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Sabe que le avisaron por teléfono de un accidente; que llegó hasta la ex Posta Central; que le comunicaron que había pocas esperanzas; que en redes sociales se publicó que su hija estaba muerta y que todos en su familia sufrieron una mañana con esa noticia falsa; que en algún momento la llevaron a una clínica, aunque él no lo había autorizado; que después de muchos años volvió a rezar todos los días a las 15 y a las 21 horas; que lo acosaron abogados y periodistas; que lloró sin pudor hasta que decidió que derrumbarse no era una opción.

Sabe que tiene pena y rabia, y cuando está solo ruega que quien dañó a Geraldine dé la cara.

—El carabinero que le disparó a mi hija sabe que disparó. Debe haber estado drogado, de alguna u otra forma, porque una persona normal, natural, no actúa de esa manera con nadie.

Le dieron, en los términos que llaman ellos, a quemarropa. Quiero que sea hombrecito, que diga “yo soy el culpable de esto, yo soy mandado, a mí me mandaron a hacer esto”. Que diga quién lo mandó.

El 13 de diciembre el INDH presentó en el Séptimo Juzgado de Garantía de Santiago una querella por homicidio frustrado por los casos de Geraldine y de Héctor Gana. Sobre la muchacha, el texto consigna que según “el relato de testigos, en el lugar había varios piquetes de carabineros de Fuerzas Especiales (FF.EE.) disparando con escopetas antidisturbios y carabina lanza gases de forma directa a la parte superior del cuerpo de los y las manifestantes, en un ángulo de 90 grados (…), aproximadamente a unos 30 o 40 metros de distancia de la víctima”.

La investigación penal la tomó originalmente la fiscal de flagrancia, Débora Quintana, quien afirmó que no existía claridad respecto de qué elemento impactó a Geraldine, solo estableció en primera instancia que se estaba ante un “objeto contundente”. Luego la indagatoria quedó a cargo de la persecutora de Alta Complejidad de la Región Metropolitana Norte, Ximena Chong, quien trabaja hoy en el asunto con las brigadas de Homicidio y de Derechos Humanos de la Policía de Investigaciones. El avance es lento: se busca establecer con precisión científica qué ocurrió con exactitud y para ello es fundamental la ficha médica de Geraldine —para conocer si fueron extraídos de su cabeza trazos de metal o de algún otro elemento— y la declaración de los testigos, muchos de los cuales desconfían de la justicia. En todo caso, ellos informaron a los rescatistas que a la adolescente la había alcanzado una lacrimógena.

En medio de este torbellino judicial que no entiende del todo, Héctor se aferra a las cosas buenas. Hace una semana Geraldine despertó y él le puso un tema de Luciano Pereyra, porque le gusta a ella; y otro de Los Vásquez, porque le gusta a él. Y Geraldine cantó como lo hizo en víspera de Navidad con Yesenia. Sabe que lo que viene es cuesta arriba, posiblemente años de rehabilitación: su hija no ha recobrado la movilidad voluntaria en sus extremidades y a veces no se conecta con quien le habla. En otras ocasiones, sí dialoga y hace bromas, como antes.

—Tengo valor porque mi hija está mejor. Ella está luchando. Yo no podría pagar una clínica como esta. Para eso se tiene que tener mucho dinero y de a dónde. ¡Esa es la desigualdad, poh! Por eso entiendo este período que está pasando, entiendo a los chiquillos, a los estudiantes. Porque ya los viejos no dan más, ellos no están para salir a la calle. Ella me ha enseñado eso con el estallido.

PREMIO CATEGORÍA ENTREVISTA

HABLA POR PRIMERA VEZ LA MUJER QUE DENUNCIÓ POR ABUSOS AL SACERDOTE RENATO POBLETE


María Soledad Vial

27 de enero

El Mercurio

‘“Soy Marcela Aranda Escobar, ingeniero mecánico y teóloga. Soy profesora de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, hago clases de teología y también en el programa de Pedagogía en Religión Católica de la PUC. Soy mamá de una hija que quiero mucho y, además, vivo con mi padre ya anciano. Me siento sobreviviendo con gran esfuerzo, mucha ayuda especializada y el cariño de mis amigos por abusos horrorosos’. Frente a nosotros está una mujer de 53 años, de pelo corto y canoso, pantalón sencillo y blusa blanca, unos pequeños aros turquesa como único adorno. Tatuajes en su brazo derecho y en su hombro izquierdo llaman la atención, son recientes, dice cuando le preguntamos, ‘es parte del proceso, son como mis cicatrices’”.

