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Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie

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La experiencia de éste le sugería numerosos y detallados consejos respecto al viaje del joven a través de la intrincada selva. Habló de ello con serena gravedad, como si enviara al joven de caza o a la guerra mientras quedaba él en seguridad; y de ningún modo como si el rostro humano que contemplaba en aquellos momentos fuera el último que había de ver en su vida. Pero su firmeza se conmovió antes de concluir.

– Lleva mi bendición a Dorcas y dile que mi última plegaria será por ella y por ti. Encarécele de mi parte no conservar amargos sentimientos por tu abandono – aquí palpitó dolorosamente el corazón de Rubén – porque sé que si tu vida hubiera pesado en favor mío, la habrías sacrificado sin vacilar. Ella se casará contigo después de haber llorado algún tiempo a su padre; y ¡quiera el Cielo concederos largos y felices días, y puedan los hijos de vuestros hijos rodear vuestro lecho de muerte! Y vuelve, Rubén, – añadió, pues la debilidad de la muerte le vencía al fin, – cuando tus heridas estén curadas y tu cansancio haya pasado; vuelve a esta roca solitaria, a depositar mis huesos en la tumba y a murmurar una plegaria sobre mis restos. —

Los habitantes de la frontera prestaban atención casi supersticiosa a los ritos de la sepultura; lo cual se originaba quizá en las costumbres de los indios que hacían la guerra tanto a los muertos como a los vivos; presentándose muchos casos en que se sacrificaba la vida por el propósito de enterrar a los que habían perecido “en las fauces del desierto.” Rubén comprendía, por consiguiente, toda la importancia de la solemne promesa que hizo de volver y de llevar a cabo las exequias de Malvin. Era digno de notarse que éste, al hablar a corazón abierto en sus palabras de despedida, no trataba ya de persuadir al joven de que quizá un rápido socorro podría salvarle. Rubén estaba íntimamente convencido de que era la última vez que veía vivo el rostro de Malvin. Su naturaleza generosa le impulsaba a quedarse a cualquier riesgo hasta que todo hubiera terminado; pero el ansia de vivir y la esperanza de la felicidad se habían fortalecido en su corazón, y fué incapaz de resistir.

– Es suficiente, – dijo Róger Malvin, después de escuchar la promesa de Rubén. – ¡Ve, y que Dios te guíe! —

El joven oprimió su mano silenciosamente, volvióse y partió. Sus débiles y vacilantes pasos le habían conducido muy poco trecho, sin embargo, cuando la voz de Malvin le llamó de nuevo.

– ¡Rubén, Rubén! – dijo débilmente; y Rubén regresó, y arrodillándose junto al moribundo.

– Levántame y déjame reclinado contra la roca, – fué su última petición. – Mi semblante se dirigirá así hacia mi hogar, y podré divisarte un instante más cuando desaparezcas bajo los árboles. —

Habiendo satisfecho Rubén el deseo de cambiar de postura al moribundo, comenzó otra vez su solitaria peregrinación. Avanzaba al principio más rápidamente de lo que correspondía sus fuerzas porque una especie de remordimiento, que atormenta a veces al hombre en sus actos más justificados, le incitaba a ocultarse cuanto antes a los ojos de Malvin; mas, después de avanzar bastante lejos sobre las crujientes hojas, retrocedió agazapándose, empujado por una ardiente y dolorosa curiosidad, y oculto por las raíces medio enterradas de un árbol caído, miró ansiosamente al hombre abandonado. El sol matinal estaba claro y los árboles y arbustos inhalaban el suave ambiente de mayo; pero había, sin embargo, cierta melancolía en el aspecto de la naturaleza, como si simpatizara con los dolores y sufrimientos de la muerte. Las manos de Róger Malvin se elevaban unidas en ferviente plegaria, de la cual pudo percibir Rubén en medio de la tranquilidad de la selva algunas palabras que penetraron en su corazón torturándole con sufrimiento intolerable. Eran acentos interrumpidos que imploraban por la felicidad del joven y de Dorcas; y al escucharlos, su conciencia o algún sentimiento análogo, luchó fuertemente para persuadirle a volver y reposar de nuevo junto a la roca. Sintió todo el horror del destino del noble y generoso ser a quien había abandonado en tal extremidad. La muerte llegaría lentamente como un fantasma, avanzando poco a poco hasta él a través de la selva, y mostrando de árbol en árbol, cada vez más cerca, su faz horrenda e implacable. Mas el destino de Rubén le impulsaba probablemente a no retardarse un día más; y ¿quién le reprocharía haberse retraído de sacrificio tan inútil? Cuando lanzaba en derredor la postrera mirada, la brisa hizo ondear la pequeña bandera en la copa del roble, recordando a Rubén su juramento.

