Incursiones ontológicas VII

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Hoy, desde el nuevo diseño que quiero construir con nuevos juicios, nuevas emociones y un cuerpo distinto, me declaro siendo una observadora distinta, que me relaciono distinta con mis hijos, esposo, madre, amigos y trabajo desde la seguridad de mi sin amenazas y, que si mis sombras cambian y mis luces se acrecientan podré detenerme y volver a mirarme con amor para comenzar una nueva transformación de mí.

Bibliografía

(s.f.).

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EXPLORANDO EL MUNDO DESDE MI DESEO:

SER O NO SER

“La idea de que cada uno debe existir para el otro constituye un acuerdo comercial según el cual ninguno está para sí mismo.”


AKIMONINAFE

ÍNDICE

Agradecimientos

La sombra de la vidriera

El encuentro con mi vulnerabilidad

El atajo del cuerpo que lleva al Alma

El Amor Propio

El Perfil Unitario

Mi Laberinto, Mi Refugio, y Mi Valor frente a la diversidad de puertas

Mi Deseo

Reflexión: Poema Instantes Jorge Luis Borges

Bibliografía

Agradecimientos

A Khalil Medina, Ale Álvarez y Vale Verde quienes me enseñaron el sendero de este camino.

A Roby Sanvido, quien es un referente para seguir caminando.

A mis amigos de comunidad del DCO y AVZ, quienes me enseñaron desde sus vidas a observar la mía.

A Alicia Pizarro y a Rafael Echeverría, por diseñar esta Gran cadena de favores que transforma al mundo.

A mis grandes Maestros Ale Molina y Edgar Gutiérrez, quienes fueron cómplices de mis fragilidades y supieron sostenerme en el encuentro conmigo misma.

A mis coachees, quienes me enseñaron a ser amable a partir de entender que todos en esta vida estamos librando alguna batalla.

A la Bioenergética, que es mi aliada en la conexión con mi cuerpo.

Me agradezco a Mí, por darme la oportunidad de conectar con mi sentir y mi cuerpo y finalmente con mi deseo.

Por último, agradezco a mi familia, quienes día a día me enseñan que la felicidad está en el camino y no en la llegada.

“Exploré la vida desde el deber ser, logré todo lo planeado y me sentí vacía. Conecté con mi cuerpo, con lo que siento, mi vulnerabilidad y mis miserias y decidí desde mi sombra conectar con la vida, pero esta vez a partir de mi Deseo y el Gozo”

La Sombra de la vidriera

“No importaba lo que esperábamos de la vida sino lo que la vida esperaba de nosotros” Víctor Frankl

Tenía alrededor de diez años, cuando me propuse ser perfecta. Mis conversaciones privadas se asombraban de cómo el mundo no se proponía lo mismo. Desde mi mente de niña, era simple, ya estaba escrito cómo deberíamos SER.

Había que marcar un camino e ir por él. Mi definición de ser perfecta estaba asociada con todo lo “bueno”, a mi juicio, que se puede ser y a todo aquello que yo pudiera hacer y que, como resultado, finalizara en agradar a otros para sentirme querida y mirada. ¿Cómo lo mediría? La medición estaría en la respuesta del otro, lo que genere en el otro y en lo que el otro me devuelva para seguir mejorando. Así fue como me fui desdibujando, sin siquiera pasar por el filtro de si lo que estaba recibiendo podría ser bueno o digno para mí. Entre mi religión católica y sus mandatos y mi educación vascofrancesa, ambas pudieron colaborar en marcarme e indicarme el camino hacia lo que yo llamaba perfección y otros llaman deber ser. Recuerdo desde muy chica tener bien identificado lo que Sí y lo que No se debe, y entre estos polos fui graduándome y trasladándome de un lado a otro; avergonzándome y castigándome con más esfuerzo cuando no cumplía, y regocijándome frente al reconocimiento de los otros cuando sí lo hacía. Crecí dando, para sentirme querida y, en alguna medida, generando necesidad de mí en todo aquello que me rodeaba, porque de esta forma se retroalimentaba mi cadena de agradar a los demás y complacerlos. La gente que me rodeaba veía en mí una niña muy segura de sí misma y de mucha personalidad. Quizá hoy, mirando la sombra de esa niña, lo que menos tenía pareciera ser la seguridad en sí misma, en considerarse digna de SER tal cual está siendo, sin necesitar la aprobación del otro.

