Romper el corazón del mundo

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Ardores teóricos, gemidos de un modo fugitivo de hacer teoría, que buscan romper el corazón del mundo para poder vivir. Un poema trabaja para mí cuando se metamorfosea alquímicamente, cuando me sorprende, nos dice Anzaldúa.55 ¿Cuándo una teoría trabaja para nosotrxs y deserta de colaborar con nuestro aniquilamiento? ¿Qué daño nos produce cuando borramos nuestra voz, cuando descartamos nuestro cuerpo, cuando suprimimos nuestra piel, cuando perdemos la sensibilidad, cuando nos des-afectamos de la escritura, cuando citamos obedientemente el canon bibliográfico, cuando hacemos extractivismo de la voz del otrx y silenciamos la nuestra? Abrirse al propio terror y dolor56 para re-examinarlo es un gesto vertebral en la producción teórica. Porque el terrorismo epistémico y afectivo ya lo ejerce la academia hegemónica, al producir un dolor teórico cuando nuestros saberes son estigmatizados por demasiado personales, cuando son minorizados por demasiado particulares, cuando son suprimidos por demasiado insignificantes.

Contra la negación milenarista del derecho al trabajo intelectual, y su castigo57, como una melancólica de la lentitud contagiada por la intensidad herética y la creación inaudita y multiforme, me calienta58 interpelar la condición de «realidad» de la práctica para producir otro sentido de posibilidad59 como efecto performativo de un hacer teórico que se atreve a una experiencia «de curtición a la intemperie», como una reorganización no coercitiva de los deseos60 sin consignas aduaneras, sin visitas guiadas y sin tutelaje académico. No obstante, el rechazo a la academia por cierto sector del activismo feminista y LGTTTBIQ+ ha provocado una disposición anti-teórica que desestima otras experiencias intelectuales no institucionales en relación a la producción de saber, esas que elaboran formas locales de producción teórica que permiten «teorizar la experiencia y dar cuenta de las experiencias de la teoría».61

Para leer un experimento de escritura se requiere un experimento de lectura que tense y disloque prácticas institucionalmente consensuadas en el tiempo. Aquí no es tan importante lo que dice la teoría sino la manera en que esa práctica teórica ha transformado a la practicante y escribiente de la misma. Por eso, la relación con la teoría es violenta y fecunda: violenta porque ataca de raíz lo constituido, cuestionando lo que somos y lo que sabemos, lo que valoramos y lo que pretendemos. Fecunda, porque abre nuevas relaciones, nuevos modos de ver y de decir, allí donde solo se podía perpetuar lo existente.62 Romper el corazón del mundo no es un saber determinado sino una forma de relacionarse con los saberes y lxs otrxs con quienes compartimos un mundo, el ingenio vulnerable de los cuerpos rotos que somos, el fracaso sublime de la maquinaria predadora de la carne.

Esta introducción fue un balbuceo espasmódico, un tartamudeo sinestésico en medio de la pandemia del covid19, durante la cual llevamos 8 meses de confinamiento obligatorio. Escribí impregnada no solo de una dificultad para articular el pensamiento ante este exilio de la piel,63 sino de una sensación borrosa, confusa pero percutiva de que estas escrituras pertenecen a otra era, a otros modos de hacer, ante una incertidumbre que se cierne sombríamente en el horizonte. Escribir su vida con sangre64 es el tributo que las amantes pagan a las palabras, dicen Zeig y Wittig, en virtud de todos los desplazamientos, deslizamientos y pérdidas de sentido que las palabras tienden a sufrir. Será la diáspora lesbiana la que reclama un modo teórico para una cicatriz que cultiva una imaginación radical.

Tal vez estas palabras pertenezcan a un pasado que haya que re-escribir una y mil veces, así como la palabra lesbiana tiene que ser dicha, lesbiana lesbiana lesbiana lesbiana, decirlo tantas veces como las que se calló,65 una de las tantas faenas de romper el corazón del mundo desde el sur.

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Con los excrementos de la luz.

