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Crónica de la conquista de Granada (1 de 2)

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CAPÍTULO XI

El Rey chico de Granada, con un ejército bizarro, marcha contra Lucena. El conde de Cabra y el alcaide de los Donceles, se disponen á resistirle

La derrota de los cristianos en los montes de Málaga, y el éxito feliz de la incursion ejecutada por Muley Aben Hazen en la comarca de Medinasidonia, produjeron un efecto muy favorable á los intereses de este Monarca; y la multitud inconstante le victoreaba por las calles de Granada, sin disimular el menosprecio que les inspiraba la inaccion de Boabdil. Éste, aunque en la flor de la edad, y distinguido por su vigor y destreza en las justas y torneos, no habia dado aun muestras de su valor en las batallas; y se murmuraba de él que preferia el blando reposo de la Alhambra, á los peligros y privaciones de la guerra. La autoridad y crédito de ambos Reyes, padre é hijo, se fundaba en la prosperidad de sus empresas contra los cristianos; y Boabdil, conociendo la necesidad de acreditarse con una accion señalada, que sirviese al mismo tiempo de contrapeso al triunfo reciente de su padre: consultó al efecto con su suegro Aliatar, el viejo alcaide de Loja, que bajo las cenizas de la vejez alimentaba el fuego de un odio mortal á los cristianos. Aliatar ponderando el temor y desmayo de éstos por los daños que últimamente habian padecido, y el estado indefenso de la frontera de Córdoba y Écija por la pérdida de tantos caballeros principales, aconsejó una entrada por aquella parte, para combatir á Lucena, ciudad no muy fuerte, y situada en un territorio abundante de ganado, granos y toda clase de productos. En esto hablaba el viejo alcaide con todo conocimiento; pues eran tantas las veces que habia entrado á correr y talar aquella comarca, que solian decir los moros que Lucena era la huerta de Aliatar.

Animado por los consejos de este veterano de la frontera, reunió Boabdil una fuerza de nueve mil infantes y setecientos caballos, compuesta la mayor parte de sus parciales, aunque muchos habia que lo eran de su padre; pues en medio de sus discordias, jamas dejaron estos Reyes rivales de unir sus fuerzas cuando se trataba de una expedicion contra los cristianos. Reuniéronse bajo el estandarte real muchos de los mas ilustres y valientes de la nobleza de Granada, magníficamente equipados, y con armas y vestidos de tanto lujo, que mas parecia que iban á una fiesta ó juego de cañas, que á una empresa militar.

Antes de partir, la sultana Aixa la Horra armó á su hijo Boabdil, y al ceñirle la cimitarra, le echó su bendicion. Moraima, su esposa favorita, al considerar el peligro en que iba á ponerse su marido, no pudo contener las lágrimas. “¿Por qué lloras, hija de Aliatar? le dijo la altiva Aixa: esas lágrimas no están bien á la hija de un guerrero, ni á la esposa de un Monarca. Ten por cierto que mayores peligros rodean á un Rey dentro de los fuertes muros de su palacio, que bajo el frágil techo de una tienda de campaña: con los peligros en la guerra, se compra la seguridad sobre el trono.” Pero Moraima, colgada al cuello de su esposo, no acertaba á apartarse de él, ni sabia disimular su dolor y sus recelos. Separándose, al fin, subió á un mirador que daba sobre la vega, y desde alli siguió con los ojos la marcha del ejército, que se alejaba por el camino de Loja, respondiendo con ayes y suspiros al estruendo marcial de los atambores.