Me quedo pensando en lo importante que era el sistema que me rodeaba, para alimentar mis movimientos, como así también, qué lejos estaba todo aquello que yo no lo consideraba como parte de mi sistema y que luego de varios años pude, no solo verlo sino conocerlo y sentirlo. Me recuerda la frase de Rafael Echeverría que dice “solo vemos lo que observamos”.

Me he preguntado, qué lleva a una persona tan infante a decidir ir por el camino del agradar, y no necesito de muchos autores para descubrir que la otra cara de esta búsqueda escondía mucho dolor, mucho indebido, mucho indigno, mucha fragilidad y abandono. Quizá ser auténtica y libre en aquel entonces podía sentirlo como una amenaza de no ser querida. En mi familia era muy importante lo que veían los otros, lo que se muestra, de aquí el tema de este capítulo. Sería como cuidar las formas y vivir en exposición, como lo hacen los maniquíes en las vidrieras. Desde niña aprendí que no había espacio para expresar mi vulnerabilidad y sí estaba el “coraje” de ponerle el pecho a las balas e ir para adelante, pase lo que pase. Algo así como sobrevivir. En ese discurso creo que elegí el camino que suponía menos doloroso, el de “la perfección”. Desde mi mirada, lo que yo llamo hacer el bien y agradar en busca de reconocimiento. “SER alguien” para el otro y diseñar, desde esa afirmación, mi vida. Dejé de SER, para intentar estar siendo lo que el otro esperaba de mí. Esto constituyó el sentido de mi Vida por muchos años, ya que, si por asomo intentaba diseñar mi vida a partir de mí, me encontraba con un vacío difícil de soportar. Vacío que hoy encuentro fundamental atravesar, para poder diseñar mi vida a partir de mi deseo y desde ahí intentar cocrear con otros, tema que se me hace difícil en mi día a día.

 

El plan de agradar no incluía solo lo racional, la mente, lo planeado. El plan debía cumplirse en su totalidad como todo lo que desde mi mirada se ve perfecto. Mi cuerpo debía responder a los mandatos de mi mente, sonreír siempre, estar dispuesta siempre, observar al otro y captar su necesidad para poder complacerlo, con el fin de que me devuelva reconocimiento como retribución, porque ese fue mi motor. La solución que encontré en ese momento fue la de restringir la capacidad de mi cuerpo. Mi mente le ordenaba a mi cuerpo cómo debía pararse frente al mundo. En este punto, luego de varios años, pude descubrir, a partir de la Bioenergética, aquellos sitios abnegados de mi cuerpo que, con el paso del tiempo, se convirtieron en rigidez y pesadez. Sin embargo, desde muy chiquita encontré un placebo chupándome el dedo gordo de mi mano y fue el mismo dedo el que hoy, después de cuarenta y un años, me recordó que mi cuerpo era mi gran aliado para volver a sentir.

El reconocimiento y la aprobación de los otros me dio energía para hacer más y sentir menos, para seguir cumpliendo, seguir conquistando, para seguir aprendiendo y, de esta forma, seguir corriendo para evitar encontrarme conmigo.

En ocasiones sentía mi cuerpo cansado, sin embargo, recuerdo que me regocijaba cuando veía que, a pesar de ese cansancio, podía seguir dando, podía seguir haciendo, podía seguir agradando. Nada me detenía y mi capacidad y resiliencia alimentaban la cadena.