Interrogantes para una insurgencia sexo-política disidente66

La luz siempre ha sido reveladora del conocimiento, del saber, del bienestar, de la salud, de la presencia divina, de la higiene, de la seguridad, de la historia, de la verdad. La metáfora lumínica guió la epistemología de la Modernidad con sus requisitos de transparencia y claridad para todos los órdenes de la vida. Este régimen de luz impuso la visión como sentido hegemónico de las sociedades disciplinarias y, ahora, se reposiciona con todo su esplendor en las sociedades de control. No solo nuestros cuerpos fueron objeto de gobierno, también nuestra mirada se hizo dócil al ponerse todo a la vista, omitiendo las faltas, las fallas, los equívocos, las penumbras. Por eso, en la era de la hiperluminosidad y de una visibilidad exacerbada, pensar con los excrementos de la luz supone, más que una apología de la oscuridad o de las tinieblas, un habitar los desechos de esa luminosidad omnisciente, como un vagabundeo político que desiste de las certezas del resplandor.

¿Y qué relación podemos establecer entre este régimen de luz con las identidades LGTTTBI, los feminismos y la disidencia sexual? ¿Acaso no luchamos por ser visibles, por salir a la luz, por echar luz sobre los opresivos mecanismos de producción de la heterosexualidad? ¿Por visibilizar nuestras identidades y deseos disruptivos de la ley binaria del género, para hacerlos vivibles?

Distante de un épico discurso acerca de los derechos conquistados y de las demandas que el movimiento LGTTTBI y feminista reclaman al Estado, nos instigo a pensar colectivamente los regímenes de luz como modos de producción de conocimiento y normalidad que provocan sus propias ignorancias, porque más que ocultar, lo que hacen es naturalizar e inhibir ciertas posibilidades de visión, percepción e interpretación de los cuerpos, que no es ni más ni menos que nuestra capacidad de habitabilidad del mundo.

Desde los excrementos de la luz emerge una negatividad como una potencia de vaciamiento y proliferación, que busca desustancializar y extrañar, tergiversar y pervertir los presupuestos identitarios y comunitarios de una hegemonía del activismo sexual que se adhirió en estos últimos tiempos a los formatos tradicionales de la política, la que recobró fuerzas con la reposición del imaginario estatal nacional. Una negatividad que nos permite trazar una línea entre lo que queremos y lo que no queremos vivir.

En mi genealogía activista, que ha sido bien intensa, iconoclasta, múltiple, heterodoxa y con múltiples campos de intervención, el feminismo tanto como la disidencia sexual como práctica política, estética, afectiva y epistemológica han sido claves para la politización de mi vida y mis ámbitos existenciales. No obstante, hay que reconocer que ciertas perspectivas feministas adquieren mayor luminosidad que otras, y en los desechos de esta proyección moran otros microfeminismos que no buscan prescribir nuevos modelos de comportamiento ni digitar qué prácticas prohibir, ni qué conductas impugnar, ni qué fantasías vedar, ni qué formas de coger legitimar, ni qué sujetos anatómicamente aptos autorizar para la lucha. Son feminismos rapsódicos, de coexistencia tensa e interrogativa de muchas lenguas y cuerpos –sin aspiraciones de coherencia–, que con sus prácticas constituyen una apertura de posibilidades para cambiar la propia vida y re-pensar las prácticas emancipatorias. Feminismos cuyas formas más invisibles y subterráneas disputan otros modos de hacer y vincular vida y política, al tiempo que son expulsados de la zona de concentración lumínica tramada por los medios de comunicación, los habitus académicos y la localización geopolítica.

Así aprendí, con los residuos del destello, a hacer de la experiencia política una poética, es decir, una apuesta a subvertir los códigos de la lengua heteronormativa, a hacer del lenguaje un campo de intervención política y estética. De modo que la política para mí se fue configurando no tanto como la acción instrumental conforme a unos fines preestablecidos, sino como la modificación sustancial de las coordenadas de lo posible y de lo sensible.

En este sentido, escribir como tortillera es para mí una práctica política que se anuda al pensar y a un trabajo por hacer con el lenguaje contra toda tipificación y estandarización, que desconoce los múltiples procesos de construcción y habitabilidad de lo lésbico. Supone una especie de desprogramación sensorial ante toda forma de dogma, de narrativa identitaria totalizadora, de un vocabulario uniformador y carente de texturas y estrías. Y fundamentalmente, una acción política dimitente, la de abandonar la servidumbre de ser nombradas por otrxs, de ser dichxs por otrxs, apostando a la autonomía de la voz y a la imaginación de nuevas formas de organización del conocimiento y a la invención de modos de vida.

