Justicia educacional

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PENSAR LA JUSTICIA DE RECONOCIMIENTO EN TORNO A LAS DIVERSIDADES SEXUALES EN LA ESCUELA

MARÍA TERESA ROJAS Y PABLO ASTUDILLO1

INTRODUCCIÓN

El año 2017 se difundieron en Chile dos nuevas políticas educativas sobre inclusión de la diversidad sexual en contextos educativos. Se trata de las primeras regulaciones destinadas a proteger específicamente los derechos de las personas LGTB+ en las escuelas. En primer lugar, la Circular de la Superintendencia de Educación para la inclusión de estudiantes trans al sistema escolar, de carácter prescriptivo y, en segundo lugar, las Orientaciones para la inclusión de personas lesbianas, gays, bisexuales, trans e intersex en el sistema educativo chileno. Estas orientaciones fueron redactadas por el Ministerio de Educación y se divulgaron como material de apoyo pedagógico a las escuelas. Estas políticas son el resultado de un largo camino de luchas realizadas por organizaciones de la sociedad civil en materia de diversidad sexual y derechos sociales, así como de sendos tratados y documentos internacionales que comprometen el respeto a los derechos humanos de las personas LGTB+ (Unesco, 2017).

Este tipo de políticas públicas asume que los derechos a las orientaciones sexuales, identidades y expresiones de género forman parte de la narrativa de la justicia social en la escuela, cuyo propósito es otorgar visibilidad, reparación y reconocimiento a las distintas manifestaciones de la diversidad sexual. Además, obliga y orienta a las instituciones escolares a tipificar la violencia homo, lesbo y transfóbica como expresiones de discriminación y vulneración a la dignidad de niños, niñas y adolescentes.

Para efectos de reflexionar sobre la justicia educacional, en este capítulo recuperaremos la propuesta de Nancy Fraser (2006) sobre justicia social. Esta ha tenido impacto en el campo de la educación, pues integra, desde una lógica normativa, principios que son fundantes del sistema escolar: la redistribución y el reconocimiento. La autora agrega además la esfera de la participación en condiciones de paridad para que estos principios se hagan viables, asociando la justicia a la acción democrática (Fraser, 2006).

Esta definición posee cercanía con los idearios de las pedagogías progresistas del siglo XX que abogaron por hacer de la escuela un lugar de distribución de la cultura y la ciencia para las generaciones más jóvenes en miras a la construcción de la ciudadanía democrática (McDonald y Zeichner, 2009; Conell, 2006). También ha sido rescatada por investigadoras que teorizan sobre la justicia educacional a partir de estudios empíricos en escuelas. Estas autoras destacan el carácter multidimensional de la justicia educacional y los conflictos que se derivan de la comprensión que de esta tienen los actores escolares (Power, 2013; Gewirtz, 2006). El reconocimiento a la identidad cultural de los sujetos es una de las dimensiones fundamentales de la justicia educacional que puede ser implementando y comprendido de formas variadas según los contextos escolares (Gewirtz, 1998). Es decir, distribuir oportunidades para asistir a la escuela y aprender el curriculum escolar es insuficiente como ideario de justicia integral. Esta se materializa cuando en la escuela cada sujeto puede construirse como persona con derechos, seguridad en sí mismo y proyecto de vida (Miller, 2016).

Sin embargo, como en todo plano de cosas, la brecha entre la definición normativa y la realidad social puede ser amplia. El reconocimiento del derecho ciudadano de las personas LGTB+ al interior del sistema educativo, se expresa en el contexto de un mercado educacional altamente segmentado en clases sociales (Elacqua, 2012; Bellei, 2013; Carrasco, 2016). Este reconocimiento opera en escenarios de redistribución del saber que son asimétricos y desiguales, lo que altera profundamente las formas en que se piensa y se implementa la política pública de inclusión de personas LGTB+ (Rojas et al, 2019). La (in)justicia educativa adquiere formas y experiencias diversas dependiendo del nivel socioeconómico de las escuelas y de los capitales sociales, económicos y culturales que movilizan los actores que participan de ella (Power, 2013).

