle para el baile; de manera que el capitán autorizó la invitación, siempre que ellos aceptaran la responsabilidad de evitar que conversara con personas inconvenientes “que pudieran darle noticias.” Así, el baile se verificó, siendo la fiesta más hermosa de la temporada, me atrevo a decir; pues jamás he sabido que no lo fueran los saraos de la gente de guerra. Entre las damas contábase la familia del cónsul de los Estados Unidos, una o dos viajeras que se habían aventurado hasta allí y un lindo grupo de señoritas y señoras inglesas, quizá si hasta la misma Lady Hámilton.

Bien; diferentes oficiales se turnaban conversando amistosamente con Nolan en forma de evitar que otra persona le hablase. La fiesta transcurría alegremente; y después de las primeras horas los mismos camaradas que montaban la guardia honoraria con Nolan dejaron de temer que ocurriera ningún contratiempo. Solamente cuando una dama inglesa, quizá Lady Hámilton como dije antes, pidió “las danzas americanas de figuras,” sucedió algo muy original. Todos bailaban contradanzas en aquella época. La banda negra, muy entusiasta, convino en lo que serían “las danzas americanas de figuras,” y se abrió con Virginia Reel, continuando con Money-Musk, al cual debía seguir The Old Thirteen según el orden cronológico. Mas, precisamente en el momento en que Dick, el director de orquesta, golpeaba la batuta para que comenzaran los violines, y se inclinaba hacia adelante para decir con todo el ceremonial negro: “¡The Old Thirteen, señoras y caballeros!” como había dicho, “¡Virginny Reel, si gustáis!” y “Money-Musk, si gustáis!” el asistente del capitán le tocó en el hombro, y murmuró algo en su oído que le impidió anunciar el nombre de la danza; se inclinó simplemente, comenzó el aire, y todos le siguieron; enseñando los oficiales las figuras a las jóvenes inglesas sin decirlas por qué la danza no tenía nombre.

Mas no era ésta la historia que iba yo a referir. En tanto que se deslizaba la fiesta, Nolan y los camaradas habían recobrado su aplomo, como digo, a tal punto que pareció enteramente natural que, inclinándose ante la arrogante Mrs. Graff, dijera el primero:

– Espero que no me habréis olvidado, Miss Rútledge. ¿Puedo aspirar al honor de teneros por pareja? —

Hizo esto tan impensadamente que Shúbrick, que estaba a su lado, no pudo impedírselo. Ella rió y dijo:

– Ya no puedo llamarme Miss Rútledge, Mr. Nolan; pero bailaré con vos lo mismo que si lo fuera; – e hizo una seña con la cabeza a Shúbrick como diciendo que le confiara a Nolan, a quien condujo al lugar donde se formaba la cuadrilla.

Nolan pensó que al fin le llegaba su vez. Había conocido a la dama en Filadelfia y se había encontrado con ella en otras partes, y pensó que era una enviada de Dios. No es fácil conversar en contradanzas como se hace en el cotillón y aun en los intervalos del vals; pero allí había oportunidad para la voz y los sonidos lo mismo que para las miradas y los sonrojos. Comenzó hablando de sus viajes y de Europa y el Vesubio y los franceses; y luego, cuando terminaron la figura, y tenían bastante tiempo de conversar mientras los demás desempeñaban su turno, dijo él con intrepidez, aunque algo pálido, afirmaba ella cuando me refirió la anécdota años después:

37Burr nació en 1756 y murió en 1836. Se distinguió al servicio de la revolución, llegando a ser senador por Nueva York, y luego vicepresidente de los Estados Unidos de 1801 a 1805. En 1804 mató en duelo a Alexánder Hámilton, lo cual le atrajo el odio general de la nación. Parece que su traición data de aquel tiempo. En 1805 formó el plan de conquistar Tejas y quizá Méjico, creando una república de la cual sería presidente, fijando la capital en Nueva Órleans. Con el apoyo de Blennerhásset, compró una vasta extensión de terreno en las riberas del Wáshita que debía servir de punto de partida a la expedición. Mas, por abandono de varias personas de quienes dependía Burr para los recursos, el plan fracasó, y el conspirador fué arrestado en Misisipí el 14 de enero de 1807. Fué juzgado como traidor en mayo del mismo año; pero después de uno de los juicios más famosos en la historia fué declarado al fin inocente en septiembre. Esta sentencia fué debida, sin embargo, a falta de pruebas materiales de su culpabilidad. Ni entonces, ni nunca, se puso jamás en duda la deslealtad de Burr. Después de este juicio, su vida estuvo llena de fracasos, decepciones y desgracias. Su proyectada traición ha formado el tema de muchas historias y novelas, y representa uno de los incidentes más dramáticos de la historia americana. Una especie de whisky. —La Redacción. Juegos de naipes. —La Redacción.
38El presidente Jéfferson era de aquel estado, y sus partidarios constituían lo que el autor, adoptando la fraseología de Shákespeare, llama la “Casa de Virginia.”
39La “casa de York” se refiere al partido federal.
40En la América del Norte existe una supuesta linea divisoria de los estados según su posición geográfica, y se alude frecuentemente al oeste, este, norte o sur para indicar los estados comprendidos en aquella zona. —La Redacción.