Política y movimientos sociales en Chile. Antecedentes y proyecciones del estallido social de Octubre de 2019

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El Plebiscito de 2020 y sus proyecciones

No es una exageración si se dice que el Plebiscito realizado el 25 de octubre en Chile es para este país uno de los hitos más importantes de toda su historia. Por primera vez se sometía a la ciudadanía a una consulta sobre la Constitución vigente y la posibilidad de su reemplazo por otra, y que esta otra fuera realizada a través de un órgano con participación ciudadana.

La primera pregunta que se debía responder era si se aprobaba o rechazaba la idea de una nueva Constitución (explícitamente no una reforma, sino nueva) y qué organismo debiera redactarla. La segunda era la opción entre una Convención Mixta, mitad parlamentarios, mitad ciudadanos elegidos, o Convención Constitucional, que significaba que todos los y las constituyentes serían elegidos/as en votación directa. Pero si el Plebiscito era de por sí un fenómeno extraordinario, los resultados le confieren el carácter de momento fundacional que abre un proceso constituyente inédito en el mundo en algunos rasgos, como la paridad de género en la integración de la Convención Constitucional. Votaron 7.562.173 personas, que constituyen el 50,9% del electorado. Para la primera cuestión, votó por el Apruebo el 78,27%; por el Rechazo, 21,73%. En la segunda, por la Convención Constitucional 78,99% y por la Convención Mixta 21,01%. Cabe señalar, entre los rasgos salientes de estos resultados, respecto de la participación, que se trata, en números absolutos, de la mayor participación de la historia, con el porcentaje más alto desde que se instaló el voto voluntario en 2012, todo ello en medio de la pandemia, con una importante participación de jóvenes y de los sectores populares (rompiendo en este caso las tendencias históricas del voto voluntario).

De los resultados, destaquemos que las opciones Apruebo y Convención Constitucional ganaron en todas las regiones del país y perdieron solo en cinco comunas. Exceptuando una pequeña comuna del norte y de la Antártica, las otras tres corresponden a las de mayor nivel de ingreso y condiciones de vida y de concentración de poder del país. En el mundo popular la victoria de estas dos opciones fue aplastante.

El primer significado del Plebiscito es la confirmación masiva de una mayoría social inédita por cauces político-institucionales que rechaza el orden consagrado en la Constitución, del que ella aparece como garante y como símbolo. El segundo significado, expresado en la respuesta a la pregunta del órgano que redacte la nueva Constitución, es que esa mayoría social rechaza también que sean los representantes políticos tradicionales los que realicen los cambios a través de una nueva Constitución.

Ambos significados apuntan en el sentido de la problemática analizada en este libro, cual es de los horizontes de los movimientos sociales y su relación con la política. Por un lado, la búsqueda por parte de todos ellos de un nuevo orden económico, social y cultural, y por otro, una nueva forma de articulación con la política que será sin duda diferente al modelo clásico en Chile en la relación entre partidos y actores sociales. Así, en esta época de ruptura es posible que asistamos a una relación en que los movimientos y movilizaciones se expresan autónoma y críticamente respecto de los actores políticos, incluso en forma de rechazo. Estos últimos responden frente a la crisis social y el movimiento se involucra en la solución institucional, pero manteniendo su autonomía y crítica para redefinir la situación de acuerdo con sus propias demandas. Pasamos de un modelo de imbricación entre política institucional y actores sociales a un modelo de intermitencia crítica en esta relación. Si ella será la forma permanente que adquiera la relación entre política y sociedad o asistimos a un momento fundacional de nuevas relaciones es la gran pregunta del futuro para la democracia chilena, y en ello el proceso constituyente y la presencia de la sociedad en él jugarán sin duda un papel determinante.

1 Este libro contó con la valiosa e imprescindible participación y colaboración de Claudia Gutiérrez Villegas, tanto durante el trabajo realizado en los talleres como en la revisión y edición de todo el material que se presenta, y en la preparación de la información para esta introducción.