Cercana a una concepción de activismo político que no busca ser legalizado como experto por la máquina institucional de las políticas de gobierno, esa que lubrica la consigna de moderación impuesta por la lógica de la unidad y el acuerdo, articulada por la masividad, el monumentalismo y la espectacularización, que margina del discurso público las posturas más confrontacionales, me interesa la experimentación crítica con lenguajes más opacos y marginales a los empleados por la tecnocracia del decir.

Hablar de identidad supone para mí una ambigüedad, una paradoja en la que me muevo dilemáticamente, en la que soy reconocida y al mismo tiempo me desconozco. Asumo la identidad como nombre que habilita y visibiliza una disputa, una disidencia, de modo que estratégicamente me posiciono en los escenarios del habla heterosexual como lesbiana, que lucha contra la imposición de la invisibilidad e indecibilidad. Y me desconozco cuando ese nombre se vuelve estrecho y excluyente de cuerpos y experiencias a partir de la instauración arbitraria de requisitos de autenticidad y respetabilidad.

 

Entiendo que el fondo de nuestra actuación como activistas sexuales son las leyes de matrimonio igualitario, la ley de identidad de género, las políticas de diversidad e inclusión bajo retóricas neoliberales de desmarcamiento de las diferencias, la criminalización y persecución de las trabajadoras sexuales, unas narrativas de identidad que parcelan la comprensión de las políticas sexuales como articulación de políticas económicas y culturales que gestionan estéticamente las representaciones sexuales en términos de una higienizada ilustración realista, la prohibición del aborto, y una cotidianeidad nuestra que sigue asolada por los crímenes de odio, los femicidios, la lesbohomotransfobia, la discriminación, el insulto, la vergüenza, etc. Y también por un feminismo de Estado que ha hecho suyas las demandas de vigilancia y represión del biopoder, exigiendo que se apliquen políticas punitivas (censuras y castigos) en nombre y para protección de «las mujeres».

Entonces, me importa compartir con ustedes el relampagueo de una serie de interrogantes con el afán de desistir, por un momento, de la inmediatez, de lo instantáneo, de cierta hiperluminosidad que se ansía compulsivamente, para intentar pensar las dinámicas de deposición de un movimiento LGTTTB centrado en el Estado, el campo jurídico y los medios. Una forma de construir un destiempo para una insurgencia sexo-política disidente, como un gesto de desaceleración que escape de la prisión de lo inmediato a partir de reinscribir entre nuestras preocupaciones políticas y vitales asuntos relacionados con la memoria, el lenguaje y la afectividad.

Comencemos con la memoria, ¿cómo releer nuestros propios archivos de la disidencia desde las narrativas políticas contemporáneas?

Vivimos en una época paradójicamente amnésica. Por un lado, hay una inflación de las políticas de la memoria, tendiendo a la estatización de ciertos relatos (lo que supone una regulación de nuestros sueños y experiencias políticas), y por otro, el capitalismo global produce formas de subjetividad en las que nos adiestran a interesarnos tan solo por lo último que pasa. Funcionamos bajo dos ejes que se sitúan en la propia base de la sociedad de consumo: la novedad (que construye el horizonte del deseo) y la obsolescencia.

A partir de un proceso de represión de lxs muertxs que produce la sociedad de consumo y la reducción de las prácticas sociales a meras «demandas», se licuan las fuerzas emancipatorias de las desobediencias sexuales. Las leyes de la actual democracia en defensa de los «derechos humanos» –incluidos los LGTTTBI– no tienen la suficiente capacidad de afectación de las vidas materiales, no tanto por una cuestión de desconocimiento de la letra de ley, sino porque los algoritmos financieros y heteropatriarcarles presentes en las dinámicas institucionales gobiernan nuestras subjetividades.

Así, las políticas y poéticas de la memoria son cruciales para pensar el activismo del presente. ¿Con qué trozos de voces, cuerpos, saberes, experiencias, discursos y acciones nos (des)hacemos o hicimos activistas de la disidencia sexual? ¿Cómo las experiencias del pasado del movimiento LGTTTBI interpelan nuestro accionar presente? ¿Cómo se activa una memoria batallante e incómoda de las luchas sexuales? ¿Qué nos dicen nuestros archivos del daño y de la sobrevivencia acerca de delegar nuestro poder en el Estado?

