Estado y periferias en la España del siglo XIX

Tekst
Z serii: Historia #73
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Ello favoreció que arraigara la idea de una disidencia catalana con respecto al Estado. Su entidad y sus bases deben considerarse también un problema histórico. No sólo por la identificación generalizada con la nación española, sino porque la heterogeneidad interna de la sociedad catalana hubo de experimentar un proceso que la condujera hacia un esquema con escasos matices. Había una Cataluña agraria y reticente ante el proteccionismo industrial, del mismo modo que había una Cataluña obrera, ambas capaces de mostrar su propia lógica. No obstante, repetidas veces se impuso una imagen homogénea e identificada con la fábrica de España. Sin duda, la articulación del espacio económico y sociopolítico por parte de Barcelona y la Cataluña industrial se dejó sentir en el conjunto del territorio. Además, los procesos políticos y culturales contribuyeron a forjar y extender una cierta imagen de la periferia catalana, que no puede entenderse como un reflejo de inequívocas situaciones materiales.

Como recuerda Rafael Zurita, el Estado español del Ochocientos se basó en un principio de representación cuyo significado no siempre fue coincidente con la democracia del siglo XX ni precursor de ésta. En todo caso, disponer de un Parlamento se convirtió en un criterio fundamental, aunque no estuviese libre de controversias muy significativas.

La importancia del Parlamento como criterio de legitimidad hace conveniente examinar, no sólo las disposiciones que lo regulaban, sino también las concepciones que enmarcaban su elección y su funcionamiento. Acompañado a menudo de figuras no electivas, este Parlamento incluía la necesaria representación electoral. Sin duda, el hecho de que el liberalismo español surgiera bajo la impronta de la «soberanía nacional» añade peculiaridades en el terreno doctrinal e institucional de la construcción del Estado. Desde el triunfo de la revolución liberal, la normativa establecía un cuerpo de electores caracterizado por la «capacidad» de sus miembros como portavoces de la voluntad política. No se trataba de reconocer derechos a los individuos, sino de delimitar a un grupo del que, en virtud de cualidades discutidas, se esperaba una voluntad representativa a escala local, con capacidad para obtener el apoyo de quienes no tenían derecho al sufragio y, por último, susceptible de enlazar con el interés general. Las elecciones a Cortes se veían como una vía ascendente que podía representar a la sociedad a través de un electorado cualificado según criterios actualizados, compuesto por «clases medias» y claramente significativo a escala local.

Se trataba de una evolución censitaria del principio de la voluntad nacional. Sus protagonistas mostraban el impacto de la movilidad social como fruto de la revolución. Desde las Cortes de Cádiz hasta la época final de la Restauración, el peso de la nobleza tradicional fue especialmente reducido entre los diputados. Por tanto, su significado local, confirmado por el predominio de los distritos uninominales, no puede entenderse como un espacio marcado por la inercia de las jerarquías sociales. Sin duda, en la perspectiva dominante, se aspiraba a una coincidencia en la voluntad política, por encima de controversias. Los elegibles se definían de un modo que subrayaba su reconocimiento en el ámbito local. El peso de ciertos profesionales y de quienes hacían carrera política sugiere el peso que en el protagonismo político tuvo la construcción del Estado nacional, de un modo que recuerda a la «burguesía humanística» de la Italia unificada.[48] Pero los criterios que definían a los electores capacitados eran especialmente controvertidos. La renovación de las influencias sociales y el uso de la libertad de prensa ofrecían importantes ocasiones para la agitación política. Los espacios locales se configuraban también como ámbitos en los que, según se admitía, se ejercían las influencias derivadas de la desigualdad social y de las lealtades políticas, incluyendo el «influjo moral» del Estado. La fuerza de ésta no era un simple hecho estructural o que actuara en una única dirección. Bajo gobiernos moderados, este «influjo» crecía cuando aumentaban las abstenciones. Con los progresistas sucedía lo contrario, por más que el progresismo no insistiera siempre en el desarrollo de la movilización partidista. La misma injerencia del Gobierno, por último, podía ser una palanca que contrarrestara las constricciones socioeconómicas a escala local.

