En busca de éxtasis

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Terrin establece un movimiento cíclico en la mentalidad occidental, que parte de Dios, pasa por el racionalismo y vuelve a Dios, pero ya no reconoce a lo divino como separado de lo humano. Lo que él llama “itinerarium ad Deum” se mueve según este orden: abandono de la mentalidad mítica, razón, crisis de la razón, renacimiento de la intuición, redescubrimiento de Dios en el mundo, misticismo natural y carácter oriental (1996, p. 77). La espiritualidad posmoderna, por lo tanto, se forma sobre estas bases posdualísticas y holísticas.

En el holismo posmoderno la noción de la deidad es diferente de la visión hebrea y bíblica. La teóloga María Clara Bingemer recuerda que el significado bíblico de santidad atribuido a Dios lo califica como el Otro, separado. Dios es aquel que “no se añade a nada ni a nadie” (1998, p. 85). Karen Armstrong señala que “la aparición de Yahvé en el Monte Sinaí había enfatizado la inmensa brecha que se había abierto repentinamente entre el hombre y el mundo divino. ‘Ahora los serafines gritaban: ¡Yahvé es Otro! ¡Otro! ¡Otro!’ (Isa. 6:3)” (1994, p. 52). El sentido de “separación” en la comprensión de la naturaleza divina en el pensamiento mosaico es que Dios es “Otro” en el sentido de ser “santo”. Así, el “dualismo” bíblico podría caracterizarse como el resultado de la distancia entre la santidad divina y la pecaminosidad humana. Además, Dios es “Otro” por ser una persona individualizada.

Esta cosmovisión ha sido exacerbada por la filosofía griega, que enseña que no solo Dios es distinto del mundo, sino que la materia es diferente en relación con el espíritu, y que no hay interacción entre estas diferentes realidades. Para los posmodernos, ya sea que haya Dios o espíritus, no son espirituales, como creían los hebreos, los cristianos y los griegos. Para que existan, deben estar en una dimensión presente en la materia y captados a su nivel.

La idea de un Dios inmanente se ajusta a la ansiedad humana en la cultura posmoderna, que ya no soporta más la espera por un reino futuro ni por una experiencia con lo divino que se reserva para el porvenir. Los pueblos modernos quieren un Dios inmanente que ofrezca un cielo en el presente. Quieren experimentar a Dios como una dimensión de sí mismos. El posmoderno “inmerso en el narcisismo, es incapaz de salir de sí mismo por medio de otra cosa que no sea su yo, con todas sus proyecciones” (Terrin, 1996, p. 75).

El teólogo jesuita João Batista Libânio entiende que el predominante concepto del Dios inmanente resulta de la “individualización de la religión”, es decir, la religión ahora es fruto del individuo, y no de la iglesia (1998, p. 62). Esta individualización deshace los límites impuestos por la iglesia y por los dogmas, y multiplica las expresiones religiosas, generando “una sensación de inundación religiosa”, que proyecta la deidad bajo una forma no trascendente, sino inmanente. A partir de este concepto de divinidad presente aquí y ahora, “la religión se alía plenamente al movimiento ecológico, dándole una dimensión espiritual”, y proclamando que “Dios está presente en todo y todo está en Dios” (ibíd., p. 70).

Para Terrin, “el cristianismo es al menos en parte responsable por nuestros males actuales, porque siempre separó y contrapuso la naturaleza a Dios, el cuerpo al espíritu, el mundo natural al sobrenatural, la gracia al pecado, la ciencia a la religión, el sujeto al objeto” (1996, p. 81). La visión cósmica, o el dualismo entre naturaleza y espíritu al que Terrin se refiere, sin embargo, no es la visión bíblica, aunque sea la visión cristiana difundida a lo largo de la historia. El Salmo 19:1, por ejemplo, afirma: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, Y el firmamento anuncia la obra de sus manos”. Esto sugiere que Dios no está aislado de la naturaleza. Él es distinto de ella, pero se comunica con ella y también por medio de ella.

Terrin analiza que “por detrás de este retorno [a lo espiritual] está el deseo de reencontrar la alegría y el sentido de la vida y la voluntad de encontrar lo divino sin sufrir traumas, miedos, angustias”. Para él, “se trata de descubrir a un Dios que acoge”, una búsqueda evidente en la sociedad posmoderna, consciente de su fragilidad (ibíd., p. 80). En esta visión holística, Dios está fundido con el mundo a fin de convertirse en un Dios acogedor. “Dios y el mundo se encuentran aquí y ahora en nuestro presente, en nuestro espíritu, en el sí mismo del que hablan los hindúes, en la energía cósmica, en el aire que respiramos” (ibíd., p. 82). Y para conocer a ese “Dios”, según entiende Terrin, “es necesario experimentarlo como una parte de nosotros: no la objetivación, sino la intuición y la vida” (ibíd., p. 86).