Así comienza la entrevista que le realizó María Soledad Vial a Marcela Aranda, la mujer que casi 30 años después de ser abusada por el sacerdote Renato Poblete decidió hacer públicos los hechos. La revelación causó un gran impacto, no solo en círculos religiosos, sino en la sociedad toda porque hasta entonces el religioso era considerado intachable y el rostro más conocido del Hogar de Cristo, donde fue capellán mientras estuvo vivo.

Se trata de una larga conversación, con algunos pasajes de descripción, pero que fundamentalmente conducen al lector a interiorizarse de la denuncia a través de las palabras de la entrevistada. En ella, como señalaba Oriana Fallaci, queda de manifiesto que “una entrevista es algo extremadamente difícil, una examinación mutua, una prueba de nervios y de concentración”.

Un momento clave en la entrevista se da cuando la autora interpela a Aranda y le pregunta por qué decidió hacer público su caso. Ella responde:

—Cuando uno hace una denuncia de la envergadura de la que he hecho y del personaje (que se trata), me siento con la responsabilidad de decir que fui yo quien hizo esa denuncia, que la gente perciba la devastación que hay en quien ha sufrido estos abusos, con nombre y rostro concreto. Que vean las huellas del dolor”.

Ganadora en su categoría, los jurados indican que, además de su relevancia, se trata de un golpe noticioso. Indican que es un acierto su exclusividad, producto de que se llevó a cabo al poco tiempo de haberse recibido las denuncias. Sostiene, también, que es un reflejo de los abusos que han ocurrido en torno a la Iglesia, así como un símbolo que tiene como consecuencia un alto impacto en la

ciudadanía.

“Soy Marcela Aranda Escobar, ingeniero mecánico y teóloga. Soy profesora de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, hago clases de teología y también en el programa de Pedagogía en Religión Católica de la UC. Soy mamá de una hija que quiero mucho y, además, vivo con mi padre ya anciano. Me siento sobreviviendo con gran esfuerzo, mucha ayuda especializada y el cariño de mis amigos por abusos horrorosos”. Frente a nosotros está una mujer de 53 años, de pelo corto y canoso, pantalón sencillo y blusa blanca, unos pequeños aros turquesa como único adorno. Tatuajes en su brazo derecho y en su hombro izquierdo llaman la atención, “son recientes”, dice cuando le preguntamos, “es parte del proceso, son como mis cicatrices”.

Acompañada por su abogado Juan Pablo Hermosilla, en su oficina, Marcela Aranda habla por primera vez con un medio de comunicación de las graves denuncias que ha formulado en contra del sacerdote jesuita Renato Poblete Barth (fallecido en 2010). Habla despacio, a ratos tranquila, a veces con voz angustiada. En un momento se quiebra en una voz casi inaudible, cuando intentamos entrar en las situaciones concretas de los abusos que denunció en la Comisión de Escucha instalada en Chile por el enviado del papa, monseñor Charles Scicluna, y que Marcela Aranda ha decidido no revelar —públicamente— hasta que sea requerida por el investigador designado por la Compañía de Jesús.

El sacerdote jesuita dirigió el crecimiento del Hogar de Cristo como su capellán por 18 años y se convirtió en una figura pública, emblema de la solidaridad en el país; hoy el popular parque en

Quinta Normal lleva su nombre. Hace nueve días, en un comunicado, la Compañía de Jesús anunció el inicio de una investigación canónica preliminar a cargo del abogado laico, Waldo Bown, por hechos que se refieren a “delitos y situaciones abusivas entre 1985 y 1993, de carácter grave en el ámbito sexual, de poder y de conciencia” —cuyos detalles están contenidos en su declaración—, denunciados por una mujer cuya identidad no fue revelada y que habría tenido 19 o 20 años en ese entonces”.

Mientras el foco de las investigaciones eclesiásticas estuvo puesto en la sanción al denunciado, la Iglesia no prestó gran atención a los antecedentes que involucraban a un sacerdote en posibles abusos si este ya había fallecido. La crisis que ha sacudido a la Iglesia en las últimas décadas instaló a las víctimas como foco de las investigaciones eclesiásticas, otorgándoles a esos procesos una finalidad de reparación.

