Retratos de resiliencia

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

RESFRIADOS


«No tengo ni idea de por qué estoy aquí».

Su actitud era relajada y su mirada amable. Diría que era una mirada curiosa, casi amistosa. Pero era obvio que no tenía ningún interés en comenzar la terapia. Es más, no creo que supiese qué podría ser o a qué podría parecerse una terapia en la unidad de terapia familiar.

—¿Has venido a la fuerza? —le pregunté.

—No. Me han dicho que tenía que venir y no me ha parecido mal porque así, al menos, salgo un poco del centro. Me ha traído el director; está fuera.

—Sí, ya lo he saludado.

Se produjo un momento de silencio, en el que nos miramos con cierta inquietud. Era obvio que era mi responsabilidad dar comienzo a la sesión, pero, por alguna razón, me sentía a gusto así, sin hacer nada. Y la situación no era en absoluto tensa; yo diría que incluso resultaba un poco divertida.

—¿Qué quieres que hagamos? —le pregunto por fin.

—No sé; lo que tú quieras. Yo estoy bien.

—¿Quieres decir que estas bien aquí ahora o que estás bien en general y que, por eso, no necesitas venir a ninguna consulta como esta?

—Las dos cosas. ¿Pueden ser las dos cosas? —pregunta con total sinceridad, sin atisbo de ironía.

—Claro. Y me gusta la parte de que estés bien ahora. Si te parece, ya que se han tomado la molestia de traerte de tan lejos, podemos probar.

—Vale. ¿Qué hay que hacer? —dice en tono animoso.

—Cuéntame lo que te parezca de ti; por ejemplo, ¿cuántos años tienes? —Trece. Hago catorce dentro de tres meses.

—¿Te gustaría contarme por qué estás en un centro de menores? Quiero decir: ¿qué ha pasado en tu familia para que estés en acogimiento?

—¡Complicado! —me responde con una mueca graciosa que reúne sus labios y su pecosa nariz.

—Sí, ¡vaya pregunta para comenzar! —rectifico avergonzado—. Olvídala. Cuéntame sobre…

—No, no hay problema. Te cuento: pues no lo sé; no sé lo que ha pasado. Todo iba muy bien. Yo estaba viviendo con Rosa y mi hermano que, bueno, no es mi hermano…; es hijo de Rosa. Espera: ¿tú no sabes nada de mí? —pregunta de pronto con una cara de sorpresa que me hace imposible no romper a reír. Ante mi risa, ella estalla en una carcajada inesperada y contagiosa.

—Perdona. No sé muy bien de qué nos reímos —le digo conteniendo apenas la risa.

—Ni yo. Pero se supone que tú eres el psicólogo, que lo tienes que saber todo —me dice en tono irónico pero afable.

—Vaya, pues lo siento. Dame otra oportunidad —le respondo en su mismo tono—. Mira, la verdad es que tengo un documento ahí en mi despacho que habla de tu vida, pero, como te iba tener a ti en persona, pensé que nadie me lo contaría mejor que tú.

—¡Huuuy! ¡Aquí Diana en directo contando sus cosas! —exclama, acercando un imaginario micrófono a su boca.

—Puedes contar lo que te parezca. Tampoco hace falta que todo sea verdad.

—¡Esa sí que es buena! ¿Puedo inventar?

—Lo que te parezca mejor para que yo te conozca un poco, la parte que quieras de ti. Vale adornarlo e incluso inventar.

—Pues te voy a decir la verdad. —Lo dice con rotundidad, como si fuese a revelar algo inusitado—. Hay un tipo de Menores (no sé ni cómo se llama) que ha montado todo este lío. Llevo dos meses en un centro porque él lo decidió y no me dejan ver a Rosa ni a Dani.

—El hijo de Rosa…, tu, digamos, hermano, ¿no?

—Eso.

—Rosa, entonces…, no es tu madre, ¿no?

—Yo la llamo mamá, pero no es mi madre en ese sentido…

—Biológico.

—Eso.

—¿Cómo es que vives con ella…, si quieres contármelo?

—Mi madre se marchó cuando yo tenía unos dos años; creo que tenía dos o tres años. Viví con mi padre y mi abuela.

—¿La madre de tu padre?

—Eso. Y mi abuela murió hace cinco años. Yo iba siempre a casa de Rosa. Mi padre estaba fuera o, simplemente, le parecía bien; no sabría qué decirte. Y no sé cómo fue que, día a día, fui viviendo con ella y con Dani. Y no había ningún problema.

—Dani, tu hermano, ¿cuántos años…?