2 En lo que sigue utilizo material de la conferencia dictada en el Simposio organizado por la Escuela Galán para el Desarrollo de la Democracia y Diario El Tiempo: «Movilización y malestar social en el mundo y en Colombia. Raíces y Perspectivas». Bogotá, Colombia, 12-13 Marzo 2020.

Parte 1 Los movimientos sociales y su rearticulación con la política

¿Es posible la articulación entre movimientos sociales y partidos políticos en el mundo contemporáneo?

Juan Pablo Luna3

Introducción4

Los cientistas políticos repetimos como mantra que los partidos políticos son necesarios para la democracia. Tome cualquier libro sobre partidos y probablemente encontrará alguna referencia a la siguiente frase del libro Party Government, publicado en 1942 por E. E. Schattshneider: «Los partidos políticos crearon la democracia y la democracia moderna es impensable sin partidos políticos». En dicho texto, el autor también señala que los partidos no pueden ser pensados meramente como la coalición electoral que votó por un candidato determinado: «El Partido Demócrata no es la asociación de 27 millones de votantes que en noviembre de 1940 votaron por el Sr. Roosevelt», puntualiza. Según Schattshneider, y la gran mayoría de la ciencia política, los partidos son más que una coalición ocasional de candidatos a cargos públicos5.

Reconozcamos que la democracia representativa, en ausencia de partidos programáticos y relativamente estables, funciona mal. El problema es que «querer no es poder». Armados con aquel dogma los cientistas políticos hemos analizado Latinoamérica, esperando que los países que no contaban con sistemas de partidos institucionalizados los desarrollaran. Al mismo tiempo, hemos subrayado y ensalzado la estabilidad y la estructuración del sistema de partidos chileno, el cual se convirtió en un modelo para la región6, en ocasiones junto al de Costa Rica y Uruguay. Los más intrépidos, por ejemplo, varios organismos multilaterales y agencias de cooperación internacional estimularon la introducción de reformas electorales buscando reproducir modelos como el chileno en países con sistemas «más problemáticos». Y es que en comparación con lo que ha pasado en otros casos, Chile aún les parece a muchos el paraíso de la institucionalización, la seriedad y la buena política pública. Aquí argumentaré que esta visión se basa en un sesgo fundamental. Lo que no quisimos ver es que Chile (y también Costa Rica y Uruguay) se parecían más al pasado que al futuro7. En este sentido, los jóvenes de hoy vivirán en sistemas políticos en que los partidos políticos, como los entendemos hoy, serán una especie en extinción.

Más allá de su potencial heurístico, también me parece miope pensar las últimas décadas de América Latina en torno a dos claves hoy predominantes en el análisis político: la de una alternancia entre giros ideológicos (de derecha a izquierda, y de izquierda a derecha), y la de una yuxtaposición entre «populismos» y regímenes institucionalizados. Aunque muy populares y con cierto potencial heurístico, ambas claves oscurecen, en mi opinión, la crisis estructural de la representación política en la sociedad contemporánea. Dicha crisis es el mínimo-común-denominador que subyace a la sintomatología que emerge en el contexto de alternancias entre «izquierdas» y «derechas» y entre equilibrios «institucionalizados» y «populismos».

En este documento analizo, muy esquemáticamente, las vías posibles de articulación entre movimientos sociales y partidos políticos en el mundo contemporáneo. En breve, afirmaré que dadas las características de los movimientos sociales actuales (más bien, de la movilización social) y las de los vehículos electorales hoy en boga (léase, los equivalentes funcionales de los viejos partidos políticos), dicha articulación es poco probable y, de lograrse, está destinada a la corta duración.