—¿Por qué decidió dar esta entrevista y hacer pública su denuncia?

—Cuando uno hace una denuncia de la envergadura de la que he hecho y del personaje (que se trata), me siento con la responsabilidad de decir que fui yo quien hizo esa denuncia, que la gente perciba la devastación que hay en quien ha sufrido estos abusos, con nombre y rostro concreto. Que vean las huellas del dolor.

—Han pasado 25 años desde los hechos que denuncia, ¿por qué lo hace ahora?

—Mira, las víctimas hacemos un proceso muy doloroso y de muchos años, 20, 30, 50, entre el abuso y el momento en que, por fin, logramos poner en palabras el horror que sufrimos. Lo mío, me ha dicho la psicóloga, ha sido una disociación, para sobrevivir, olvidé completamente el período en que fui terriblemente abusada. Mis amigos me dicen que nunca hablé de ese período de mi vida. Inconscientemente borré todo recuerdo, como si esos años nunca hubieran existido, fue una disociación, no una pérdida de memoria.

 

—¿No se acordaba de nada durante esos años?

—No. Eran como años que no hubieran existido. Pero, en realidad, esos hechos estaban allí y aparecían de muchas otras maneras: fuertes bajones, jaquecas, cambios bruscos de ánimo. Y todo eso me hacía sufrir mucho, porque además no sabía por qué era.

—La Iglesia chilena se remeció con el caso Karadima en 2010. ¿Cómo vivió el destape de los abusos de sacerdotes? ¿La remeció también?

—No, fue una noticia más, no me producía nada. Yo vivía bajo los efectos del abuso, pero en otra línea. Creo que fue la única forma que psicológicamente encontré para sobrevivir, pero no significa que esos eventos no estuvieran ahí. Sufrí mucho, porque no sabía lo que era… El abuso te va destruyendo golpe a golpe, va pulverizando todos los niveles de la vida. Sufrí una destrucción afectiva, de mis emociones, de mis relaciones amorosas, de amistad. Mi vida académica, si bien fue un refugio muy importante, una de mis tablas de salvación, me costó una enormidad concentrarme para sacar adelante mi carrera de Ingeniería Mecánica y mi magíster en Teología.

—¿Cómo ha sido su vida afectiva durante estos años?

—Destruyó mi vida afectiva hasta el día de hoy. Nunca pude armar una relación con nadie. Mi capacidad de entablar relaciones personales, de sentir cariño y de sentirse querido quedó totalmente destruida. Edifiqué un muro para defenderme del mundo exterior, pero no solo quedó lo malo fuera, también lo bueno.

El primer encuentro

—¿Cuándo conoció usted al sacerdote Renato Poblete?

—Yo tenía unos 19 o 20 años. Debe haber sido 1984, durante mis primeros años de universidad como estudiante de Física. En esa época tenía mucha inquietud de ayuda social y me acerqué al Hogar de Cristo para ser voluntaria, entusiasta, idealista, me movía mucho el pensamiento del Padre Hurtado.

—¿Por qué decidió estudiar Teología, viniendo de un área tan distinta como la Física?

—Estudiaba Física, pero durante el proceso de discernimiento decidí cambiarme a Teología. Cuando logré salir huyendo de esta experiencia de abuso, salí arrancando de Teología también, y no alcancé a dar mi examen de grado. Comencé a estudiar Ingeniería y me metí en ese mundo; trabajé como ingeniero y el 2006 volví a terminar mi carrera de Teología. Me hizo sentido, porque era un proceso que había quedado abierto, lo hicimos, y después me surgió la idea de seguir el magíster en 2007; no me fue fácil, pero lo conseguí, y el 2013 entré como profesora a la facultad.

—¿Venía de una familia religiosa?