Mi empatía, mi fuerza de voluntad, mi actitud, mi organización, mi pasión y mi energía se convirtieron en mis fortalezas. Pocas veces me proponía hacer algo que no lograba. Como contracara de esto, reconocer mis errores se convirtió en mi gran debilidad. Cuando me equivocaba, trataba de esconderme y que no se notara; me costaba y me cuesta habitar el lugar del error o la equivocación, me da vergüenza. Cuando era niña, no recuerdo haber habitado espacios de error y mucho menos espacios de perdón. Creo que el rencor habitaba en mi hogar, había poco tiempo para aprender, había que saber; no encontré lugar para manifestar el ‘no entiendo’. Quizá por eso crecí esquivando el error y muchas veces negándolo también. No había lugar en mi mente para pensamientos y sentimientos negativos. Tenía la ilusión de que lo que yo creara no iba a ser defectuoso. Principalmente porque me enojaba mucho conmigo y me generaba vergüenza, pensando en que iba a pensar el otro de mí, si me equivocaba, y que quizá me rechazaría o dejaría de quererme. Esto último me inyectaba más esfuerzo y con ello, mi ser exigente, para no caer en el error, para no caer en tentación, para no dejar de sentir lo que yo creía que era sentirme amada...

En algún punto crecí con la idea de que tenía la capacidad de saber qué era lo que el otro necesitaba y qué era lo que al otro le agradaba, y desde ahí yo lo reconfortaba. La intuición es uno de mis fuertes. También caí en el error de suponer lo que el otro podía darme o sentir por mí. Particularmente, este tema lo veo reflejado en mis conversaciones de coaching, cuando creo saber qué es lo que el otro está por decir, o suponer lo que el otro siente, y frente a eso, para “salvarlo” de no sufrir, muchas veces elijo no entrar en su dolor, porque en el fondo creo que conozco ese dolor y me duele. En el coaching nada parece ajeno.

Con el tiempo pude ver que “esta capacidad que creía tener” no respetaba al otro como legítimo otro. Esta forma de actuar en la vida fue mi brújula errada, porque al poner el foco en cómo quería ser mirada por el otro, me olvidaba del otro con mis exigencias, generando en el otro una adicción a mi persona que me ponía en un lugar de seguir dando y haciendo, y más aún, olvidándome de mí y de mi verdadero deseo. Esta dependencia la puedo ver en los vínculos que establecí en los diferentes momentos de mi vida, con mi pareja, mis hijos, mis padres, mis hermanas, mis amigas y en mis relaciones laborales... Todo esto me generaba presiones y exigencias por “adivinar e intuir” qué es lo que el otro necesita o espera de mí. Sería algo así como la sensación de estar jugando y apostando en el casino, algo así como una adicción, quizá parecida al alcoholismo de mi padre, pero esta vez, en mi caso, la adicción de complacer a otros en busca de agradar y que me quisieran.

El encuentro con mi vulnerabilidad

“Mientras esperas vivir, la vida pasa por nuestro lado” Spinoza.

Me pasé la vida intentando encontrar el sentido de la vida en las sensaciones y no en los sentimientos, en el hacer y no en el SER; en alcanzar cosas y no en vivir y sentir. Creo que el comenzar a sentir que nada era suficiente me llevó a rendirme a este espacio de indagación y profundización de mi SER.

Como dice Laura Gutman. (2013). El poder del discurso materno. Argentina: Penguin Random House “Si a mí me ha tocado ser el salvador de mamá, es porque mamá será la más enferma y necesitada de todos. Creyendo que “soy” el que sabe ayudar, creceré ayudando y resolviendo los problemas de todo el mundo, pero sin ningún registro de las necesidades personales”

Como dice la Dra. Harriet B. Braiker. (2012). La Enfermedad de Complacer a los demás. Buenos Aires: Edaf. “Satisfacer las necesidades de los demás se convierte en una fórmula mágica para conquistar el amor y sentirse valorado y para protegerse del abandono y del rechazo”

Este fue mi camino elegido para configurar mi existencia, quizá el único que vi posible en aquel entonces.