La deplorada «debilidad de los partidos» no puede imputarse sin más a una población supuestamente ajena a la política. Debe entenderse, por el contrario, en el marco de importantes discrepancias sobre cómo traducir en moldes censitarios una representación que, por otro lado, no podía violar sin ser cuestionada unos criterios de respetabilidad política muy amplios, que derivaban de la arraigada noción de la soberanía nacional. En este escenario y hasta la Restauración, desempeñaron un papel importante, alternativo al de las elecciones parlamentarias, las vías de movilización que se apoyaban en los municipios y la Milicia. La voluntad representativa y capaz de incorporar un amplio consenso local podía tratar de manifestarse también al margen del voto, mediante su irrupción en momentos decisivos, incluso en contraposición a las instituciones gubernamentales o representativas.

Hasta la Restauración canovista, por tanto, hubo significativas divergencias en cuanto a los canales de representación parlamentaria. Estas discrepancias, que reflejaban el peso de las formas de politización arraigadas en la España liberal, resultaban comparables con las del liberalismo europeo. El inicio del régimen establecido por Cánovas, argumenta Rafael Zurita, no fue en este terreno una simple continuación, sino el inicio de una nueva fórmula liberal y no democrática, que orientaba los problemas heredados en un nuevo sentido. El retorno al sufragio censitario, en 1878, es destacable por cuanto representaba un paso involutivo, a contracorriente de la trayectoria favorable a la ampliación que se daba en Europa occidental. Al mismo tiempo, se fraguaron algunos consensos básicos que, sin llegar a eliminar el recurso a la movilización, implicaban la tendencia a suplantar al electorado. La aceptación de los empleados públicos como candidatos electorales, en provincias distintas de donde estuvieran destinados, era un hecho importante. Significaba el triunfo de una transacción estable entre las influencias locales y un poder central que en lo sucesivo cambiaría alternativamente de manos.

Estas transacciones entre las renovadas influencias locales y la fuerza de un Estado central, no monopolizada ahora por un solo partido, serían el nuevo cimiento del poder político en la España de finales del siglo XIX. Estos compromisos resolvían, de forma no democrática, la anterior falta de pluralismo en el ejercicio del poder. Al mismo tiempo, sin embargo, restaban dinamismo a estos canales de representación social, al establecer como premisa un alto grado de ficción electoral. La estabilidad deseada se conseguía a partir de una «línea descendente de la política», basada en acuerdos ampliamente compartidos, por parte de un personal político muy diverso. Estos acuerdos tenían efectos restrictivos sobre la opinión y la movilización políticas. Privilegiaban a un personal especializado en los pactos, las coacciones y los favores que hacían posible la estabilidad del sistema. Ello constituía un «capital» imprescindible. De aquí se derivaban consecuencias de signo aparentemente contrapuesto. Por un lado, este escenario favorecía sobre todo a quienes se dedicaban preferentemente a la política, por encima de quienes sólo disponían de poder económico. De ahí que un sector de la historiografía haya podido destacar las distancias entre los políticos y las fuerzas económicas.

Pero, por otra parte, la opacidad del sistema, su recurso al pacto en condiciones de falta de autenticidad, facilitaba que una clase política con una clara tendencia a perpetuarse conectara también con los intereses de los sectores más dinámicos del capitalismo español. Las cambiantes fuerzas burguesas mostraron en esta época, sobre todo, una tendencia a la dispersión local de intereses reivindicativos, al tiempo que mantenían su alejamiento del compromiso político estable. En este fortalecimiento mostraron mayor cohesión y eficacia los intereses industriales que los agrícolas, si bien éstos fueron capaces de formar redes importantes y de retórica desarrollista, que reclamaban su capacidad de actuar como portavoces del conjunto de la sociedad. El resultado predominante fue el auge de influencias poderosas, pero a menudo sectoriales y con demandas de tipo contradictorio.

