Justicia educacional

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TEMPORALIDADES DE LA JUSTICIA EDUCACIONAL

CAMILA MOYANO DÁVILA1

¿POR QUÉ TEMPORALIDADES?

La pregunta por la temporalidad en las teorías de la justicia no es muy común. Sin embargo, el desarrollo de estas ha estado silenciosamente vinculado a preocupaciones por el pasado, el presente y el futuro. Según este punto de vista, la literatura sobre justicia educacional puede abordarse desde dos marcos temporales: teorías que ven en la justicia educacional una oportunidad para el desarrollo futuro de los/as niños/as como adultos/as, y verán a la educación como elemento necesario para la justicia social futura (educación como herramienta para la justicia), y teorías que ven en la educación un presente y un campo de realización de la justicia social (educación como valor en sí misma) (Formichella, 2011). En general, estas últimas se basan en una mirada de las implicancias actuales de la educación2.

Las temporalidades, como propongo en este capítulo, nos entregarán una nueva forma de clasificación de las teorías sobre justicia educacional. La clásica clasificación–distributiva, de reconocimiento y de participación–, será el foco de las soluciones para la justicia educacional; sin embargo, las temporalidades nos permitirán conocer las epistemologías previas sobre cómo las teorías definen la justicia educacional y cómo la desarrollan. Esto no significa que esta propuesta pretenda sustituir a las clásicas u otras formas de clasificar las teorías de la justicia educacional, sino más bien pone en el centro elementos en los que la literatura no había reparado, a saber, su vínculo con las temporalidades.

Ahora bien, las teorías de justicia educacional que reviso en este capítulo se inspiran en raíces teóricas más amplias sobre la justicia social. Por ejemplo, Brighouse se va a inspirar en el principio de diferencia3 de Rawls (1995), y Gewirtz en la multidimensionalidad de Young (2000) y Fraser (2009). Estos tres autores (Rawls, Young y Fraser) trabajan desde una perspectiva de justicia social. En este sentido, la justicia educacional no se comporta como una disciplina escindida de la justicia social, sino que tiene su origen en ella. Sin embargo, pensar en una justicia social para niños/as, como lo hace la justicia educacional, tiene implicancias filosóficas importantes. La primera de ellas es que nos enfrentamos al desafío de pensar la justicia para sujetos que no han tenido mayor control sobre las decisiones de sus vidas. Y la segunda, es que los/as niños/as son vistos como “proyectos de adultos/as” por las diversas instituciones con las que se vinculan.

Cuando hablamos del pasado en justicia educacional, tendemos a pensar en categorías que presentan desventajas para los/as niños/as, ya sea en sus resultados académicos, en el desarrollo de su proyecto personal (futuro), o en la posibilidad de ser escuchados o validados (presente). Esas desventajas pueden deberse a posiciones de su clase social, su etnia, sus limitaciones naturales, el género, etc., o a la imbricación de todas estas. De esta manera, las secciones que se presentan a continuación clasifican las teorías de la justicia educacional según el foco que asignan a estas temporalidades o a-temporalidades4.

PASADO CON PERSPECTIVA DE FUTURO

Una de las principales teorías que trabajan con el tiempo futuro para los niños/as en la justicia educativa de Harry Brighouse (2007). Para este autor, la educación debería preparar a las/os estudiantes para ser más autónomos, individuos con autocontrol, tomar buenas decisiones sobre cómo vivir sus vidas, y sobrellevar la vida moderna; entregar herramientas suficientes para poder ser parte, en el futuro, del mercado laboral, y participar así de la economía; que las/os niñas/os se conviertan en adultos prósperos independiente de su participación en la economía; y debiese preparar para que sean buenos ciudadanos, por su bien y el de los demás. En este sentido, la justicia distributiva trabaja en general como una teoría compensatoria de las diferencias que se gestaron por el azar del pasado. Para Brighouse, la educación tiene que ser en primer lugar igualitaria, lo que implica que las/os niñas/os con iguales niveles de capacidad y disposición debiesen recibir igual oportunidades educacionales, sin importar la clase social, la raza, la etnia, el sexo, etc. Y, por otro lado, se debiese beneficiar a los más socialmente desaventajados (Brighouse, 2015). Hay que subrayar que cuando Brighouse se refiere a los menos aventajados, siempre está hablando en términos de relación con la/os demás estudiantes. Es decir, como veremos más adelante, para el autor son las brechas de rendimiento lo que importa, debido, principalmente, a la conexión que existe entre la educación y otros bienes desigualmente distribuidos. Si bien estos argumentos pueden relacionarse a una teoría asociada al presente, en realidad son los mecanismos desde los cuáles este autor concibe que la educación (igualitaria) debiese conseguir los objetivos que al comienzo fueron presentados y que responden principalmente a cuestiones del futuro de niños/as.