Buscar sombra puede ser doloroso, pero permanecer ciegos puede ser más doloroso aún. Tomé valor y miré más allá de lo que se ve, lo que a simple vista no se ve, e intenté encarar la historia de los dichos para confrontarla con la historia de los hechos. Abrí mis agendas y mis anotaciones que llevaba guardadas desde mis 12 años hasta mis 20 y me animé a escuchar aquello que en aquel momento solo podía escribir y no hablar. Quizá porque me habían enseñado que los trapos sucios se limpian en casa o quizá también porque no podía poner en palabras mi dolor. Crecí con la imagen de que las personas vulnerables te llevan a la ruina y el fracaso. Quizá la fragilidad que mostró mi papá con el alcohol y el posterior rechazo de mi mamá fueron la imagen más clara de cómo se podía terminar, si uno apenas se asoma a la vulnerabilidad. Hoy agradezco a aquellos escritos que fueron mi compañía y testigo de la soledad en la que vivía. Algunas frases que se repiten en mis diarios: “De eso no se habla”. “No quiero sumar un problema más, mamá está cansada y hay mucho por hacer”. “Me gustaría, me gustaría…”. Creo que nunca dejé de soñar o quizá simplemente temblaba de imaginarme en la resignación.

En la sombra, el desamparo no dejaba de existir, pero la conciencia puede engañarse a sí misma creyendo que el sufrimiento se ha desterrado. El engaño me llevó a manipular todo aquello que estaba a mi alcance y principalmente la detección de las necesidades de los otros, lugar donde yo habitaba y me sentía reconfortada con su reconocimiento. En este lugar sentía que yo podía con todo lo que los otros necesitaban. Nuevamente, aparece la dependencia en mis vínculos, generada por hacer de más y por creer que el otro no puede sin mí.

Quizá con mi amabilidad y en busca de complacer a otros, busqué desviar los pensamientos negativos, para evitar estas emociones en mí y en todo aquel con el que me relacione. Por otro lado, el hecho de estar tan pendiente de agradar al otro no me permitió sentir o expresar las emociones negativas que experimenté en contacto con los otros. No quedaba lugar para una batalla más. Yo debía facilitar la vida, no complicarla aún más. (Palabras del discurso de mamá cuando estaba cansada y desanimada)

Y así crecí, superándome año a año y diseñando mi futuro a base del ideal que no viví en casa. Busqué mi príncipe azul, me enamoré, me casé joven, hice mi carrera en tiempo récord y con honores, trabajé desde los quince años, valorando cada centavo que me ganaba, valorando de esta forma lo más simple y regocijándome de la grandeza de lo alcanzado y pensando en superarme día a día, agradeciendo a la vida las pequeñas cosas, valores que me enseñó mi madre con su ejemplo y valentía.

Elegí estudiar Recursos Humanos, carrera profesional que, en el fondo, está alineada con el complacer a los otros; tuve la suerte de disfrutar trabajando en lo que me gusta, durante veintitrés años de mi carrera profesional, mientras, en medio de reconocimientos y logros, tuve cinco hijos de los cuales cuatro hoy están presentes. Recuerdo haber hecho todo lo que indicaban los libros, tutoriales y manuales. Seguramente habitar los libros y manuales era como la continuación de ese deber ser del que les hablé. Eran mi guía para intentar ser ese ideal de mamá que me propuse. Sin embargo, había algo de insuficiencia en mi vida, algo me faltaba, no me sentía plena y mucho menos feliz. Esta es la razón por la cual, finalmente, me rendí y busqué espacios para aprender a escucharme.

Estaba desconectada de mi sentir, por ende, de mi vivir... Decidí dejar mi trabajo de veintitrés años y tomarme un recreo para indagar mi vida y mi disfrute, y después de eso ver qué pasa.

Como dice Laura Gutman. (2013). El poder del discurso materno. Argentina: Penguin Random House “Hay un momento en la vida, en donde el personaje que formamos nos deja de gustar y sentimos que algo nos falta, nos podemos sentir vacíos a pesar de estar completos. Es en ese momento donde escuchar la esencia de lo que está forzando desde el otro lado empieza a empujar; y darle lugar escucharlo y enfrentarlo, aclara nuestro paisaje”. En mi caso, me animé a encararlo solo porque sentí que me acompañaban y que podía caer y volver a levantarme.