Muchas circunstancias contribuyeron a retardar al viajero herido en su marcha a la frontera. El segundo día las nubes, densamente apretadas sobre el horizonte, descartaron la posibilidad de regular su camino por la posición del sol; y el joven ignoraba si los esfuerzos de su naturaleza casi exhausta le llevaban más cerca o más lejos del fin apetecido. Proveían escasamente a su subsistencia las bayas y otros productos naturales del bosque. Rebaños de ciervos pasaban, es verdad, muy cerca de su lado y las perdices se levantaban ante su paso; pero había consumido sus municiones en la batalla y no podía siquiera intentar la caza. Sus heridas, inflamadas por el constante esfuerzo de que dependía su sola esperanza de vida, disminuían sus fuerzas y muchas veces perturbaban su razón. Pero, aun en medio de su desvarío, el joven corazón de Rubén se aferraba fuertemente a la existencia; hasta que, incapaz absolutamente de movimiento, desfalleció al fin bajo un árbol, viéndose obligado a esperar allí la muerte.

En tal situación fue descubierto por una partida despachada en socorro de los sobrevivientes, a las primeras nuevas de la batalla. Lleváronle a la colonia más cercana, que resultó por azar su propia residencia.

Dorcas, con la sencillez de los tiempos primitivos, velaba al lado del lecho de su amante herido prodigándole aquellos cuidados que son privilegio exclusivo del corazón y las manos de la mujer. Durante varios días los recuerdos de Rubén vagaron pesadamente entre los peligros y obstáculos que había tenido que vencer, y el joven fué incapaz de dar respuesta definida a las preguntas con que muchas personas se apresuraban a fatigarle. No habían circulado aún detalles auténticos del combate; ni era dado tampoco a las madres, esposas e hijos saber si los seres amados de su corazón estaban cautivos o yacían entre las cadenas inquebrantables de la muerte. Dorcas guardaba en silencio sus temores hasta que una tarde, despertando Rubén de un sueño intranquilo, pareció reconocerla más claramente que las veces anteriores. Observó que el joven había reconquistado por completo sus sentidos y no pudo dominar más largo tiempo su ansiedad filial.

– ¿Y mi padre, Rubén? – comenzó; mas el cambio de la fisonomía de su amante la obligó a detenerse.

El joven se estremeció como a impulsos de agudo dolor y la sangre subió violentamente a sus descoloridas y flacas mejillas. Su primer impulso fue ocultar el rostro; pero, con desesperado esfuerzo se enderezó y habló con vehemencia defendiéndose contra una imaginaria acusación.

– Tu padre quedó mal herido en la batalla, Dorcas; y me prohibió embarazarme con el peso de su compañía, permitiéndome solamente acompañarlo hasta la orilla del lago para que pudiera saciar su sed y morir en paz. Pero yo no quería abandonar al anciano en tal situación; y, aunque herido yo mismo, le sostuve prestándole la mitad de mis fuerzas, y le llevé conmigo. Durante tres días vagamos juntos, y tu padre resistió mucho más de lo que yo esperaba; pero al despertar del cuarto día, le encontré desfallecido y exhausto; no podía proseguir; la vida se le escapaba; y…

– ¡Murió! – exclamó Dorcas débilmente.