—Para mí es como mi hermano. Tiene los mismos años que yo.

—Y Rosa y tu padre ¿son?

—No son novios ni lo han sido, creo. Son amigos, a veces. No sé; la verdad es que no se llevan muy bien. Si te digo la verdad, creo que hace mucho que no se hablan.

—Y hace unos meses que estás en un centro… ¿Pasó algo?

—Pues nada. Vinieron de Menores, los de la Junta, y me pusieron a mí en un centro y a Dani lo llevaron con su abuelo, el padre de Rosa.

—¿Tuvo Rosa algún problema? —pregunto con el tono del que se disculpa por haberte pisado.

—Fue culpa mía y de Dani, por no ir al cole y cosas así —responde preocupada y mirándome fijamente a los ojos.

—Y tu padre, ¿dónde estaba? ¿Qué dice?

—Mi padre me ha dicho que va a ir a las oficinas de Menores de la Junta y que va a sacarme del centro «sí o sí». Pero todavía no ha hecho nada. La verdad, no creo que haga mucho.

—¿Y Rosa?

—¡Es que no puedo hablar con ella! No lo entiendo. ¿Tú crees que hay derecho? ¿Tú crees que voy a esperar a tener dieciocho años para volver a casa? Dime si esto es justo.

—No, no; esto no funciona así —le respondo mostrando todo mi interés y acercando mi silla hacia la suya—. Tú tienes derechos y, por supuesto, no se está en un centro para eso ni tampoco tanto tiempo. Supongo que, si te han traído aquí, es para ayudar a solucionar los problemas, y estarán haciendo otras cosas que igual todavía no sabes.

—No lo creo. No le veo solución, la verdad. No te parezca mal, pero es que no entiendo qué podemos hacer aquí —dice desviando la mirada a las ruedas de mi silla móvil.

—Bueno, me gustaría hacer algo; quisiera intentarlo. Háblame un poco más de Rosa, ¿quieres?

—Es cariñosa, es buena, es divertida. Es guapa. —Su rostro se ilumina de nuevo.

—¿Qué problema tenía para no poder hacer que fueseis al cole y esas otras cosas?

—Tiene un problema de drogas. A veces la cosa se le pone peor, y eso…

—responde con dificultad para terminar la frase, porque la voz se le quiebra y su respiración se interrumpe.

Me mira directamente y yo siento que el mundo no tiene sentido para ella. Y, en ese momento, quiero que tampoco lo tenga para mí. No quiero ser un adulto que puede analizarlo y entenderlo; quiero ser un niño que está perdido con ella. Quiero estar de acuerdo con ella en que esto no tiene sentido: no es justo, y no hay quien lo entienda. Diana tiene trece años y está atrapada en una red de desesperanza e incomprensión. Yo viví algo parecido a su edad y lo reconozco con facilidad. Incluso lo reconocería aunque no quisiera: lo he visto, por desgracia, muchas veces en esta misma sala de terapia.

—Siento lo de Rosa —le digo, mirando al suelo.

—Gracias.

—¿Has hablado con ella?

—No me dejan. Me dicen que no saben dónde está.

—¿Podría ser?

—Sí, igual se encuentra mal y no está en casa. Estar sin Dani y sin mí… Seguro que está mal.

—No sabes nada de ella…

—No.

—¿Y has hablado con Dani?

—Todavía no —responde, negando con la cabeza en un gesto de dolor.

—Me gustaría hablar con Dani, y con su abuelo, el padre de Rosa, y con Rosa, y con tu padre. ¿Qué te parece?

—¿Tú puedes hacer eso?

—Si a ti te parece bien, lo puedo intentar.

—Gracias.

—¿Tú estás bien?

—No lo sé.

—Vale, no te preocupes. ¿A quién quieres que yo conozca primero?

—Habla con Rosa y con Dani, por favor.

—¿Tienes miedo de algo?

—Sí, la verdad es que sí. Todo lo que me prometen se estropea enseguida; no me fío de nada. Tampoco sé qué va a pasar: me temo lo peor, que Rosa esté muy mal.

—¿La has visto estar mal otras veces?

—Sí, fatal.

—¿Quieres contarme? —le pregunto en un susurro casi inaudible.

—Otro día, ¿vale? —me responde con una sonrisa agradecida—. ¿Cuándo tengo que volver?

—Cuando quieras. ¿La semana que viene?

—Vale.

—Como todavía nos queda un rato de esta sesión, ¿por qué no hablamos de cosas agradables de tu vida con Rosa y Dani?

