La Constitución que queremos

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1. Génesis y contenido del Estado social

El autor más representativo de este modelo de Estado es Hermann Heller (1985). Su pensamiento está condicionado por el contexto en el que le toca vivir: la crisis de la democracia y del Estado de derecho, al que considera necesario salvar de la dictadura fascista y del declive al que le han llevado el positivismo jurídico y los intereses de sectores dominantes. Esas ideas (la fascista y la deformación positivista) han convertido al Estado de Derecho en un postulado vacío y que no es capaz de enfrentarse a la irracionalidad de un capitalismo sin límites y frenos y a la irracionalidad del fascismo con la afectación de la vida de los ciudadanos en un Estado. Por lo mismo, para la vitalidad de un Estado de Derecho, es preciso que éste tenga un contenido económico y social. Por tanto, sólo un Estado que sea «social» puede ser una alternativa válida frente a ambas irracionalidades y salvar los valores de la civilización.

Heller cree que para renovar la cultura y la civilización, no solo se debe evitar la dictadura, sino que además se debe relativizar la importancia de la economía, disciplina que ha exagerado «su importancia, a expensas de otras zonas de vida» (1998, p. 271). Razón de Estado y razón económica son cosas distintas. Un Estado, incluso con modelo capitalista, debe utilizar la economía como un medio para su acción peculiar, ya que en el fondo es función del Estado ‘regular’ la economía (ibid, p. 274). Ante la amenaza del autoritarismo y el desenfreno del poder económico, estima que está en juego el futuro de la cultura occidental, que no deja tiempo a los trabajadores ni ocio a los intelectuales para el despliegue de ideas novedosas. Por eso plantea que el dilema en sus tiempos es dictadura (fascista) o Estado social de derecho.

Análogo en cuanto a propuestas y políticas públicas promovidas se puede observar en EEUU durante el gobierno de Roosevelt. Finalizada la Primera Guerra Mundial y hasta fines de la década del veinte, se produce un gran desarrollo económico. Sin embargo, no hay coincidencia entre producción y consumo, siendo este último mucho mayor. Es sabida la historia del «viernes negro», el crack bursátil de Wall Street que inaugura una época de crisis internacional que afectará todos los sectores productivos, generando altos niveles de cesantía y caída de precios y producción. Frente a esta situación, Roosevelt propone un New Deal, que implica una acción y protagonismo del Estado como agente económico, lo que significará elaborar una declaración de derechos económicos y an economic constitutional order, es decir, una Constitución Económica.

No obstante, este nuevo paradigma político-económico encontró una fuerte resistencia, tanto de sectores del Partido Republicano como de la Corte Suprema norteamericana. De hecho, el Tribunal Supremo se pronuncia en ocho ocasiones en contra del New Deal, argumentando que las funciones del Congreso en la economía eran limitadas y que muchas de las medidas que emanan del plan económico suponen una limitación desmedida al derecho de propiedad. Con todo, lo relevante de las políticas del Gobierno de Roosevelt dan cuenta de que frente a una crisis que afecta seriamente la economía doméstica y la vida de los ciudadanos de un Estado, la intervención de éste resulta decisiva para su superación.

En cuanto a la constitucionalización del Estado Social podemos encontrar varios ejemplos. La Ley Fundamental de Bonn (1949) en el Art. 20.1 definía a la República Federal Alemana como «un Estado federal democrático y social», y el Art. 28.1 señala que «el orden constitucional de los Länder deberá responder a los principios del Estado de Derecho republicano, democrático y social». Por su parte, la Constitución de Italia (1947) manifestaba la misma idea en sus Artículos 1 y 2, pues dicen que «Italia es una República democrática fundada en el trabajo» (Artículo 1) y «la República reconoce y garantiza los derechos inviolables del hombre, ora como individuo, ora en el seno de las formaciones sociales donde aquél desarrolla su personalidad, y exige el cumplimiento de los deberes inexcusables de solidaridad política, económica y social» (Artículo 2). Otros Estados que también han incorporado la fórmula Estado social son Portugal (artículo 2) o España (artículo 1.1). Y en Latinoamérica, Ecuador (2008, artículo 1) y Bolivia (2009, artículo 1).

