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Crónica de la conquista de Granada (1 de 2)

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CAPÍTULO XVII

Salida de los moros de Ronda para correr los campos de Utrera, y batalla del Lopera

Aunque Muley Aben Hazen, quedaba ya mandando en Granada sin rival, apoyándole los alfaquís, que habian denunciado á Boabdil como apóstata, y desgraciado por destino, todavia la inconstancia de aquel pueblo turbulento, y el número de partidarios que en las clases inferiores conservaba su hijo, le inspiraban las mas vivas inquietudes. “¡Alá achbar! exclamó Muley, ¡Dios es grande! pero una incursion feliz en tierras de cristianos, ha de efectuar mas en mi servicio que mil textos del Koran, comentados por diez mil alfaquís.”

Estando á la sazon el Rey Fernando ausente de Andalucía, y ocupado con muchas de sus tropas en una expedicion distante, juzgó Muley Aben Hazen ser esta la ocasion mas favorable para una correría. Dudoso estuvo el Rey al nombrar un general que la dirigiese. Aliatar, aquel rayo de la guerra, ya no existia; pero quedaba otro general de no menos valor y fortuna, y éste era el veterano y sagaz Bejir, alcaide de Málaga. El espíritu que animaba á las gentes de su mando favorecia sobremanera el éxito de la expedicion que se meditaba. Ufanos por la derrota del ejército cristiano en las sierras de la Ajarquía, habian llegado á persuadirse que nada podia resistir á su valor. Muchos de ellos montaban los caballos y llevaban las armas de los caballeros andaluces que perecieron en aquella jornada desastrosa, y ensoberbecidos con esta decantada victoria, ardian en deseos de salir al campo para cobrar nuevos laureles.

Apenas recibió las órdenes del Rey para entrar á sangre y fuego hasta el centro de Andalucía, se dispuso el viejo Bejir á cumplirlas, convocando á los alcaides de la frontera y á los guerreros de mas fama para que se le reuniesen con sus tropas en la ciudad de Ronda, fronteriza del territorio cristiano.

Ronda, situada en medio de la serranía del mismo nombre, se eleva sobre un peñasco casi aislado, al cual rodea un hondo valle ó barranco, por donde corren las aguas cristalinas del Rioverde. Los moros de esta ciudad eran los mas activos, robustos y guerreros de aquellas montañas: tan diestros en el uso de las armas, que hasta los niños disparaban la ballesta con asombroso acierto: adictos á la rapiña, no cesaban de hacer daño en las fértiles campiñas de Andalucía: sus casas estaban llenas de despojos cristianos, y no pocos cautivos suspiraban en sus profundas mazmorras.

El gobernador de esta ciudad guerrera era Hamet el Zeli, llamado asimismo el Zegrí. Era de la famosa tribu de este nombre, y el mas altivo y valiente de su linage. Ademas de la guarnicion de Ronda, tenia á su servicio particular una legion de moros Gomeles, naturales del África, gente mercenaria, feroz y sin mas ocupacion que la guerra. Bien equipados, y montados en los ligeros y briosos caballos que se crian en los pastos de Ronda, era la caballería de los Gomeles la mejor y mas acreditada entre los moros. Rápidos en sus movimientos, fieros al embestir, bajaban de las montañas á la llanura como huracan impetuoso, retirándose con igual presteza sin dar lugar á la persecucion.

Al llamamiento del Bejir acudieron con prontitud y gusto los moros de aquella comarca, juntándose dentro de Ronda en número de mil quinientos caballos y cuatro mil infantes. Los habitantes de la plaza se regocijaban con anticipacion por los despojos que en breve habian de acumularse dentro de sus muros. Á todos tenia ocupados el afan de participar del fruto de aquella empresa. El estruendo de los tambores y trompetas resonaba en las calles y plazas; y hasta los caballos, con relinchos y patadas, manifestaban, al parecer, su impaciencia por salir al campo; al paso que los cautivos cristianos, sintiendo desde el fondo de sus lóbregos calabozos el rumor de las prevenciones con que se amenazaba á su pátria, suspiraban y se afligian.