Rubén sintió cuán imposible era confesar que su egoísta amor a la vida le había obligado a partir antes que la suerte del padre de la joven se hubiera decidido. No habló; solamente inclinó la cabeza, y se desplomó, desfallecido y avergonzado, ocultando, el rostro entre las almohadas. Dorcas sollozó al ver confirmados sus temores; pero como se había anticipado este golpe largo tiempo, pudo rehacerse mejor contra su violencia.

– ¿Abriste una fosa para mi padre en el desierto? – fué la pregunta que expresó inmediatamente su piedad filial.

– Mis brazos estaban débiles; pero hice lo que pude, – replicó el joven en voz baja. – Elévase una magnífica piedra tumularia sobre su cabeza y, ¡pluguiera al cielo que me sea dado reposar tan tranquilamente como él! —

Observando Dorcas el extravío de sus últimas palabras, no inquirió más en aquella ocasión; pero su corazón se tranquilizó a la idea de que Róger Malvin no había carecido de los ritos funerarios que era posible procurar. La historia del valor y la fidelidad de Rubén no perdió nada de su fuerza cuando Dorcas la refirió a sus amigos; y el pobre joven, al dejar con vacilante paso su cuarto de enfermo para respirar la brisa soleada, hubo de sufrir la miserable y humillante tortura del inmerecido elogio general. Todos reconocían que era digno de solicitar la mano de la hermosa doncella a cuyo padre había sido fiel “hasta la muerte;” y como mi cuento no es de amor, baste decir que pasados algunos meses Rubén llegó a ser el esposo de Dorcas Malvin. Durante la ceremonia nupcial el rostro de la desposada brillaba con reflejos sonrosados; pero el semblante del esposo estaba pálido.

Atormentaba ahora el corazón de Rubén Bourne un sentimiento incomunicable; algo que debía ocultar cuidadosamente a la persona que más amaba y en quien más confiaba en el mundo. Deploraba amarga y profundamente la cobardía moral que había retenido sus palabras cuando estuvo a punto de confesar la verdad a Dorcas; pero el orgullo, el temor de perder su cariño, la obsesión del desprecio general, impidiéronle rectificar la falsedad. Comprendía que no era acreedor a censura alguna por haberse separado de Róger Malvin. Su presencia, el sacrificio gratuito de su vida, habría agregado solamente una nueva angustia a los últimos momentos del moribundo; pero al disimular este hecho justificable, le había prestado la apariencia misteriosa de una falta; de manera que Rubén, a quien su razón decía haber procedido honradamente, experimentaba, sin embargo, en alto grado los terrores mentales que constituyen la expiación de todo aquel que ha perpetrado un crimen oculto. Por efecto de cierta asociación de ideas llegaba hasta considerarse a veces casi un asesino. Durante muchos años, también, le asaltaba de repente una idea que no podía arrojar por completo de su mente aun cuando comprendía toda su insensatez y extravagancia. Tenía la obsesión torturadora de que su suegro permanecía aún sentado al pie de la roca, sobre las marchitas hojas, vivo y aguardando el socorro que había implorado. Estas alucinaciones mentales, aparecían y desaparecían sin que, a pesar de todo, jamás las hubiera tomado Rubén por realidades; pero cuando su ánimo estaba tranquilo y despejado, sentíase consciente de haber faltado a una promesa solemne, y de que un cuerpo insepulto clamaba por él desde el desierto. Mas, a consecuencia de su prevaricación, veíase en la imposibilidad de obedecer a la llamada. Era demasiado tarde para invocar la asistencia de los amigos de Róger Malvin para llevar a cabo el entierro diferido por tanto tiempo; y el supersticioso temor a que eran dados más que nadie los colonos extranjeros, retraía a Rubén de aventurarse solo en esta empresa. No sabía siquiera hacia qué lado de la inmensa selva debía buscar la bruñida roca con sus fantásticos caracteres, a cuya base yacía el insepulto cadáver: sus recuerdos de todo el viaje eran muy indistintos, y la última parte no había dejado impresión alguna en su memoria. Sentía, sin embargo, un impulso constante, una voz perceptible sólo a sus oídos, que le ordenaba volver y redimir su promesa; y tenía la convicción extraordinaria de que, al tratar de efectuarlo, llegaría directamente hasta los restos de Malvin. Mas año tras año seguía desobedeciendo esta intimación desoída aunque sentida. Este único y secreto pensamiento llegó a convertirse en una cadena que liaba su espíritu y roía su corazón como una serpiente, transformándole poco a poco en un hombre irritable, melancólico y abatido.