En relación al lenguaje, me pregunto: ¿cuáles son nuestros vocabularios políticos y su capacidad de inventiva para dar cuenta del presente?

Las disputas por las palabras son disputas políticas. Existen ciertos léxicos sexo-políticos que nos despojan de nuestras heridas, saberes y pulsiones emancipatorios, colonizan las experiencias lésbicas, maricas, travestis, trans, intersex, y simplifican el presente para que este sea vistosamente absorbido por los medios y el Estado. En este sentido, disidencia sexual no es lo mismo que diversidad sexual. La disidencia sexual actúa como un cuestionamiento práctico y constante al sistema sexual imperante, articulando una serie de prácticas políticas, estéticas y críticas recientes de gran intensidad, con quiebres respecto a las políticas liberales LGTTTBI.

¿Qué pasó en todos estos años para que las políticas del nombre propio ejercitadas por el activismo se disolvieran bajo un término soporífero y anestésico como «diversidad sexual»? Retomo la pregunta de la feminista Donna Haraway: «¿Con la sangre de quién se crearon mis ojos?» (1995; 330),67 y me re-pregunto: ¿Con la sangre de quién se crearon estas palabras?

Actualmente, la única forma posible, representable, concebible, de hablar (a) las sexualidades y géneros no heteronormativos es bajo la supremacía del sentido de la «diversidad». El imperialismo de este modelo como paradigma epistemológico y político atraviesa los discursos culturales en general y los del activismo en particular, regulando las matrices de inteligibilidad de las identidades.

La diversidad sexual desnombra las identidades LGTTTBI, despolitiza el antagonismo provocado por la normatividad sexo-genérica porque desplaza a la norma de la centralidad del análisis, y se inscribe en la construcción de un escenario de armonía y pacificación del conflicto, vaciando de sentido las políticas de autoafirmación identitaria. Se produce un colapso y una eventual clausura de las múltiples y heteróclitas variaciones subjetivas, políticas, afectivas, corporales, estéticas, sexo-genéricas, bajo una prédica devota de la compasión, la tolerancia, el respeto y la simpatía.

Por último, un interrogante que pone énfasis en un asunto menospreciado por la política más clásica y que es el vinculado a la afectividad, ¿qué lugar ocupa la afectividad en nuestros activismos como modo de reconstruir las condiciones emocionales de la solidaridad en común?

Los afectos, esa capacidad para afectar y ser afectado, ese aumento y disminución del cuerpo para actuar, enlazar y conectar, cumplen un papel clave tanto en la activación como en la desintegración de los activismos. Cuántas veces nos hemos apasionado por espacios políticos porque nos sentíamos acogidas en nuestros anhelos de lo colectivo para construir algo común, y también, cuántas veces hemos abandonado espacios políticos donde ciertas dinámicas del hacer se vuelven insostenibles por la forma de tramitar los afectos, porque nos vemos presas de modos de relación hostiles, destructivos, agresivos, demoledores, sin poder siquiera tematizarlos como formas políticas de gestión de la vida en común, y no como un problema individual.

Los afectos no son estados psicológicos, son prácticas sociales y culturales que articulan experiencias del cuerpo. Ningún afecto es por sí mismo opresor o emancipador. ¿Cómo convertir nuestra desafección privatizada en ira politizada? ¿Cómo hacer del activismo un afectivismo, tal como dice Brian Holmes, potenciando esa capacidad de los afectos de abrir y expandir territorios, de hacer política en primera persona, que desborde y haga estallar la idea soberana de la política?

***

Seguro que mis palabras no tienen la contundencia de un discurso afirmativo, movilizante e inminente como tradicionalmente se espera, el cual creo que también es necesario. Sin embargo, en mi retina biográfica vive la llama persistente del éxtasis político en otra clave. Efectivamente, desde los excrementos de la luz compuse estas preocupaciones como un modo de reactivar la interrogación acerca de cómo la rabia, la irreverencia y la rebeldía se reprocesan en clave estatal y fundamentalmente de mercado, desactivando los modos más polémicos de la protesta sexual.

Frente a un deseo totalizante de institucionalización, considero imprescindible crear un tiempo y un lenguaje que se desate del campo jurídico en tanto monopolio del sentido de las prácticas culturales y dinámicas vitales, que alojen el microgesto de la audacia política y el trance poético.