—Dani es supergracioso…

Se arrancó así a contarme cosas cotidianas, cosas sin importancia, hablando sin parar, como una adolescente encantada de conocerse. Pero, al avanzar en su perorata, la respiración se le iba haciendo cada vez más agitada, y su risa, volátil y contagiosa, se iba haciendo cada vez más frágil y emotiva. En pocos minutos, de una forma sencilla, como una cometa que aterriza con suavidad y elegancia en una playa desierta, Diana comenzó a llorar.

—No me pasa nada —me dijo sin dejar de llorar.

—No hay problema —le dije, fingiendo distracción, mientras le ofrecía la inevitable caja de pañuelos.

—Los míticos clínex. Preparados para todo, ¿eh? —me dijo sonriendo, al tiempo que se limpiaba las lágrimas en el pañuelo que acababa de arrancar de la caja. Su inmensa y contagiosa sonrisa enjuagada en lágrimas hizo que todo se iluminase inesperadamente. Ambos miramos por la ventana, porque una nube se había desplazado un poco y un chorro de luz había entrado subrepticiamente hasta el fondo de la sala.

—¡No! ¡Qué va! —le contesté, imitando su tono de comedia. Los klínex los tengo para la gente que viene resfriada: los inviernos aquí son duros, ya lo sabes.

 

—Resfriados del alma, ¿no?

JEDNOSTKA


Es extraño verme solo en la sala de terapia. Y mucho más extraño sentir este agrio silencio en toda la planta del edificio, toda la unidad vacía; sentir esa densa ausencia de pacientes y del equipo.

Me siento en la silla habitual que uso como terapeuta. Abro el sobre y miro estúpidamente el conjunto de letras impresas, a pesar de que sé, desde el primer instante, que no puedo entender nada en ese idioma. Podría pedir una traducción, podría escanear el texto y usar el traductor de Google. Pero sé que no voy a entender tampoco nada de lo sucedido, incluso cuando el texto esté en mi idioma. Tampoco quiero pensar en lo que ha pasado; no quiero asumir que los he perdido, todavía no.

Arrojo mi propio cuerpo en el sofá que suelen usar los pacientes y busco en el iPad a Yo-Yo Ma. Necesito su violonchelo para aliviar este punto de presión en el pecho. Necesitaría también un brandi para diluir los latidos rotundos del corazón, pero, obviamente, no hay de eso aquí en la consulta. Abro la libreta y el bolígrafo en busca de recuerdos que pueda anotar, para que no se evaporen en el dolor.

Escuchar juntos el mismo dolor compartiendo una mirada esperanzada, aquí, entre estas paredes. Hemos puesto toda nuestra energía en la misma voz. Hemos explorado juntos esas intrincadas historias de vida, las salidas del túnel, los caminos posibles… Lo hacíamos como una sola mente, compuesta por la diversidad de cada uno de nosotros.

Lo que más me emociona, y lo que me ha otorgado a veces una fuerza inusitada y al tiempo natural y cotidiana, era que solamente mirábamos al paciente, esa persona sentada aquí, justo en este sofá; a esa familia atrapada en la angustia, a ese niño que tropezaba con cualquier trocito de amor derramado, a esa adolescente que buscaba un pedacito de cielo azul en un día de tormenta que nunca se acaba. Nosotros éramos esos ojos que besan, esos labios que miran, esas palabras que acarician; una manta que te arropa cuando tu temblor aflora en forma de lágrimas. Queríamos estar ahí más que cualquier otra cosa.

¿Qué va a pasar ahora? Os he visto crecer como terapeutas, os he visto madurar como personas, me habéis hecho llorar de orgullo al terminar una jornada complicada en la clínica, mientras conducía de vuelta a casa sumergido en una noche lluviosa. Me habéis hecho sentir el orgullo de pertenecer a la raza humana: por vuestra entrega, por vuestra generosidad, por vuestra habilidad para ayudar. Y, lo más importante, esos momentos en los que he admirado vuestro trabajo, veros aquí en la sala de terapia con una adolescente que os ofrece el tumor de su gran angustia y comprobar cómo lo arrojáis sin contemplaciones a la papelera para sustituirlo por una sonrisa. He sido testigo de ese momento mágico en el que os habéis convertido en un ángel para una madre incomprendida, para un hijo que no puede ver otra cosa que su propia culpa, para unas niñas que han mendigado amor infructuosamente durante años en un desierto de afectos… Podría escribir ahora una larga lista de ejemplos. Puedo visualizarlos aquí mismo, todos esos momentos de trabajo compartido a lo largo de los años en los que me habéis inyectado admiración y orgullo.