 

En el transcurso de algunos años de matrimonio, se presentaron notables cambios en la prosperidad de Rubén y Dorcas. Toda la riqueza del primero había consistido en su corazón sano y sus brazos robustos, mientras Dorcas, única heredera de su padre, hizo dueño a su esposo de una granja cultivada de antiguo, más extensa y mejor provista que la mayor parte de los establecimientos de la frontera. Rubén Bourne era, sin embargo, un propietario descuidado: en tanto que las tierras de los otros fructificaban anualmente cada vez más, las suyas se arruinaban en igual proporción. El desaliento por la agricultura había disminuído con la terminación de la guerra india, durante la cual viéronse los hombres obligados a manejar con una mano el arado y el mosquete con la otra, juzgándose afortunados si los salvajes no destruían el producto de su arriesgada labor, ya en las sementeras o en los graneros. Pero Rubén no aprovechó de las nuevas condiciones del país; ni tuvieron éxito sus escasos intervalos de aplicación industriosa a sus negocios. La irritabilidad por la cual había llegado a distinguirse era otra de las causas de su decreciente prosperidad, ocasionándole continuos disgustos en sus inevitables relaciones con los colonos vecinos. El resultado de todo esto fueron juicios innumerables; porque el pueblo de la Nueva Inglaterra, en los primeros tiempos y en medio de las salvajes condiciones del país, adoptaba siempre que le era posible el método legal para zanjar sus diferencias. En una palabra, la gente no simpatizaba con Rubén Bourne; y, completamente arruinado algunos años después de su matrimonio, restábale un sólo recurso para luchar contra la mala suerte que venía persiguiéndole: abrirse paso entre los rincones más escondidos de la selva y procurarse la subsistencia en algún paraje virgen del desierto.

Rubén y Dorcas tenían un hijo de su matrimonio, llegado ya a la edad de quince años, hermoso adolescente que prometía gloriosa virilidad. Estaba especialmente dotado para las salvajes proezas de la vida de la frontera, en las cuales empezaba ya a sobresalir. Tenía el pie ligero, la puntería exacta, rápida comprensión y corazón animoso y jovial; de manera que todos los que preveían la repetición de la guerra india, hablaban de Cyrus Bourne como de un jefe futuro para la colonia. Rubén amaba al mancebo con profundo y reconcentrado ardor, como si todo lo que había de bueno y feliz en su naturaleza se hubiera transmitido a su hijo con la fuerza de su afección. Aun Dorcas, amante y amada, le era mucho menos cara que el joven; porque los secretos pensamientos y emociones solitarias de Rubén habíanle vuelto egoísta poco a poco, y sólo era capaz de amar profundamente aquello que representaba, o que él imaginaba, un reflejo o renovamiento de su propia naturaleza. Se reconocía en Cyrus, como había sido en sus lejanos días; y parecía a veces compartir el espíritu del mancebo y revivir a una vida nueva y feliz. Rubén partió acompañado de su hijo a la expedición emprendida con el objeto de elegir el trozo de terreno que deberían cultivar, y derribar y quemar los árboles; labor necesariamente preliminar al transporte de sus enseres domésticos. Transcurrieron así dos meses del otoño; pasados los cuales Rubén Bourne y el joven cazador regresaron a pasar el último invierno en las colonias.