Al salir el Rey por la puerta de Elvira, en medio de las aclamaciones de su pueblo, se le rompió la lanza en la bóveda de la puerta; y algunos de los nobles que le acompañaban, teniéndolo por mal agüero, se turbaron y le aconsejaron que no pasase adelante. Pero Boabdil, despreciando sus temores y sin querer tomar otra lanza, sacó el alfange y con ánimo varonil, se puso al frente de todos, mandando que le siguiesen. Otro accidente, que pareció no menos aciago, ocurrió al llegar á la rambla del Beiro, distante medio tiro de ballesta de la ciudad; pues saliéndoles al camino una zorra, corrió por medio de todo el ejército, y muy cerca de la persona del Rey, sin que ninguno de tantos como tiraron á matarla la hiciesen el menor daño. Pero Boabdil, sin hacer caso de pronósticos, prosiguió su marcha con direccion á Loja22.

Llegando á esta ciudad, se aumentó la fuerza del ejército con algunos caballos escogidos de la guarnicion, capitaneados por Aliatar, que armado de todas piezas y montado en un fogoso caballo berberisco, discurria por las filas, saltando y caracoleando con la ligereza de un árabe del desierto. Los soldados y el pueblo que le miraban tan lozano y tan animoso, sin embargo de contar cerca de un siglo de años, le prodigaron sus aplausos, y le acompañaron con vivas hasta salir de la ciudad. Entró el ejército moro á marchas forzadas en el territorio cristiano, asolando el pais, robando el ganado y llevándose cautivos á los habitantes. El objeto era caer de improviso sobre Lucena: por esto y para no ser observados, hicieron la última jornada de noche; y ya el veterano Aliatar, en cuyo carácter se unian la astucia de la zorra y la ferocidad del lobo, se lisongeaba de haber sorprendido aquella plaza, cuando vió arder hogueras por las montañas. “Estamos descubiertos, dijo á Boabdil: el pais se está armando contra nosotros: marchemos sin pérdida de momento contra Lucena; acaso, siendo tan corta su guarnicion, podremos tomar la plaza por asalto antes que lleguen los socorros.” Aprobó el Rey este consejo, y avanzaron rápidamente hácia Lucena.

Hallábase á la sazon en su pueblo y castillo de Baena, distante pocas leguas de Lucena, don Diego de Córdoba, conde de Cabra, guerrero muy señalado, que mantenia en pié cierto número de soldados y vasallos para resistir las incursiones repentinas de los moros; pues en aquellos tiempos era indispensable al noble que vivia en la frontera, estar continuamente con mucha vigilancia, ceñida la espada, ensillado el caballo, y las armas á punto, para no ser sorprendido por el enemigo. La noche del 20 de abril, 1483, estando el Conde para recogerse, dió parte el centinela que velaba sobre la torre principal del castillo, que en las montañas inmediatas y en una atalaya situada cerca del camino que pasa de Cabra á Lucena, se veian arder hogueras. Subió á la torre el Conde, y mirando á la atalaya, vió encendidas en ella, cinco luces, señal de que el moro andaba en la comarca. Al punto mandó tocar á rebato, despachó correos para avisar á los pueblos convecinos, é intimó con un trompeta á los habitantes de la villa, que al amanecer estuviesen armados y equipados para salir á campaña. Toda aquella noche se pasó en hacer prevenciones para el dia siguiente; y tanto en el pueblo como en el castillo no se oia sino el ruido de los armeros, el herrar de los caballos y el bullicio de los preparativos.

Al amanecer del dia siguiente, salió de Baena el conde de Cabra con doscientos cincuenta caballos y mil y doscientos infantes, y se puso apresuradamente en marcha para Cabra, distante de alli tres leguas, donde á su llegada, se le reunió don Alonso de Córdoba, señor de Zuheros. Habiendo dado aqui de almorzar á la tropa, que aun no se habia desayunado, iba á emprender de nuevo la marcha, cuando reparó que se le habia olvidado traer el estandarte de Baena, que por espacio de ochenta años habian llevado siempre los de su familia en los combates. Mas ya no era tiempo de enviar por él, y tomó el estandarte de Cabra, cuya divisa era el animal de este nombre, y que por espacio de medio siglo no se habia sacado en las batallas. En esto recibió un correo el Conde despachado con toda urgencia por su sobrino don Diego Hernandez de Córdoba, señor de Lucena y alcaide de los Donceles, suplicándole acudiese sin tardanza á su socorro, pues se hallaba cercado por un ejército poderoso mandado por Boabdil, que amenazaba asaltar la plaza, y habia ya pegado fuego á las puertas.