Las discusiones sobre los vínculos entre las fuerzas económicas y el poder político en esta etapa deben tener en cuenta las trayectorias que experimentaron tanto el capitalismo español como las características y las prácticas del personal político. La tendencia a la cooperación no competitiva entre las fuerzas políticas se produjo al tiempo que, deliberadamente, se relegaba el desarrollo de los mecanismos institucionales de garantías en las elecciones. Acentuando un componente determinado del pensamiento liberal, el consenso mayoritario en el poder minimizó la responsabilidad del Estado en este campo y subrayó, en cambio, la responsabilidad de la iniciativa social para mejorar el grado de transparencia democrática de las instituciones.[49]Se aceptaba en la práctica, como un horizonte estable, un tipo de «representación» política muy alejado de la participación cívica y fraguado a través de los pactos y las coacciones que derivaban tanto del pluralismo político no competitivo y no democrático como de las crecientes desigualdades que generaba la sociedad capitalista.[50]Por otro lado, en este último tercio del Ochocientos, la protesta obrera y popular se concentró sobre todo en las reclamaciones sociales, mientras que predominaba su alejamiento del terreno específicamente político.[51]De nuevo, la especial vía de representatividad social alcanzada por el Estado liberal español a finales de siglo mostraría sus aspectos más divergentes con respecto a la Europa del nacionalismo de masas.

 

Como resultado, cabe cuestionar que la atonía política de la España de finales del siglo XIX fuese supervivencia de una larga trayectoria anterior o fruto necesario del estadio social en que se hallaba el país. La España no democrática de la Restauración, por tanto, podría verse como un estadio que plasmaría algunas de las soluciones posibles, dentro de las tendencias evolutivas del liberalismo político.

LA ACCIÓN DEL ESTADO LIBERAL EN EL DESARROLLO ECONÓMICO

Una de las preguntas planteadas en el inicio del presente trabajo atañe al modo en que el Estado-nación contribuyó al desarrollo capitalista en España. En el siglo de la industrialización europea, ésta es una cuestión central, en tanto que el crecimiento económico tenía una relación estrecha con el grado de cohesión social creado y la propia legitimidad del Estado. Además, fenómenos ligados al desarrollo como la formación de un mercado nacional, la urbanización o la inversión en educación, contribuían en todos los países a reforzar la identidad nacional. Todas estas cuestiones han sido consideradas como síntomas para definir el grado de éxito o fracaso en la trayectoria del Estado. Por ello, resulta necesario estudiar su papel en el terreno de la economía en una época en la que, sin embargo, el liberalismo triunfante postulaba la menor interferencia posible en la libertad de los individuos.

En el caso español, el progreso de la historiografía económica en las últimas décadas ha profundizado en aspectos básicos y ha permitido reformular muchas de las interpretaciones previas. No obstante, estos resultados han tenido una escasa integración en las visiones generales de la trayectoria histórica. La evaluación actual de la acción económica del Estado debería reflejar el cambio producido en los juicios sobre el grado de atraso de la economía española. De la visión elaborada en los años setenta –estancamiento agrario, pobreza generalizada, fracaso industrializador, control extranjero de algunas actividades básicas– se ha ido pasando a interpretaciones mucho más matizadas. En efecto, se han precisado las etapas de crecimiento, las diferenciaciones regionales, así como los modelos sectoriales de la agricultura, la industria, la empresa o la hacienda.