A principios del mes de mayo la pequeña familia, cortando los vínculos de afecto que la encadenaban a los objetos inanimados, se despidió de los pocos que aún se apellidaban sus amigos a despecho de la ruina de su fortuna. La tristeza de la partida mitigábase en diversas formas en cada uno de los peregrinos. Rubén, hombre caprichoso y misántropo a causa de su desdicha, partió con su severa fisonomía habitual y con los ojos bajos, sintiendo poca pesadumbre y desdeñando reconocerla. Dorcas, sollozando fuertemente por el desgarramiento de los lazos con que su naturaleza sencilla y afectuosa se había unido al lugar, sentíase de otro lado confortada a la idea de que los seres queridos de su corazón marchaban con ella y que estarían reunidos dondequiera que se dirigiesen. Y el mancebo, a la vez que enjugaba una lágrima en sus ojos, pensaba en el placer de las aventuras que le brindaba la selva jamás hollada.

¡Oh! ¿quién no ha deseado, en el entusiasmo de un ensueño a ojos abiertos, vagar en la inmensidad de un desierto estival, sintiendo en el brazo el peso ligero de una criatura dulce y bella? Los jóvenes no encontrarían más barrera a su paso libre y triunfante que el bullente océano o las montañas coronadas de nieve; el hombre tranquilo elegiría su hogar allá donde la naturaleza ha provisto doble riqueza, en el valle de algún transparente arroyuelo; y cuando la edad provecta le alcanzara allí, tras largos años de esta pura existencia, encontraríale convertido en el padre de una raza, en el patriarca de un pueblo, en el fundador de lo que estaba llamado a ser una nación. Y cuando la muerte llegara hasta él, como el dulce sueño que invocamos tras un día de felicidad, sus numerosos descendientes llorarían sobre sus venerados restos. Envuelto por la tradición en misteriosos atributos, sería semejante a un dios para las generaciones venideras; y su posteridad más remota le miraría en un pedestal, dominando el valle milenario en el esplendor de su gloria.

La intrincada y sombría selva a través de la cual vagaban los personajes de mi cuento era completamente diferente de la tierra fantástica del soñador. Posesionábase de su existencia la naturaleza, a pesar de todo; y las aflictivas preocupaciones traídas del mundo exterior eran lo único que se oponía ahora a su felicidad. Una robusta y peluda caballería, que conducía todas sus riquezas, no protestaba por el pequeño peso de Dorcas que se le agregaba a veces; ya que generalmente el vigor de su raza la sostenía al lado de su marido durante la última parte de la jornada diaria. Rubén y su hijo, con el mosquete al hombro y el hacha colgada a la espalda, conservaban su paso infatigable, espiando con ojos de cazador las piezas que servían para su sustento. Cuando el hambre se dejaba sentir, deteníanse y preparaban su alimento en el bosque, en el margen de algún inmaculado arroyo que protestaba con dulce murmullo, como una doncella al primer beso de amor, cuando se arrodillaban para beber rozándolo con sus labios sedientos. Dormían en una choza fabricada de ramas y despertaban al brotar la aurora, frescos para emprender las tareas del nuevo día. Dorcas y el mancebo viajaban alegremente, y aun el espíritu de Rubén brillaba a intervalos con muestras exteriores de placer; pero interiormente le agobiaba un pesar frío, tan frío que lo comparaba a las masas de nieve acumuladas en las profundidades de los valles y en las hondonadas de los riachuelos, mientras arriba se ostentan las hojas de verde brillante.