Crecí pensando que la vulnerabilidad era sinónimo de fragilidad; hoy, después de mi experiencia puedo declarar que vivir en la vulnerabilidad es tener el valor de identificar y afrontar aquello que nos debilita. Las personas que viven la vulnerabilidad tienen la fortaleza de atravesar sus fragilidades.

No fue fácil, pero el hecho de saber que me sostenían me llevó a lanzarme por el camino de mi encuentro, encuentro con aquellos dolores dormidos, encuentro con mi integridad y mi cuerpo. Encuentro con mi piel y con mi sentir. Encuentro con todo aquello que valoramos cuando nos damos cuenta de que la vida es tiempo, y es finita.

El atajo del cuerpo que lleva al alma

“La actividad más importante que un ser humano puede lograr es aprender para entender, porque entender es ser libre” Spinoza.

Alexander Lowen. (1994). El Gozo. Argentina: Era Naciente dice “Somos criaturas de la tierra vivificadas por el espíritu del universo. Nuestra humanidad depende de esta conexión con la tierra; cuando la perdemos nos volvemos destructivos. Perdemos de vista la identidad con otras personas y otras criaturas, puesto que negamos nuestro origen común. Nos replegamos dentro de nuestras cabezas, dentro de un mundo creado por nosotros mismos donde nos consideramos especiales, omnipotentes e inmortales. Cuanto más nos replegamos hacia arriba, apartándonos del suelo, más crece nuestra autoimagen. En este mundo aéreo no hay sentimientos de tristeza o alegría, de dolor o de gloria; no hay sentimientos reales, solo sentimentalismo”

En algún momento de mi vida opté por el camino de la elevación, de la superioridad, de la grandeza, en busca de reconocimientos que alimentaran mi ego narcisista. Creo que fue la forma que conseguí para no sentir dolor. Separar mi alma y mi cuerpo fue la estrategia. Se puede decir que el pragmatismo por los resultados me desconectó por completo. Programé mi conducta para actuar con eficacia frente al mundo. Sin embargo, la vida me vino a mostrar que hay ciertos territorios, como en la sexualidad, en el criar hijos, en el ser pareja; en donde la disociación del sentir se vuelven una gran amenaza, no solo para mí, sino para los que me rodean.

Conectando con mi cuerpo, pude observar y darme cuenta cuánto me costaba apoyar mis pies sobre la tierra y simplemente observarme. Mi afán por mantener los pies en el Aire, elemento que reconozco en esta parte de mi vida, me ha llevado volando en cada cosa que me proponía. Sin embargo, ese vuelo llevaba un peso que no pude ni quise seguir sosteniendo. Definitivamente, hoy no soy la misma cuando apoyo mis pies en el piso y siento que ellos me sostienen. No soy la misma cuando en mis coachings quiero escuchar al otro con todo mi SER y el instinto de levantar los pies o cruzarlos traza una distancia entre el otro y yo. Parece magia, pero no lo es. Por eso, en cada espacio de conversación de coaching, intento transmitir a mis coachees esta maravillosa forma de conectar con uno, y así luego conectar con el mundo que nos rodea.

 

Mi necesidad de Tierra, de enraizarme y aquietarme, me invita a escuchar lo que mi cuerpo, mis ruidos, mis sensaciones, mis dolores corporales vienen a mostrarme. Quedarme quieta no es sinónimo de frenar, sino que, desde mi mirada, exactamente lo contrario. Es por ello que, en mis conversaciones de coaching, cuando tengo frente a mí personas que corren en sus cuentos y narrativas, me gusta poder mostrarles el atajo que devuelve esa velocidad añorada.

Alexander Lowen. (2014). EL Narcisismo. España: Paidós. Dice “Los sentimientos son algo que suceden, no algo que uno hace. Se trata de una función corporal, no de un proceso mental”.