Podríamos decir que lo fundamental de un Estado Social consiste en que el orden existente (el modelo capitalista liberal) no se reconoce como justo en principio, ni tampoco se admite que la vida social esté sustraída a la intervención estatal. El Estado social reclama una idea intervencionista, pero prestando asistencia a los más débiles y conformando convivencia. No se inhibe en la actividad económica: participa como actor y como autoridad que controla, planifica e incluso corrige los desequilibrios económicos. En síntesis, podría señalar que mientras la concepción liberal supuso la separación formal entre Estado y sociedad, el Estado social termina con esta separación, pues el Estado puede ser actor en la compleja dinámica político-social y económica.

Ahora bien, el proceso de Revolución Industrial que parte en el siglo XIX y cuyos efectos se extienden al siglo XX tiene un efecto en la construcción de jerarquías sociales y profundas desigualdades. Si a lo anterior se unen conflictos a escala mundial, con millones de muertos y países destrozados, favorecen la emergencia del Estado social con énfasis distintos a los propuestos por el Estado liberal. Poco a poco se inicia una progresiva conciliación entre intereses de trabajadores, empresas y Estado, lo que trae como efecto regulaciones en el estatuto de los trabajadores desde comienzos del siglo XX. Y como respuesta a los grandes holocaustos del siglo XX, políticamente el Estado social se vislumbró como una fórmula que busca el logro de la paz social y la estabilidad política, la que únicamente se podía fundar en la justicia social.

En efecto, se produce una transformación en cuanto al papel que debe cumplir el Estado. Ya no se trata solo de la defensa de los derechos civiles y políticos, sino que a partir de la premisa de que no es posible la libertad si para su real ejercicio no va acompañado de condiciones mínimas de existencia, el Estado deviene en distribuidor de prestaciones sociales de diversa índole. Como señala García-Pelayo, «mientras que en los siglos XVIII y XIX se pensaba que la libertad era una exigencia de la dignidad humana, ahora se piensa que la dignidad humana (materializada en supuestos socioeconómicos) es una condición para el ejercicio de la libertad» (1989, p 26).

Reconociendo este cambio, es necesaria una advertencia. La fórmula Estado Social es una cláusula abierta. Por lo mismo, determinar su contenido sustantivo es una cuestión discutible. Esta fórmula, aunque presente en muchas constituciones, incluso en esas Cartas no es pacífico el debate sobre su comprensión sustantiva.

El Estado Social es aquella figura que supone que los poderes públicos, en especial la administración del Estado, asumen el compromiso y, por consiguiente, la responsabilidad de otorgar a sus ciudadanos prestaciones y servicios adecuados para la satisfacción de sus necesidades vitales, es decir, vela por lo que en Alemania se ha denominado «procura existencial».

Por lo tanto, en un Estado Social el Estado se presenta como un prestador, pero también esos servicios se otorgan en la medida que exista una necesidad vital insatisfecha. Entonces, la justicia distributiva y justicia material es uno de los pilares en los que descansa esta forma de organizar el ejercicio del poder; las medidas concretas estarán encaminadas a la seguridad de aspectos vitales que no solo tienen que ver con defensa, sino que también con la prevención y sanción del delito o el cuidado del medio ambiente. Asimismo, se definen políticas como establecer un ingreso mínimo, protección del empleo y subsidios de cesantía, además del esfuerzo por un sistema sanitario y escolar de acceso para todos, etc, porque lo relevante es la justa distribución de lo producido, siendo la potestad impositiva fiscal el medio para la consecución de esos fines.