Cyrus Bourne tenía suficiente conocimiento de la selva para advertir que su padre no seguía el mismo rumbo que tomaron en su expedición del pasado otoño. Dirigíanse ahora más hacia el norte, abandonando la dirección de las colonias y penetrando en una región de que bestias y hombres salvajes eran los únicos posesores. El joven hizo alusión algunas veces a esta materia, y Rubén le escuchaba atentamente, llegando a cambiar una o dos veces la dirección de su marcha siguiendo los consejos de su hijo; mas apenas lo había hecho, parecía encontrarse intranquilo. Lanzaba hacia adelante miradas rápidas y escudriñadoras, buscando aparentemente enemigos ocultos detrás de los troncos de los árboles; y no encontrando nada peligroso por aquel lado, tornábalas atrás como si temiera ser perseguido. Observando Cyrus que su padre volvía gradualmente a su primera dirección, no trató ya de intervenir: no permitiéndole su naturaleza aventurera lamentar la mayor extensión y misterio de su ruta, aunque sentía involuntariamente oprimírsele el corazón.

En la tarde del quinto día, hicieron alto y armaron su sencillo campamento una hora antes del ocaso. El aspecto del país en las últimas millas aparecía diverso a causa de las ondulaciones del terreno que semejaban las olas enormes de algún mar petrificado; en una de cuyas depresiones, paraje romántico y agreste, levantó la familia su tienda y encendió su hogar. Había algo que estremecía y emocionaba a la par en el espectáculo de aquellos tres seres, unidos por los fuertes lazos del amor y aislados de toda otra criatura humana. Los obscuros y tétricos pinos se inclinaban sobre ellos y cuando el viento barría sus altas ramas, un rumor misericordioso escuchábase en el bosque; ¿o quizá se lamentaban aquellos viejos árboles, temiendo que los hombres intentaran al fin destrozar sus raíces con el hacha? Rubén y su hijo se propusieron marchar en busca de caza, de la cual no tenían provisión aquel día, mientras Dorcas preparaba la cena. El mancebo, después de prometer que no se alejaría mucho del campamento, partió con paso tan ligero y elástico como el ciervo que se proponía derribar; mientras su padre, sintiendo pasajera felicidad al mirarle, pensaba enderezar sus pasos en dirección opuesta. Dorcas, entretanto, sentóse cerca del fuego de secas ramas, sobre un tronco de árbol caído hacía largos años, enmohecido ahora y cubierto de musgo. Su ocupación, alternada con una mirada incidental al puchero que comenzaba a hervir sobre el fuego, era la lectura del almanaque de Massachusetts del año en curso que, con excepción de una vieja Biblia en gótico, constituía toda la riqueza literaria de la familia. Nadie presta mayor atención a la división arbitraría del tiempo que aquéllos que se encuentran excluídos de toda sociedad; y así Dorcas hizo notar como dato de importancia que era el doce de mayo. Su marido se estremeció.

– ¡El doce de mayo! ¡Debería recordarlo bien! – murmuró, mientras un torrente de pensamientos ocasionaba cierta confusión momentánea en su mente. – ¿Dónde estoy? ¿Dónde me encuentro vagando? ¿En dónde le he dejado? —

Dorcas, demasiado acostumbrada a las maneras inciertas de su marido para notar especialmente esta nueva peculiaridad, dejó el almanaque a un lado y se dirigió a él con aquel tono melancólico que los corazones tiernos dedican a los pesares largo tiempo enfriados y desvanecidos.

– Por estos días, en este mismo mes, hace dieciocho años, mi pobre padre abandonó este mundo por otro mejor. Tuvo un brazo cariñoso para sostener su cabeza y una tierna voz para alentarle en sus últimos momentos, Rubén; y el pensamiento de los afectuosos cuidados que le prodigaste me ha consolado muchas veces desde aquel tiempo. ¡Oh! ¡La muerte sería horrible para un hombre solitario en un lugar tan abandonado como éste!

 

– ¡Ruega al Cielo, Dorcas, – dijo Rubén con voz interrumpida, – ruega al Cielo que ninguno de nosotros muera solitario y quede insepulto en esta triste soledad! – Y se apresuró a alejarse, dejándola cuidar del fuego bajo los tétricos pinos.