Salieron de Ronda aquellos moros animándose mútuamente con las mas lisonjeras esperanzas, engalanados muchos de ellos con armaduras espléndidas, ganadas á los cristianos en el reciente destrozo tan señalado, y montados en los caballos que tomaron entonces á los caballeros de Andalucía. El cauto Bejir concertó sus planes con tal secreto y prontitud, que los pueblos de la frontera cristiana ninguna sospecha tuvieron de la tempestad que se iba aglomerando contra ellos mas allá de las montañas. La dilatada serranía de Ronda, interpuesta como una pantalla, ocultaba los movimientos del enemigo. Siguió el ejército su marcha con la rapidez que permitia la naturaleza del pais, guiándole Hamet el Zegrí, que tenia bien conocidos todos los pasos y salidas de aquellas montañas. Ni golpe de tambor, ni sonido de trompeta se permitió alterase el silencio que todos guardaban; y aquella masa armada fue avanzando poco á poco, como nube que congregándose en la cumbre de una montaña, va á estallar sobre la llanura.

En vano el general mas prevenido se cree seguro de ser descubierto; y que las peñas tienen oidos, y los árboles tienen ojos, y los pájaros lengua, para descubrir los proyectos mas secretos. Andaban á la sazon discurriendo por aquellos montes seis cristianos Almogávares, especie de guerrilleros, que se empleaban en asaltar á los moros, haciéndolos prisioneros, y robando sus ganados. Puestos en acecho sobre la cumbre de un cerro, esperaban estos seis, como aves de rapiña, se les presentase en la llanura algun objeto en que saciar su codicia, cuando vieron desembocar por un valle al ejército moro. Al abrigo de aquellas espesuras, estuvieron observando con silencio el número y fuerzas del enemigo, las banderas de los diferentes pueblos y capitanes, y la direccion que al parecer llevaban en su marcha. Separándose entonces, partieron cada uno por camino diferente, para dar la alarma, y avisar á los comandantes de la frontera. Unos fueron á Écija, donde mandaba don Luis Portocarrero, á quien anunciaron esta entrada de los moros, y otros dieron aviso de ella en Utrera, alarmando los pueblos de aquella comarca.

Portocarrero, con la actividad y energía que le caracterizaban, despachó correos á los alcaides de las fortalezas del contorno, á Hernan Carrillo, que mandaba algunas gentes de las hermandades, y á ciertos caballeros de la órden de Alcántara. Reuniendo las tropas de su capitanía y los dependientes de su casa, fue Portocarrero el primero que salió al encuentro de los moros. La fuerza que llevaba era harto escasa; pero todos iban bien apercibidos y perfectamente montados: estaban hechos á aquellos rebatos, y eran hombres para quienes bastaba la voz de “¡al arma! ¡á caballo! y ¡al campo!” para despertar su espíritu guerrero, y animarlos á cualquiera empresa.

La noticia de esta entrada llegó tambien á Jerez, donde la recibió el marqués de Cádiz. Avisado este valeroso caudillo que el moro habia pasado la frontera, llevando delante el estandarte de Málaga, se llenó de gozo por la ocasion que se le presentaba de vengar en los autores de la cruel matanza de la Ajarquía la muerte de sus hermanos, acaecida en aquella ocasion calamitosa. Juntando pues apresuradamente sus vasallos y las gentes de Jerez, partió, respirando venganza, con trescientos caballos y doscientos infantes.

El veterano Bejir, habiendo atravesado las sierras de Ronda sin que se hubiese notado su marcha, segun él se persuadia, empezaba á bajar á las llanuras de Utrera. La vista de esta feraz campiña despertó la codicia de aquellos feroces Gomeles, y aun sus caballos, empinando las orejas y olfateando el aire, parecian reconocer el teatro de sus frecuentes correrías.

Al salir de los montes, dividió el Bejir sus tropas en tres partes: una, compuesta de peones y de la gente mas flaca, quedó á la entrada de la sierra, para guardar el paso; otra se puso en emboscada entre los árboles y matas del rio Lopera; y los demas fueron enviados delante para correr los campos y robar la tierra. Esta última fuerza se componia principalmente de la caballería ligera de los fogosos Gomeles de Ronda, capitaneados por el intrépido alcaide Hamet el Zegrí, siempre el primero en semejantes ocasiones.