Al respecto, proponemos en base a un estudio empírico realizado a fines del año 2017, problematizar la noción de justicia de reconocimiento y vincularla más estrechamente con las condiciones objetivas y materiales de los sujetos, es decir con sus capitales sociales y culturales (Bourdieu, 2011). Para ello, el estudio, entre otras cosas, miró a dos comunidades escolares: un colegio de elite de la región metropolitana y una escuela municipal del norte del país altamente vulnerada socioeconómicamente. En base a entrevistas grupales, individuales y grupos focales a directivos, docentes, estudiantes y a apoderados se identificaron narrativas que pugnan por mayor reconocimiento en materia sexual y de género, pero en escenarios sociales dramáticamente opuestos. La investigación tuvo por objetivo identificar y analizar las narrativas, prácticas y experiencias en torno a la inclusión LGTBI con el fin de observar los avances y desafíos en materia de justicia de reconocimiento en el sistema escolar. Parte de sus resultados nos permiten proponer que la justicia educacional en la escuela, en especial en aquella dimensión vinculada con el reconocimiento de la identidad sexual y de género de las personas, está profundamente anclada en las condiciones sociales y de desigualdad del Chile actual.

EL DEBATE EN TORNO A LA JUSTICIA DE RECONOCIMIENTO

En el campo de la filosofía política feminista, existe un debate muy relevante para problematizar la cuestión de la justicia de reconocimiento que fue protagonizado por las norteamericanas Judith Butler y Nancy Fraser. Este debate resulta relevante para comprender los fenómenos de justicia en la escuelas. En sendos ensayos, ambas problematizaron la cuestión de la justicia en un intercambio que fue muy emblemático para ilustrar las diferencias al interior del feminismo norteamericano y la disputa entre los movimientos de izquierda (Bacci, Fernández y Oberti, 2003).

Inicialmente Fraser planteó una teoría de la justicia que integra dos principios: la redistribución y el reconocimiento. Se trataría de principios indisociables, no obstante apelan a reivindicaciones de orígenes diferentes. La redistribución es una propuesta arraigada en la tradición de la filosofía analítica liberal de los años 70 y encierra la pregunta por la igualdad social del individuo. El reconocimiento, en tanto, hunde sus raíces en la filosofía hegeliana y apela a la constitución de relaciones recíprocas en las que los sujetos diferentes le reconocen legitimidad al otro (Fraser, 2006; 2000). Estos principios en apariencia irreconciliables en términos paradigmáticos, desde la perspectiva de Fraser, son fundamentales en el desarrollo de una justicia integral. Los problemas de redistribución derivan de las desigualdades económicas a nivel social. Existen clases o grupos subordinados a otros que no acceden en igualdad de derechos y condiciones a los bienes sociales, porque la raíz de la desigualdad reside en el orden económico de la realidad. Mientras que la ausencia de reconocimiento refiere a la falta de estatus de ciertos grupos sociales que han sido estigmatizados por diferenciarse de patrones hegemónicos de normalidad. Las personas LGTB+ sufren fundamentalmente una injusticia de reconocimiento, según Fraser, pues han sido consideradas como representantes de una sexualidad despreciable en función de patrones heteronormativos (Fraser, 2006, p. 27). A pesar de que las personas LGTB+ sufren vulneraciones económicas, pues no cuentan con los mismos derechos civiles que la población cisgénero y heterosexual y, además, son víctimas de discriminaciones cotidianas en el mercado del trabajo, la matriz de la desigualdad es una cuestión de estatus. De cambiar sus condiciones de reconocimiento, cambiarían los trastornos económicos que deben vivir (Fraser, 2000). Es decir, la causa última de la injusticia heterosexista es el orden de estatus y no la estructura económica de la sociedad capitalista (Fraser, 1997).