El autor argumenta que la familia funcionaría como un mediador de esta posibilidad de igualitarismo (Brighouse, 2014). Para esto, se plantea la necesidad de tomar medidas que balanceen otros valores, pues los/as estudiantes recibirían de sus familias inequitativas capacidades y habilidades. La familia sería, así, fuente de desigualdad. De tal forma, plantea Brighouse, los padres deberían influir limitadamente en el desarrollo físico, cognitivo, emocional, y moral de sus hijos/as, pero tendrían el derecho de entregar los valores que les parezcan para formar su autonomía (Brighouse y Swift, 2018). La escuela tendría el rol de balancear lo que entrega la familia, aunque esto vaya, a veces, en contra de los valores familiares.

Se argumenta que los padres a veces no toman decisiones pensando en sus hijos, sino en sus propios intereses. Y que, si se midieran los beneficios del derecho de las familias sobre sus hijos, desde el foco en los niños, probablemente la mejor medida sería redistribuir los/as niños/as a las mejores familias (Brighouse y Swift, 2006). En este sentido, Brighouse (2014) reflexiona en torno a la importancia y el valor que tiene la relación de los hijos/as con sus padres. Se postula que esta relación plantea desafíos y emociones únicas, pues para el adulto este es un tipo de relación humana como ninguna otra: “En la medida en que el propósito de los derechos de los padres sea proteger el interés de los padres respecto a tener y mantener una relación de ese tipo, los derechos de los padres solo se justifican en la medida en que sean necesarios para proteger esa relación” (2006, p. 102*5). Ahora bien, la focalización sigue siendo para el “florecimiento futuro” mediado por el bienestar de los/as niños/as: “(…) pero gran parte del valor de la crianza de los hijos proviene precisamente de poder cuidar bien los intereses de los niños, de estar allí para darles lo que necesitan para convertirse en el tipo de personas que es bueno para ellos convertirse” (2006, p. 107*). Las políticas estatales, en este sentido, debiesen velar por el aseguramiento de que los padres puedan mantener esta relación con sus hijos/as, y al mismo tiempo, velar por minimizar las inequidades que esta genera. Es decir, las políticas debiesen concentrarse en los padres (2006), y en las dificultades que tienen para mantener la relación. “Las políticas destinadas a abordar los aspectos de la pobreza más perjudiciales para una relación próspera entre padres e hijos, o para permitir que incluso los padres acomodados logren un mejor equilibrio entre la vida laboral y el trabajo, ayudan a los padres en gran parte contribuyendo a hacer lo que deberían ser capaces de hacer por sus hijos” (2006, p. 107*). El autor manifiesta que muchas de las políticas que beneficiarán a los padres lo harán por interconexión con los/as hijos/as también. “Contribuimos al florecimiento indirecto de los padres, por así decirlo, mediante políticas justificadas principalmente por motivos centrados en el niño (…)”. (2006, p. 107*).

Continuando con la idea distributiva sobre cómo es mejor, y pensando en un futuro que pueda ser realizado mediante la educación, Brighouse plantea la necesidad de revisar los ideales de integración en las escuelas. Para esto el autor divide en dos tiempos la desigualdad. Postula que para lograr los objetivos de “florecimiento” de los estudiantes en la adultez (Brighouse y Swift, 2009), la desigualdad es necesaria y traería otros valores a la sociedad. Así, los valores de igualdad (futura), los objetivos de ciudadanía, y la autonomía serían más importantes que el ideal integrativo. Es decir, la mixtura social dentro de las escuelas no siempre resolvería las injusticias educacionales (2007). En este sentido, la igualdad futura sería alcanzada por medio de la desigualdad actual. “Es mejor tener menos comprensión mutua, pero oportunidades más justas, que una mejor comprensión mutua y menos justicia” (2007, p. 581*). Para el autor el ideal compresivo o integral, relacionado a la incorporación explícita de diversos grupos socioeconómicos en una misma escuela, es secundario en importancia aun cuando forje una cultura común entre toda/os.