La reconstrucción, siempre polémica, de los indicadores macroeconómicos ha modificado la imagen de un siglo XIX perdido para el crecimiento. Durante la primera mitad del Ochocientos, la coincidencia de un alto grado de inestabilidad institucional, conflictos bélicos externos e internos y pérdida de la mayor parte del imperio colonial hizo que el ingreso por habitante apenas se incrementara. Pese a ello, se ha destacado «el significativo logro que supuso que el nivel de vida no descendiera cuando la población crecía con una intensidad muy superior a la de la segunda mitad del siglo XvIII».[52]Durante el período siguiente, de 1850 a 1883, el Producto Interior Bruto por habitante creció en España más deprisa que la media europea, con lo que la posición española en términos relativos se mantuvo con altibajos, o incluso mejoró, hasta finales de siglo, cuando comenzó a experimentar un retroceso rápido que se prolongó hasta la Primera Guerra Mundial.[53]Estos resultados, por tanto, obligan a valorar los cambios institucionales del segundo tercio del siglo XIX como favorables al crecimiento. Pero, al mismo tiempo, esta trayectoria, que, a largo plazo, no conducía a una convergencia sostenida respecto a la Europa industrializada, no puede calificarse de «normal», como se ha hecho a veces en un movimiento pendular de la interpretación histórica. Además, queda abierta la cuestión de en qué medida el modo de abordar los cambios estructurales durante la época isabelina fue responsable de la lentitud española en incorporarse, más tarde, a la segunda revolución industrial. Para algunos autores, fue en este segundo momento cuando los obstáculos físicos y demográficos (bajas densidades de población), característicos de la economía española, se habrían impuesto frente a los proyectos modernizadores, en un contexto de creciente competencia internacional.[54]

En España, la historiografía no ha abordado como problema específico y con entidad propia el papel del Estado en el desarrollo económico. Las valoraciones predominantes han tendido a señalar un escaso efecto positivo de la acción pública, cuando no un resultado perjudicial para las posibilidades de crecimiento. Este juicio era abrumador en los primeros planteamientos de la cuestión: «El problema básico consistió en la inadaptación del sistema político y social a las nuevas realidades económicas».[55]Y lo sigue siendo en algunas síntesis recientes, en las que se afirma que el Estado liberal en España no fue capaz de desempeñar el papel modernizador que sí cumplieron los de países europeos como Gran Bretaña, Francia o Prusia.[56]En varios aspectos, las opiniones sobre el Estado son contradictorias: se acusa a la acción estatal de una cosa y la contraria. Así, se ha defendido que los gobiernos españoles, durante prácticamente todo el siglo XIX, habrían obstaculizado el desarrollo al ejercer la tutela del mercado. De ello se deduce que habría bastado una acción estatal correcta para obtener un mayor crecimiento y esa acción ausente, según este enfoque, habría consistido en la creación de un contexto adecuado para el despliegue de las relaciones de mercado. En cierto modo, una parte de la historiografía acepta implícitamente el postulado de los liberales del siglo XIX, según el cual el pleno disfrute de los derechos de propiedad y el libre funcionamiento de los mercados habrían asegurado, por sí solos, el crecimiento económico.[57]

Otros autores apuntan que el Estado careció de cualquier proyecto de desarrollo económico a causa de su debilidad y de la incompetencia administrativa.[58]En relación con ello, se ha destacado una propensión permanente –y, por tanto, atemporal– de esos gobiernos a caer prisioneros de los grupos de presión. Se trataría, pues, en la línea de los regeneracionistas y de Azaña, de un Estado «capturado» por las elites, que legislaba e intervenía en beneficio exclusivo de ellas. De ese modo, las buenas intenciones de los ministros podían chocar con la oposición de sectores sociales influyentes y, en esos casos, la conveniencia política inclinaba a atender los intereses privados, aun cuando ello redundara en un crecimiento menor.

Sin embargo, la mayoría de las interpretaciones de la historia económica no han cuestionado la existencia del Estado, ni –por expresarlo al uso de la teoría del crecimiento– tampoco lo han internalizado en sus explicaciones: el Estado preexistiría o se encontraría por encima de la sociedad sobre la que repercutían sus leyes y actuaciones. Por el contrario, aquí creemos necesario atender al modo en que el Estado se iba construyendo, al tiempo que tomaba decisiones de política económica e integraba intereses locales, regionales y sectoriales. Ello implica valorar su grado de autonomía respecto a las elites y los procesos formales o informales de negociación política, para así definir el amplio espacio intermedio existente entre el dirigismo estatal omnipotente y la debilidad de un Estado a merced de las oligarquías.[59]