La idea bíblica de un Dios santo y separado del mundo, e incluso la cosmovisión dualista de origen griego que distinguía materia y espíritu, parecen descartadas en la mentalidad posmoderna, aun para los cristianos.

Convenientemente, la visión de un Dios inmanente, inserto en la naturaleza y parte de ella, se ajusta al concepto evolucionista de los orígenes. Según Terrin, la idea posmoderna de Dios no excluye la evolución, de modo que se puede decir que “Dios no es el creador, sino el espíritu del universo”. Esta concepción de la deidad fortalece la visión de la Nueva Era, que también se opone a la concepción del Dios bíblico, como Dios de un pueblo, un Dios particular, revelado a los hebreos y a los cristianos. Ese Dios bíblico estaría confinado a la historia y al pasado de un pueblo. En esa línea de pensamiento, la verdadera revelación sería de carácter de experiencia y, por eso, “Dios no se entregó solamente a la historia pasada, sino también a la historia presente, no se mide con un único texto sagrado, sino con todos los textos sagrados de todas las religiones” (Terrin, 1996, p. 97).

La búsqueda de un nuevo concepto de Dios, un dios inmanente, difuso, íntimo y amoral, se debe a una necesidad del individuo posracionalista que desea sentir a Dios y encontrar una tabla de salvación presente. Grenz, de confesión evangélica, también propone un enfoque holístico para el cristianismo en la posmodernidad. Para él, el evangelio en la posmodernidad debe presentarse también como posdualista; y el alejamiento de la crítica posmoderna al dualismo sería un “holismo bíblico” (1997, p. 247).

Las primeras señales de un holismo religioso, al estilo místico, pueden ser encontradas en el pensamiento del filósofo judío Martin Buber. En su libro Eu e Tu, él sostiene que la plenitud de la naturaleza humana demanda la experiencia del encuentro directo, que él define como “Yo-Tú” (1974, p. 13).

Escribiendo al inicio del siglo XX, Buber intentó rescatar la naturaleza real de la mística, comprometida, en su opinión, por una mentalidad saturada de “máquinas” y de personas reducidas a “cosas”, fruto del racionalismo y de la era industrial. Para él, la vida pierde el sentido cuando las relaciones entre las personas se vuelven artificiales, con la reducción del “otro” a una “cosa” (cosificación). La vida espiritual desfallece debido a la reducción de Dios a una idea o a un concepto teológico. Con esa base, Buber indica que Dios será el Tú al cual el hombre le puede hablar, y nunca algo sobre lo cual discurrirá sistemática y dogmáticamente. La religión debería buscar, según él, la “experiencia de encuentro” porque al hombre no le importa saber quién es Dios en su esencia, sino experimentar a Dios en una relación de encuentro.

El dualismo cristiano tradicional, para Buber, favorece la separación y la cosificación del “Otro” humano y divino. Para que la experiencia del encuentro se realice, es necesario tener una idea directa, sin ninguna mediación, ya sea de conceptos o de cosas:

Yo llego a ser en el tú [...]. La relación con el Tú es directa. Entre el Yo y el Tú no se interpone ningún sistema de ideas, ningún esquema, ninguna imagen previa. La misma memoria se transforma en cuanto que emerge de su fraccionamiento para sumergirse en la unidad de la totalidad. Entre el Yo y el Tú no se Interponen fines, ni placer ni prejuicio; y el deseo mismo se transforma, pues pasa de sueño a presencia. Todo medio es obstáculo. Sólo cuando todo medio está abolido acaece el encuentro”(ibíd.).

En este caso, solo el contacto directo y desprovisto de contenidos doctrinales o intelectuales permite al ser humano encontrar la plena realización espiritual. Para Buber, la finalidad del encuentro es la satisfacción de las propias necesidades espirituales del ser humano; y en “contacto con el Tú (eterno), nos toca un soplo de vida eterna” (ibíd., p. 73).