Aceptar la segregación, advierte Brighouse, significa aceptar la desigualdad, es decir, usar tácticas para atraer recursos focalizados en la/os menos aventajadas/os (2009). “No estoy proponiendo que se abandonen los esfuerzos de desegregación en estos contextos. Pero estos son difíciles de lograr.” (2007, p. 587*). La integración impediría que la administración estatal pueda obtener la focalización necesaria para gastar esos recursos donde se necesitan más. En cambio, en una escuela segregada, es más fácil dirigir más recursos a niña/os poco aventajadas/os, lo cual asegurará, parcialmente, que los recursos lleguen a ellos. Al mismo tiempo, los objetivos de logros académicos se cumplirían, por cuanto habría menos competidores por los recursos pedagógicos.

 

Aun con su insistencia de que la integración no debiese ser una prioridad, Brighouse sí asume que la integración en ciertos casos puede funcionar para la igualdad: por ejemplo, los padres con mayores ingresos se preocuparán de que exista mayor inversión estatal y, por tanto, los niños/as desaventajados en escuelas integradas se verán beneficiados/as. Puede generarse además un efecto par positivo–que dependerá de la organización interna de la escuela–y, además, existiría una mayor probabilidad de que haya profesores talentosos atraídos por los estudiantes más aventajados.

La idea es que se puedan usar recursos adicionales para dar incentivos a los profesores para que enseñen en escuelas con altas concentraciones de niños desfavorecidos (por ejemplo, aumentando sus salarios o permitiéndoles trabajar menos horas por el mismo salario), así pueden compensar la ausencia de niños más favorecidos (...). Lo que esta sugerencia no puede hacer es aprovechar el capital humano de los padres más favorecidos en beneficio de los niños menos favorecidos, al menos no directamente al tenerlos en la misma escuela (2007, p. 588*).

Así, para el autor la desegregación es deseable cuando trabaja para aminorar las injusticias, pero también deben buscarse otros mecanismos cuando la desegregación no juega a favor de esta realización.

Siendo Brighouse un igualitarista, se aleja de Rawls cuando plantea que más importante que la igualdad en educación, es el mejoramiento de las oportunidades de los menos aventajados. Pues, aun cuando Rawls (1971) también incluye como principio el beneficio a los menos aventajados, este le da a la igualdad un estatus superior que a este principio. El plantea que estas oportunidades en educación tienen un impacto relevante en el ingreso futuro que obtengan los estudiantes. Sin embargo, “Cuando me refiero a ‘beneficiar a los menos (o menos) favorecidos’ en el contexto de la educación, entonces debería entenderse que me preocupa beneficiar a los menos favorecidos en relación con los demás” (2007, p. 578*). De esta manera, el autor establece que, existiendo o no segregación, en función de la igualdad educacional, lo que importa no son los resultados académicos netos, si no la brecha entre la/os más aventajada/os y la/os menos aventajada/os. La importancia de la brecha radica principalmente en la conexión existente en la sociedad entre la educación y otros bienes que están desigualmente distribuidos. Esa distribución desigual tiene relación con la competencia que se establece entre los individuos respecto de sus logros académicos.