No sospechando que la tierra estaba alerta y en movimiento para venir á su encuentro, se lanzaron estos africanos por aquellos campos hasta llegar á dos leguas de Utrera. Aqui se desparramaron por la llanura, cercando los ganados, y reuniendo los rebaños en grandes manadas, para llevarlos á la montaña. Estando asi dispersados, salieron de Utrera, y dieron de improviso sobre ellos, un escuadron de caballos y un cuerpo de infantería. Los Gomeles, formándose en pelotones, procuraron defenderse; pero les faltaba su capitan Hamet el Zegrí, que andaba, como azor, buscando presa por aquellos contornos. No pudiendo resistir aquel ímpetu, cedieron y huyeron á la emboscada que estaba en las orillas del Lopera. Al llegar al rio salieron los moros que estaban en la celada, y volviendo al mismo tiempo el rostro los fugitivos, embistieron todos juntos á los cristianos. Éstos, aunque muy inferiores en el número, sostuvieron el choque con firmeza. Quebradas las lanzas al primer encuentro, echaron mano los unos á las espadas, los otros á los alfanges, y revueltos entre sí pelearon con furor. Hamet, abandonando la presa que traia, corrió con algunos de sus Gomeles al combate; pero en aquel punto sonaron trompetas en otra direccion, y Portocarrero y sus gentes entrando á galope en el campo cargaron al enemigo por el flanco.

Los moros, aunque aturdidos por un asalto tan repentino en parte donde pensaban no habia guardia ni defensa, pelearon un rato con desesperacion, y resistieron con valor una carga impetuosa que les hicieron los caballeros de Alcántara en union con los hombres de armas de la santa hermandad. Al fin, derribado de su caballo el valiente Bejir, y hecho prisionero, perdieron el ánimo sus tropas, y se entregaron á la fuga. Al huir, dividieron su fuerza, y tomaron dos caminos para mejor salvarse. Portocarrero les siguió el alcance por una parte causándoles mucha pérdida. Esta accion tuvo lugar en las orillas del Lopera, junto á una fuente llamada de la higuera. Fueron muertos seiscientos caballeros moros, y muchos mas quedaron prisioneros. Los despojos fueron de mucha consideracion, y con ellos volvieron los cristianos á sus casas en triunfo.

 

El cuerpo mayor del ejército enemigo se retiró por la ribera del Guadalete en número de mil caballos y una multitud informe de infantería. Á poco que anduvieron les salió al encuentro el marqués de Cádiz con las gentes de su casa y los caballeros de Jerez. Estando ya sobre el enemigo, vieron los cristianos á muchos de los moros ataviados con las armas de los caballeros que habian perecido en los montes de Málaga, y aun con las suyas propias que en la misma ocasion les fue forzoso arrojar para salvarse. Enfurecidos con semejante afrenta, se lanzaron contra los moros no ya con el ardimiento de guerreros, sino con la ferocidad de tigres. Á todos animaba un mismo espíritu, y un deseo igual de lavar aquella mancha en la sangre del enemigo. El buen marqués de Cádiz, á la vista de un poderoso moro montado en el mismo caballo de su hermano Beltran, dió un grito de dolor y rabia, y acometiéndole con furia irresistible, le derribó del caballo, y dió con él muerto en el suelo. En breve tuvieron los moros que ceder al valor frenético de sus contrarios, poniéndose en huida con direccion al desfiladero guardado por la primera batalla que habia quedado en la sierra. Éstos, como viesen á los suyos entrar huyendo por aquel estrecho, perseguidos por los cristianos, creyeron tener encima á toda la Andalucía y participando en su terror siguieron su ejemplo.

Las tropas del Marqués, habiéndolos perseguido alguna distancia por aquellos montes, volvieron á las márgenes del Guadalete. Aqui se detuvieron para descansar y hacer la particion de los despojos. Entre estos se hallaron muchos ricos coseletes, yelmos y armas: trofeos ganados por los moros en la derrota de los montes de Málaga. Muchos fueron reclamados por sus dueños, otros fueron conocidos como pertenecientes á caballeros que perecieron en aquella jornada. Hubo tambien caballos ricamente enjaezados, perdidos en la misma ocasion por los guerreros de Antequera26. Asi es que el júbilo de los vencedores se templó con el triste recuerdo de sus desgraciados compañeros de armas.