La rapidez de la marcha de Rubén Bourne disminuyó poco a poco conforme se hacía menos sensible el dolor que las inocentes palabras de Dorcas le habían producido. Mil extrañas reflexiones se apoderaron, sin embargo, de su mente; y, avanzando más bien con paso de somnámbulo que de cazador, no podía atribuirse a precaución alguna de su parte que su tortuosa marcha no le arrastrara muy lejos del campamento. Sus pasos se encaminaban maquinalmente casi en círculo; y no observó siquiera que se encontraba en el margen de un trozo de terreno cubierto de espesa arboleda, entre la cual no había ya pinos. En vez de éstos, veíanse aquí robles y otras clases de árboles de madera dura; y en torno de sus raíces brotaba densa y apretada maleza dejando, sin embargo, espacios vacíos y cubiertos de gruesas capas de hojas secas. Cada vez que el roce de las ramas o el crujido de los troncos producía algún rumor, como si la selva despertara de un sueño, Rubén levantaba instintivamente el mosquete que reposaba en su brazo y lanzaba una mirada rápida y escrutadora por todos lados; mas, convencido por su ligera observación de que ninguna pieza se aproximaba, entregábase de nuevo a sus pensamientos. Meditaba sobre la extraña influencia que le había arrastrado tan lejos en las profundidades del desierto y fuera de su rumbo premeditado. Incapaz de penetrar hasta los secretos repliegues de su alma, donde el motivo yacía oculto, creyó que una voz sobrenatural le había hecho adelantar y que una potencia sobrenatural había impedido su regreso. Confiaba en que la Providencia le procuraría la ocasión de expiar su pecado; esperaba encontrar los huesos tan largo tiempo insepultos; y que, una vez depositados bajo tierra, la paz arrojaría sus resplandores sobre el sepulcro de su corazón. Distrájole de estas ideas un rumor en el bosque a corta distancia del sitio a que había llegado. Observando el movimiento de algún objeto detrás de la espesa cortina de maleza, hizo fuego con el instinto del cazador y la seguridad del buen tirador. Un suave quejido, que decía de su certeza, y con el cual aun los animales pueden expresar su agonía mortal, pasó inadvertido para Rubén Bourne. ¿Qué recuerdos se atropellaban en su mente?

La espesura en cuya dirección había hecho fuego crecía cerca de la cima de una ondulación del terreno, apretándose en torno de la base de una roca que por la forma y pulido de uno de sus lados, no estaba lejos de asemejarse a una gigantesca piedra tumularia. Como reflejada en un espejo se reproducía la imagen de esta roca en la memoria de Rubén: reconocía hasta las venas que parecían formar una inscripción en olvidados caracteres. Todo continuaba igual, excepto una densa maleza que envolvía la parte baja de la roca, y habría ocultado a Róger Malvin en caso que permaneciera todavía sentado en aquel sitio. En este momento las miradas de Rubén advirtieron otro cambio que el tiempo había efectuado desde que se encontró por última vez en el mismo lugar que ahora ocupaba, detrás de las raíces enterradas del árbol caído. El árbol joven en cuya copa había atado el sangriento símbolo de su juramento, había crecido y, desarrolládose hasta convertirse en un gran roble, lejos todavía de su madurez, pero abundantemente provisto de umbrosas ramas. Pero había en este árbol una particularidad que hizo temblar a Rubén. El centro y las ramas inferiores mostraban vida exuberante, y el exceso de vegetación cubría el tronco casi hasta la tierra; pero alguna circunstancia había esterilizado la parte superior del roble, y su rama más alta aparecía marchita, sin savia y tristemente muerta. Rubén recordaba cómo había flotado la pequeña bandera al tope de aquella rama cuando estaba verde y fresca, dieciocho años atrás. ¿Qué crimen pues la había marchitado?