Continuando con la insistencia en el futuro y las habilidades requeridas para el mercado laboral que los/as estudiantes debiesen adquirir, este autor plantea que estas son más relevantes que la promoción de respecto, reconocimiento y solidaridad en el curriculum escolar, pues no está del todo seguro que todos estos elementos de reconocimiento entreguen mayor justicia social. De hecho, cree que el valorar algunas culturas por sobre otras –respetando cada grupo étnico– generaría una brecha entre los estudiantes. Sin embargo, manifiesta que la igualdad y la entrega de bases culturales adecuadas es un desafío y un conflicto difícil de resolver. “Al enseñarle a un niño los modales, hábitos, conocimientos, y las habilidades que se valoran (aunque sea erróneamente) en el mercado laboral profesional, la escuela puede estar alejándola de sus raíces culturales. Pero al no hacerlo, la escuela puede estar perjudicando a ese niño respecto de sus oportunidades en la educación superior, en un trabajo interesante y en mejores expectativas de ingresos” (Brighouse, 2007b, p. 155*), pues, dice el autor: “Podemos cambiar nuestras escuelas, pero hacerlo no cambiará nuestra economía, e incluso si lo hiciera, no lo haría dentro del marco de tiempo en que beneficiaría a los niños que actualmente estamos educando” (2007b, p. 156*).

Con una pretensión similar a la de Brighouse, Gina Schouten (2012) plantea una compensación distributiva con atención a las desigualdades que responden a causas naturales del pasado6. Defendiendo el principio prioritario de distribución de bienes educacionales–siguiendo a Rawls pero diferenciándose de su teoría ideal–, sostiene que el objetivo principal de la educación no son las habilidades académicas, sino que los estudiantes vivan una buena vida, lo que ella llama logros sociales. De tal forma, su teoría pretende acompañar las causas arbitrarias de desventaja social con las también arbitrarias, causas naturales. Schouten, de esta forma, impugna que estas arbitrariedades se traduzcan en recompensas externas–que nos permiten vivir una buena vida–: “Lo que es injusto es que nuestra estructura social transforme una aptitud académica no ganada en recompensas externas, y una inaptitud no ganada en desventaja externa” (p. 477*). Propone que el principio de prioridad7 sea utilizado en educación, como un principio total de justicia educacional (reaccionando ante desventajas sociales y naturales).

Si bien la autora se focaliza en el futuro, lo hace de una forma distinta a Brighouse. Plantea que, si el sistema externo de recompensas se focaliza en la neutralización de las desventajas sociales, y le da importancia al talento principalmente (noción de mérito de Brighouse y Swift, 2018), sigue creando un sistema educacional injusto. El problema, dice ella, es que las injusticias están localizadas en el sistema de recompensas externo de la sociedad en general, no en los resultados educacionales que los determinarán. Aun cuando tiene una visión del futuro, critica que el foco sea el sistema de recompensas y no sus determinantes educacionales. De aquí surge su teoría no ideal,8 pues entiende que el sistema de recompensas es fijo, lo que hace difícil cambiar su correlación con el éxito académico. Para esto, plantea que el camino hacia la justicia educacional es de voluntad política y se relaciona con la definición de principios de justicia para los educadores. Pues son ellos/as los/as que deben entregar herramientas a los más desaventajados por causas naturales.

En este sentido, y al igual que Brighouse, Schouten defiende la idea de que el problema no es que existan estudiantes que tengan mejores rendimientos académicos, sino la brecha que eso establece. En este sentido, el intentar incrementar el rendimiento académico no sería una buena opción, pues siempre existirán estudiantes que no logren los resultados esperados.

La alternativa que Schouten propone es que los/as educadores/as eduquen a los menos aventajados naturalmente en función de sus propios proyectos futuros, evitando el incremento focalizado de sus logros académicos. En este sentido, habría entonces que considerar a los logros académicos como una variable más amplia. “Podemos entender nuestra obligación prioritaria con los estudiantes naturalmente desfavorecidos como una obligación de beneficiarlos en general, donde ese beneficio puede tomar la forma de una inversión directa en sus perspectivas futuras evitando el mecanismo de mejoras de los resultados académicos” (2012, p. 479*). Educar ampliamente significa entonces trabajar de igual forma para que una niña con síndrome de Down pueda escuchar con atención, articular sus emociones, y realizar bien una resta, y para que sus compañeros más aventajados naturalmente, puedan establecer una buena relación de amistad con ella y también desarrollar sus habilidades para el futuro que desean. Así, la autora concibe las desventajadas naturales, y los beneficios debido a esas desventajas, como parte de las perspectivas generales de vida de los estudiantes.