En función de mi conocimiento superficial sobre la realidad de los movimientos sociales, el texto se centra especialmente en analizar los desafíos que hoy enfrenta la estructuración de representación política legítima en nuestras sociedades. El resto de este artículo se estructura en torno a cinco secciones. La primera, argumenta que el caso de Perú constituye un buen heurístico para pensar el futuro de los partidos políticos en la región. La segunda, identifica una serie de factores que complican la tarea de quienes buscan crear y sostener partidos políticos programáticos e institucionalizados. La tercera sección pone en relación las dinámicas emergentes con el déficit de legitimidad que hoy enfrentan los sistemas de representación democrática en la región, y crecientemente en el mundo. Allí se argumenta que los sistemas políticos de la región enfrentan el enorme desafío de intentar generar legitimidad, lo que necesariamente supone la capacidad de sincronizar los tiempos políticos y de la política (si se quiere, los tiempos objetivos), con las necesidades subjetivas de los ciudadanos.

Finalmente, con el telón de fondo que estructuro en base a investigaciones y publicaciones previas, especulo sobre tres vías posibles de articulación entre partidos y movimientos, haciendo referencias esquemáticas a casos contemporáneos. Esquemáticamente señalo allí las principales promesas y limitantes de cada tipo. Al igual que el resto del artículo, concluyo argumentando que no hay soluciones fáciles (i.e. ajustes de los incentivos que estructuran las reglas de juego institucionales; fórmulas probadas de rearticular a partidos y movimientos sociales), en el marco de la crisis que hoy enfrenta la representación política en sociedades liberal-democráticas.

 

Perú como heurístico de un futuro «sin partidos»

Perú es tal vez el caso que ilustra mejor el fracaso de la ciencia política en dar cuenta de esta realidad. Desde la transición a la democracia (post-Fujimori) en 2000, los expertos en el sistema político peruano se han quejado de la ausencia de partidos y, como resultado de eso, del mediocre funcionamiento de la democracia (Levitsky & Cameron, 2003). Pese a ese reclamo, el Perú actual es un caso que ilustra que la democracia sí puede funcionar por muchos años, sin generar partidos políticos que sean más que una coalición ocasional de liderazgos individuales (Zavaleta, 2005). Incluso muestra que no hay incompatibilidades graves entre una democracia sin partidos y la capacidad de crecer económicamente y manejar con relativa eficiencia las finanzas estatales8.

Perú también ilustra, incluso antes de la elección parlamentaria de 2016 en la cual aumenta a niveles inauditos la fragmentación política, que el vacío de poder que genera la atomización del sistema de partidos no necesariamente conduce a la aparición de liderazgos populistas, como ha sucedido en los casos más resonantes en la región. Pero también sabemos que las democracias sin partido no están exentas de problemas institucionales serios. Solo a modo de ejemplo, identifiquemos tres que prevalecen en el Perú actual. Primero, las elecciones se definen usualmente a último minuto, en base al éxito relativo de los candidatos en las encuestas preelectorales. Ese éxito, y el fracaso de los que van quedando en el camino, define alianzas y apoyos coyunturales que terminan en movimientos electorales (muchas veces motivados por sentimientos negativos o «anti»), que definen la elección (Muñoz, 2018; Meléndez, 2019).

En este marco, los recursos con que cuenta cada candidato para marcar en las encuestas son clave. A modo de ejemplo, César Acuña, un político con fuerte base electoral en el norte del país (donde es dueño de tres universidades que le han dado renombre y una base social a movilizar en la zona), logró hacer sombra en la pasada campaña electoral presidencial a la mayoría de los candidatos que en ese entonces pujaban por convertirse en «la» alternativa a Keiko Fujimori. Antes de la elección, Acuña fue dudosamente inhabilitado por parte del Jurado Nacional Electoral, abriendo campo a dos candidaturas radicalmente opuestas en su plataforma programática: las de Pedro Pablo Kuczynski y de Verónika Mendoza. Lo único que compartían las candidaturas de Kuczynski, Mendoza y Acuña era su capacidad de convertirse en la alternativa viable a la de Keiko Fujimori, heredera del único aparato político con semblanza de partido político existente en el país (Meléndez, 2019).