Estaba el buen marqués de Cádiz descansando á la sombra de un árbol, orillas del rio, cuando le trajeron el caballo que habia sido de su hermano Beltran. Apoyándose sobre el cuello del hermoso bruto, miró el Marqués tristemente aquella silla do nunca mas se sentaria su noble dueño. Una congoja mortal agitaba su espíritu, y ocultando el rostro en la frondosa crin del caballo, exclamó: “¡Ay, hermano mio!” sin pronunciar mas palabra: tan expresivo es, con ser tan callado, el sentimiento de un guerrero. Tendiendo luego la vista por el campo, y viéndolo cubierto de moros muertos, se consoló en medio de la amargura de su dolor, con la consideracion de que su hermano no habia quedado sin venganza.

CAPÍTULO XVIII

Retirada de Hamet el Zegrí

El fogoso Hamet andaba, como se ha dicho, recorriendo la campiña de Utrera, y arrebatando los ganados, cuando oyó desde lejos el ruido del combate que se habia trabado. Sin detenerse un punto, partió á rienda suelta con un puñado de hombres, para reunirse con el ejército; y como viese á los cristianos persiguiendo ciegamente á los moros, que se retiraban á la emboscada, creyó confundir al enemigo atacándole por retaguardia. “¡Á ellos, dijo, que son nuestros!” y ya con solo treinta Gomeles que le seguian, se disponia á la carga, cuando sonaron trompetas, y vió á Portocarrero acometer por el flanco á los moros que estaban emboscados.

La derrota total y fuga precipitada de su ejército, que en breve se siguió, llenó á Hamet de consternacion y rabia. Rodeado de enemigos, que por todas partes venian acudiendo, y forzado á huir, no sabia por donde emprender la retirada, pues el paso por la sierra lo ocupaba el ejército cristiano, y por cualquier otro camino era iminente el riesgo de caer en manos del enemigo. Recogió las riendas al caballo, y levantándose sobre sus estribos, volvió Hamet la vista en derredor para reconocer el pais, quedando luego pensativo como quien consulta consigo mismo. Acordándose entonces de un desertor cristiano que venia en su tropa, se volvió á él, y llamándole le dijo: “cristiano, ¿sabes tú algun camino desviado, alguna senda solitaria, por donde podamos pasar de largo sin tropezar con el enemigo?” “Una ruta puedo señalaros, respondió el desertor, que nos conduciria á Ronda; pero está llena de peligros; pues pasa por medio del territorio cristiano.” “Está bien, dijo Hamet, cuanto mas peligrosa en apariencia, tanto menos se sospechará que la seguimos. Ahora bien; ponte á mi lado, y marchemos; pero atiende á lo que te digo: ¿ves este bolsillo de oro y este alfanje? Llévanos con seguridad á los pasos de la sierra, y el bolsillo será el galardon de tus servicios; engáñanos, y el alfanje dividirá tu cabeza hasta los hombros27.”

Obedeció el traidor temblando: apartáronse del camino que conduce en derechura las montañas, y por senderos escusados, atravesando ramblas y barrancos, se dirigieron hácia Lebrija. La ruta que llevaban era verdaderamente peligrosa: todo les alarmaba, ya el sonido de trompetas, que oian desde lejos, ya las campanas de los pueblos, que aun tocaban á rebato anunciando la presencia del enemigo: obligándoles á veces el peligro de ser descubiertos á esconderse entre las peñas y matorrales. Hamet cabalgaba silencioso, puesta la mano sobre el pomo del alfanje, y la vista sobre el renegado que le guiaba, pronto á sacrificarle á la menor señal de traicion: detras iba su cuadrilla de Gomeles, llenos de vergüenza y rabia por tener que salir huyendo de un pais que habian venido á devastar.

Al cerrar de la noche, tomaban caminos mas transitables, evitando pasar por los pueblos. Siguiendo su marcha con precaucion y silencio, llegaron á media noche hasta cerca de Arcos: pasaron el Guadalete, y al rayar el alba, ya estaban á la entrada de la sierra. Internándose en aquellas soledades, llegaron al mismo desfiladero por donde el ejército moro habia pasado huyendo de los cristianos. Alli vieron, de trecho en trecho, señales tristes de la matanza de sus camaradas: las peñas estaban manchadas de sangre mora, y cubierto el suelo de armas rotas y de cuerpos mutilados, expuestos á la voracidad de las aves y fieras; vista que llenó al alcaide de Ronda de dolor é indignacion. De cuando en cuando veian salir de entre las peñas y matas algun miserable moro, que al abrigo de aquellas asperezas, y abandonando caballo y armas, habia podido eximirse del furor del enemigo.