En la opinión de este pensador, todo concepto de encuentro y de relación con Dios es imposible, y la mera tentativa favorece la cosificación. No es posible teorizar o definir verbalmente la relación, pues lo que la persona recibe, en el encuentro, “no es un ‘contenido’ sino una presencia, una presencia que es una fuerza” (ibíd., p. 127). Para él, “el Tú eterno no puede, por esencia, convertirse en un Eso”, no puede ser presentado como una doctrina. Buber va más allá: “Pecamos contra él, el Ser (eterno), cuando decimos: ‘Yo creo que él es’; además, ‘él’ es una metáfora, pero Tú no es una metáfora”.

Según Newton A. von Zuben, que firma una introducción al pensamiento de Buber, en la edición portuguesa de Eu e Tú, Martin Buber nunca quiso aparecer como el portavoz de un sistema filosófico, pero sus ideas están en la base de las formulaciones posmodernas sobre la religión y el misticismo, además de haber tenido una profunda influencia en el culto pentecostal. Buber “vio su misión como una respuesta a la vocación que había recibido: la de llevar a los hombres a descubrir la realidad vital de sus existencias”, en el encuentro (ibíd., p. xvii).

 

La cosmovisión posdualista fortalece en la religión y en la filosofía el rechazo a la tradición hebrea y bíblica, y proyecta a Dios como una fuerza de la naturaleza y del ser. El concepto de un Dios inmanente, que es una herencia primitiva, da lugar a los rituales de éxtasis y comunión mística, que alimentan la espiritualidad posmoderna.

Intuición e inconsciente

Como Dios debe ser encontrado en lo íntimo del ser, las dimensiones intuitivas y subconscientes de la psique humana pasan a ser atractivas para los posmodernos. Se convierten en fuentes de conocimiento. El posmoderno quiere guiarse por sus propias verdades, aquellas que emergen de su ser.

En la medida en que la razón y el pensamiento consciente pierden la exclusividad como fuentes de conocimiento, los posmodernos dan la bienvenida al conocimiento intuitivo. Los místicos de la Nueva Era sostienen que la mentalidad racional solo puede entender el mundo natural, y que las verdades espirituales y metafísicas son resultado de otro tipo de pensamiento: el intuitivo e inconsciente. Para los defensores de esa espiritualidad, el conocimiento de tipo espiritual está “no en la lógica del hemisferio izquierdo, sino en la intuición y en la creatividad del hemisferio derecho del cerebro” (Chandler, 1993, p. 39).

Heidegger entiende el concepto de verdad desde esta perspectiva. Él sugiere que la verdad no es una recompensa por la búsqueda de certezas en las proposiciones lógicas, sino algo que tiene que ver con la “revelación”. En este sentido, los posmodernos vuelven atrás y retoman el pensamiento revelado; cambiando, sin embargo, su fuente. En lugar de las Escrituras, eligen el inconsciente. Para Heidegger, “la primera ley del pensamiento no son las reglas de la lógica” (1967, p. 99). Él dice, incluso: “Nunca llegamos a los pensamientos. Ellos vienen a nosotros” (1969, p. 1). La cuestión de la verdad y el conocimiento, para Heidegger, está relacionada con la búsqueda constante del ser humano: “ser algo más allá de sí mismo” (1991, p. ix). El final de esa búsqueda puede ser una experiencia de éxtasis en la cual el ser se realiza: “La existencia es éxtasis, estar fuera, en la verdad del ser, y dirigiéndose a lo más interior, a lo más profundo, ahí estar adentro, en lo más íntimo del ser (1969, p. 2). Para obtener esa “verdad revelada”, Heidegger argumenta que es necesaria una “apertura”, un “develamiento”, o incluso un “sobrepaso” (1991, p. 91), capaz de proporcionar una experiencia de trascendencia. Eso ocurre a medida que nos distanciamos de nuestra fijación moderna por el pensamiento cauteloso y nos embarcamos en el “pensamiento meditativo”. Pensar, por lo tanto, no sería tan solo ejercer una facultad consciente, sino dialogar con el ser interior, ya que “el pensamiento está referido al Ser y dependiente de él”, y el “Ser es el destino del pensamiento”. Heidegger concluye que “el pensamiento por venir [posmoderno] no es filosofía, porque pensará más originalmente” (1967, p. 99).

En ese sentido, el posmodernismo fomenta un concepto de no-razón, ya defendido en el siglo XVIII por Edmund Burke, filósofo irlandés. Él dice que “es la razón la que congela lo que es dinámico y sagrado” (1993, p. 10). Para él, el pensar racional y fríamente inhibe el conocimiento profundo y trascendente.