La elección se definió por pocas décimas en un sprint final con definición fotográfica. En un año negro para las encuestadoras en todo el mundo, las de Perú no se han equivocado, tal vez porque aprendieron a trabajar en un contexto en que los partidos, como los conocíamos, ya no existen. Es interesante notar que los presidentes que resultan electos apoyados por movimientos coyunturales (algunos comenzaron con encuestas que les daban un dígito y terminaron convirtiéndose en «el mal menor» para una mayoría coyuntural en la segunda vuelta), tienen más dificultades para gobernar que para ser elegidos. Comienzan siendo muy populares, se desgastan muy rápido, alcanzando niveles de popularidad muy bajos, y finalmente, en los últimos meses de gobierno tienen un alza leve.

Segundo, el Congreso Nacional presenta tasas de rotación comparativamente altas. En la elección parlamentaria de 2016, 54% de los congresistas intentó la reelección y solo el 24% la logró (JNE, 2016). Aunque ciertos niveles de renovación son bienvenidos, una alta rotación complica mucho la calidad de la gestión legislativa. Esto se agrava porque las bancadas partidarias simplemente se dividen y fragmentan a poco andar del período de gobierno. Los «camisetazos» (cuando un congresista electo por un partido se cambia de bancada) se han vuelto muy difíciles de cuantificar en el caso peruano.

Frente a esta inestabilidad de las bancadas partidarias, algunos analistas peruanos argumentan que se han conformado sólidas bancadas –políticamente transversales–, cuyo denominador común es representar los intereses de quienes financian sus campañas. El dinero que alimenta estas bancadas no viene solo de empresas legales, sino de financistas vinculados a economías ilegales. A modo de ejemplo, Ricardo Soberón, exdirector de Devida (la organización estatal a cargo de la represión del tráfico y consumo de droga en el Perú), me dijo en una entrevista que en la última legislatura peruana la «narco-bancada» (formada por unos diez legisladores de distintos partidos, financiados por dineros ligados al narco) mostró niveles de cohesión interna al votar temas relativos a la regulación y represión de dicha actividad que cualquier partido envidiaría9.

Tercero, el sistema de partidos peruano también registra niveles extremos de desnacionalización. Se entiende por desnacionalización una situación en que los partidos nacionales dejan de controlar la política subnacional, siendo reemplazados por referentes y partidos locales, perdiendo así el control central sobre el territorio y las instituciones. De alguna manera esto es natural, dada la debilidad de los partidos políticos y la introducción de reformas descentralizadoras. Como resultado, de los 25 presidentes regionales elegidos en la última elección de 2014, solo cinco responden a «partidos» nacionales. El resto representa a movimientos independientes (muchos de ellos personalistas) o colectivos regionales.

A nivel municipal y distrital (alcaldes provinciales y alcaldes distritales), la presencia de representantes de partidos nacionales también es sumamente escasa. En este contexto, se han dado dos fenómenos complementarios que vale la pena mencionar aquí. Junto con las reformas descentralizadoras, se introdujo en Perú el mecanismo de revocatoria de mandato. De acuerdo con un estudio de la politóloga Yanina Welp, entre 1993 y agosto de 2013 más de cinco mil autoridades regionales y municipales fueron sometidas a revocatoria de mandato en Perú, y más de mil setecientos fueron revocadas por el voto popular (Welp, 2013).

En definitiva, a nivel local Perú ha registrado la desaparición de los partidos políticos tradicionales, la emergencia de liderazgos personalistas y de movimientos regionalistas que, en varios casos, no son más que un vehículo para liderazgos individuales, y una situación de inestabilidad y vacío de poder a causa de la epidemia de revocatorias. Alternativamente, ese vacío de poder fue llenado por liderazgos locales autoritarios, sin que el Estado central pudiese poner coto rápidamente a la situación. En este contexto, los partidos nacionales no tienen miras de reconstituirse en las arenas regional y local.

Mientras tanto, la agenda cotidiana está pautada por la irrupción permanente de conflictos sociales y políticos particulares, los que nunca logran vertebrarse en movimientos capaces de impulsar reformas de fondo y más allá de un plano local o funcional muy restringido. Eso, hasta que la nueva campaña electoral irrumpe en la agenda y un sinnúmero de posibles candidatos comienza a competir para llegar a números de dos dígitos en las preferencias del elector.