Con esta nueva, y el deseo de batirse con el Rey moro en persona, marchó el Conde inmediatamente con sus tropas la via de Lucena, donde llegó cuando Boabdil, dejando de combatir la plaza, se ocupaba en talar los campos circunvecinos. Entre tanto, don Diego Hernandez de Córdoba, cuyas fuerzas no pasaban de ochenta caballos y trescientos infantes, habia recogido dentro de los muros de la ciudad á las mugeres y niños, armado á todos los hombres, y despachado correos en diferentes direcciones, para pedir socorro; al mismo tiempo que por su órden ardian las hogueras en las montañas. Aquel dia al amanecer, habia llegado el Rey moro con su ejército, amenazando pasar á cuchillo la guarnicion si no se le entregaba la plaza en el momento. El mensagero que envió con esta intimacion, era un Abencerrage, á quien don Diego (que le conocia y habia tratado familiarmente) entretuvo con palabras, para dar tiempo á que llegasen los socorros. Entre tanto el fogoso Aliatar, sin esperar el resultado de la conferencia, habia dado un asalto á la plaza, pero hallando una resistencia inesperada, habia retirado su gente con propósito, segun se temia, de intentar otro mas vigoroso aquella noche.

Enterado el Conde de todo lo sucedido, se volvió á su sobrino con semblante alegre, y propuso que al punto saliesen en busca del enemigo. Al prudente don Diego le pareció temeridad acometer á tantos con tan poca gente, y asi lo manifestó á su tio; pero éste insistiendo en su idea, dijo: “Yo, sobrino, partí de Baena con intento de pelear con este Rey moro; ved lo que os parece.” “En todo caso, le respondió el alcaide, espere vueseñoría siquiera dos horas, y entre tanto habrán llegado los socorros que han de venir de la Rambla, de Santaella, de Montilla y de otras partes.” “Si esto aguardamos, dijo el Conde, ya se habrán ido los moros, y nuestro trabajo habrá sido en vano: quédese vuesamerced aqui, que yo resuelto estoy á pelear y á no aguardar mas.” El jóven alcaide de los Donceles, aunque mas cauto que su ardoroso tio, no era menos valiente; asi es que determinando seguirle en esta empresa, se le reunió con la poca gente que tenia, y juntos marcharon al encuentro del enemigo.

 

Habiéndose enviado delante seis descubridores á caballo para reconocer su situacion, volvieron de alli á poco con la noticia de haber dado vista al ejército moro en un prado al pié de una colina, donde los soldados de infantería, tendidos por la yerba, estaban comiendo el rancho, mientras la caballería, formada en cinco escuadrones, les hacia la guardia. Subiendo á una altura, vieron el Conde y su sobrino al ejército moro, y notaron que los cinco escuadrones se habian formado en dos, cuya fuerza podria ser de unas setecientas lanzas cada uno. Al parecer estaban ya disponiendo su marcha, y la infantería empezaba á desfilar, siguiéndola los prisioneros y un numeroso tren de acémilas con la presa y el bagage. Reconocieron á Aliatar que correteaba por el campo apresurando los movimientos de la tropa, y pudieron distinguir al Rey por su caballo blanco, magníficamente enjaezado, asi como por la lucida y brillante guardia que rodeaba su persona.