—No, había estudiado en un colegio laico, mayoritariamente luterano, como el Deutsche Schule, mi mamá era católica y ella me acercó a la religión. Me aboqué con todo el entusiasmo juvenil a ayudar en el Hogar de Cristo y me surgió este llamado a discernir una posible vocación religiosa. Es normal como católico que en algún momento uno se pregunte ¿qué quiere Dios de mí? Me recomendaron tener un director espiritual para acompañar ese proceso y me hablaron del capellán Renato Poblete Barth. Me sentí muy honrada cuando aceptó recibirme, era una persona muy conocida. Fui muy confiada a ese primer encuentro, recuerdo que me dio un gran abrazo y me pidió que le relatara mi vida. En algún momento me dijo: “De ahora en adelante, yo seré tu padre y te daré todo el cariño que necesitas”. Fue muy emocionante y me dejó completamente abierta a lo que vino después. Nunca pensé que un deseo y una búsqueda tan noble terminaría en un abuso tan horrible.

—¿Qué vino después?

—No voy a hablar de eso, por ahora. Hasta que no dé mi declaración al investigador que ha designado la Compañía de Jesús, no quiero referirme a los abusos que viví (“La denuncia fue presentada a través de la Comisión de Escucha encargada por monseñor Charles Scicluna y se refiere a delitos y situaciones abusivas entre 1985 y 1993 de carácter grave en el ámbito sexual, de poder y de conciencia”, señaló en su comunicado la Compañía de Jesús).

—¿Pero cómo se fue dando una relación como la que describe y tan larga, de los 19 a los 27 años?

—El abusador es una persona muy astuta, con un manejo impresionante de la psicología humana, pero para la maldad. Tienen la capacidad de percibir dónde está tu fragilidad, por ahí entran y uno no tiene herramientas para defenderse del abuso.

—¿Había algo en ese momento que la hiciera vulnerable?

—Tenía relaciones complejas con mi familia, no quisiera entrar en mayores detalles, por respeto a ellos, pero había situaciones complicadas en el hogar que me tenían vulnerable frente a la figura paterna, sobre todo. A medida que van transcurriendo los hechos de abuso, uno va quedando completamente atrapado, comienza a perder la noción de lo que está bien y lo que está mal, pierde la voluntad, la libertad. Uno se transforma en un esclavo de la voluntad del otro.

—¿Esos hechos de abuso comenzaron después de que usted inició la dirección espiritual? ¿Cómo fue ese proceso?

—Sí, por ahora, no quiero referirme a los hechos concretos del horroroso abuso sexual y de conciencia que sufrí durante todos esos años, porque aún no he declarado ante el abogado que investiga a los jesuitas.

—¿Buscó ayuda durante todos esos años, conversó con alguien de lo que estaba pasando? ¿Cómo terminó esa relación?

—Fue muy difícil, fue una huida. No quisiera hablar de eso hasta que hable con el investigador, es un tema muy delicado, porque estamos hablando de potenciales testigos.

—¿Hay personas que pudieron saber o darse cuenta de lo que pasaba?

—Puede ser que sí, esa es la responsabilidad de investigar lo que pasó.

Las conferencias en la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Chile

Marcela Aranda cuenta que el año pasado, “me empecé a obsesionar con las noticias que surgieron sobre nuevos casos de abusos por parte de sacerdotes en la iglesia. Me daba cuenta de que no podía dejar de pensar en eso, de hablar de los casos, sentía un dolor enorme”.

Como profesora de la Facultad de Teología de la PUC, en mayo recibió una invitación para asistir a un encuentro con el médico James Hamilton, uno de los denunciantes del sacerdote Fernando Karadima, quien les hablaría sobre los efectos de los abusos en la vida de las víctimas. “Me produjo un malestar físico y emocional tremendo”, afirma, “no fui capaz de ir a escucharlo, aunque quería”.

Pocos meses después, en octubre, recibió una nueva invitación para una segunda reunión, esta vez con el abogado Juan Pablo Hermosilla, quien hablaría con los profesores de Teología de la Facultad en la Universidad Católica de Chile sobre “la renovación de las estructuras eclesiales que finalmente han propiciado el abuso”.

—¿Decidió ir a ese encuentro? ¿Qué pasó entonces?

—Se me abrió la herida, sentí una angustia que no podía controlar, no entendía qué me pasaba. En mi desesperación llamé a mi colega y gran amigo, el sacerdote Rodrigo Polanco, y le expliqué que necesitaba hablar con él. Quedamos de hacerlo el 15, un día antes del encuentro con Juan Pablo Hermosilla, pero el día anterior brotaron en mi memoria los más horrorosos recuerdos del abuso sexual sufrido y colapsé psicológicamente. Entonces volví a llamar a Rodrigo para que conversáramos de inmediato. Durante toda esa tarde del 14 de octubre fui, poco a poco, poniendo en palabras los más espantosos y dolorosos eventos del abuso que hasta ese momento lograba recordar.