Pero, como señalaba, aunque es posible señalar medidas operativas que encarnen un modelo de Estado Social, por el carácter abierto de la cláusula aparecen innumerables interrogantes para comprender su contenido. Por de pronto, cuáles son las necesidades básicas que deben ser satisfechas, en qué consiste la «procura existencial», las disposiciones constitucionales que plasman las matrices del Estado Social son imperativas o más bien obedecen al deseo del Constituyente, pero sin exigencia práctica; es decir, constituyen un dispositivo programático. Si bien éstas no son todas las preguntas, ayudan a centrar un problema de la definición de Estado Social: el de su interpretación.

Incluso más, y como señala Villavicencio en este mismo libro, recientemente se ha señalado que el multiculturalismo quita fuerzas al Estado de Bienestar. ¿Por qué? Porque «existiría una masa de gente dispuesta a actuar en defensa de éste (el Estado de bienestar), pero que se ve distraída por el multiculturalismo» (2018). Sin embargo, esta afirmación el mismo Villavicencio la desmiente: «en el hecho esto no es efectivo, y baste para ello mirar al ciudadano medio. Si la gente ha dejado de participar activamente o ha disminuido su actuación en pos de la redistribución, es mayoritariamente porque el Estado de bienestar mismo se encuentra en crisis. La pasividad de la izquierda no tiene que ver con el multiculturalismo, sino con sus propios fracasos. En este sentido, las políticas multiculturalistas tienden a significar más un avance en el empoderamiento político-ciudadano que un retroceso, y permiten que las personas puedan volver a mezclarse en política sintiendo que es posible hacer una diferencia» (2018).

 

Para Böckenförde, la apelación a lo social derivada del concepto de Estado Social de Derecho es una apelación de carácter general, viva, no existiendo en la actualidad acuerdos sobre en qué medida se pueden estructurar elementos sociales en una Constitución sin que se pierdan elementos esenciales del Estado de Derecho, ni tampoco sobre cuáles son los elementos sociales estructurales que deben ser considerados (2000, p. 37).

Ahora bien, es imposible dar respuesta categórica a los planteamientos que surgen por la cláusula del Estado social, aunque es posible realizar una interpretación que se mantenga próxima a la realidad, con el riesgo, claro está, de rebajar el debate constitucional a uno de impronta político-cotidiana. La búsqueda de la justicia social es esencial a toda política, de ahí que toda política presuma de sí misma de ser conforme al Estado social, con la conciencia que al carácter ‘social’ se atribuyan diversos objetivos.

Por ello, la cláusula Estado social se puede interpretar de diversas maneras. Una manera es asociarla a los problemas derivados de la cuestión social (protección a los pobres y necesitados). Pero también puede ser lo social un rechazo al individualismo posesivo, de lo que resulta el esfuerzo por compensar intereses antagónicos con la solidaridad. O, en tanto que ceden los intereses individuales, se plantee la situación social como la más importante o, al revés, prestar atención al individuo que, antes que todo es ser social. En definitiva, el denominador común de las posturas es la relación existente entre individuo y comunidad.

Si bien la apertura de la cláusula no debe impedir que en su interpretación puedan tener cabida variedad de posiciones, es necesario un requisito: se debe hacer un esfuerzo para su concreción material: «la democracia no depende menos del consenso en las cuestiones fundamentales que de la diversidad de las opiniones. La cláusula del Estado social […] sirve para promover un tal acuerdo» (Benda, 2001: p. 528).

A pesar de las dificultades que entraña la interpretación de esta fórmula, no se debe olvidar que la distribución ha sido siempre un concepto clave de la estructura y función del Estado, si bien cambian sus modalidades y contenido; no hay Estado sin distribución de poder entre gobernantes y gobernados y en el orden económico procede a la distribución de recursos económicos nacionales en recursos fiscales y en recursos a disposición de las personas.