Por último, resulta también imprescindible valorar la dinámica histórica de la que surgió el nuevo Estado liberal y la manera en que condicionó sus funciones económicas. El arranque de la economía española contemporánea hay que situarlo en el contexto del prolongado período de liquidación del Antiguo Régimen, simultáneo a la pérdida del imperio americano, que redujo el espacio económico a los límites del Estado-nación todavía no consolidado, mientras que la industrialización avanzaba en los países de Europa occidental.[60]La inestabilidad ligada al cambio político del primer tercio del siglo causó una desorganización de la política económica, creó fuertes incertidumbres sobre las reglas de juego para los agentes y afectó a la eficacia de la administración.[61]No sólo hubo quiebra de la hacienda central, sino también de las haciendas locales, de las instituciones de beneficencia, etc. Todo ello limitó el desarrollo económico y condicionó la acción del Gobierno. Los últimos gobernantes absolutistas hicieron «dejación de las funciones básicas del Estado».[62]Las consecuencias fueron desde la incapacidad para mantener el orden público hasta una proliferación del contrabando que empobrecía aún más la Hacienda. Por tanto, uno de los presupuestos iniciales del nuevo Estado liberal fue la necesidad de reconstruir los instrumentos básicos de la política económica. Esta reconstrucción, sin embargo, estaba condicionada por los cambios que se derivaban de la dinámica sociopolítica de esas décadas que, en buena medida, eran irreversibles. Entre ellos, en el panorama actual de la investigación, destacan la caída generalizada en el pago del diezmo, ya antes de su abolición legal,[63]los repartos de tierras y las nuevas roturaciones realizadas ante la quiebra del control de las instituciones políticas tradicionales.[64]La sociedad y la economía se estaban, pues, remodelando antes de que el Estado sancionara los cambios fundamentales en el régimen señorial y en otros ámbitos.

El debate sobre la contribución del Estado liberal al crecimiento económico ha girado en torno a algunas cuestiones principales, que han recibido un tratamiento desigual por parte de los historiadores económicos. En las páginas siguientes las hemos agrupado en tres: la transformación de la Hacienda pública, las actuaciones destinadas a constituir un mercado nacional plenamente integrado y la política de comercio exterior.

En el centro de la acción estatal: la reforma de la Hacienda

Los estudios sobre la Hacienda pública han situado esta temática en el centro de la interpretación global del período, de manera que su trascendencia historiográfica va más allá de sus límites estrictos como objeto de estudio. Desde nuestra perspectiva, su interés tiene una triple vertiente. En primer lugar, la situación de la Hacienda marcaba los límites a los que se enfrentaba el Estado para estimular la economía mediante el gasto público. En segundo lugar, el alcance de las reformas expresa la relación con los intereses de los sectores sociales dominantes, en especial los propietarios, dentro de un amplio margen entre la subordinación y la autonomía. El sistema fiscal que se materializó en la práctica puede interpretarse como un pacto implícito, condicionado por la dinámica política y económica, entre los sectores dirigentes y el Estado. Este consenso dio lugar a un equilibrio en el seno de las elites que se mostraría sólido, puesto que los rasgos básicos de la fiscalidad no cambiarían sustancialmente a lo largo de todo el siglo XIX. En tercer lugar, la cuestión hacendística está vinculada a otros problemas relevantes como las desamortizaciones o las condiciones extremadamente favorables concedidas al capital exterior.

Los estudios iniciales de Josep Fontana han tenido una influencia decisiva sobre la historiografía posterior. Por un lado, se acepta la idea de un Estado liberal condicionado por la herencia especialmente negativa del Antiguo Régimen, lo que se reflejaba en un gravoso endeudamiento público y la pérdida del crédito. La agonía de la Hacienda tenía vertientes que afectaban a la mayor parte del tejido social y político. Así, la escasez de recursos limitaba el tamaño y la eficacia del ejército y la marina, lo que impidió la reconquista del Imperio americano o contribuyó al protagonismo militar en la acción política durante estas décadas. Por su parte, las cargas fiscales que recaían sobre la mayoría campesina de la población, en un contexto de crisis agraria, alimentaron el descontento y la politización popular. Por otro lado, sin embargo, esta visión ha ido acompañada de un juicio no menos severo sobre la reforma tributaria liberal que, en opinión de Fontana, mostró la capacidad de las oligarquías para imponerse al Estado y anular cualquier tendencia hacia una distribución más justa de los impuestos.[65]Del mismo modo que sucede con la interpretación oligárquica de la revolución liberal, también esta concepción de los cambios hacendísticos ha sido matizada por la investigación.