Vueltos los dos caudillos á su tropa, la pusieron en ordenanza; y el Conde para inspirarles el valor tan necesario en aquella ocasion les arengó, diciendo: que no se dejasen intimidar por el gran número de los moros, pues muchas veces se habia visto, y Dios habia permitido, que los pocos venciesen á los muchos; y que por su parte confiaba alcanzarian aquel dia un triunfo señalado, en que ganarian gloria y riquezas juntamente; que no arrojasen las lanzas, sino que las guardasen para repetir con ellas las heridas; y últimamente, que no diesen grita sino cuando la diese el enemigo, para que asi no se pudiese conocer cual de los dos ejércitos era el mas numeroso. En seguida mandó á Lope de Mendoza y á Diego de Cabrera que se apeasen, y entrasen á pié en los batallones de infantería para animarlos al combate; y á Diego de Clavijo, alcaide de Baena, que se quedase en la retaguardia, para impedir que ninguno volviese las espaldas. Dadas estas órdenes, arrojó la lanza, y sacando la espada, mandó que adelantasen el estandarte hácia el enemigo.

CAPÍTULO XII

La batalla de Lucena

Mirando estaban el Rey moro y Aliatar las tropas cristianas que avanzaban á dar batalla, sin poder averiguar su número, por la distancia y una niebla que las rodeaba, cuando Boabdil divisando confusamente el estandarte de Cabra, preguntó á su suegro qué bandera era aquella. “Señor, dijo este anciano guerrero, la he estado considerando, y no la conozco. Paréceme que es un perro, y esto traen los de Úbeda y Baeza en su enseña. Si fuese asi, toda Andalucía está movida contra vos, y soy de parecer que os retireis.”

El conde de Cabra, al bajar de una loma para acercarse al enemigo, se halló en un terreno mas bajo que los moros; por lo que hizo un movimiento retrogrado con intento de mejorar de posicion. Entendieron los moros que los cristianos reusaban la batalla, y se arrojaron impetuosamente á la pelea; pero el Conde, que ya tenia la ventaja del terreno, los recibió con tanta firmeza, que los hizo detenerse y aun retroceder. En seguida, viendo á los moros revueltos é indecisos, bajó de la altura en que se hallaba, y apellidando Santiago, los cargó con tal furia, que los puso en confusion, y empezaron los moros á huir. Boabdil hizo los mayores esfuerzos para ordenarlos: “Deteneos, les decia, deteneos: no huyais: á lo menos sepamos de quien huis.” Los caballeros granadinos, sintiendo esta reconvencion, volvieron por su honor, y por un rato hicieron rostro al enemigo con el valor á que obliga la presencia del Soberano. En este punto llegó Lorenzo de Porres, alcaide de Luque, que asomó por un encinar con cincuenta caballos y ciento y cincuenta infantes, sonando una trompeta italiana. Apenas sus acentos hirieron el fino oido de Aliatar, cuando volviéndose al Rey, dijo: “Señor, esta trompeta es italiana: sin duda se ha revuelto todo el mundo contra vos.” Á la trompeta de Porres respondió la del conde de Cabra en otra direccion, haciendo creer á los moros que se hallaban entre dos ejércitos. Saliendo Porres del encinar, acometió por aquella parte. Los moros, amedrentados y confusos por la diversidad de las alarmas, no se detuvieron á averiguar la fuerza de este nuevo contrario; y viéndose acometidos por partes opuestas, sin poder reconocer el número del enemigo, por la espesura de la niebla, dieron las espaldas, y se retiraron poco menos que huyendo.

Siguieron los nuestros el alcance por espacio de tres leguas, peleando y escaramuzando con ellos hasta llegar al arroyo de Martin Gonzalez, que á la sazon llevaba mucha agua por las lluvias recientes. Aqui se detuvo el Rey, y poniéndose al frente de un escuadron de caballería, determinó hacer rostro al enemigo hasta que las tropas y el bagage pasasen el arroyo. Pero en este lance peligroso, solo se mantuvieron á su lado algunos pocos, los mas leales y valientes de su guardia: la infantería, en cuanto pasó el vado, se entregó á una fuga desordenada: otro tanto hizo la mayor parte de la caballería, sin que bastasen para detenerlos las exhortaciones del Rey, ni el ejemplo del pequeño escuadron que amparaba su persona. Estos pocos caballeros, que eran la flor de la nobleza granadina, sostuvieron el choque de los cristianos, y peleando con resolucion desesperada, sin querer rendirse ni pedir cuartel, protegieron la retirada de su Rey.