El proceso de recordar es como si te volvieran a abusar, revivir el abuso sexual con todo el dolor y el horror que implicó. Recordar es muy liberador, pero al mismo tiempo, terriblemente devastador.

Es un proceso duro, doloroso y siempre lo invade la angustia de que, tal vez, no lo logre. Una vez le dije a Rodrigo: “Si no logro sobrevivir… cuenta mi historia”, termina casi inaudible, se quiebra. Toma agua y esperamos unos segundos para continuar su relato.

—¿Qué pasó en el encuentro con el abogado Hermosilla y sus colegas de facultad?

—Fui al encuentro con Juan Pablo Hermosilla, no tenía nada decidido, pero le pedí a Rodrigo que se sentara al lado mío, y cuando el abogado comenzó a hablar de ejemplos concretos de abuso, muy impactantes, sentí cómo me iba reflejando en esas historias, en esas estructuras de abuso, de eventos abusivos. Cuando se dio la palabra para intervenir, sentí la necesidad de compartirlo con esa veintena de colegas. No me acuerdo de nada, de hecho, ellos me han contado lo que dije.

—¿Y qué dijo esa primera vez que habló de su experiencia en público?

—Dicen que di las gracias a Juan Pablo, hablé de que me sentía muy adolorida, por lo que contó de otras víctimas y que sentía su dolor en carne propia, dije que yo también había sido abusada sexualmente por un sacerdote. La reunión colapsó, se produjo un silencio, Juan Pablo tomó la palabra, me acogió y me dijo algo que me quedó grabado: “De esto se puede salir y salir bien, hay esperanza”. En una verdadera procesión, mis colegas se acercaron con gestos de cariño y apoyo que todavía me emocionan, uno a uno. Sentí que más allá de una comunidad académica, somos un grupo humano capaz de acoger una experiencia así. Esa fue la primera vez en mi vida que hice pública mi experiencia de abuso.

—¿Qué pasó en la facultad después de su testimonio?

—El decano Joaquín Silva no estuvo en ese encuentro, pero fue informado, y al día siguiente se me acercó, me acogió, me dio todo su apoyo y me dijo que me iba a acompañar. Un par de días después hablamos muy largo, le relaté todos los hechos y me dio todo su apoyo personal e institucional, y me ofreció dejar temporalmente mi actividad académica, porque se me estaba haciendo insostenible.

La otra autoridad con que hablé y que tuvo una acogida muy importante fue el rector de la Universidad Católica, doctor Ignacio Sánchez. También me recibió, me dio todo su apoyo personal e institucional. Se imaginará lo importante que es para mí, en momentos que uno piensa que no va a salir adelante. Se constituyeron en la fuerza que yo no tengo; soy una persona de una extrema fragilidad desde que tengo memoria, el abuso ha sido parte de mi vida. Ellos me aseguraron que se comprometían conmigo hasta el final. Y eso me da esperanza.

—¿Ha seguido en contacto con ellos?

—Sí, en contacto muy estrecho y lo agradezco muchísimo.

La denuncia

“Ahí comenzó un proceso muy doloroso, siempre apoyada por mi amigo Rodrigo Polanco”, sigue relatando Marcela Aranda. “Empezaron a emerger otros recuerdos desordenados, muy intensos y que me fueron desgastando cada vez más”.

En noviembre decidió acercarse a Juan Pablo Hermosilla, el abogado que ha acompañado a los tres principales denunciantes del caso Karadima y que es director de la Fundación para la Confianza creada por uno de ellos, José Andrés Murillo. “En varias reuniones, en esta misma oficina, le relaté los abusos (…). Me quebré muchas veces, no es fácil reconstruir los hechos, no solo por la carga emocional, sino porque los recuerdos no emergen linealmente”.