 

En lo que respecta al gasto público, se ha destacado, sobre todo, su limitado alcance. Por un lado, se subraya su baja cuantía: algo menos del 10% del PIB durante la segunda mitad del siglo XIX. Por otro, se destaca la marginación de las partidas que, como enseñanza, sanidad o infraestructuras, constituían bienes públicos con incidencia en la economía. Tampoco habría existido un apoyo directo a la industria, ni inversión en las obras de regadío necesarias para elevar la productividad de la agricultura. Por contra, serían los gastos en defensa, personal y deuda los que habrían absorbido los recursos. Este modelo de gasto se mantuvo durante toda la segunda mitad del siglo y ha sido caracterizado como propio de un «Estado mínimo», que no pudo cumplir algunas de las funciones necesarias para el desarrollo económico.[66]Una característica española en el terreno hacendístico habría sido, según estas versiones, la mala gestión del gasto, marcada por la «empleomanía, los cesantes y el despilfarro», en detrimento de los servicios públicos.[67]Durante mucho tiempo, este enfoque se mantuvo en la historiografía sin más precisiones. En efecto, estos criterios en cuanto al gasto se consideraban congruentes con el carácter social que se atribuía al Estado: en él predominaría, como ya se ha visto al discutir las tesis dominantes, un bloque agrarista, poco interesado en el desarrollo del capitalismo y que no necesitaría «mucho Estado», dado que sus preferencias se limitaban al orden público y a contribuir lo menos posible.[68]

Las limitadas posibilidades de gasto estaban relacionadas con la cuantiosa deuda pública heredada del Antiguo Régimen y constantemente renovada durante todo el siglo XIX. La nueva fiscalidad no resolvió este problema y continuaron siendo necesarios los empréstitos para compensar el déficit. Éste crecía cuando, en momentos de cambio político en los que se cuestionaban determinados impuestos, se reducía la recaudación o cuando aumentaba el gasto, bien para impulsar el ferrocarril, bien para sufragar una política de prestigio exterior, como sucedió bajo la Unión Liberal.[69]El círculo vicioso de déficit permanente y recurso a la deuda pública fue el rasgo más decisivo de la Hacienda española de la época y el que tendría consecuencias más negativas para el crecimiento económico.[70]Por un lado, la carga de la deuda limitaba el margen de gasto. Por otro, las necesidades de financiación del déficit detraían recursos a la industria y la agricultura, en una especie de «efecto expulsión» de la inversión privada.[71]

Otros autores, sin impugnar las magnitudes básicas de la Hacienda, han ofrecido una visión menos negativa de sus resultados. Así, se ha resaltado el cambio que el liberalismo supuso respecto al modelo absolutista de gasto público: aumento de la cuantía, reducción porcentual del gasto militar y del servicio de la deuda y desarrollo de nuevas funciones administrativas que incluían «el fomento de determinadas actividades económicas y sociales».[72]Algunos estudios han considerado que, dados los compromisos en torno a la deuda y la limitada capacidad recaudatoria, debe valorarse la inversión realizada en obras públicas y, en especial, en el ferrocarril.[73]En cuanto a la composición del gasto, parece que el caso español no es muy diferente del de otros países con niveles de desarrollo similar. Frente a quienes insisten en el peso de la deuda en el gasto, algunas cifras comparativas muestran que la deuda por habitante era, en 1871, sustancialmente inferior a la de Gran Bretaña, Francia o Italia.[74]Del mismo modo, el déficit público era moderado en relación con el PIB: apenas sobrepasó el 2% excepto en coyunturas como el Sexenio. En este sentido, las comparaciones europeas han permitido situar el caso español en el contexto de los países de desarrollo tardío: los niveles de gasto por habitante eran en España semejantes a los italianos y ambos casos se encontraban muy por debajo de los de países industrializados como Gran Bretaña. Se ha hecho así evidente que el gasto público es tanto un determinante como un resultado del crecimiento económico,[75] lo cual obliga a interpretar de un modo más matizado el margen de actuación estatal en este terreno.