Después de la partida de ambos cazadores, Dorcas continuó sus preparativos para la cena. Su mesa silvestre era el gran tronco de un árbol caído y cubierto de musgo, en cuya parte más ancha había extendido un mantel blanco como la nieve y dispuesto toda la vajilla de brillante metal que les restaba de lo que había sido su orgullo en la colonia. Era algo extraño encontrar aquel rincón de lujo doméstico en el seno desolado de la naturaleza. El sol lanzaba todavía sus resplandores sobre las ramas altas de los árboles que crecían en terreno elevado; pero las sombras de la tarde obscurecían ya la hondonada donde habían acampado, y el fuego comenzaba a enrojecerse reflejándose en los negros troncos de los pinos o revoloteando sobre la densa y obscura masa de follaje que circundaba aquel paraje. Dorcas no estaba triste; porque sentía que era preferible viajar en el desierto con los amados de su corazón, que vivir aislada en medio de una multitud que no se interesara por ella. Mientras se ocupaba en arreglar asientos de trozos de madera cubiertos de hojas para Rubén y su hijo, flotaba su voz en la selva sombría siguiendo el ritmo de una canción aprendida en la juventud. La ruda melodía, producción de un bardo que no conquistó la gloria, describía una noche de invierno en una cabaña de la frontera, cuando la familia, asegurada contra las irrupciones de los salvajes por las avalanchas de nieve, se regocijaba al fuego de su hogar. Toda la canción poseía el indecible hechizo peculiar de la idea original; pero cuatro líneas, insistentemente repetidas, brillaban entre el conjunto como el fuego de los corazones cuya alegría celebraban. En ellas, con la magia de unas cuantas palabras, había destilado el poeta la verdadera esencia del amor de la familia y de la felicidad doméstica, y eran un cuadro y un poema a la par. Mientras Dorcas cantaba, los muros de su casa abandonada parecían rodearla; no veía ya los tétricos pinos, ni escuchaba el rumor del viento que enviaba, sin embargo, su fuerte hálito a través de las ramas con cada verso, a morir allá lejos en hondo lamento cargado de los ecos de la canción. Sobrecogióse al ruido de un disparo en las cercanías del campamento; y, sea a causa del repentino estallido o de su soledad al lado del fuego, comenzó a temblar violentamente. Mas en seguida rió con todo el orgullo de su corazón maternal.

– ¡Mi bello cazador! ¡Mi hijo ha derribado algún ciervo! – exclamó, recordando que Cyrus había partido a cazar en la dirección hacia donde resonó el tiro.

Aguardó un espacio razonable de tiempo creyendo escuchar sobre las crujientes hojas el paso ligero de su hijo que volvía a referir sus proezas. Pero el joven no apareció inmediatamente; y entonces ella lanzó su alegre voz a encontrarle entre los árboles.

– ¡Cyrus! ¡Cyrus! —

Aun se retardaba su aparición; y Dorcas decidió ir personalmente a su encuentro, ya que el disparo había sido muy cerca al parecer. Quizá si su ayuda era también necesaria para traer al campamento el venado que se lisonjeaba haber derribado su hijo. Se adelantó, de consiguiente, enderezando sus pasos en la dirección del ya lejano disparo, y cantando mientras avanzaba para que el mancebo pudiera advertir su llegada y correr a su encuentro. Tras cada tronco de árbol y cada sitio que podía servir de escondite creía descubrir el semblante de su hijo riendo con la malicia jovial que nace de la afección. El sol estaba ya muy bajo en el horizonte y la luz que atravesaba los árboles era suficientemente indecisa para crear muchas ilusiones en su bien preparada fantasía. Varias veces creyó vagamente ver su rostro mirándola entre las hojas; y una vez imaginó que la hacía señas desde la base de una escarpada roca. Mirando este objeto con más atención, encontró que no era más que el tronco de un roble cubierto hasta el suelo de pequeñas ramas, una de las cuales, más saliente que las otras, movíase a impulsos de la brisa. Rodeando la base de la roca, se encontró súbitamente junto a su marido que había llegado por otra dirección. Inclinando el cañón de su fusil cuya culata descansaba en las hojas marchitas, Rubén parecía absorto en la contemplación de cierto objeto que yacía a sus pies.