Se propone una métrica (llamada “métrica próspera” por la autora) que, siguiendo su visión amplia de los logros escolares, tome en consideración lo intrínsecamente valioso de la vida de los estudiantes; es decir, no pueden ser solo consideradas “ventajas de la infancia” aquellos resultados que son necesarios para desarrollar una agencia madura (se refiere a las experiencias estéticas o atléticas, por ejemplo). Esto responde a una de nuestras preguntas respecto de la visión temporal de la teoría. Efectivamente, la métrica debe abarcar todo el curso de vida del estudiante y, por tanto, considerar los resultados realmente valiosos y las perspectivas de prosperidad en la adultez. Ello permite hacerse cargo del limitado poder de decisión que se tiene en la infancia (pasado), dando cuenta de una teoría que no solo se focaliza en adultos. De tal forma, las ventajas deberían distribuirse de manera homogénea sin dejar de beneficiar a un estudiante en función de su esfuerzo, pues hacerlo así significaría que los niños/as tienen algún tipo de agencia sobre la extensión de este. Esto también implica que las teorías meritocráticas respecto del esfuerzo se construirían sobre una falacia, pues, según Schouten, el esfuerzo es parte de la naturaleza de las desventajas.

Al igual que para Brighouse, en Schouten existen moderadores claros para el objetivo de la posibilidad de “futuro próspero”. En este sentido, tomando el principio de prioridad, los/as educadores/as deben mejorar las perspectivas educacionales en general, sin discernir el grado relativo de desventaja de los/as estudiantes. Para esto, dice Schouten, no requieren más que utilizar los recursos y el “know-how” que tienen disponibles hoy. Como parte del quehacer de los/as educadores/as, al igual que lo que propone Brighouse, ellos deben hacer un “trade off” con otros valores. En este sentido, no solo se le deben dar valor a las perspectivas económicas, sino al desarrollo integral de los/as estudiantes.

En tal sentido, no se trata de ecualizar el futuro y los rendimientos académicos de todos/as los/as estudiantes, pues se tiene poco control sobre eso. “Y ella no podrá modificar la estructura externa de recompensas para desvincular el rendimiento académico y las perspectivas de florecimiento” (p. 484*). Más bien, el principio de justicia aboga por interpelar a las educadoras/es a poner la mayor de sus capacidades en función de identificar primero aquella/os estudiantes que ven que sus posibilidades de prosperar se ven más “sombrías” y luego, a pasar más tiempo con aquellas/os estudiantes, priorizando sus necesidades en proporción a sus desventajas. “Ella encontrará este proyecto prioritario mucho más manejable y mucho más directo hacia la guía de acción. En resumen, el principio prioritario es preferible porque dirige a las personas a seguir un proceso con el objetivo de cumplir con sus deberes de justicia con los estudiantes, en lugar de exigir una cierta distribución que los profesores individuales no tienen poder de realizar” (2012, p. 848*).

PASADO CON PERSPECTIVA DE PRESENTE Y FUTURO9

Nancy Fraser (2009) ha categorizado la importancia de incluir por lo menos tres esferas para esta discusión, pues consideraría insuficiente solo pensar en la distribución como la manera de hacer justicia social. Esta primera esfera apelaría a la justicia económica, y a la justa distribución de recursos culturales y sociales. Luego, tenemos la esfera del reconocimiento, que se vincularía con el justo reconocimiento y respeto del “otro” que no le hace participe de la cultura dominante (Taylor, 1993). Finalmente, se presenta la esfera de la participación, como aquella justicia que posibilita que todos participemos de las decisiones que afectarán nuestra vida. Así, siguiendo la multidimensionalidad de Fraser, se presentan, en clave empírica, las siguientes teorías de la justicia educacional: Gewirtz (2006), quien propone una lectura contextualizada de la justicia educacional y utiliza a Fraser (2009) y Young (2000). Power (2012), quien subraya la importancia de avanzar hacia las políticas de representación, y Lingard y Keddie (2013,) quienes proponen un modelo de pedagogías productivas. Sin embargo, la clasificación clásica no daría cuenta de la visión no-compensatoria de estas teorías, o de su focalización en el presente como elementos relevantes de comprensión epistemológica sobre la justicia. Mi propuesta, entonces, se deriva de la temporalidad desde la cual las teorías van a observar a la justicia educacional.