En último extremo, la causa fundamental del endeudamiento y la limitación del gasto residía en la insuficiencia recaudatoria de la Hacienda. Durante todo el siglo, los ingresos fiscales fueron inferiores a las necesidades de gasto. Ésta es una cuestión importante, porque nos remite a la capacidad para establecer las bases de la política económica y el modo en que ese Estado se relacionaba con los intereses de sectores sociales influyentes. El momento central en este ámbito lo constituye la reforma tributaria de 1845.

Para la historiografía económica, la ley impulsada por Mon y Santillán fue una inflexión en la fiscalidad española. Se homogeneizó la multiplicidad de impuestos característicos del Antiguo Régimen, con la destacada excepción de los sistemas fiscales vasco y navarro; desaparecieron los derechos recaudatorios de instancias privadas, como la Iglesia y los señores, y se puso fin a la enajenación de tributos que se utilizaba como mecanismo de recompensa política; se instauró una mayor igualdad ante el impuesto, tras abolirse la exención fiscal de los privilegiados; aumentó la flexibilidad de los impuestos para adaptarse a las variaciones de la riqueza nacional; se estableció como norma la publicidad del Presupuesto, que quedó sometido a cierta supervisión parlamentaria.[76]En ruptura con el pasado, el Estado monopolizó la fijación y recaudación de impuestos, al tiempo que la reforma tributaria tendió a homogeneizar los territorios mediante impuestos y mecanismos recaudadores comunes.[77]

El análisis sobre la fiscalidad posterior a 1845 ha destacado cuatro cuestiones principales: la existencia de una especie de contrarreforma que alteró muchos de los principios de la ley; las prácticas recaudatorias de la Contribución territorial, que tendrían una gran influencia sobre las relaciones sociales en el campo; la posición de los municipios en el nuevo sistema fiscal y el mantenimiento de particularismos tributarios en el País Vasco y Navarra.

Para muchos autores, el significado inicial de la reforma se vio alterado en un sentido que restringió su alcance y progresividad. Durante su discusión parlamentaria, ya se introdujeron modificaciones de carácter conservador. Así, el impuesto sobre bienes inmuebles, que en los proyectos iniciales recaía sobre la renta de la propiedad –al estilo fisiocrático y ricardiano–, acabó por gravar también, y no sin debate parlamentario, el cultivo y, por tanto, a los arrendatarios. Ello ha sido considerado como un triunfo de los grandes propietarios, que consiguieron la base legal para trasladar una parte del impuesto a los cultivadores.[78]

Tras aprobarse la ley, los grupos sociales implicados criticaron muchas de las nuevas figuras fiscales. Ello daría lugar a lo que algunos autores han denominado una «contrarreforma tributaria» entre 1846 y 1853,[79]que habría ido al compás de la evolución conservadora del sistema político. Conocemos, sobre todo, la oposición de sectores acomodados: propietarios, comerciantes, fabricantes y entidades financieras. En algunos casos, las protestas fueron inmediatas, como el cierre de tiendas de 1845 y los disturbios protagonizados por comerciantes de Madrid o las protestas contra el impuesto de consumos en zonas vitivinícolas de Aragón y Valencia.[80]El Gobierno suprimió algunos impuestos como el de inquilinato, destinado a gravar las rentas urbanas, y modificó los procedimientos para determinar la riqueza imponible en la industria y el comercio. Hubo también oposición a que el Ministerio de Hacienda tuviera control sobre las Contadurías de Hipotecas, en la medida en que ello facilitaba el conocimiento sobre la riqueza de los propietarios.