“En conjunto decidimos iniciar una denuncia eclesiástica en la oficina de escucha que monseñor Scicluna dejó en Chile. Nos recibió una de las encargadas, Josefina Martínez, le entregué mi relato escrito y hablamos casi dos horas, ahí quedaron estampados los abusos horrorosos a los que fui sometida por tantos años. A cambio recibí un cariño, una acogida, sentí que ella sentía mi dolor”, recuerda Marcela Aranda de su visita a la psicóloga. Ella es una de los cinco integrantes del Consejo Nacional de Prevención de Abusos y Acompañamiento a las Víctimas —organismo de la Conferencia Episcopal— que el enviado papal y hoy secretario adjunto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Charles Scicluna, designó para acoger y escuchar las denuncias de abuso que él no pudo recibir personalmente, durante la segunda visita que realizó a Chile junto al sacerdote Jordi Bertomeu en junio pasado.

—¿Por qué hizo una denuncia eclesiástica y no recurrió a la justicia civil?

—Me anima buscar verdad y justicia, soy parte de la Iglesia y responsable por ella también. Soy profesora de teología y sigo siendo católica con todas las dudas que me han invadido, las faltas de confianza, la rabia. Obviamente que estos hechos me cuestionan mucho la fe y la confianza. El abuso no destruye una parte de uno, te destruye entero, incluida la fe. Quería que fuera la Iglesia a la que pertenezco la que primero acogiera mi denuncia y tuviera la oportunidad de investigar, transparentar y sancionar estos terribles abusos de que fui objeto.

 

—¿Ha tenido algún encuentro con la Compañía de Jesús, la congregación a la que perteneció en vida el sacerdote Renato Poblete?

—Es parte del proceso de la oficina de escucha. Mi denuncia inmediatamente gatilla un protocolo que la hace llegar a la congregación a la que perteneció el acusado; en este caso, el jesuita Renato Poblete Barth. En esta misma sala me reuní con el provincial Cristián del Campo y con un miembro de su consejo, porque ellos me pidieron una reunión.

Marcela Aranda no menciona el nombre. Sin embargo, otras fuentes confirmaron a El Mercurio que fue el jesuita Gabriel Roblero, quien acompañó al provincial de la Compañía de Jesús en Chile a la reunión.

—¿Cómo fue esa conversación? El sacerdote Renato Poblete fue una figura pública y muy emblemática para los jesuitas en Chile.

—Fue un buen encuentro. Desde el primer instante que aparecí en la sala, ellos me acogieron, me dijeron que estaban primero conmigo y que ya han iniciado un proceso de investigación que procurará ser lo más acucioso, lo más transparente posible. Aquí no se trata de enjuiciar a un muerto, aquí se trata de que la Compañía de Jesús tiene la oportunidad de revisar qué pasó para que alguien sufriera el abuso que yo sufrí por tantos años y nadie hiciera nada, como si nadie hubiera visto ni oído nada.

—¿Cuál es su objetivo al hacer esta denuncia? ¿Qué espera al iniciar un camino que es largo y difícil?

—En primer lugar, con esta denuncia y al mostrarme públicamente, busco verdad y justicia. Eso es indispensable para mi sanación personal y para que yo pueda empezar a vivir de una manera humana y digna. En este momento, yo solo sobrevivo. Quiero también que otras mujeres puedan hacer un proceso, aunque doloroso y difícil, pero sanador como el mío y se animen a denunciar los abusos recibidos. Y espero que sea una oportunidad única para la Compañía de Jesús después de todo lo que ha pasado en la Iglesia, de poder realizar ellos una investigación transparente, diligente y completa que permita comprender cómo algo tan espantoso pudo ocurrir durante tantos años y, tal vez, pueda seguir ocurriendo en muchas partes aún. Se tienen que asumir todas las responsabilidades que hubo. Por último, de verdad me gustaría que esto ayudara, junto a tantos otros casos, a propiciar una gran corriente de reflexión para que nunca más en la Iglesia y en la sociedad vuelva a ocurrir algo tan horroroso.

—¿Descarta hacer, luego de este proceso, una acción en el ámbito civil?

—No lo he descartado. Lo he pensado, pero primero quiero ver cómo avanza y qué resuelve la investigación eclesial.

—Desde que la Compañía de Jesús informó del inicio de su investigación ha habido reacciones, han hablado otros jesuitas, ¿cómo las ha recibido?

—No leo la prensa, tengo prohibición de mis terapeutas de hacerlo. Tengo solo referencias.