La teoría contextual de la justicia de Gewirtz (Gewirtz, 1998; Gewirtz y Cribb 2002, 2006), basada en la propuesta de Young (1990), da cuenta de la importancia de tomar en cuenta las posibilidades y limitaciones actuales de la justicia. “La atención a la especificidad de los contextos locales también debe recordarnos que los juicios sobre lo que cuenta como justo en la educación no pueden separarse de los juicios sobre lo que es posible” (2006, p. 79*). Así, la autora expone seis dimensiones relevantes para observar las demandas de justicia en un modelo pluralista-contextual:

 

1. Las demandas tienen preocupaciones y focos diversos.

2. Distintos niveles de satisfacción y bienes que las satisfacen.

3. Los tipos de reivindicación a veces son opuestos y diversos en un mismo contexto.

4. El alcance de los modelos de justicia depende del contexto.

5. El alcance de los principios de distribución difiere según los destinatarios de la justicia.

6. La responsabilidad de dar respuesta a las demandas de justicia recae en varios actores.

Estas seis dimensiones siempre conllevan tensiones y colapsos (Gewirtz, 2015). Por ejemplo, las políticas de reconocimiento pueden promover la diferencia mientras que las de distribución la disipa (Gewirtz, 1998). Efectivamente, en términos temporales, el reconocimiento tendría una visión más amplia de la temporalidad, mientras que la distribución se focalizaría en la compensación del pasado para el futuro.

Gewirtz postula que Young tendría más sintonía que Fraser con políticas educativas y daría mejores soluciones para conciliar distribución y reconocimiento (tensiones propias de un modelo contextual). Una de las principales críticas que se le hace a Fraser es que su aplicabilidad en educación es limitada, pues tiene una mirada demasiado economicista de la cultura:

La debilidad en la interpretación economista de Fraser sobre la cultura de clase se hace evidente cuando uno intenta aplicar su análisis al contexto de la educación. La lógica del argumento de Fraser es que el sistema educativo, los profesores y las escuelas no deben celebrar o afirmar las afinidades culturales de la clase trabajadora porque esto interferiría con una política de redistribución. Si las identidades de la clase trabajadora realmente pueden reducirse a una sensación de impotencia y no respetabilidad, como sugiere Fraser, entonces efectivamente sería inapropiado que los planes de estudio y las pedagogías las afirmen (Gewirtz, 1998, p. 481*).

Otra de las críticas que Gewirtz realiza a Fraser es que su propuesta de deconstrucción cultural (reconocimiento transformativo) para conciliar distribución y reconocimiento es innecesaria por cuanto un individuo puede identificarse con múltiples grupos y colectividades, sin por eso querer eliminar identidades. “Mientras que, como Young (1990: 48) ha señalado ‘en sociedades complejas y altamente diferenciadas como la nuestra, todas las personas tienen múltiples identificaciones grupales’ y la diferenciación grupal es ‘transversal, fluida y cambiante’, algunos grupos culturales, o individuos dentro de ellos, simplemente no desean ‘ser desvinculados de su apego a las actuales construcciones culturales respecto de sus intereses e identidades’ (Fraser 1997: 31)” (Gewirtz, 1998, p. 481*).

La ventaja del modelo de Gewirtz, a diferencia del de Fraser, es que la reflexión respecto de las realidades actuales de los/as estudiantes se hace respecto de su aplicabilidad empírica. Es decir, la focalización en el presente le permite dar respuestas más atingentes a la conciliación “distribución-reconocimiento”.

Para esto, Gewirtz incluye la tercera dimensión de asociatividad, además de la distributiva y el reconocimiento, tomando un ejemplo concreto desarrollado en Porto Alegre, Brasil. El proyecto llamado “Escuela Ciudadana” incluye políticas curriculares de conocimiento vinculadas a las comunidades donde viven y han crecido los estudiantes. Por medio de un modelo participativo y democrático, de autofinanciamiento y de eliminación de la experiencia de fracaso, los estudiantes participan activamente de su aprendizaje. “(…) Los estudiantes aprenden historia comenzando con la experiencia histórica de sus familias. Estudian contenido social y cultural importante al enfocarse y valorizar sus propias manifestaciones culturales. Se está produciendo un cambio real porque la atención no se centra en el conocimiento ‘central / oficial’ organizado en torno a las visiones dominantes de clase y raza del mundo, sino en los problemas e intereses reales de los estudiantes y la comunidad” (Gewirtz, 2002, p. 508*).