¿Por qué es tan difícil crear y sostener partidos políticos hoy?

La institucionalidad democrática, al igual que la legitimidad, se estructura fuertemente sobre la base del tiempo. Examinemos, por ejemplo, las elecciones presidenciales. Si seguimos la conceptualización del politólogo Juan Linz (1998), las elecciones generan mandatos, y en un régimen presidencialista, los elegidos (idealmente en base a un programa de gobierno) tendrán cuatro o cinco años para realizar dicho mandato o persuadirnos de las dificultades que les impidieron cumplirlo antes de tener que someterse nuevamente a evaluación en las urnas. En este nuevo ciclo electoral, la ciudadanía evaluará al gobierno y decidirá darle continuidad u optar por la alternancia.

Esta concepción de «la rendición de cuentas» está en la base de la institucionalidad de la democracia liberal y, sin embargo, se ha vuelto increíblemente anacrónica. Los problemas que ha enfrentado España para formar gobierno durante el 2016 demuestran que el parlamentarismo, como una solución alternativa, probablemente también se ha quedado corto. ¿Qué ha sucedido?

Una explicación plausible es que los tiempos sociales y políticos se han comprimido brutalmente. Las «lunas de miel» de los nuevos gobiernos probablemente sean hoy más breves y frágiles que en el pasado. Cualquier escándalo que se viralice en las redes sociales alcanza para acortar el período de gobierno que la ciencia política reconocía como clave para asentar a un gobierno y avanzar en su programa. Las redes sociales y la irrupción de lo que Bauman (2013) popularizó como la «modernidad líquida» tienen sin duda un impacto significativo en la compresión temporal. Solo a modo de ejemplo, mientras usted lee este párrafo se han publicado sólo en Twitter 30.000 comentarios a nivel global, varios de los cuales tienen contenido político.10 Dada la penetración de las redes sociales en la vida de los jóvenes contemporáneos, es dable esperar que la «liquidez» de la política, y los fenómenos que a ella se asocian, aumente con el paso del tiempo. A través de su accionar en las redes sociales, los jóvenes de hoy pueden ser muy políticos, pero al mismo tiempo pueden «ser políticos» sin involucrarse en organizaciones políticas tradicionales.

Otros procesos sociales son también clave para entender los contornos actuales de la política. La irrupción de las encuestas y la medición permanente de la popularidad de actores y propuestas también comprime el tiempo. En la política del pasado, los líderes buscaban implementar su programa y trabajaban con un elenco de su confianza. Si bien recibían señales mediante la penetración social que poseían sus aparatos partidarios desplegados en el territorio, dichas señales llegaban con filtros, con sesgos, y eran en todo caso menos nítidas que el porcentaje de aprobación obtenido en la medición semanal. Como en la industria televisiva en que se pasó del rating mensual al people meter por segundo, y los productores deben hoy maximizar los picos de audiencia improvisando al minuto, los políticos deben «marcar» bien en las encuestas y sostener su popularidad con frecuencia semanal. Entonces, no cuesta mucho imaginarse al otrora «segundo piso» racional y cerebral en una continua crisis ansiosa.

Si la compresión temporal es relevante, también lo es la segmentación territorial y socioeconómica del electorado. Dada la fuerte desigualdad económica que predomina en América Latina, los ciudadanos de distinto nivel social viven en universos paralelos. Eso permite a los partidos desplegar estrategias electorales distintas y a veces contradictorias en los distintos sectores sociales, y al mismo tiempo lograr ser competitivos en todos (Luna, 2014). En otras palabras, los partidos políticos son capaces de implementar estrategias altamente segmentadas con el objetivo de movilizar electoralmente a distintas bases sociales, particularmente en contextos de alta desigualdad social. Aun en sociedades menos desiguales, la llegada del big data a las campañas electorales ha abierto, más recientemente, múltiples oportunidades adicionales para la segmentación y microsegmentación de públicos11.