En la perspectiva de vincular estos dos principios de justicia, Fraser propone la idea de “paridad de la participación” (Fraser, 2006). Con ello se refiere a que una sociedad justa, por una parte, debe distribuir los recursos económicos y materiales garantizando la independencia de todos los sujetos y su posibilidad real de tener medios y oportunidades para interactuar como iguales con el resto. Por otra, una sociedad justa garantiza a todas las personas las mismas oportunidades para conseguir la estima social (Fraser, 2006, p. 42). Estas condiciones objetivas, la primera, e intersubjetivas, la segunda, son los soportes de la idea de paridad de la participación. La justicia es bidimensional, pues todas las reivindicaciones, desde esta perspectiva, tienen principios redistributivos y de reconocimiento a la vez. Varían los orígenes que gatillan las desigualdades sociales, pero las consecuencias de estas repercuten siempre en los planos objetivos e intersubjetivos de las personas. Las personas LGTB+, como afirma Fraser, sufren en primer lugar la injusticia de reconocimiento. Sin embargo, su manifestación pública tiene repercusiones económicas que coartan su independencia y restringen sus derechos a luchar por su estima social. Sus vulneraciones, por tanto, no solo operan en el plano intersubjetivo, sino también afectan sus condiciones materiales y objetivas. Fraser reafirma la idea de que existen dos principios en la idea de justicia –redistribución y reconocimiento– interrelacionados e indisociables, pero que surgen primariamente de causas sociales diferentes, una económica y la otra cultural o de estatus. No obstante, las consecuencias de la injusticia de reconocimiento, en este caso, también tienen implicaciones en el ámbito económico de las personas.

 

La primera respuesta de Judith Butler a la noción de justicia de Fraser se difundió a través del ensayo Meraly cultural (Butler, 1998). En él Butler rechaza la idea de que existen problemas de origen material (o económicos) distintos a los culturales que puedan explicar las injusticias. La tesis central de su respuesta se sostiene en que los límites entre lo material y lo cultural son imprecisos y más bien responden a construcciones normativas que invisibilizan la importancia del ordenamiento sexual en las desigualdades sociales. Los cuerpos y el género que representan no pueden dividirse en factores económicos y otros culturales, pues la raíz de las diferencias sociales se esconde en las políticas sexuales que regulan la reproducción biológica (Butler, 1999).

El género y la sexualidad son categorías que están interrelacionadas. En este punto también Butler discrepa de Fraser. No es posible pensar la sexualidad solo como un problema de orientaciones sexuales e identidades de género estables. La sexualidad es el resultado de una construcción normativa que crea y reproduce cuerpos normados, asociado a lo femenino y lo masculino heterosexual, frente a cuerpos abyectos que son definidos desde su excepcionalidad, diferencia y anormalidad (Butler, 2017). Butler define la categoría de género como “una actuación dramática del cuerpo que no refiere a ninguna esencia preexistente o manifiesta en el cuerpo mismo” (Bacci, Fernández y Oberti, 2003, p. 102). Es decir, no existen identidades fijas o rígidas que puedan ser reivindicadas o que reclamen un estatus específico, pues el género se construye en la actuación o performatividad del presente. Las desigualdades derivadas de la diversidad sexual están lejos de constituir un problema exclusivo de las personas LGTB+. Por el contrario, son la consecuencia de entender el mundo desde binarios –hombre/mujer– rígidos que patologizan todos los cuerpos, deseos y comportamientos que se alejan de ese binarismo esencialista (Butler, 2017).

Estas distinciones, de género y sexo, según Butler, son fundantes del orden económico, no solo del orden cultural (Butler, 1999). La economía capitalista produce distinciones de género, pues define la división del trabajo de la familia, asumiendo que todos los cuerpos son heteronormados y que se reproducen biológicamente. Es decir, el capitalismo crea un orden en el que la reproducción heterosexual está a la base regulando las sexualidades “normales” y las “anormales” o que escapan a la norma heterosexista y reproductiva. Por ello en estos modos de producción económica, la diversidad sexual no tiene cabida, pues estos regulan la reproducción obligatoria y la disciplina corporal, entre otras. Por tanto, Butler llega a concluir que el origen de las injusticias que sufren las personas asociadas a la diversidad sexual es económico, no de reconocimiento cultural a sus formas de vida.