El ejército moro habia salido de Ronda entre aclamaciones y vivas; pero á la vuelta de Hamet á aquella plaza con el remanente de sus Gomeles, desfallecidos y extenuados por el hambre y la fatiga, solo se oian lástimas y lamentos; pues ya los fugitivos habian anunciado allá la pérdida de aquella brillante hueste en las márgenes del Lopera.

La derrota de los moros en esta ocasion no fue menos señalada y desastrosa que la de los cristianos, acaecida poco antes en las alturas de Málaga. De un ejército poderoso, compuesto de la flor de la caballería mora, apenas lograron escapar doscientos hombres; y de aquella tropa tan lucida, que con tanta confianza habia entrado por la Andalucía, casi todos quedaron muertos ó prisioneros; entre ellos hubo muchos capitanes y caballeros de casas ilustres, que probaron la amargura de la cautividad hasta redimirse con la entrega de cuantiosos rescates.

Esta batalla se dió el dia 17 de setiembre y se llamó la batalla de Lopera. La nueva de este triunfo alcanzó á los Reyes Fernando é Isabel en Vitoria, y se celebró con fiestas, luminarias y procesiones. El Rey honró al marqués de Cádiz concediéndole, y á sus herederos, el privilegio de vestir, todos los años, la ropa que él y sus sucesores, los Reyes de Castilla, llevasen el dia de Nuestra Señora de setiembre, en conmemoracion de tan gloriosa victoria. Con igual favor premió la Reina los servicios de don Luis Fernandez Portocarrero, haciendo merced á su esposa, mientras viviese, del vestido que llevase en el aniversario de aquella batalla28.

CAPÍTULO XIX

Del honroso recibimiento que hicieron los Reyes católicos al conde de Cabra y al alcaide de los Donceles

Suspendiendo aqui por un momento la marcha de nuestra crónica, apartémonos, lector discreto, del ruido de las armas, para considerar la entrada solemne que el conde de Cabra y el alcaide de los Donceles, hicieron en Córdoba con motivo de la captura del Rey moro Boabdil.

En esta ciudad, y en el antiguo Alcázar moro que hay en ella, tenian á la sazon su corte los Soberanos de Castilla. Arreglado el ceremonial por el cardenal don Pedro de Mendoza, obispo de Toledo, el buen conde de Cabra, conforme á lo que estaba dispuesto, se presentó el dia 14 de octubre á las puertas de Córdoba. Salieron á recibirle el gran cardenal y el duque de Villahermosa, hermano natural del Rey, con muchos de los grandes y prelados del reino, que le fueron acompañando hasta palacio, donde entró entre las aclamaciones de un pueblo numeroso, y obsequiado con el marcial estruendo de cajas, trompetas y otros instrumentos.

Llegando el Conde á presencia de los Soberanos, que estaban sentados bajo un dosel magnífico en el salon de audiencia, se levantó el Rey para recibirle, adelantándose cinco pasos al efecto: el Conde doblando una rodilla, le besó la mano; pero el Rey para mas honrarle, y porque no queria tratarle solamente como vasallo, le abrazó afectuosamente. La Reina entonces se acercó tres pasos hácia el Conde, y lo recibió con un semblante lleno de bondad y dulzura, dándole á besar su mano. Volviendo luego los Reyes á ocupar su asiento en el trono, mandaron al Conde que se sentase en su presencia. Hízolo éste asi en un escaño cerca del Rey; sentándose tambien al lado del Conde el duque de Nájera, despues el obispo de Palencia, luego el conde de Aguilar, el conde de Luna y don Gutierre de Cárdenas, comendador mayor de Leon. Al lado de la Reina tomaron asimismo asiento el gran cardenal de España, el duque de Villahermosa, el conde de Monterey y los obispos de Jaen y Cuenca, segun el órden en que van nombrados. La Infanta doña Isabel, por estar indispuesta, no pudo asistir á esta ceremonia.