Hallar en los excrementos de la luz una posibilidad innombrada o impronunciable, rimar los lutos del lenguaje hetero, instigarnos a inventar un idioma para entrar y salir de nuestra propia fragilidad y de nuestros imaginarios heridos, con la paciencia secreta de que toda insurgencia será labor de las palabras.

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Decir prosexo68

Decir prosexo es una posición política crítica de los activismos sexuales que luchan contra la patologización y medicalización de ciertas prácticas y expresiones sexuales; contra la censura y prohibición de la industria pornográfica por parte del Estado y sectores religiosos y conservadores, incluso feministas; contra los criterios de decoro y pudor en la regulación de la visualidad de imágenes sobre sexo explícito e implícito en las prácticas artísticas, la televisión, la publicidad, el cine, los videojuegos, internet; contra los disciplinamientos morales; y contra la persecución, criminalización y estigmatización de l*s trabajador*s del sexo. Decir prosexo es luchar por el reconocimiento del trabajo sexual y no necesariamente adherirse al reglamentarismo.

Decir prosexo no es una manera radical de coger –si es que hubiera tal cosa–, ni del uso de los placeres. No es decir que sí a cualquier propuesta sexual o andar todo el tiempo caliente o llevar determinada estética corporal. Decir prosexo es incitar a una crítica radical de los placeres, sus habilitaciones, legitimaciones, censuras, prohibiciones, persecuciones.

Decir prosexo es una interrogación incesante e incitante de las políticas sexuales y las posturas antisexo en las leyes, normas institucionales y relaciones personales. Es mantener una sospecha activa sobre los modos de represión y vigilancia en los espacios públicos e íntimos acerca de los cuerpos, las sexualidades y los deseos. Decir prosexo es entender la militarización del espacio urbano, en especial de los barrios populares, como formas de control sexual, racial y de clase.

Decir prosexo no remite a una práctica individual, sino a una identificación política y una práctica ética para disputar los sentidos que se ciernen sobre lo «sexual» y que crean exclusiones, segregaciones, jerarquías, desigualdades. No significa que tod*s debamos participar de manera imperativa en orgías, manifestaciones de sexo en ámbitos públicos, hacer postporno, practicar la no-monogamia ni el BDSM. Decir prosexo expresa la defensa del libre ejercicio de estas prácticas, a la vez que se identifican la hipocresía, la opresión y los pánicos morales que sostienen las políticas de derechos sexuales.

Decir prosexo es reconocerse como parte de una historia de los feminismos que revelan los efectos racistas y de clase de la legislación vigente y las costumbres sociales sobre sexo y sexualidades; muy al contrario de los feminismos carcelarios que alientan políticas punitivas y prohibitivas. Decir prosexo es atentar contra la higienización de lo público y la profilaxis de la disidencia sexual.

Decir prosexo es sostener una concepción benigna del sexo y de su variabilidad inaudita, oponiéndose a la falsa ecuación de que el sexo siempre es equivalente a la violencia, una concepción que atemoriza y des-empodera. Decir prosexo no significa emitir juicios morales sobre las prácticas de l*s demás, ni de quienes sostienen una posición abolicionista en particular, sino que es cuestionar la moral dominante que nos gobierna socialmente.

Decir prosexo es afirmar y resguardar la autodeterminación sexual y la libertad de expresión. Es promover la creatividad sexual y erótica, manteniendo un horizonte abierto de posibilidades y deseabilidades que amplíe y multiplique los imaginarios disponibles y los repertorios de sus prácticas. Decir prosexo es defender la libertad sexual, sabiendo que toda libertad en el heterocapitalismo patriarcal, racista y colonial es una provocación perdurable y una potencia de emancipación imperfecta.

Decir prosexo es impulsar alianzas con trabajador*s de la industria del sexo, sean l*s trabajador*s sexuales, actrices y actores porno, director*s, bailarinas eróticas, vedettes, acompañantes sexuales, así como también con quienes realizan tareas de adoctrinamiento ideológico sobre el sexo como docentes, médic*s, juristas, publicistas, periodistas, académic*s, artistas, etc.

Decir prosexo es combatir las concepciones del sexo como algo peligroso, destructivo, negativo, que debe adaptarse a un modelo único, y que hay una forma de hacerlo mejor que todas las demás, debiendo todo el mundo practicarlo de ese modo. Decir prosexo es un umbral crítico que reconoce cómo estas concepciones producen o niegan el reconocimiento de la salud mental, la respetabilidad, la legalidad, la movilidad física y social, el apoyo institucional, y beneficios materiales y económicos.