La principal crítica que Butler realiza a Fraser es que insistir en que el problema de las identidades sexuales radica en la falta de reconocimiento social o de estatus, produce identidades rígidas (gay, lesbianas, queer, bisexuales, trans) que se aglutinan y se identifican en torno a la exclusión como base para ser “aceptados” por el Estado. Butler rechaza la idea de que existen unas identidades esenciales que los sujetos pueden defender o movilizarse para reclamar su estatus. El reconocimiento de la diferencia sexual no es una lucha por el estatus, sino es un dispositivo de control y sometimiento que legitima un discurso heterosexista sobre lo que es “normal” y sobre lo que es “diferente” (Butler, 1999).

Este debate permite problematizar la noción de justicia de reconocimiento, capturando la complejidad, entre otras, de las distinciones entre las nociones de identidad y estatus respecto a la de clase social. Fraser subraya que su explicación tiene fines analíticos e intenta separar dos principios –redistribución y reconocimiento– que en la vida real operan imbricadamente. Por tanto, todo conflicto que suponga desigualdad económica tiene, al mismo tiempo, trazos de reconocimiento. Este principio analítico, resulta muy importante para entender la justicia educacional, pues en la práctica, los sujetos se enfrentan a carencias de oportunidades derivadas de sus recursos económicos y, al mismo tiempo, a la ausencia de dispositivos que reconozcan sus diversidades culturales de forma concreta, no solo declarativamente.

Del otro lado, Butler instala una interrogante muy relevante al cuestionar los límites de lo que denominamos problemas materiales respecto de los problemas culturales. En la medida que su teoría afirma que la sexualidad es una construcción normativa que define cuerpos y géneros, la reivindicación por el estatus y la estima social sería el resultado de un imperativo normativo por regular cuerpos clasificados como abyectos para hacerlos legítimos frente a los ojos del Estado. Esta alerta permite analizar con extrema vigilancia las políticas de inclusión centradas en el reconocimiento a la diversidad de niños y niñas, pues su semántica aparentemente democrática puede crear nuevos referentes de normalidad y control de los comportamientos infantiles en la escuela (Slee, 2001; Matus y Haye, 2015).

Sin la ambición de cerrar un debate muy activo en el campo de la filosofía política, este trabajo reconoce que la noción de justicia de reconocimiento, en términos analíticos, alude a una desigualdad diferente a la que se reivindica con la noción de justicia redistributiva. Fraser no renuncia a evidenciar el heterosexismo como una estructura de poder y control que produce vulneraciones en los sujetos LGTB+ (Pearce y Cumming-Potvin, 2017). Por el contrario, asume que la heteronormatividad es un discurso de poder y que su cuestionamiento es central para alcanzar justicia social (Toomey, McGuire y Russell, 2012). Además, Fraser es tajante en insistir que los problemas de reconocimiento no se presentan aisladamente, sino que también suponen perjuicios materiales y económicos que determinan parte importante de las injusticias. Es en este sentido que tomamos distancia de la crítica de Butler, pues no entendemos la justicia de reconocimiento como una reducción del sujeto a una dimensión meramente cultural. La posición de Fraser nos resulta clave para pensar el problema de la justicia educacional, pues, en el caso de este artículo, apreciamos que niños y niñas LGTB+ en la escuela no cuentan con condiciones materiales ni simbólicas para ser reconocidos con el mismo estatus que los estudiantes cisgénero y heterosexuales2.