La programación fue la clave del éxito en mi vida. Me refiero a lo que en aquel momento definía como éxito. Mamá siempre dice que nací con una agenda bajo el brazo y muy apurada. Me compré, de alguna forma, desde la cuna el personaje de la rápida, eficiente, organizada, muy calculadora, no importaba si no dormía, no importaba que mi cuerpo descansara, solo importaba contabilizar las horas en que pudiera conseguir más y más resultados, mejores cosas para agradar a otros, logros para SER “alguien” y finalmente agradarme a mí. Posiblemente la búsqueda de diferenciarme, de “SER alguien” haya estado asociada a llamar la atención entre mis cinco hermanas.

No recuerdo haber destinado tiempo para respirar o simplemente para frenar y no hacer nada. Recuerdo aquellas siestas reparadoras de quince minutos, en donde ni siquiera era necesario poner la alarma del despertador, porque mi cabeza ya sabía que debía levantarme para seguir. Sin embargo, recuerdo aquellos baños de inmersión o baños de pileta y mar que son mis refugios para relajar. Lo anecdótico es que encontré placer en la sensación de flotar en el agua, lugar en donde uno, por lo general, hace un esfuerzo por aguantar y no respirar. Algo así como sobrevivir con la respiración acotada. Seguramente si respiraba menos, sentía menos. Hoy, después de experimentar la conexión con mi cuerpo, me tomo unos minutos simplemente para respirar y aquietar mis pensamientos. Son esos silencios, que me devuelven más de lo que me quitan, porque me permiten llegar a lugares de mi SER que pueden ser incómodos de habitar, pero que están y me constituyen. Cuando no conecto con ellos, suelen aparecer luego en forma de dolores corporales, cuando menos me lo imagino. Esta es otra acción que intento trasladar en mis conversaciones de coaching: intento respetar los silencios de cada uno, acompañando a que mis coachees puedan encontrarse con aquellas emociones que afloran de la quietud y desde ahí, se vuelve un camino más claro y despejado para seguir reflexionando. La sombra se encarga de dar luz.

El recuerdo más temprano de conexión con mi cuerpo fue a partir de mis tres años, en donde comencé a chuparme el dedo gordo de la mano, en búsqueda de calma, placer y gozo. Mi dedo fue mi aliado, fue mi cuna, mi sostén, mi abrazo, mi apego y mi refugio. Fue mi calmante en aquellas noches de violencia, donde necesitaba estar tranquila para descansar, así como también en aquellos momentos en los que me sentí sola, fue mi compañero. Sentía algo así como que, con mi dedo, llegaba a la calma y en poco tiempo me dormía.

Cuenta la historia que a los tres años me quisieron sacar el chupete y que lloré toda la noche sin parar, hasta que se acercó mi papá y me dijo: no llores más, intenta con tu dedo, así fue. Chuparme el dedo fue una forma de callar mi deseo. Aprendizaje temprano que me acompañó por muchos años.

Cuando me chupaba el dedo, mi respiración se calmaba y encontraba paz y contención, pienso que era mi Rivotríl perfecto para no caer en la angustia, la desesperación y el vacío.

Fueron muchas las noches en mi adolescencia en que me iba a dormir rezando y llorando y suplicando que esto pasara. Deseaba tener una familia como la que tenían mis amigas, donde las preocupaciones no fueran tener algo para comer y que no te sorprendiera la violencia de papá cuando menos te lo esperabas. De alguna forma mi cuerpo aprendió a vivir en alerta. Hoy, de grande, me pasa que muchas veces me cuesta disfrutar momentos lindos, porque pienso que en algún momento me van a sorprender el caos y la violencia. Son esos momentos en lo que observo mi cuerpo en alerta. Claramente son aprendizajes tempranos que dejaron huellas en mi cuerpo. En aquellos años yo sabía que mi dedo me daba la calma que necesitaba. Contaba con mi dedo para acunarme y sentirme en paz. Ya siendo más grande, intentaba regularlo para buscar el momento oportuno de la descarga, porque me daba vergüenza. Mi momento era cuando se apagaba la luz y ya nadie me miraba, podía esconderme en mis sábanas y soñar con que algún día todo esto pasaría…