Así, un mismo partido puede proveer bienes públicos en un distrito, deteriorarlos en el otro distrito y ser electoralmente competitivo en ambos, si logra llegar al electorado en función de distintas estrategias de campaña que funcionan bien en cada contexto particular. Si la sociedad se encuentra fragmentada (con muy poca comunicación entre las distintas clases sociales y ámbitos territoriales), y los partidos logran simultáneamente segmentar y armonizar sus estrategias electorales, ni la prensa ni los votantes se darán cuenta de que los partidos llevan discursos distintos y a veces contradictorios a los diferentes públicos. En contextos de alta desigualdad y segregación social, esto último es posible incluso si los distritos son colindantes y están separados solo por unos pocos kilómetros. En muchos casos, el orden institucional refuerza la segmentación socioeconómica y territorial de la población. Por ejemplo, el hecho de que haya distritos marcadamente de pobres y otros marcadamente de sectores altos facilita a los partidos que usen distintos discursos y estrategias.

 

La aguda segmentación que hoy exhiben las campañas electorales da cuenta de la desaparición casi completa de lo que alguna vez caracterizó a los partidos: una plataforma programática, una identidad partidaria, un mensaje claro hacia los votantes. Las personas se pueden preguntar hoy en qué cree un partido que, por ejemplo, le habla a la élite de la urgencia de flexibilizar el trabajo, pero que en los distritos populares donde viven las personas cuyo trabajo será flexibilizado, compite en función de otras temáticas y estrategias de campaña, sin hablar de la flexibilización laboral.

Algo crucial, sin embargo, desaparece en medio de esta oferta concreta y segmentada. La construcción de partidos programáticos, capaces de articular plataformas y liderazgos que logren forjar coaliciones sociales amplias (más allá de regiones, circunscripciones, distritos, y municipalidades particulares), es fundamental para superar los desafíos de la representación política en contextos de alta desigualdad. Los partidos políticos programáticos también han proveído, históricamente, de canales para la captación, formación y promoción de juventudes políticas. Sin ellos, es difícil pensar en la capacidad de los jóvenes de insertarse con éxito en la vida política institucional.

Un tercer factor, el ascenso de los ciudadanos monotemáticos, constituye también un rasgo predominante en la actualidad (Luna & Vergara, 2016). En los años ochenta y noventa, los analistas europeos manifestaban preocupación por el ascenso de los partidos de un solo asunto (los partidos verdes eran el caso más claro en ese contexto). Los viejos y estructurados sistemas de partidos europeos se veían desafiados por la emergencia de partidos muy radicales (intensos), pero preocupados por una agenda muy restringida (en el caso de los verdes, la política medioambiental). Actualmente, los intensos se han atomizado aún más: ya ni siquiera construyen partidos de un solo asunto. Se organizan cada vez más en red. Si bien logran superar la segmentación y los problemas de acción colectiva que crean los universos paralelos (gente muy diversa converge en torno a agendas específicas, pero comunes, y se organiza de forma virtual o eventual), son radicales de una sola causa.

En función de esta configuración de sus preferencias, los ciudadanos monotemáticos, desde la superioridad moral que genera toda preferencia absoluta, someten a juicio al gobierno, a los actores políticos y a sus pares en las redes sociales. Dichos juicios son generalmente negativos, porque, por definición, no pueden ser otra cosa. Aun cuando puedan celebrar una declaración o decisión de política pública, seguramente otras muchas los alienarán y descontentarán. Si la política es el ámbito de la negociación de diferencias y la búsqueda de mínimos comunes denominadores, dichos ciudadanos son en esencia antipolíticos. Algunos líderes lograr canalizar la energía que aporta esta radicalidad y los movilizan electoralmente. No obstante, una vez ganada la elección, cuando se trata de gobernar, se vuelven el blanco perfecto de sus electores ocasionales (y de tantos otros conglomerados de monotemáticos), y descubren lo endeble de su zurcido electoral.