Por tanto, la interpretación del contenido material del Estado social puede variar a lo largo del tiempo, pero siempre quedando un cierto minimum, en que los problemas de financiamiento de los derechos sociales no pueden significar el grado cero de vinculación jurídica de los derechos fundamentales sociales. Y, no debe olvidarse que tras esta cláusula existe una determinada opción política-ideológica que, en un sistema democrático, dependerá de la ciudadanía ratificarla o mudarla.

2. El dilema del Estado social y el problema de la igualdad

Tradicionalmente se sostiene que los derechos sociales, por su carácter prestacional, dependen de la capacidad económica del Estado. No es así. Se trata más bien de una opción política incluso en circunstancias de escasez. Veamos un par de ejemplos:

Como señalé, el caso del New Deal es una reacción política a la profunda crisis económica de la década de los treinta. ¿Y qué propone el gobierno de Roosevelt? Una participación del Estado como agente económico y el despliegue de derechos sociales, incluido el de sindicalización. ¿Cuáles fueron las reacciones inmediatas?: una decidida oposición del Partido Republicano y de la Corte Suprema. Sin embargo, tras el impulso entregado por una comunidad empoderada, se termina impulsando un nuevo trato para la configuración de un modelo económico en que el Estado es un importante actor económico, respondiendo a las premisas keynesianas que proponen conciliar matrices de regulación económica con libertad de empresa.

A su turno, el Estado social irrumpe con fuerza como fórmula política tras la segunda guerra mundial. Su éxito fue rotundo hasta la década de los setenta. Conviene recordar que al término de la guerra, Europa estaba devastada y existía un claro propósito de reconstrucción, especialmente de países afectados por la invasión de fuerzas armadas de distinto orden que intervinieron en los campos de lucha. Sin embargo, esa reconstrucción impulsada gracias al Plan Marshall no solo es física o mera inyección de inversiones en obras públicas, sino que a la vez se trata de una opción política que garantiza la paz y mejores condiciones de igualdad material para los ciudadanos de esas naciones.

Con todo, hoy estamos siendo testigos de una crisis del Estado social de mayor envergadura a la experimentada en las décadas de los setenta, por la crisis del petróleo, o los ochenta, por la irrupción de Reagan y Thatcher en el poder. Hoy en Europa existe un fuerte empuje hacia una política de austeridad fiscal, de limitación del gasto público y de sustraer al Estado sus facultades de planificación de la economía. Se ha responsabilizado de la crisis económica europea a los excesos benefactores de los Estados, principalmente de la periferia europea: Grecia, Italia, España o Portugal. Y ‘la recomendación’ desde la Unión Europea (UE) ha sido la implementación de un ajuste fiscal y la austeridad económica. Este nuevo paradigma incluso tiene impacto constitucional, ya que, por ejemplo, la Constitución española fue reformada en 2011 y la nueva redacción del artículo 135 incorpora las medidas para contener el déficit de acuerdo a los programas implementados desde la UE: «1. Todas las Administraciones Públicas adecuarán sus actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria. 2. El Estado y las Comunidades Autónomas no podrán incurrir en un déficit estructural que supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión Europea para sus Estados Miembros. 3.3. El volumen de deuda pública del conjunto de las Administraciones Públicas en relación con el producto interior bruto del Estado no podrá superar el valor de referencia establecido en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea».

La actual crisis europea se arrastra desde 2007 y ha sido campo fértil para la implementación de políticas de contención del gasto público; sin embargo, al parecer la política de austeridad no es la solución, como lo demuestran el malestar que se está incubando en esas sociedades que se manifiestan en la emergencia de fuerzas de extrema derecha (Austria, Francia, Polonia o Hungría), o el triunfo de movimientos que han quebrado históricas tendencias bipartidistas, como es el caso del Podemos español o Syriza griego, o el regreso a las tradicionales cosmovisiones sociales que fundan los partidos de trabajadores; a saber, Jeremy Corbyn en Reino Unido o Melenchon en Francia.