Aplicando su modelo contextual y multidimensional, Gewirtz presenta el caso de un niño, Martin, con “problemas de conducta”, y su madre. Por medio de este caso intenta explicar porqué el definir si una política educativa es justa o no debe establecerse en función de un contexto específico de interpretación o enactment. Las injusticias distributivas vividas por Martin y su madre guardan relación con las desventajas financieras para la madre, quien realiza trabajo voluntario, intenta estudiar y es madre soltera, tres ocupaciones que no son pagadas; con que el colegio no tiene recursos para focalizarse en las necesidades de niños/as con mayores desventajas y con la necesidad de escucha y atención que a veces requiere la madre; y con que hay poca disposición de las autoridades a invertir en el caso de Martin, justamente por las dificultades financieras de la escuela. Por otro lado, en términos de reconocimiento, las injusticias se vinculan con cómo su no adecuación a la madre y familia ejemplar (casa grande, un marido, y que su hijo no sea “mixed race”) influye en el tratamiento que la escuela les da. Además, la madre de Martin se siente constantemente inadecuada por ser “la madre del niño problema”. Como diría Young, este caso da cuenta de una forma de imperialismo cultural que es producido en el marco del sistema educativo. Finalmente, Martin y su madre también se enfrentan a injusticias respecto de la asociatividad, pues el colegio tiene una forma de parentalidad prevista (involucrada y disponible para los requerimientos de la escuela) bajo ciertas condiciones. Estas condiciones no son cumplidas por la madre de Martin, pues no cumpliría con los requisitos económicos, sociales y culturales. “Sin embargo, una vez dicho esto, es importante no simplificar en exceso la naturaleza altamente diferenciada y compleja de los encuentros de los padres con las instituciones educativas: incluso los padres de clase media con los tipos ‘adecuados’ de capital social y cultural, particularmente aquellos con niños identificados por tener problemas de aprendizaje o de comportamiento, puede experimentar el mismo tipo de frustraciones que la señora Miles (madre de Martin) describe. Como dice Vincent (2000, p. 136), los padres de clase media ‘no consideran que las escuelas sean inevitablemente ‘maleables’” (p. 77*, paréntesis de la autora del capítulo).

Como podemos ver, en el caso del trabajo contextualizado de Gewirtz, las tres esferas (distributiva, de reconocimiento y asociativa) responden a cuestiones que si bien se acarrean del pasado (categorizaciones que otros realizan de ellos), comportan una reflexión sobre el presente. Lo distributivo, visto desde Brighouse, se diferencia del presente limitado en posibilidades en el trabajo contextual de Gewirtz, quien a su vez realiza un análisis de las injusticias actuales. Es interesante como el pensar en la temporalidad ayuda a visualizar las comprensiones más particulares de las teorías más allá de la clasificación tradicional.

Respecto de la naturaleza mediadora que tendría la justicia, Gewirtz señala que aun cuando pueden existir profesora/es realmente comprometidos con un trato más igualitario hacia los/as estudiantes, inevitablemente habrá otras preocupaciones normativas que interactúan con la justicia, pero que no tienen que ver con ella. Por ejemplo, sobreponer el valor del orden en la sala de clase versus el acceso a la educación de Martin (cuando lo hacen salir de la sala pues está causando demasiado desorden). Gewirtz señala que en la mayoría de los casos el conflicto se resolvería eligiendo el orden de la clase, por sobre el derecho de Martin de permanecer en clases; es decir, se sacrificaría la justicia en nombre del orden. “Por lo tanto, la competencia entre normas y las restricciones externas significan que no podemos simplemente pensar de manera abstracta sobre lo que es socialmente más justo hacer. Es decir, no podemos traducir directamente el principio a la práctica, más bien debemos pensar en lo que es razonable esperar, dadas las preocupaciones y limitaciones en competencia que ayudan a dar forma a la acción social en casos particulares” (Gewirtz, 2006, p. 78*).