Y nos hemos reído. Provocar vuestra sonrisa en un momento complicado de un caso imposible; ese alivio, ese desahogo, ese gesto que nos recuerda que la situación es desesperada, pero no tiene por qué ser obligatoriamente seria. Siempre quise (lo confieso) que esa fuese mi contribución a vuestra mochila profesional. No es gran cosa, pero me conformaría con esa esencia de humor en el ambiente, o su mera evocación en el aire.

También hay un apartado en mi libreta para anotar todo lo que debí hacer y no hice, todo lo que os debía y no os pude dar, todo lo que os habéis merecido y no pude hacer realidad. Es un apartado doloroso, porque siempre he sentido que estaba en deuda con mi equipo, con vosotros, de la misma forma que estoy en deuda con la vida, porque me ha dado cosas que solamente me atrevía a soñar, como lo hace un niño pequeño cuando duerme en el regazo de sus padres. Ojalá tenga tiempo para ir devolviendo toda, o parte, de esa gran deuda.

Al menos, hay un violonchelo que me cobija en esta estancia construida de madera y piedras. La ventana luminosa insiste en decirme que podría sentir el sol fuera de mi mente…, si decido salir. Ese sobre y esa carta incomprensible se van desdibujando en mi visión. Extiendo la mano y toco la música; la intento acariciar y noto con claridad que me sonríe. Aquí dentro, en la sala de terapia, con el violonchelo, con el aroma de un recuerdo, con el frescor de los muros de piedra que me defienden…, aquí dentro, sé que podría entender un poco más la vida si me concentro. Lo intento, pero no es fácil. No importan apenas las personas —es cierto—, pero a veces creamos algo importante juntos. Nadie sabe cómo se hace; nadie sabe cómo se empieza ni el momento en que se ha terminado; nadie sabe la fórmula precisa, pero intuimos que no hay otra forma.

Oigo un ruido. ¡Qué raro! ¿Ha venido alguien que no sabe que estamos confinados, cerrados, heridos?

VERDADES


Antón es el terapeuta de Edgar y Helga. Es un joven sensible que está ocupándose de la terapia de ambos hermanos, con el sentimiento de tener el privilegio de llevar un caso así en el inicio de su carrera. Antón tiene un expediente brillante unido a una formación clínica excepcional y nunca pensó que este caso fuese demasiado complicado para él, a pesar de que solo lleva ocho meses ejerciendo como profesional. Sesión a sesión, ha ido compartiendo con Edgar y Helga algunos eslabones de esa cadena de acontecimientos que marcan su trágica biografía. Trabaja con ellos recordando un consejo que repetía su supervisor para situaciones complejas: «ir dando sentido a la complejidad, pero muy poco a poco, con delicadeza, y sin ninguna prisa».

Hoy, sin embargo, ha comenzado la sesión con un nivel de inquietud —no quiere pensar en palabras como estrés o ansiedad— anómalo, más alto e incontrolable de lo habitual. Por primera vez, la madre biológica de Edgar y Helga ha venido a compartir una sesión con sus hijos.

Los abrazos de Edgar a su madre, sus sonrisas y contacto físico ininterrumpido, deberían tranquilizar a Antón, pero no sabe por qué esto no termina de producirse. La desconfianza de Helga, recelosa y demasiado educada ante la presencia de su madre, tampoco es algo inesperado para Antón, pero no por ello le resulta tranquilizador. Antón, fiel a las enseñanzas de su supervisor, no pretende hacer nada profundo ni arriesgado en este encuentro; solo quiere observar y ofrecer un modesto espacio de conexión entre la madre y los hijos.

Pero ahora se ve entre ellos y su propia emoción resulta ser más descontrolada que la de sus tres clientes. Se desabrocha dos botones de la camisa, sin darse cuenta de este sutil gesto de nerviosismo, hasta que Edgar le pregunta si tiene calor. Antón quiere ordenar sus ideas y estructurar la sesión, pero hay una emoción que no puede contener: siente que está presenciando una herida que se desangra sin que nadie pueda hacer nada. La madre sonríe, pero, desde sus ojos, puedes asomarte a un abismo de tristeza y culpa. Edgar la abraza, pero su afecto está envuelto en un aura de desesperación infinita, algo que Antón nunca había visto hasta ahora. Helga se muestra educada y contesta a las preguntas con formalidad, pero Antón percibe, por primera vez, el eco de un grito de pánico que resuena oculto debajo de su voz contenida. Hay una radiación que podría matarlos a todos y Antón se ve en medio de ella sin ningún traje que lo proteja. No sabe qué hacer; quiere pensar, pero solo puede sentir. Nunca le había pasado algo igual; puede escuchar y hacer preguntas, pero estas le suenan lejanas y metálicas, ajenas.