Boabdil, forzado á huir, se metió en una espesura que habia orillas del arroyo, que estaba guarnecido de fresnos, sauces y tamariscos. Desde alli, volviendo atrás los ojos, vió el campo cubierto de muertos y moribundos, y que arrollados los pocos que quedaban de sus fieles defensores, perecian en el arroyo, donde los alcanzaba el furor de los cristianos. Apeándose entonces de su caballo, cuyo color y ricos jaeces pudieran dar á conocer el dueño, procuró el Rey ocultarse entre aquellos arbustos; pero un soldado de Lucena, llamado Martin Hurtado, le descubrió y acometió con una pica para prenderle. Defendióse el Rey con su alfange; pero viendo venir contra él otros dos soldados, se hizo atrás algunos pasos, ofreciendo un rescate generoso si le dejaban: entonces uno de los tres se adelanta para asirle, y Boabdil de una cuchillada le hiende la cabeza hasta los hombros. Llegando á este tiempo el alcaide de los Donceles, le dijeron los soldados: “Señor, aqui tenemos preso á un moro que parece hombre principal y de rescate.” “¡Miserables! exclamó el Rey, vosotros no me habeis prendido: á este caballero me entrego.” Don Diego, al hacerse cargo de su prisionero, le trató con mucha cortesía y respeto, pues veia que era persona de calidad; pero Boabdil, ocultando su gerarquía, se dió á conocer como hijo de Aben Aleyzer23, un caballero de la casa real.

Entregó don Diego su prisionero á cinco soldados, para que le condujesen al castillo de Lucena, y pasó adelante para reunirse con el conde de Cabra, que seguia el alcance de los moros. Llegando al arroyo de Riancal, alcanzó á su tio, que aun perseguia al enemigo, sin hacer reflexion sobre el riesgo que corria de que los moros volviendo del terror pánico que les habia cegado, reconociesen el corto número de sus vencedores, y atacándoles los destruyesen.

Siguió el ejército moro retirándose por un valle que, atravesando las montañas de Algarinejo, conduce á Loja. Á cada paso le salia al encuentro algun nuevo enemigo; pues alarmado el pais por los fuegos de la noche anterior, habian corrido á las armas todos los pueblos y lugares en contorno. Perseguido por retaguardia y acometido por los costados, el fiero Aliatar, como lobo acosado por los pastores, se volvia de cuando en cuando contra los cristianos, pero sin atreverse á suspender la marcha de sus tropas.

Con la noticia de este suceso, don Alonso de Aguilar, que se hallaba en Antequera con algunos de los caballeros que habian escapado de la matanza de los montes de Málaga, salió en busca de los moros, capitaneando un escuadron de solo cuarenta ginetes, pero caballeros todos de un valor acreditado, y que no respiraban sino venganza contra los infieles. Llegando á las orillas del Jenil, por la parte donde empieza á regar las llanuras de Córdoba, alcanzaron al ejército moro, ocupado en vadear el rio, que á la sazon venia muy crecido por las lluvias recientes. Apenas el pequeño escuadron de don Alonso avistó al enemigo, se arrojaron furiosos al combate, diciéndose unos á otros: “acordaos de los montes de Málaga.” La carga fue terrible, pero la sostuvo con firmeza la caballería de Aliatar que cubria la retirada del ejército. Siguióse á las márgenes del rio una lucha sangrienta y porfiada, peleando moros y cristianos mano á mano y cuerpo á cuerpo; unas veces en tierra y otras en el agua: muchos fueron lanceados en la orilla, otros se arrojaron al rio, y hundiéndose con el peso de las armas, se ahogaron: algunos asidos unos á otros, caian de sus caballos, sin dejar de luchar aun en medio de las ondas, y se veian rodar por el arroyo abajo turbantes y yelmos juntamente. Los moros eran muy superiores en el número, pero iban desmayados por la derrota que acababan de sufrir, al paso que animaba á los cristianos un ardor que rayaba en desesperacion.