En efecto, el actual devenir de la UE está mostrando signos de fatiga. Si bien ha habido casos que deben motivar preocupación, como el caso del empate técnico en las elecciones austriacas, en que la extrema derecha casi obtiene el triunfo en las elecciones de 2016, es el brexit, por la importancia estratégica y de tamaño del Reino Unido en Europa lo que ha generado mayor impacto. Si bien, en un comienzo, el discurso predominante que enarbolaron quienes estaban por salir de la UE eran nacionalistas y contrarios a la inmigración (una derecha xenófoba), el análisis del comportamiento de los votantes puede dar cuenta de algunos efectos que son de mayor envergadura. El brexit obtuvo más de 17 millones de votos (casi el 52% de la votación) y un millón de votos más que la opción contraria. Uno de los principales promotores de la opción por salir de la UE fueron los nacionalistas británicos (UKIP), quienes en las elecciones parlamentarias de 2015 obtuvieron un 12,6% (4 millones de votos) y su líder Nigel Farage ni siquiera obtuvo el cargo de diputado. ¿Será acaso que el nacionalismo británico ha aumentado en tan sólo un año su caudal electoral en más de 12 millones de sufragios? Evidentemente no. Los resultados dan cuenta de un quiebre generacional significativo entre jóvenes (que votaron por quedarse) y mayores (por salir), además del factor geográfico: la opción por la salida venció claramente en Inglaterra (salvo Londres) y Gales, pero perdió en Escocia e Irlanda del Norte.

Pero independiente de esos factores, Andrew Marr –editor político de la BBC– centró el foco en otra diferencia: la votación de los centros urbanos ligados a las finanzas, servicios y universidades votaron por quedarse, y las zonas donde alguna vez hubo desarrollo minero, industrial y agrícola, y que ahora están empobrecidas y viviendo de subsidios, votaron por irse. «Durante los últimos 50 años hemos visto desaparecer la industria pesada, que hacía cosas para la exportación británica, y ha cedido a la industria bancaria y de servicios, que han absorbido algunos de los puestos de trabajos perdidos. Pero lo cierto es que bajo los últimos gobiernos nos hemos transformado en una nación-centro comercial (a shopping nation). Londres alcanzó la cima como centro global, pero al mismo tiempo lugares como el Gales industrial se hicieron cada vez más pobres» (Marr 2016). Para Marr, el brexit es «la rebelión de los disminuidos contra los ganadores, de los ignorados contra los que les dan forma a los tiempos modernos (been the rebellion of the diminished against the cocky, they ignored against the shapers of modern times») (Marr 2016). Ahora bien, la lógica indica que en principio los pobres, los ‘disminuidos’ como dice Marr, deberían sufragar en sintonía con la izquierda británica, sin embargo, ni siquiera la tradicional fuerza de izquierda británica se plegó al apoyo a la permanencia en la UE, ya que en torno a un 30% del laboralismo votó por el brexit, de igual forma a como lo hicieron nacionalistas.

Y ni hablar del fenómeno de Donald Trump, que logró la nominación por el Partido Republicano con un discurso demagógico, xenófobo, misógino y todos los defectos de lo políticamente incorrecto. Trump se impone con facilidad frente a todo el aparato del republicanismo y surge desde la periferia. Hillary Clinton, por su parte, tampoco tuvo fácil la nominación, ya que Bernie Sanders, hasta bien entrada la contienda, disputó por ser el representante de los demócratas. ¿Hay algún elemento en común en los fenómenos provocados por Trump o Sanders?

En ambos casos, al parecer es la resistencia a las élites tradicionales, que se observan como las únicas beneficiadas con un determinado modelo que favorece el estancamiento económico de las grandes mayorías y la emancipación de los megarricos. Como señala Winters, el estado actual de desarrollo político y económico se percibe como una convivencia entre oligarquía y democracia, especialmente entre votantes de clases medias y pobres donde la desigualdad cada día se profundiza aún más (Winters 2016). Bernie Sanders encarna bien esta disputa y lo hizo presente en su campaña que critica el formalismo democrático que reduce el sistema político al derecho a sufragio. Señala que «en una sociedad democrática una persona es un voto; [por el contrario] en una forma oligárquica de sociedad, un grupo de billonarios determina los funcionarios que son elegidos» (Sanders 2016).