 

Decir prosexo es activar pedagogías de la sexualidad que inciten concepciones de infancia y adolescencia como sujetos sexuales y de placer, lejos de la inocencia primigenia y la victimización anticipada. Es denunciar los valores conservadores en los modelos de educación sexual, cuestionar la edad de consentimiento en relación a las de responsabilidad y derechos cívicos. Decir prosexo es revelar los componentes homo y lesbofóbicos de los discursos del abuso sexual infantil, y luchar contra estas formas de violencia mediante el empoderamiento de niñ*s y adolescentes.

Decir prosexo es una técnica de interpretación de la espacialización y segregación de las manifestaciones sexuales, que problematiza los criterios de lo adecuado/inadecuado, decente/obsceno, autorizado/vedado, que las legislan. Es reflexionar sobre la violencia que supone la censura, el borramiento y silenciamiento de imágenes, voces, cuerpos, prácticas, contextos, historias. Decir prosexo es denunciar la hipersexualización de los cuerpos y también su desexualización según normas de racialización, nacionalismo, género, discapacidad, etc.

Decir prosexo es un modo de sensibilidad político-afectiva que siente y entiende las guerras capilares del sexo como formas de mantenimiento y ejercicio de un régimen de privilegios heterosexuales, racistas, patriarcales, capitalistas, cisexuales, nacionalistas, y normativos, distribuyendo la vulnerabilidad económica, política, erótica y cultural de manera mortíferamente desigual. Decir prosexo es sostener una política de escucha activa y deseante de los cuerpos, sin considerarlos como víctimas a priori.

Decir prosexo es problematizar las políticas de visibilidad y visualidad en la sociedad de la hegemonía de las tecnologías mediáticas y sus procesos de espectacularización. Es comprender que el ojo contemporáneo está educado en los códigos de la pornografía mainstream, que naturaliza la exhibición descarada y cotidiana de escenas de violencia sexual, incesto, violación, abuso sexual infantil, mutilación, y cela con ahínco las imágenes con contenido sexual explícito. Decir prosexo es deshacer y re-hacer desde un ímpetu libertario las normas a través de las cuales se experimentan los cuerpos.

Decir prosexo es una experiencia política y poética de subversión de los códigos heteronormativos que regulan la producción académica de conocimientos y su vida institucional. Es visibilizar las posiciones prosexo de l*s autor*s que se utilizan en los programas de estudios de género y queer, sin domesticar su activismo sexual.

Decir prosexo no es promover una doctrina de las prácticas sexuales, sino incitar la operación política de su desnaturalización. Es crear una epistemología (micro)política de las prácticas de resistencia que desarticula e interrumpe las estructuras de comprensión, las orientaciones prácticas, el lenguaje habitual y los logros ideales de la sexualización normativa de la decencia pública, la que rige lo que se puede hacer a la vista de tod*s, lo que se puede decir, lo permitido y lo prohibido. Decir prosexo es estar atenta a la moralidad dominante que se impone como sinónimo del aparato del Estado.

Decir prosexo es una provocación al diálogo y al debate al contener en su propia enunciación el nombre de aquello que social y culturalmente se insta a borronear como naturalización del poder y control de los cuerpos. Decir prosexo es un antagonismo necesario, urgente e inventivo para un tiempo en que las economías eróticas del aniquilamiento siguen vivas y arrasando con cuerpos de mujeres, trans, travestis, lesbianas, maricas y trabajadoras sexuales.

Decir prosexo es un llamamiento a hacer de todas las mesitas,69 sin distinción de color, textura, tamaño, marca, antigüedad, filiación y ubicación, un campo de experimentación con la conducta sexual como experiencia política colectiva que provoque el temblor de los modelos prescriptivos y restrictivos sobre las sexualidades.

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Vivir en diferido.

El fracaso lésbico del tiempo70

Hay una lágrima fetal suspendida entre mi piel y tus manos.

¿Dónde encontraré ese vértigo que alguna vez alojó mi voracidad lésbica?71

Lenta, atrasada y rezagada. Así es mi consistencia anímica del presente. Acuciada por una variedad de experiencias personales ligadas a la percepción del tiempo, escribo estos apuntes como un frágil exorcismo teórico y poético que permita situar mi voz extemporánea como activista y escritora lesbiana en la trama política de espectros que habitan nuestra contemporaneidad.