La apreciación de las experiencias emocionales o románticas proviene del predominio de la cultura de los medios de comunicación y del entretenimiento, cuyos contenidos se alimentan de lo imaginario, los juegos, las fantasías, lo irreal y lo ficticio. Estas fuentes son más atractivas que la propia razón, y su contenido adquiere el estatus de cosa sagrada.

El camino del pensamiento intuitivo y emocional, minimizado por el racionalismo moderno, es redescubierto por los posmodernos, que buscan la sensación de alienación y trascendencia en relación con el mundo real y racional. Para el sociólogo Peter Berger, “el redescubrimiento de lo sobrenatural” sería, sobre todo, “una reconquista de la apertura en nuestra percepción de la realidad”. Él cree que, “en la apertura a las señales de la trascendencia, las verdaderas proporciones de nuestra experiencia son redescubiertas” (1973, p. 125).

Desde esta perspectiva, la búsqueda del conocimiento interior o místico es también una búsqueda de la trascendencia, por una sabiduría más allá de la razón. Esa búsqueda está destituida de cualquier juicio de valor; importa solo la posibilidad de conectarse a lo sobrenatural. De este modo, la posmodernidad abre un camino amplio para el misticismo, oriundo de la psique inconsciente. El distanciamiento de la razón y la valoración del conocimiento intuitivo perjudican a los referenciales de la verdad y pueden lanzar al pensamiento a una crisis profunda.

Retorno a lo primitivo

A la luz del psicoanálisis de Carl G. Jung, el inconsciente sería el reservorio de vivencias y memorias antiguas, muchas de ellas de naturaleza colectiva, que retroceden al pasado remoto y primitivo. La apertura posmoderna a las experiencias y los saberes de origen inconsciente contribuye, en ese sentido, a un retomar de prácticas y costumbres primitivas. Un retorno a lo primitivo es evidente en el campo de la espiritualidad.

La escritora británica Mariana Torgovnick sostiene que el Occidente buscó, en la Era Moderna, reprimir ciertas emociones y sensaciones humanas vitales de conexión e interdependencia. Pero, de hecho, nunca eliminó esas pasiones que pertenecen a la capa profunda de la psique. Estas vuelven con fuerza sorprendente en la posmodernidad, que busca rescatar aspectos originales de la cultura reprimidos por el predominio de la razón. Torgovnick encuentra un eslabón entre esas sensaciones y los pueblos “primitivos”. Para ella, el primitivismo manifiesto en lo posmoderno “es el deseo utópico de emprender el retorno y recuperar aspectos irreductibles de la psique, del cuerpo, de la tierra y de la comunidad” (1999, p. 11).

Torgovnick dice que, al defender el pensamiento Yo-Tú, Buber entendía que los pueblos primitivos todavía experimentan “la verdadera unidad original”, perdida en el mundo de la razón, que neutralizó lo sublime del sentimiento y de la fe. Buber dio énfasis a las tradiciones místicas como fórmulas adecuadas de cultivo de la relación original Yo-Tú. Para Torgovnick, “muchos pensadores de la época compartían su [de Buber] interés por el misticismo, criticando, a veces, incluso a las iglesias institucionalizadas por refrenar los impulsos místicos” (ibíd.).

Antes de Buber, Edmund Burke relacionaba lo sagrado y lo sublime con lo impulsivo, y también con lo primitivo. Él entendía que el estado de la mente durante el contacto con lo sagrado no permite cualquier raciocinio. “Ese es el origen del poder de lo sublime, que lejos de resultar de nuestros razonamientos, nos antecede y nos arrebata con una fuerza irresistible” (1993, p. 65). Por eso mismo los pueblos primitivos tenían una religión no de conocimiento, sino permeada de misterio y oscuridad. Esos elementos serían la llave para lo sagrado. “Casi todos los templos paganos eran oscuros. El ídolo estaba ubicado en una parte oscura de la casa dedicada a su adoración. […] En esa descripción todo es oscuro, incierto, confuso, terrible y absolutamente sublime” (ibíd., p. 67).