Los problemas derivados de la injusticia de reconocimiento requieren ser leídos, además, desde las realidades socioeconómicas en las que se desenvuelven las comunidades y que condicionan sus acciones sociales (Power, 2013). En este punto las nociones de capital social y capital cultural acuñadas por Bourdieu (2011) resultan fundamentales para interpretar las formas en que los agentes pueden elaborar o preconfigurar reivindicaciones identitarias o de estatus. El capital social, entendido como la red de vínculos que agencian los actores sociales que les permite definir una posición social y distinguirse de otros, está íntimamente ligada al concepto de capital cultural. Este último alude a la agregación de los capitales incorporados, objetivados e institucionalizados que expresan el proceso de reproducción y construcción del habitus social (Bourdieu, 2011). Los agentes incorporan distintos códigos culturales a partir del tiempo real que poseen para invertir en ello; dependiendo su capital social y económico pueden acceder a bienes materiales objetivos (libros, arte, viajes, etc.) que también distinguen el capital cultural que movilizan y, la noción de capital institucionalizado se relaciona con los títulos y credenciales que detentan ese capital (Bourdieu, 2011).

Las formas en las que una comunidad escolar interpreta las desigualdades derivadas de la falta de reconocimiento a las diversidades sexuales están ligadas a los capitales sociales y culturales que poseen sus agentes. Directores, profesores y apoderados traducen las políticas sobre inclusión, a partir de las concepciones sobre justicia y sexualidad que movilizan (Mola y Gale, 2018; Power, 2013; Theoharis, 2010; Gewirtz, 2006). Estas traducciones les permiten desplegar estrategias de implementación de las políticas o, al menos, de comprensión de estas para pensar la enseñanza, los aprendizajes, las relaciones sociales y de convivencia al interior de sus escuelas.

La posibilidad de elaborar narrativas que denuncien la desigualdad derivada de la falta de reconocimiento es asimétrica en un sistema escolar altamente segmentado como el chileno. La justicia de reconocimiento es un ideal normativo que se construye a partir del capital cultural y social de cada escuela. A partir de esta hipótesis, presentamos a continuación dos casos que serían ejemplos paradigmáticos de esta tensión.

DOS EXPERIENCIAS ESCOLARES, DOS FORMAS DE VIVIR LA (IN) JUSTICIA DE RECONOCIMIENTO

Formación de las elites: consensos y tensiones en torno a la justicia de reconocimiento

El Colegio Alaska es un establecimiento de élite de la capital, de carácter privado, selectivo, ligado a una congregación religiosa y con alrededor de 1.400 estudiantes entre prekínder y cuarto medio. El establecimiento se caracteriza además por tener diversas instancias para fortalecer el ethos de la comunidad en las que participan tanto estudiantes como familias: misas dominicales, comunidades cristianas, pastoral familiar y de estudiantes, entre otras.

Aunque es un establecimiento mixto, durante varias décadas recibió solo hombres, lo cual sigue marcando la cultura organizacional. En este colegio, la discusión en torno a la homosexualidad y la presencia de estudiantes homosexuales es una temática que ha aparecido en años recientes. Este nuevo escenario se configura a partir de un enfoque más cercano de acompañamiento a los estudiantes y de un aprendizaje institucional en materia de igualdad de género.

De acuerdo con varios entrevistados, la incorporación de mujeres a un colegio históricamente masculino supuso la actualización de los documentos relativos al proyecto educativo y a la convivencia escolar, como también la modificación de espacios como baños y camarines. En paralelo, el colegio establece prácticas para evitar los abusos sexuales a menores, lo cual implicó el desarrollo de protocolos de prevención y denuncia, como la capacitación del personal en materias de sexualidad. En este sentido, para los distintos actores del colegio Alaska la inclusión de los estudiantes LGBT+ antecede a la divulgación de las políticas ministeriales del año 2017 y se inscribe más bien dentro de un proceso interno de sensibilización hacia la diversidad social y sexual que existe en la comunidad.

Abordar la diversidad sexual

El establecimiento enfatiza la relación entre experiencia, reflexión y acción como forma de construir un proyecto de vida y asegurar el crecimiento de cada uno de los integrantes de la comunidad educativa. De igual manera, el acceso a una educación libre de discriminación arbitraria se reconoce como un derecho. Esto permite una visibilización de las distintas orientaciones sexuales, aunque en la práctica se observan dificultades para su abordaje en plenitud en el espacio público. Para la comunidad escolar, y especialmente para los profesores, si bien se ha avanzado en estas materias todavía queda mucho progresar.