El momento llega como las noticias de los accidentes inesperados, sin más, como algo irreal e inventado, pero de inevitables consecuencias. Antón está haciendo preguntas para subrayar las cualidades más destacadas de Helga y Edgar; busca facilitar un clima positivo en la sala y un marco de esperanza en el futuro para ellos:

—Los dos son realmente inteligentes y yo quiero que estudien —dice la madre.

—Claro que sí, y parece que están mejorando mucho en los estudios —apostilla Antón.

—Yo ahora apruebo todo —dice Edgar con entusiasmo, mirando fijamente a los ojos de su madre.

—¿Qué te gustaría ser de mayor? —pregunta Antón a Edgar, para reforzar esa muestra de motivación por aplicarse en la escuela.

—Quiero ser policía de seguridad militar, ¡como mi padre!

—¿Cómo dices? —pregunta sorprendida su madre.

—Sí. ¿No te acuerdas de que fuimos a verlo a su trabajo cuando yo era más pequeño? Él estaba allí, donde trabaja con mucha gente. Era un sitio muy grande, con muchas puertas y guardias. Y él me dijo, en voz baja, que era el jefe de un comando de seguridad y que no debía decírselo a nadie, porque era militar. Por eso no puede venir a vernos, ¿no? Mamá, tú me decías siempre que él no viene porque tiene un trabajo especial, ¿no, Helga?

Edgar habla sin modificar un ápice su habitual simpatía y aumentando, si cabe, el brillo de ilusión que siempre le emana de los ojos. Explica su recuerdo de la única visita que habían hecho a la cárcel cuando tenía tres o cuatro años. El efecto de su relato en la tranquila sala de terapia de Antón se parece a la vibración de un terremoto de alta intensidad.

Todos lo sienten menos Edgar. A él nadie le ha explicado todavía la causa real de la prolongada ausencia de su padre y, en cambio, lo habían contentado con una versión basada en que tenía un trabajo muy difícil y lejano. Antón tampoco había tratado este asunto en las sesiones previas y ese día no pudo disimular un claro gesto de angustia y una lágrima inoportuna. Esa simple y discreta respuesta fisiológica involuntaria desata el nudo de una realidad postiza que había protegido a todos, incluido el propio terapeuta y la familia de acogida, hasta ese momento.

Edgar se fija en Antón e intuye —con esa intuición clarividente de los niños— que algo importante está sucediendo, algo que quizá su propio cerebro ya sabía, pero que él todavía no había podido conocer.

—¿Qué pasa, Antón? ¿Casi lloras? —le pregunta.

—Nada, no te preocupes, Edgar —contesta Antón, sintiéndose ridículo por responder de forma tan insustancial.

—Decidme la verdad, por favor —rogó Edgar—. ¿Por qué mi padre no viene nunca? ¿Lo de ese trabajo es otra cosa? ¿Por qué todo es tan raro, Helga? ¿Por qué todos me tratan de una forma diferente? ¿Dónde estás viviendo tú, mamá? ¿Por qué llevamos tanto tiempo esperando?

[Silencio.]

—¿Por qué se me van olvidando cosas y siempre Helga me cuenta otras cosas que me distraen cuando le hago preguntas sobre papá? Mamá, a veces pienso cosas raras… ¿Soy de verdad tu hijo? Dime tú algo, Helga.

Todas las preguntas salen a borbotones como una hemorragia, sin aparente dolor, pero con auténtico vértigo por la falta de control, como esa presencia de la muerte que siempre amenaza cuando nuestra sangre aflora al exterior.

—¿Te parece, Edgar, que elijamos una de tus preguntas? ¿Le parece a usted que comencemos con calma por responder al menos a una de las preguntas de su hijo? Helga, ¿tú te ves capaz de ayudar en esto ahora?

—pregunta Antón, retomando su tono y energía habitual.

La madre llora desconsolada y Helga mira al suelo, como si se abriese un gran agujero a sus pies por el que fuese a caerse al vacío. Pero Antón se acerca a Edgar y se sienta a su lado. Extrañamente, se siente ahora más fuerte y seguro que nunca sobre lo que tiene que hacer en la terapia. «Lo voy a hacer bien, despacio y delicadamente», piensa. Ya no tiene miedo.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?