Torgovnick sostiene que, en la cultura moderna, así como en el período de hegemonía cristiana, a lo primitivo se lo asoció con el paganismo, a los impulsos sexuales y a los excesos. Eso creó la idea de que las costumbres primitivas necesitaban orientación y controles racionales. A pesar del control y de la represión de la racionalidad, esos impulsos primitivos resurgen con fuerza renovada en la posmodernidad, en todos los círculos, manifestándose en la libertad sexual, en los piercings y tatuajes, en el uso de drogas y en el éxtasis religioso. Tales impulsos generan una restauración de la antigua naturaleza humana, que el mundo racionalizado y comedido había camuflado y reprimido (1999). Esta restauración se da por medio de la liberación de los impulsos, del contacto con el mundo salvaje y original, de la vivencia con la religiosidad espontánea primitiva, o incluso por el sentimiento de armonía con el mundo natural de los animales, de la vegetación y de los minerales. Perry Anderson, historiador británico marxista, se refiere a la posmodernidad en términos de “liberación de los instintos” y de los comportamientos más primitivos e irracionales (1999, p. 19).

Mircea Eliade dice que hay, en las manifestaciones a favor del nudismo o en los movimientos a favor de la libertad sexual absoluta, ciertas ideologías en las que es posible descifrar las huellas de la nostalgia por el tipo de vida que se disfrutaba en el mundo antiguo e inocente, libre de rigidez y normas, “cuando no existía el desnudo y no había ruptura entre las beatitudes de la carne y la conciencia” (s.f., p. 160).

La relación de esas sensaciones primitivas con el inconsciente fue propuesta primeramente por Carl G Jung. Torgovnick dice que el viaje de Jung a través de África, después de su ruptura con Sigmund Freud, le permitió relacionar las sensaciones primitivas con el inconsciente, de modo de entender su propia experiencia psíquica. Jung vio en los impulsos inconscientes reprimidos la fuente de las pasiones primitivas. “El pensamiento de Jung sobre el inconsciente se fundamentaba en la experiencia personal. Desde la infancia iba a vivenciar estados mentales en los cuales se identificaba profundamente con animales o piedras” (1999, p. 39).

La comprensión del contenido primitivo del inconsciente se hizo posible a través de innumerables sueños registrados por Jung, principalmente en sus memorias. En uno de sus sueños, él exploraba una casa antigua, con sala de estar y un sótano en el piso inferior que tenía acceso a una cueva. La interpretación fue rápida: para él la casa representaba la psique, dividida en consciente (sala de estar) e inconsciente (sótano y cueva). Descendiendo por la cueva, él describe: “Cuanto más descendía en profundidad, más extrañas y oscuras se volvían las cosas”; y “en la gruta descubrí restos de una civilización primitiva, esto es, un mundo de hombre primitivo dentro de mí mismo; ese mundo no podía ser alcanzado o iluminado por la consciencia” (Jung, 1975, p. 144).

Freud y Jung tenían sus diferencias en relación con el inconsciente, pero ambos entendieron a ese dominio como una especie de memoria colectiva que alcanza el estado primitivo. Para Jung, ese primitivismo podía ser encontrado en su forma más original en África, idealizada por él como una especie de “sitio del inconsciente” (Torgovnick, 1999, p. 46). El psicoanalista creía que África era el continente que mejor había preservado activo el contenido de la psique al no haber sido influenciada por la cultura racional materialista europea y americana. Por eso Jung lograba sintonizar su propio inconsciente con más facilidad cuando viajaba a África.

Esas características primitivas preservadas en el inconsciente humano están bien presentes en los rituales nativos, en los que se experimentan colectivamente. Torgovnick ve en la naturaleza y en los ritos tribales una fuerza especial capaz de cruzar los límites de la personalidad, llevando a una tribu a experimentar una sensación de unidad en el éxtasis, capaz de dar flujo al inconsciente. Según ella, “los indios experimentan las cosas colectivamente, no como seres individuales autónomos”, sino como colectividad. Y cuando tocan tambores y cantan, o cuando danzan, su experiencia es genérica, no individual. “Es una experiencia del torrente sanguíneo humano, no de la mente ni del espíritu” (1999, p. 60). Una característica clara de esa experiencia mística primitiva es que ocurre destituida de intelectualización. Cuando los indios batucan, sus cuerpos dejan de funcionar como unidades autónomas”, y “la ausencia de representación, de espectadores y de juicio, en la vida y en los rituales indígenas, era básica para la diferencia entre indios y blancos” (ibíd., p. 83).

Al entender de Torgovnick, las religiones cristianas occidentales ofrecen oportunidad para el cultivo de lo primitivo solo en la medida en que “permiten el acceso a experiencias de éxtasis como la sagrada comunión, el hablar en lenguas desconocidas y la sanación por la fe” (ibíd., p. 258).