Al conectar con estos recuerdos me propuse callar mi mente y escuchar a mi cuerpo; en un año de proceso, aparecieron todos los dolores dormidos o callados de algún momento de mi historia. Me tomé del cuerpo como el señalador de lo auténtico. La conexión con mi cuerpo, mi enraizamiento en la tierra, me obligaron a descender para conectar con otros y en esa conexión finalmente conectar conmigo. Busqué ir para adentro, buscando posibilidades de transformar mi SER, ese SER que estaba siendo y que poco tenía que ver con mi cuerpo. El cuerpo, en algún momento, fue mi límite y se convirtió en oportunidad. La Bioenergética fue mi aliada en la exploración de mi cuerpo. Al principio, cuando ejercitaba los arcos de Bioenergética, me sentía endemoniada de lo que vibraba; mi corazón se aceleraba como nunca, mi miedo interno generaba angustia de que algo malo podría pasar. Sin embargo, con el tiempo empecé a disfrutar de esos temblores que vinieron a recordarme que dentro de mi cuerpo hay vida. Una vida que hoy estoy dispuesta a vivir intensamente desde lo que elijo SER.

Alexander Lowen. (1994). El Gozo. Argentina: Era Naciente dice “Desde la cumbre de mi plataforma elevada tenía miedo de caer o fracasar, puesto que mi identidad estaba atada a mi superioridad. El descenso a la tierra fue para mí un proceso largo y difícil pero cuando finalmente sentí mis pies conectados con el suelo fue una experiencia de gozo”

Mi mayor miedo, cuando era chica, era la enfermedad y muerte de mi mamá, sentía en aquel entonces que era lo único que tenía, quizá por eso la puse en un pedestal y fue mi modelo a seguir. No tenía recursos para conectar con el dolor y mantenerme en eje. Cuando fui mamá, mi posibilidad de morir y de enfermarme se convirtió en mi mayor miedo; quizá por creerme omnipotente y proveedora de todo para mis hijos. Quizá por creer que yo era todo lo que mis hijos tienen y quieren. Quizá porque sin darme cuenta generé en mi vínculo de madre/hijos, esa dependencia de la que les hablé al principio. Mi necesidad extrema de dar (manipulación) me pone hoy en la necesidad de corresponder todo aquello que me piden, lugar que hoy me produce mucha asfixia. Luego de mi camino recorrido, puedo pensar y sentir que lo primero que tengo es a mí misma, y desde este lugar puedo respetar la integridad del otro y no vivir su amenaza de vida como si fuera propia. Antes sufría mucho cuando alguien cercano se enfermaba o lo pasaba mal, esto me llevaba a sufrir permanentemente. Hoy puedo estar en mi propio cuerpo que es mi hogar y mi lugar más seguro, desde el que puedo acompañar a otro cuando me necesita y así lo deseo.

Mi cabeza estaba agotada de buscar culpables y explicaciones, mi imposibilidad de poner la mente en blanco y la tormenta de pensamientos ya no me devolvía nada nuevo. Acá es donde decidí escuchar mi cuerpo. Tenía en claro a esta altura, que me costaba conectar con mi deseo y abandonar el control y el agradar a otros. Me sentí atrapada sin saber cómo iba a salir de esto. La energía puesta en sobrevivir no me permitía disfrutar. El descubrimiento de la escucha del cuerpo se convirtió en el mejor aliado. Muchas veces no sé bien qué camino tomar, pero el hecho de observarme y de sentirme me genera un atajo en mi decisión y en lo que es mejor, en disfrute por elegir lo que deseo.

Conectar con mi cuerpo me permite sentir menos miedo, bajar mi nivel de alerta para empatizar más con el otro.

No se imaginen algo muy complejo, simplemente quedarme quieta, enraizarme (poner mis pies sobre la tierra), escuchar mi corazón y cómo se pone mi cuerpo. Tan solo observarme y sentirme me ayuda a definir donde estoy y donde quiero estar. Mi cuerpo sabe la verdad que mis palabras ocultan o no me dejan ver.

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