Identificarme como lesbiana, una lesbiana no mujer, masculina pero no trans, una chonga pero no top, de 45 años, parece casi un anacronismo en tiempos de irradiación de géneros no binarios y fluidos. Vivir fuera de Facebook, Instagram, Twitter y otras redes sociales, y declinar de participar en modos de subjetivación gobernados por el cálculo, la competitividad, el empresariado de unx mismx, la rentabilidad de la propia imagen y la compulsividad a la conexión y comunicación inmediata. Un biorritmo aun con secuelas de la experiencia como maestra y el tiempo disciplinario de la escuela alimentando las mitocondrias del lenguaje. Un trabajo informal realizado en casa, con horarios indefinidos, con tareas múltiples, en condiciones de autogestión y precarización, que van diagramando la vida cotidiana como una amalgama indiferenciada de asuntos laborales y vitales. Una pasión por la escritura, de locomoción lenta y respiración morosa, extasiada de opacidad barroca. Una fallida obsesión por los archivos y el trabajo con la memoria en un contexto conservador y represivo que expande las políticas de la amnesia. Todas experiencias del tiempo, esa vivencia subjetiva e histórica entre afecto y memoria, identidad y política, normas y cuerpo, economía y saber, que hacen colapsar cualquier tipo de evolucionismo biográfico, coherencia identitaria y estandarización temporal. Todas situaciones corporales que suponen un tiempo singular, desfasado o divergente, que me generan una suerte de tiempo trastornado (Bal, 2016).

Vivir en diferido es apenas una posible expresión de una poética del tiempo que atenta contra una política temporal como ficción normativa que organiza un orden naturalizado de los cuerpos. La normalización temporal72 tiene efectos somáticos, por lo tanto podemos pensar que toda tecnología de género es a su vez una tecnología del tiempo, que en nuestra trama sociopolítica reactualiza la matriz binaria fundante de la configuración histórica de la nación argentina, articulada por el binarismo civilización/barbarie. Todo aquello que se disloque de esta temporalidad normativa impuesta por el colonialismo interno (conductas, espacios, modos de vida, identidades, estéticas, modos de hablar), asume el carácter de atrasado, anticuado, obsoleto, pretérito, ubicándolo por defecto en el lugar de la barbarie.

Vivir en diferido intenta ser una hipótesis fallida de una erótica de la sustracción que soslaya y desquicia los imperativos de esta ficción normativa del tiempo, una suerte de salvajismo lésbico cuir cuyo presente se trama como un arrebato espacial habitado por fantasmas, espectros y fuerzas que provienen del pasado y del futuro.

Este borrador es un forcejeo asincrónico con la palabra y la lectura, en el que acontece el fracaso lésbico del tiempo como irregularidad rítmica que se vuelve alfabeto escenográfico de una herida en la que acontecen otras invenciones y composiciones inéditas de vida. Porque no se trata solo de desertar de la narrativa evolutiva y progresiva de la heteronormatividad capitalista neoliberal colonial, sino también de hacer estallar las narrativas del éxito que estimulan la maquinaria activista feminista y de la disidencia sexual como un show chauvinista identitario. Apuntes dispersos que buscan conjugarse en una gramática del desvío y la carencia, cuyo montaje energético se arma a partir de la preposición sin: sin hij*s, sin casa propia, sin salario, sin obra social, sin positividad, sin expectativas, sin onda, sin ídol*s, sin inglés, sin contactos, sin ligereza, sin sonrisa, sin carne, sin título universitario, sin promesas, sin futuro. Una gramática del sin en busca de deshacer un yo fotofóbico y melancólico, que lejos está de ser un contraconocimiento fácilmente identificable, porque tal como afirma Scott «la inteligibilidad es una condición de la manipulación»,73 lo que provoca que las prácticas subversivas se resistan al cálculo (Butler 1993)74, dificultando su entendimiento, abrumando la capacidad de leer al desafiar las convenciones sobre la lectura. Este vivir en diferido discurre entre temporalidades queer, identidades espectrales, la agencia del silencio como placer y ciertas distopías del presente, como una forma caótica de construir un fracaso pulsado por la insistencia obsesiva del «deseo básico de vivir la vida de otra manera» (Halberstam, 2018).

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