Esa presencia de lo primitivo en la espiritualidad posmoderna es constatada también por Alberto Antoniazzi. En el mundo posmoderno, según él, “estamos ante una búsqueda y redescubrimiento de aquellas que, históricamente, parecen haber sido las formas primitivas de la religión”. Esa espiritualidad con características primitivas, en Brasil, ya no es más exclusiva de los descendientes de africanos e indios. “Los hijos y nietos de inmigrantes recientes: italianos, españoles, sirio-libaneses, etc. buscan en el candomblé una religión que los haga más brasileños, más arraigados a la cultura nacional” (1998, p. 12).

 

El retorno a lo primitivo señala la emergencia de lo pagano en un mundo hasta entonces hegemónicamente cristiano. João Batista Libânio explica que “el proceso de cristianización de Occidente nunca fue perfecto” y que “siempre permaneció un magma pagano, cubierto por las capas geológicas cristianas. Al desgastarse estas capas, irrumpe aquel magma, tomando el nombre de Nueva Era” (1998, p. 72). Libânio ve un efecto contradictorio en la crisis actual: “Por un lado, crece la ola pagana reprimida durante siglos, y, por otro, hay un relanzamiento de la fe cristiana, del evangelio, no necesariamente del cristianismo” (ibíd., pp. 72, 73).

El cristianismo no se estableció culturalmente de forma plena en Occidente y tampoco fue eliminado por el racionalismo moderno. Por eso, la fe emergente mezcla paganismo y cristianismo en una religión sincrética, que rescata valores religiosos de toda la historia. “Está abierto el espacio para la aparición de brotes religiosos, con toda su gama positiva y negativa de elementos. Resurge el ‘hombre natural pagano’, del cual la Nueva Era es una expresión”, evalúa Libânio (ibíd., p. 74).

Por lo tanto, en el tercer milenio, el desafío más grande para los cristianos bíblicos tal vez no sea el ateísmo secular, sino una religiosidad cultural, latente, que se manifiesta de forma vaga e inquieta, con actitudes primitivas, e independiente de la tradición, de las instituciones y de los dogmas.

El teólogo José Comblin analiza la dialéctica de lo judío y de lo pagano para clarificar el surgimiento de lo primitivo y la vulnerabilidad del cristianismo a la espiritualidad posmoderna. Para él, el polo judío simboliza la ley, la norma, el control, la rigidez institucional y estructural, que busca crear estructuras y situaciones que impidan el pecado. Está identificado con la observancia rigurosa de la ley y de la disciplina. A su vez, el polo pagano tiene que ver con la permisividad, el relajamiento, la libertad hasta el punto del libertinaje, los dioses como expresiones de deseos, sueños y pasiones humanas. “El cristiano tiene en sí un pagano y un judío” (1987, II:4:81).

El apóstol Pablo indicó que esa tensión debería ser superada por la libertad cristiana. La receta de Pablo a los corintios preveía libertad de la servidumbre y para el amor. A lo largo de la historia, de acuerdo con Libânio, la tensión entre los dos polos siempre surgió con la irrupción más fuerte de uno de ellos, y nunca se alcanzó el equilibrio. En la Edad Media, “la iglesia oficial occidental reprimió el lado pagano y estimuló el lado judío. Reprimió la libertad, no solo en sus formas libertinas sino también en sus auténticas manifestaciones, por miedo a la perversión” (1998, p. 76). En la Era Moderna, el racionalismo fomentó la ética y la mesura como comportamiento propio del ser humano civilizado. Ahora, en la posmodernidad, cuando la autoridad y la tradición fueron minadas por la autonomía del individuo, “estamos ante una reacción del polo pagano”. Lo sagrado posmoderno tiene cortes neopaganos y se infiltra en las iglesias por medio de las liturgias de renovación, formadas en la cultura primitiva. Libânio concluye que la fuerza del neopaganismo se debe al hecho de que la iglesia occidental haya acumulado, a lo largo de los siglos, un “enorme déficit carismático, pentecostal” (ibíd.).

Bingemer afirma que el surgimiento de ese polo primitivo de la espiritualidad humana se manifiesta hoy en todo el Occidente, el cual se consideraba libre del “opio” de la religión, “explotando con intensa fuerza la seducción de lo sagrado y de lo divino, no reprimido e incontrolable” (1998, p. 79).

En este escenario de redescubrimiento, uno de los comportamientos primitivos más difundidos en la posmodernidad es el de las experiencias espirituales de trance y éxtasis, asociados a la adoración religiosa.