Es ilustrativo a este respecto el modo como se entiende la diversidad sexual a partir de la noción de visibilidad. Para diferentes actores de la comunidad educativa, la diversidad sexual “siempre existió”, pero no era visible a causa del tabú que pesaba sobre estos temas. De acuerdo con los relatos, la apertura se produce cuando algunos estudiantes comienzan a reconocer públicamente su homosexualidad, en un contexto donde además se había producido una discusión más amplia sobre bullying escolar. Se destaca en este sentido lo ocurrido hace unos cinco o seis años cuando un alumno de cuarto medio expresó querer ir a la fiesta de graduación con su pareja gay. Era primera vez que el colegio se enfrentaba con una situación de este tipo, poniendo en tensión el orden heteronormativo dominante hasta ese momento y obligando al establecimiento a explicitar una postura. Por tanto, no es que el establecimiento y los profesores hayan querido instalar activamente un tema nuevo, sino que, a juicio de varios actores, resultaba imposible seguir silenciándolo.

A nivel institucional, directivos y docentes han construido una posición sobre el tema, cuyas fuentes tienen fundamentos académicos, políticos y teóricos que permiten identificar que la justicia de reconocimiento posee validez y legitimidad, al menos en el plano discursivo, al interior del colegio. Existe “inversión” de tiempo, para construir un capital cultural a nivel institucional que expresa empatía y comprensión frente a las reivindicaciones de la población LGTB+. Estas opiniones constituyen un discurso institucionalizado que distingue el ethos del establecimiento y logra otorgarle distinción en el mercado educacional de las elites.

 

Las inevitables tensiones

Lo anteriormente descrito no está exento de tensiones. En lo principal se identifican dos problemáticas que se relacionan entre sí: la manera como se integra el discurso eclesial y las resistencias emanadas de algunos apoderados.

En primer lugar, el carácter religioso del establecimiento supone una tensión entre las normativas del magisterio de la Iglesia (que implica entender los actos homosexuales como “intrínsecamente desordenados”) y la lectura que el colegio realiza de la cultura contemporánea donde la orientación sexual es una fuente de afirmación individual. Esto ha generado el desarrollo de una posición particular, donde se afirma que Dios no realiza distinciones y nos ama a todos por igual, lo que en la práctica supone una despatologización de la homosexualidad y las conductas homosexuales. Esta postura surge además a partir del contacto con organizaciones católicas y con religiosos que promueven la inclusión de la diversidad sexual en los espacios eclesiales.

El colegio también está haciendo transición porque cree que uno de sus pilares fundamentales es Jesús, y ese pilar nos mueve a una integración total, a una acogida total, a cualquier realidad familiar o de otro orden. Entonces acá en el caso del colegio lo que yo veo también es una postura que es eclesial, independiente de que la iglesia la norma no esté acorde a la realidad (Apoderado, grupo focal).

Un elemento distintivo del colegio Alaska es el rol que juegan los padres en las decisiones y orientaciones que asume el establecimiento. Las entrevistas dan cuenta de reiterados reclamos de algunos apoderados frente a lo que consideran una manera poco adecuada para abordar los temas de diversidad sexual. Si bien todos los actores reconocen que las familias más conservadoras son un grupo minoritario dentro del colegio, también se reconoce que son capaces de “hacer mucho ruido” a través de envío de cartas y solicitud de reuniones con las autoridades del colegio. Lo anterior contrasta fuertemente con el discurso movilizado por los estudiantes de enseñanza media, donde la cuestión de la aceptación se asume como natural a la nueva generación de adolescentes.

Una inclusión progresista que disimula las resistencias

Las tensiones anteriormente descritas no pueden entenderse fuera del proyecto educativo en este colegio. Tal como destaca Thumala (2007), la educación católica de élite se caracteriza particularmente por la formación del carácter, el arte del autogobierno que viene de la mano de una comprensión de la acción personal en relación al proyecto divino. De acuerdo con la autora esto marca definitivamente el sentido de pertenencia y de acción del proyecto educativo: las familias eligen este tipo de establecimientos por su capacidad de educar un “sentido de la vida” que ordena todas las demás dimensiones del individuo. Los discursos sobre la sexualidad deben ser comprendidos dentro de este marco.