Llegados a este punto cobra, por tanto, especial relevancia el financiamiento de las campañas políticas y el de la política misma, porque no hay altruismo en el financiamiento de la política; empresas y financistas no son unos filántropos. Si quienes pagan al apoyar un proyecto tarde o temprano esa inversión querrán recuperarla, en este caso, a costa de prebendas desde la administración del Estado o con un tipo de legislación ad hoc. Los casos Penta, SQM, Corpesca y tantos más que comienzan a aparecer en Chile son una pequeña muestra de la cooptación del sistema político por el dinero. En Brasil, resulta emblemático el caso Odebrecht y la corrupción en Petrobras. Parece ser que los fenómenos de Sanders, Trump, Podemos, Corbyn, brexit, son un grito desesperado que tiene su origen en la concentración de la extrema riqueza.

Algunos economistas han advertido que los principales desafíos en el mundo actual dicen relación con la desigualdad. En una carta abierta dirigida a Angela Merkel a propósito de los recortes presupuestarios a los que sistemáticamente han sido obligadas las autoridades griegas, señalan que:

 

las exigencias financieras hechas por Europa han aplastado a la economía griega, han llevado a un desempleo masivo, a un derrumbe del sistema bancario, han empeorado bastante más la crisis, con un problema de deuda que se ha acrecentado hasta un 175% del PIB impagable. La economía yace hoy quebrantada con una caída en picada de los ingresos, la producción y el empleo deprimidos, y las empresas famélicas de capital. El impacto humanitario ha resultado colosal –hoy el 40 % de los niños vive en la pobreza, la mortalidad infantil se ha disparado y el desempleo juvenil se acerca al 50 %. La corrupción, la evasión fiscal y la mala contabilidad de anteriores gobiernos griegos contribuyeron a crear el problema de la deuda. Los griegos se han plegado a buena parte de la demanda de austeridad de la canciller alemana Angela Merkel. Pero en años recientes los llamados programas de ajuste infligidos a países como Grecia sólo han servido para crear una Gran Depresión como no habíamos visto en Europa desde 1929-1933. La medicina prescrita por el Ministerio de Finanzas alemán y Bruselas ha sangrado al paciente, no ha curado la enfermedad.

En la década de 1950, Europa se fundó sobre el perdón de deudas pasadas, sobre todo las de Alemania, lo que generó una aportación masiva al crecimiento económico y la paz de la postguerra. Hoy necesitamos reestructurar y reducir la deuda griega, dejar espacio para que la economía pueda respirar y recuperarse, y permitir que Grecia vaya pagando un gravamen reducido de la deuda durante un largo periodo de tiempo. Este es el momento de repensar con humanidad el programa de austeridad, punitivo y fracasado, de años recientes y avenirse a una reducción considerable de las deudas griegas en conjunción con reformas muy necesarias en Grecia (Flassbeck et al., 2015).

O Stiglitz, quien a su turno afirma que:

no me cabe duda que las autoridades europeas están comprometidas en salvar al euro, pero lo hacen con una filosofía económica que lo condena. La propuesta de ‘unión fiscal’ que negocian Alemania y Francia va a fracasar porque se trata de más austeridad. Escuchan a los economistas ortodoxos de la visión dominante. El déficit fiscal no fue lo que causó el estancamiento. Por el contrario, el estancamiento causó esos déficit. Por eso, la austeridad no funciona. Estados Unidos hizo ese experimento al comienzo de la crisis de 1929 y terminó con la Gran Depresión. Pero en la Zona Euro no aprendieron la lección. El problema se revierte creando empleos y eliminando los recortes impositivos para los más ricos. La desigualdad y la concentración del ingreso debilitan el crecimiento económico. El sistema de mercado funcionó bien para el uno por ciento más rico de la población, pero no para el resto de la población. Ese sistema fue exportado y en América Latina muchos compraron ese producto que dio malos resultados. Pero hoy en día, muchos se dieron cuenta de que ese modelo no sirve. Detrás de toda agenda económica hay una agenda política que es determinante para conocer las consecuencias de esas decisiones [y] los bancos centrales independientes nunca son realmente independientes. Por el contrario, suelen tener un programa político por detrás que los guía a achicar el Estado, bajar los impuestos de los ricos y aumentar la desigualdad, como sucedió en la Reserva Federal de Estados Unidos bajo la conducción de Alan Greenspan.

De hecho, si en el siglo XX es posible observar una atenuación de la desigualdad en los países desarrollados entre las décadas 1900-1910 y 1950-1960, la que se explica ante todo por las guerras y las políticas públicas implementadas después de esos conflictos, «el incremento de las desigualdades desde la década de 1970-1980 obedece mucho más a los cambios políticos de los últimos decenios, sobre todo en materia fiscal y financiera. La historia de las desigualdades depende de las representaciones que se hacen los actores económicos, políticos y sociales de lo que es justo y de lo que no lo es, de las relaciones de fuerza entre esos actores y de las elecciones colectivas que resultan de ello; es el producto conjunto de todos los actores interesados (Piketty 2014, p. 36).

Algunos resultados elaborados por Piketty pueden ilustrar el actual desarrollo de la desigualdad. En primer lugar, la desigualdad asociada a los ingresos y el capital:


Desigualdad total de los ingresos del trabajo en el tiempo y el espacio
Porcentaje de distintos grupos en total de ingresos del trabajoDesigualdad baja (países escandinavos 1970-1980)Desigualdad promedio (Europa 2010)Desigualdad elevada (EEUU 2010)Desigualdad muy elevada (EEUU 2030)
10% de más ricos «clase alta»20%25%35%45%
1% más rico («clase dominante»)5%7%12%17%
9% siguiente («clase acomodada»)15%18%23%28%
40% del medio «clase media»45%45%40%35%
50% más pobre «clase popular»35%35%25%20%
Coeficiente Gini0,190,260,360,46

En las sociedades en que la desigualdad en los ingresos del trabajo es relativamente baja (como en los países escandinavos en los años 70-80), el 10% de los mejor pagados recibe alrededor del 20% de los ingresos; el 50% de los menos bien pagados recibe alrededor del 35%, y el 40% del medio recibe aproximadamente el 45%. El coeficiente de Gini (indicador sintético de desigualdad que va de 0 a 1) es de 0.19 (Ibid., p. 270).


Desigualdad total de los ingresos (trabajo y capital) en el tiempo y el espacio
Porcentaje de distintos grupos en total de ingresos del trabajoDesigualdad baja (países escandinavos 1970-1980)Desigualdad promedio (Europa 2010)Desigualdad elevada (EEUU 2010)Desigualdad muy elevada (EEUU 2030)
10% de más ricos «clase alta»25%35%50%60%
1% más rico («clase dominante»)7%10%20%25%
9% siguiente («clase acomodada»)18%25%30%35%
40% del medio «clase media»45%40%30%25%
50% más pobre «clase popular»30%25%20%15%
Coeficiente Gini0.260.360.49.058

En las sociedades en las que la desigualdad total en los ingresos del trabajo es relativamente baja (como en los países escandinavos en los años 70-80), el 10% de los mejor pagados posee alrededor del 20% del ingreso total, y el 50% de los más pobres, alrededor del 30%. El coeficiente de Gini es de 0.26 (Ibid., p. 272).

O el caso de las grandes fortunas del mundo, cómo éstas aumentan ligeramente en número, pero al mismo tiempo abultan su participación en el PIB mundial:

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