Solo Aliatar, en medio de este revés, conservaba su energía característica. Indignado por la fuga ignominiosa de su ejército, por la pérdida del Rey y por el estrago que este puñado de valientes hacia en sus tropas, corrió contra don Alonso de Aguilar, cuyo fulminante acero difundia por do quiera el terror y la muerte. Lo halló vuelto de espaldas, y juntando el moro todas sus fuerzas, le arrojó su lanza para atravesarle, pero no la dirigió en esta ocasion con el tino que acostumbraba: el golpe arrancó á don Alonso parte del coselete sin hacerle herida. Entonces echando mano al alfange, se arrojó sobre don Alonso; pero éste, que ya estaba alerta, paró el golpe y cerrando con él, le fue echando hasta el borde del agua, donde el uno al otro procuraron sumergirse, acuchillándose sin cesar. Aliatar habia recibido ya varias heridas, y don Alonso compadeciendo su edad, queria perdonarle la vida, y le intimó que se rindiese. “¡Á un perro cristiano!, exclamó Aliatar, ¡jamas!” Apenas acabó de pronunciar estas palabras, cuando un golpe de la espada de don Alonso, le partió el turbante y la cabeza al mismo tiempo. Cayó Aliatar muerto sin proferir un ay, y su cuerpo fue á parar al Jenil, donde nunca se pudo hallar ni reconocer24. Asi murió Aliatar, que por tanto tiempo habia sido el terror de la Andalucía: toda su vida la pasó en hostilizar á los cristianos, dando pruebas del odio que les tenia hasta morir.

Con la muerte de Aliatar cesó toda resistencia por parte de la caballería: revueltos caballos y peones se apresuraron á pasar el vado, y atropellándose unos á otros, fueron muchos los que perecieron en el agua. Don Alonso y sus compañeros les siguieron el alcance hostigándolos hasta la frontera; y cada golpe que descargaban en ellos, les parecia disminuir la gravedad de la humillacion y afrenta que pesaba sobre sus corazones.

En esta derrota tan señalada, perdieron los moros mas de cinco mil hombres entre muertos y prisioneros, de los cuales muchos eran de las casas mas ilustres de Granada. Á esta batalla la llaman algunos la batalla de Lucena, y otros la del Rey moro, por la captura de Boabdil. Cayeron en poder de los cristianos veinte y dos estandartes, que se colocaron en la iglesia de Baena, donde quedan (dice un coronista de época posterior) hasta el presente; y todos los años, el dia de san Jorge, se llevan en procesion para celebrar tan gloriosa victoria.

Grande fue el triunfo del conde de Cabra cuando, al volver de perseguir los moros, halló al Rey Boabdil prisionero en su poder. Pero cuando trajeron el real cautivo á su presencia, y vió tan infeliz y abatido al mismo que poco antes habia ocupado un trono, el generoso corazon del Conde se sintió tocado de simpatía. Como cristiano y cortés caballero, procuró consolarle, y le dijo: que la misma mutabilidad de las cosas humanas que le habia reducido á su estado actual, podria restituirle á su anterior prosperidad, que en este mundo no hay nada permanente, y que hasta el dolor mas grande tiene un término señalado. Suavizando asi con palabras consoladoras la pena del Rey de Granada, y guardándole toda la consideracion y respeto que inspiraban su dignidad é infortunio, le condujo el Conde prisionero á su castillo de Baena.

 
22Mármol Rebel. de los moros, lib. I. c. 12.
23Garibay, lib. XL. c. 31.
24Cura de los Palacios.