Este año por primera vez en cuarto básico, en la unidad de sexualidad se habló que en el amor también hay relaciones homosexuales. Por primera vez, y se les dijo a los papás que se están hablando de estos temas y que el amor se puede dar entre dos hombres y dos mujeres. Y nos alegaron tres personas. Tres correos, ninguno felicitando, pero tres correos. Pero sabes, la respuesta de los chiquillos fue buena, fue súper buena, súper natural para ellos (Directivo, entrevista grupal).

La homosexualidad, orientada por un proyecto afectivo, implica necesariamente un trabajo del individuo sobre sí mismo. Esta acción está en línea con lo que Madrid (2016) denomina un “currículo gerencial”, donde la formación del carácter está orientada a ocupar un lugar específico de la sociedad: el de la clase dominante. A juicio del autor, esto supone un ordenamiento de la sexualidad dentro de los códigos de la masculinidad hegemónica. En el caso del colegio Alaska, la socialización de género no implica necesariamente el uso de la violencia homofóbica, sino más bien opera como una exigencia sobre cómo los sujetos deben encarnar su posición de dominio: en control de sí mismos y evitando la victimización que podría asociarse a la debilidad.

Acá hay chicos homosexuales, bisexuales, que son líderes y son súper respetados y súper queridos por sus compañeros. Pero no sé si hemos llegado al nivel de poder conversar con esos chicos y decirles: “¿Tú te sientes en plena libertad de ejercer tu sexualidad dentro del colegio a todo nivel?”. Yo creo que es una cuenta pendiente que no se ha tocado todavía en el colegio y que creo que nos falta harto para llegar allá (Docente, grupo focal).

La atención al sujeto puede producir la ilusión de la aceptación, sin permitir una reflexión sobre las condiciones en que esta aceptación se produce: una que todavía manifiesta la ambivalencia de la sociedad hacia la homosexualidad (Astudillo, 2016). En un contexto educativo de elites, como es el colegio Alaska, la justicia de reconocimiento se entiende como una narrativa legítima que deviene de la visibilización de los “casos” de estudiantes que interpelan el orden heteronormado. Ello no significa que la homofobia y el sexismo desaparezcan, pues subsisten en el plano de ciertas prácticas culturales de adultos y escolares. El reconocimiento aquí es parcial pues las formas de ver, sentir y pensarse a sí mismo están supeditadas a formas específicas de entender la subjetividad. El capital social de la institución, sostenido en una red amplia, que incluye textos teóricos e información sobre políticas internacionales, produce en este caso un reconocimiento parcial que no interpela el modo como el género y la sexualidad son construidas también por las prácticas corrientes del establecimiento.

Pobreza y aislamiento: dificultades para pensar la justicia de reconocimiento

La escuela Estrella se ubica en el norte de Chile al interior de una población marginal que presenta viviendas precarias y ausencia de espacios públicos de recreación. De dependencia municipal, atiende a 650 niños y niñas y no cuenta con jornada escolar completa. Alrededor del 20 % de su matrícula es migrante y registra un índice de vulnerabilidad cercano al 80 %. El proyecto educativo se declara orientado a la multiculturalidad y la escuela destaca además porque la asignatura de religión es obligatoria, ofreciendo las opciones de religión católica y evangélica.

Desidia y discriminaciones

En la escuela Estrella profesores y directivos desconocían las políticas educativas de inclusión de estudiantes LGTBI que se habían dado a conocer el año 2017, al mismo tiempo que no tenían claridad sobre lo que esta sigla significa. Los temas de diversidad sexual y también de sexualidad no se hablan en el cotidiano de la escuela, existiendo más bien una conversación informal, anclada en bromas y frases coloquiales que docentes y directivos reconocen en varias ocasiones.

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