Sonando entonces una música festiva, se presentaron veinte damas del acompañamiento de la Reina, primorosamente ataviadas, y con ellas otros tantos caballeros jóvenes adornados de magníficos arreos; los cuales dieron principio á un baile, en que se danzó con toda la gravedad y compostura características de aquel tiempo, pero con mucha gracia. Concluido el baile, se levantaron el Rey y la Reina para retirarse, y habiéndose despedido de la corte con expresiones las mas benignas, quedó deshecho aquel concurso. El conde de Cabra pasó entonces en compañía de todos los grandes al palacio del gran cardenal, donde se le sirvió una cena suntuosa.

El sábado siguiente se le hizo su recibimiento al alcaide de los Donceles, aunque no con la misma distincion que á su tio el Conde, por considerarse á éste como el actor principal en aquel hecho tan famoso. Asi es que el gran cardenal y el duque de Villahermosa, en vez de salir á la puerta de la ciudad á recibirle, lo verificaron en palacio, donde le entretuvieron en conversacion, esperando se les llamase á comparecer en la real presencia.

 

Habiéndose presentado el alcaide de los Donceles á sus Soberanos, se levantaron éstos de su asiento, y abrazándolo benignamente, aunque sin haberse adelantado hácia él, le mandaron que se sentase al lado del conde de Cabra. La Infanta doña Isabel salió tambien á recibirle, y tomó su asiento al lado de la Reina. Se volvió á entonar una música alegre, y se procedió como antes á bailar, saliendo al efecto la Infanta acompañada de una jóven dama portuguesa. Concluyendo asi la funcion, despidieron los Reyes al alcaide de los Donceles con mucho agasajo y cortesía y la corte se retiró.

El domingo siguiente el conde de Cabra y el alcaide de los Donceles, fueron convidados á cenar con los Soberanos. Aquella noche concurrió á la corte toda la grandeza, con vestidos y galas del mayor lujo, y con el esplendor que distinguia á la nobleza castellana de aquella época. Antes de cenar hubo baile: el Rey sacó á la Reina, y bailó con ella: el conde de Cabra tuvo el honor de dar la mano á la Infanta doña Isabel, y otro tanto hizo el alcaide de los Donceles con la hija del marqués de Astorga.

Despues del baile, pasaron los Reyes y la corte á la sala de cenar. Aqui á la vista de todos los presentes, cenaron el conde de Cabra y el alcaide de los Donceles con el Rey, la Reina y la Infanta. El marqués de Villena sirvió á la familia real, siendo escanciador del Rey don Fadrique de Toledo, hijo del duque de Alba: en igual calidad sirvió á la Reina don Alonso de Estúñiga, y á la Infanta don Tello de Aguilar. Otros caballeros principales y distinguidos sirvieron al conde de Cabra y al alcaide de los Donceles. Á la una se retiraron los dos huéspedes, habiéndolos despedido los Reyes con expresiones muy corteses y benignas29.

Tales fueron los obsequios y honores que dispensaron los Reyes católicos á estos dos famosos caballeros. Pero el reconocimiento de los Soberanos no paró aqui. Pasados muy pocos dias, concedieron á entrambos cuantiosas rentas, asi perpetuas como vitalicias, y el título de don para ellos y sus descendientes. Asimismo se les dió facultad para añadir á sus armas anteriores la cabeza de un moro coronado, con una cadena de oro al cuello, y que orleasen el escudo con veinte y dos banderas, en señal de otras tantas que habian ganado á los moros. Los descendientes de las casas de Cabra y Córdoba traen, aun hoy dia, estas armas, en memoria de la victoria de Lucena, y de la captura del Rey chico de Granada.

26“En el despojo de la batalla se vieron muchas ricas corazas, é capacetes, é baberas, de las que se habian perdido en el Axarquía, é otras muchas armas, é algunas fueron conocidas de sus dueños, que las habian dexado para fuir, é otras fueron conocidas, que eran muy señaladas, de hombres principales que habian quedado muertos ó cautivos, é fueron tomados muchos de los mismos caballos con sus ricas sillas, de los que quedaron en la Axarquía, é fueron conocidos cuyos eran.” Cura de los Palacios, c. 67.
27Cura de los Palacios, ubi supra.
28Mariana, Abarca, Zurita, Pulgar, etc.
29La relacion de este ceremonial tan característico de la corte de Castilla en aquella época, concuerda en todo lo esencial con otras que se hallan en Andrés Bernaldez y en otros MSS.